Vencedora 3 - Triunfante

Lesley Livingston

Fragmento

triunfante-4

I

—Uri... Vinciri...

En pie, con los ojos protegidos del fulgor del sol naciente, podía oír el juramento sagrado de los gladiadores que había pronunciado bajo la luz de la Luna Cazadora, susurrado como una canción secreta y extraña, retumbando en mis oídos.

—Verberari... ferroque necari...

Parpadeé y miré a mi alrededor, desvié la mirada hacia Elka, que estaba de pie a mi lado en el patio de entrenamientos, con los ojos cerrados y murmurando el juramento.

—¿Qué haces?

—¿Hm? —Levantó un párpado y me miró detenidamente.

—¿Qué haces? —repetí.

—Nada, repaso el juramento —me respondió—. «Soportaré que me quemen... que me aten... que me golpeen...».

—«Y que me maten con la espada» —acabé por ella—. Sí. Lo sé. Yo también lo juré, ¿recuerdas?

—Exacto. Pero no dice nada de volar.

«Ah —pensé—. Entonces se trata de eso».

—Eso no es volar —repliqué—. Tómatelo más como... esto... ¿saltar muy alto?

—¡Imagínate que eres una piedra! —gritó Quintus para alentar a Elka, desde las gradas que había detrás de la valla defensiva—. Una piedra grande y pesada, lanzada desde una catapulta para sobrevolar una muralla enemiga...

Se calló de golpe cuando Elka se volvió para echarle una mirada que me hizo pensar que se estaba imaginando a sí misma, en lugar de como una piedra, como la gorgona Medusa, convirtiéndolo a él en piedra. Quint se había unido no hacía mucho al cuerpo de ingenieros de la legión y, como consecuencia, ahora su discurso estaba abarrotado de animados parloteos acerca de máquinas de asedio y trincheras; sin embargo, en este caso llevaba algo de razón.

Aunque Elka también.

En el juramento no se decía nada de volar.

Y, aun así, a pesar de esa particular omisión, Kore y Thalassa —las dos cretenses reclutadas para el Ludo Aquilea— todavía estaban empeñadas en obligarnos a hacerlo. A volar. Aunque solo fuera durante un instante y justo por encima de los cuernos de un toro enfurecido.

Una tarde, sentadas en el comedor, Kore y Thalassa nos propusieron que añadiéramos el antiguo arte de la taurocatapsia a nuestro juego de habilidades colectivas. Una lluvia plomiza y continua había caído durante tres días seguidos, lo que había hecho imposible que practicáramos en el patio sin ahogarnos en el barro. Y estábamos todas inquietas.

—Me aburro —había suspirado Damya sombríamente.

—No te desanimes —la había consolado Ajani—. El sol brillará de nuevo un día de estos. Y entonces podrás volver a hacer pedazos las cosas.

—No es eso. —Damya sacudió la cabeza—. Puedo hacer pedazos las cosas con los ojos cerrados y las dos manos atadas a la espalda. Necesito un desafío nuevo.

Para ser francas, no era la única.

Habían pasado unos cuantos meses desde que habíamos recuperado el ludo de las zarpas de nuestra academia rival, el Ludo Amazona, y hecho caer en desgracia a Poncio Aquila, su dueño —y mi propia pesadilla personal—. La popularidad que adquirieron nuestras luchadoras en los combates siguientes, como era de esperar, despegó dramáticamente desde un nivel ya alto. La muchedumbre se había vuelto loca con nosotras. Sin embargo, eso había sido meses atrás. Y ahora... bueno, la turba era la turba. Voluble era quizás la palabra más educada que me veía capaz de invocar.

Ahora, cuando cualquiera de nosotras se metía en la arena, se percibía una calma evidente. Al parecer, si no encabezábamos la rebelión por las calles, la plebe ya no estaba tan interesada. Aunque nosotras tampoco. Nuestras actuaciones eran pulidas, precisas... predecibles. Necesitábamos algo para animar las cosas, por así decirlo.

De ahí la sugerencia de Kore: brincos acrobáticos para desafiar a la muerte.

Por los aires.

Sobre toros.

«Volar...».

—Me parece una mala idea —había dicho Damya en ese momento, al tiempo que sacudía la cabeza—. Si los dioses hubieran querido que voláramos, nos habrían dado alas. ¿Recordáis a como-se-llame? El de la cera y las plumas...

—¿Te refieres a Ícaro? —Thalassa la miró con el ceño fruncido mientras cogía una aceituna de un plato de arcilla y se la metía en la boca—. No seas tonta. Los dioses no dieron alas a Ícaro, fue su padre, Dédalo, quien se las proporcionó para que pudiera escapar volando de su cautiverio.

—Eso —se mofó Damya—. Y mira lo bien que le fue.

—No le fue para nada bien —replicó Thalassa con paciencia; no sé si ignoró el sarcasmo o si se le escapó—. Lleno de arrogancia, Ícaro voló demasiado cerca del sol y el calor derritió la cera que soldaba sus alas. Falleció al caer al mar y las sirenas lloraron su muerte. Es una advertencia para los hombres que se creen dioses. Tarde o temprano, todos acaban cayendo.

—Sí —dijo Kore dándole un codazo bruscamente—, pero nosotras no vamos a hacer eso. Nada de caer. Solo tenemos que encontrar un toro predispuesto y construir un trampolín que nos eleve lo bastante en el aire para evitar los cuernos.

Llegado ese punto, la discusión se animó. Sonreí abiertamente y me recosté para observar a mis hermanas de ludo discutiendo y lanzándose panecillos las unas a las otras; entonces me di cuenta de que, en algún momento, Kore y Thalassa habían llegado a convencerlas a todas de que introducir la acrobacia taurina cretense en las actuaciones de nuestro ludo era el camino a seguir. Sin duda era una forma garantizada de complacer al público. Sacudí la cabeza al pensar que, como mínimo, mantendría a mis compañeras de ludo ocupadas y alejadas de los problemas durante un tiempecito.

Entonces me di cuenta de que alguien me había propuesto a mí para hacer el primer intento.

Siete días después, tenía una rodilla hincada en el suelo de la arena de entrenamiento y me estaba anudando los cordones de las sandalias. Los remetí a conciencia para eliminar toda posibilidad de tropezarme con ellos.

—No puedo creer que lo hayas hecho.

—¿El qué? —levanté la mirada hacia Elka, que estaba a mi lado observándome con ojos asesinos bajo un ceño fruncido.

—Proponerme —respondió.

—¿Te refieres a proponerte después de que me propusieras tú a mí? —parpadeé inocentemente.

—Eso es distinto. —Sacudió la cabeza y sus trenzas apretadas se balancearon—. Tú siempre estás montada en carros desbocados y saltando de mástiles de barcos. Lo llevas en la sangre.

Me reí.

—Si yo puedo sobrevivir a esto, tú también puedes. Y entonces, después, podrás matarme. —Me puse de pie e hice rodar los hombros para calentarlos—. Si sobrevivimos...

Miré hacia el centro del espacio de entrenamiento donde Kore y Thalassa estaban disponiendo su aparato cretense. El diseño se basaba en los que usaban en las palestras de Cnosos y habían trabajado en ello con Quint, el gran legionario ingeniero, durante buena parte de la semana anterior. Esa mañana, lo arrastraron con orgullo para sacarlo del taller y llevarlo hasta la arena con una floritura.

—Es... esto... ¿un tablón? —Gratia había inclinado la cabeza de un lado a otro para examinar el aparato.

Era casi exactamente eso. Un tablón. Solo que estaba equilibrado encima de un fulcro y asegu

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