Vencedora 2 - Desafiante

Lesley Livingston

Fragmento

desafiante-10

VII

Si hubiera sido a plena luz del día, no sé si habría sido capaz de hacerlo. Plantar cara a los oponentes en la arena, que sabían que ibas a por ellos, que podían defenderse de ti, era una cosa.

Cortarle el cuello a un hombre por la espalda era otra.

Pero mientras el pesado cuerpo sin vida de Ixion se hundía ante mí, me recordé a mí misma que si me hubiera visto venir sería yo la que estaría en el suelo sangrando contra la arena sucia. No sabía si la capacidad del hombre por la crueldad natural merecía un final así. Todo cuanto sabía, en ese momento, es que lo único que me importaba era liberar a Elka y a las otras chicas. Y si la vida de Ixion era el precio de su libertad, soportaría con gusto la deuda de la culpa por causarle la muerte. Daba igual que me temblaran las manos mientras limpiaba mi daga contra la túnica del hombre muerto.

—¿Fallon? —Aeddan me miró con el ceño fruncido en la oscuridad, apartándose del hombre que había despachado él—. ¿Qué ocurre?

—Nada —mentí—. Es solo que no estoy acostumbrada a matar.

—Estás pálida y sudando. —Me cogió del brazo y me obligó a mirarlo—. ¿Estás herida?

—No. —Me zafé de su mano y le puse la punta de mi espada a un dedo de su nariz—. Estoy bien —dije—. Y si vuelves a intentar decir lo contrario delante de las otras, encontraré la manera de acostumbrarme a matar.

Parpadeó y me miró con el ceño fruncido, pero retrocedió un paso.

Arrastramos los cuerpos para esconderlos y nos abrimos paso hacia la enfermería. La larga habitación iluminada por antorchas parecía el interior de un nido de avispones al que cualquier tonto le hubiera lanzado piedras. En el mismísimo aire resonaba la insolencia que podía sentir zumbándome en la piel. Mis compañeras de ludo estaban distribuidas en pequeños grupos reducidos, y me tomé el momento que tardaron en darse cuenta de que estaba allí para mirar a mi alrededor, con el corazón henchido de orgullo.

Estaban enfadadas. No asustadas.

Y no cabía ninguna duda de que no se habían resignado ante su encarcelamiento provisional después de que a mí me hubieran metido en el Tártaro. Elka lucía un furibundo ojo morado y había manchas del color oxidado de la sangre por toda la túnica de Gratia que, a juzgar por sus dos ojos morados, eran el resultado de una nariz rota. Las otras llevaban todo tipo de vendas, y en un camastro alejado pude ver la forma de una de las chicas tumbada de lado y cubierta con una sábana manchada de sangre.

Sentí que me crujían los nudillos cuando cerré los puños a ambos lados de mi cuerpo.

En el rincón más alejado de la sala, Cay y Quinto —hombres y militares y, en consecuencia, supuestamente la única amenaza real— llevaban grilletes y estaban encadenados a una columna de piedra.

Entendí entonces por qué habían escogido la enfermería como lugar donde encerrar a las chicas. En el edificio de las habitaciones había docenas de celdas, pero también múltiples entradas y ningún cerrojo en las puertas. En la enfermería, sin embargo, solamente había una puerta y las ventanas eran altas y demasiado pequeñas para que nadie pasara por ellas. Y había muchas camas además de Heron, el médico, para atender cualquier herida o lesión que tuvieran las chicas. El hombre estaba ahí en esos momentos, chafando hierbas en un mortero y refunfuñando por lo bajo. Y fue él el primero en darse cuenta de que había entrado en la habitación.

—¡Fallon! —exclamó, y dejó el mortero a un lado con estruendo.

Cay levantó la cabeza al instante y se quedó boquiabierto por la sorpresa en cuanto nuestras miradas se cruzaron un breve instante. Levanté el manojo de llaves para que pudiera verlo y las hice repicar, y él me sonrió con aquella sonrisa lenta que había acabado por querer tanto y que tanto había añorado. Sin embargo, antes de que pudiera moverme para soltarlos a él y a Quinto, Elka cruzó la habitación y me agarró por los hombros, riendo como loca.

—¡Lo sabía! —exclamó—. Sabía que encontrarías la manera de escapar.

—No la encontré. No sin ayuda, a fin de cuentas...

Aeddan se movió de detrás de mí y todo el mundo se quedó quieto como una estatua. Miré fijamente el yelmo con un penacho negro que todavía llevaba. Él hizo una mueca y alargó una mano para quitárselo. Se lo colocó bajo el brazo y dijo:

—El edificio principal todavía está tranquilo, pero deberíamos...

Las palabras de Aeddan se desvanecieron en cuanto se dio cuenta de que Elka lo miraba de hito en hito, el fuego de sus ojos de pronto frío como el hielo. La chica dio un paso al frente.

—¿Qué está haciendo él...?

—Luego te lo explico.

La dejé allí de pie encarándose con Aeddan, los dos enzarzados en una batalla silenciosa de voluntades, mientras yo enfilaba mi camino hacia Cay y Quint, saludando entre murmullos a las otras chicas cuando pasaba a su lado. Rebusqué entre las llaves y, al encontrar la que parecía encajar, la hice girar en la cerradura. Las cadenas se cayeron y aterrizaron con estruendo en el suelo. Quint asintió para darme las gracias y Cay hizo ademán de abrazarme, pero lo paré poniéndole una mano en el pecho. Él también asintió, entendiendo que ya habría tiempo para eso más tarde, pero en realidad era sencillamente que yo no quería que supiera que estaba herida. No podía permitirme afecto ni empatía en ese momento si tenía que seguir fuerte y evitar romperme como un junco seco.

Me giré hacia las demás en cuanto se congregaron a mi alrededor, haciendo preguntas.

—Esto es una locura, Fallon...

—¿Dónde has estado?

—¿Qué está pasando? ¿Hubo una rebelión de verdad?

—¿Por qué nos han encerrado a todas?

—¿Es cierto que la lanista está muerta?

Levanté las manos, tragando saliva con fuerza para deshacer el nudo que había formado la última pregunta.

—Lo único que sé —repuse— es que Poncio Aquila tiene el control de este ludo. Y eso significa que tiene el control sobre nosotras. Si nos quedamos.

—¿Si? ¿Qué significa «si»? —Damya me miró sorprendida—. ¡Somos prisioneras!

Las chicas se quedaron en silencio y Cay dio un paso al frente.

—¿Dónde están los guardias, Fallon? —preguntó con suavidad.

Nuestros ojos conectaron un instante.

—Indispuestos.

Ajani asintió con decisión.

—Entonces ahora es la nuestra.

Hubo un fuerte murmullo de asentimiento por parte de todas las demás.

Casi todas las demás.

Miré hacia la única chica que estaba en silencio, en un rincón de la habitación.

—¿Tanis?

Las otras se giraron hacia la joven arquera, que estaba apoyada contra la pared, con los brazos cruzados y la boca fuertemente cerrada.

—Tú vienes con nosotras —le dijo Ajani, dando un paso y poniéndole una mano en el hombro a su compañera arquera—. ¿Verdad?

Tanis se zafó de su mano.

—No estaremos más seguras ahí fuera de lo que estamos aquí.

—Eso no es cierto —aseguré.

—Primero quieres irte y ahora quieres quedarte —intervino Gratia con un rictus de disgusto en los labios—. ¿Qué quieres, gladiolus?

—¡No importa lo que yo quiero! Lo que quiere n

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