Los seis fugitivos (Los nuevos legados de Lorien 2)

Pittacus Lore

Fragmento

seis-3

1

DUANPHEN

BANGKOK, TAILANDIA

Duanphen contempló al mendigo que correteaba entre el tráfico con un cubo en una mano y un trapo en la otra. Era un niño menudo, de no más de doce años, con una mata grasienta de pelo negro y una gran habilidad para seleccionar coches: elegía siempre los más relucientes, los de cristales tintados y pasajeros ebrios. Arrojaba sobre los parabrisas el agua sucia que contenía el cubo y se echaba encima del capó para limpiarlos de forma poco efectiva, embadurnando los cristales con más mugre. Los conductores bajaban presurosos la ventanilla para insultarlo, pero casi siempre transigían: le depositaban un billete en la mano para que se fuera y ponían en marcha el limpiaparabrisas.

Era pasada la medianoche y la vida aún bullía en Royal City Avenue. Las motocicletas serpenteaban entre el tráfico, los habituales de los clubes avanzaban a trompicones por las calles y las luces de neón palpitaban al ritmo de los graves de la música de los bares.

Duanphen se ajustó las esposas que le rodeaban la muñeca y la sujetaban al maletín del ejecutivo. El metal la irritaba. Tanto como ese lugar.

Habían pasado tres meses desde la última vez que había estado allí. Y no lo había echado de menos.

El mendigo se fijó en ella y en su limusina. Bueno, en realidad no era exactamente su limusina, sino la del ejecutivo; ella solo la vigilaba. La negra extensión estaba aparcada con descaro, en doble fila, delante de un club en el que varias gogós se contoneaban detrás de los escaparates. El ejecutivo se había emocionado tanto al ver ese lugar que casi se había puesto a babear: hubo que detener el vehículo. Casi todo su equipo de seguridad lo había acompañado dentro, pero Duanphen se había quedado en la limusina. Era demasiado joven.

—Bonito coche —le dijo el mendigo en tailandés cuando se detuvo delante. El muchacho levantó su trapo con aire amenazador—. Pero sucio. Por unos pocos dólares te lo limpio.

Duanphen lo miró con frialdad.

—Vete.

El chico le sostuvo la mirada, como si tratara de decidir si debía tentar a la suerte. Con sus diecisiete años, Duanphen no era mucho mayor que él, pero la expresión glacial de su rostro le daba un aspecto más adulto. Medía algo más de metro ochenta y su cuerpo de miembros alargados recordaba a una navaja. Llevaba siempre el cabello cortado al rape y no se maquillaba, salvo por la línea negra con la que se perfilaba el párpado. Su naricita era un zigzag tortuoso, como si alguien se la hubiera borrado y dibujado de nuevo.

—Te conozco —le dijo el muchacho.

—No.

—Eres una puta —repuso él, soltando una risa—. ¡No! No es eso. ¿Dónde te he visto antes?

—Eso da igual —le soltó Duanphen—. Lárgate.

El mendigo dio un respingo cuando cayó en la cuenta.

—¡Eres una luchadora! —exclamó, señalándola con el trapo tembloroso—. ¡Te conozco! Eres la que hace trampas. La que...

Como por arte de magia, el cubo del chico se inclinó hacia él y el agua que contenía fue a parar encima de sus pantalones. El muchacho soltó un grito ahogado y se calló, mirando fijamente a Duanphen.

No era magia, sino telequinesia.

—Si me conoces —le dijo ella—, entonces sabrás lo que ocurre cuando se me acaba la paciencia.

El mendigo la miró con los ojos como platos y se escabulló a toda prisa entre la multitud soltando un aullido. Duanphen frunció los labios. ¡Mira que llamarla tramposa! ¿Qué sabría ese desgraciado?

Duanphen llevaba practicando la lucha Muay Thai desde que tenía catorce años: lo hacía para complementar lo poco que le pagaban por sus sesenta horas semanales en la fábrica de ropa, un dinero que apenas le bastaba para el alquiler de esa pensión infestada de cucarachas en la que vivía. Antes de que se manifestaran sus legados, había perdido más luchas de las que había ganado y más de una chica que le doblaba la edad había acabado reventándole la cara.

Después de la invasión, con la telequinesia, las luchas ya le resultaron más fáciles: una zancadilla aquí, un bloqueo allí... Empezó a ganar. Y también a creer en sí misma. La competición se fue endureciendo, pero también mejoró su dominio de la telequinesia.

Un día, uno de sus oponentes la sujetó hasta casi ahogarla y la piel electrificada de Duanphen se activó inesperadamente. Los promotores de las peleas descubrieron entonces su secreto y consideraron que lo que había estado haciendo era «robar». Le dieron a elegir: o trabajaba para pagar la deuda o moría. Ella consideró la posibilidad de tratar de huir, pero iban todos armados y detener balas no era lo mismo que bloquear puñetazos.

Pronto se corrió la voz de que la mafia local tenía a un miembro de la Guardia trabajando para ellos. Así fue cómo la encontró el ejecutivo. Ese hombre conocía a un montón de gente, tenía mucha labia y sabía negociar.

De ahí que fuera tan valioso para la Fundación.

La Fundación saldó la deuda de Duanphen y le permitió empezar de cero. Le dieron más dinero del que nunca había soñado ganar con las peleas, además de ropa y un ostentoso apartamento en Hong Kong. Lo único que tenía que hacer a cambio era cuidar de ese ejecutivo zalamero y llevar su maletín arriba y abajo.

El trato no estaba nada mal, pensó. Hasta que empezó a conocer mejor al ejecutivo. Todos los hombres lo adoraban, porque contaba chistes groseros y les pagaba las copas, pero a Duanphen le parecía un tipo muy desagradable, el típico turista de mediana edad con el que se había encontrado millones de veces en Bangkok. Siempre se estaba quejando de la frialdad de su esposa y de que sus hijos no querían hablar con él.

El ejecutivo salió parsimonioso del club, rodeado de una falange de guardaespaldas. Siempre iba acompañado de un equipo de seguridad, que en las últimas semanas había crecido, por razones que nadie había compartido con Duanphen. Sus esbirros le abrieron un camino en la acera, empujando a un lado a los juerguistas de ropas estridentes para escoltarlo hasta su limusina blindada. La gente alargaba el cuello con la esperanza de poder ver al hombre que llevaba ese séquito. El ejecutivo no era gran cosa: mata de pelo rubio empobrecida, bajito, barrigudo, vestido con un traje de diseño arrugado por la humedad y una camiseta de color salmón con manchas de sudor. No era ningún famoso, debieron de pensar los curiosos, decepcionados. Solo un capullo ricachón. En Bangkok los había a montones.

Duanphen le abrió la puerta del coche al capullo ricachón. Él le pellizcó la mejilla cariñosamente y ella sintió que se moría un poco por dentro.

—Te has perdido un rato genial, Dawn —dijo sin apenas poder articular las palabras por el exceso de champán.

—Humm —repuso Duanphen, evasiva. No soportaba esa mala versión farang que empleaba de su nombre.

El ejecutivo interpretó el susurro de Duanphen como una muestra de interés.

—Un día de estos habrás crecido lo bastante para ser una acompañante cañón —le dijo.

Duanphen sonrió con tristeza y apretó el puño. Se acomodó en el asiento trasero, al lado del ejecutivo, mientras otro guardaespaldas se sentaba al volante.

—Quería preguntártelo —dijo el ejecutivo—. ¿Estás contenta de volver a casa?

—No —respondió ella—

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