La guerra de los mundos

H.G. Wells

Fragmento

Introducción La primera vez

INTRODUCCIÓN

LA PRIMERA VEZ

UN ESCRITOR VISIONARIO

Cuando los escritores de hoy nos enfrentamos al temido papel en blanco, lo hacemos con la certidumbre de que nada de lo que escribamos parecerá original. Con tanta tinta derramada a nuestras espaldas, resulta terriblemente difícil encontrar una idea novedosa. No conseguimos liberarnos de la molesta sensación de que todo está escrito. Pero hubo un tiempo, sin embargo, en el que casi nada estaba escrito. Un tiempo en el que todas las ideas parecían nuevas, por estrenar, y los escritores se aventuraban como ávidos colonos en el territorio todavía virgen de la ficción. El novelista británico Herbert George Wells fue uno de esos visionarios que con sus obras contribuyó a modelar la literatura. En un lapso de apenas cuatro años publicó La máquina del tiempo (1895), La isla del Dr. Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898). Cuatro novelas que hablaban de temas que hasta ese momento nadie había tratado. Cuatro novelas que fundaron el género de la ciencia ficción.

Cuesta creer que esas obras surgieran de una misma mente, aunque quizá no sea tan descabellado si tenemos en cuenta que parte de la vida de Wells transcurrió en una de las épocas más favorables para la inventiva: la época victoriana. Durante ese período, la ciencia experimentó un progreso espectacular, sembrando el mundo de maravillas. Se inventó la máquina de vapor, el teléfono, el ferrocarril, el gramófono, la máquina de escribir, se implementó el alumbrado eléctrico, incluso el cine empezó su andadura a finales del siglo XIX. Resulta lógico que para el ciudadano de ese tiempo, acosado por todas aquellas innovaciones, los científicos se convirtieran en los nuevos sacerdotes. Eran capaces de trastocar las creencias más arraigadas, como hizo Charles Darwin con su teoría de la evolución, a la par que asentaban las bases del mundo moderno. Pero como nunca llueve a gusto de todos, también había quienes consideraban hostil el progreso científico. La Revolución industrial había cambiado la faz de Gran Bretaña y los continuos avances en maquinaria amenazaban no solo los puestos de trabajo, sino toda una forma de vida que permanecía inalterable desde mucho tiempo atrás. Es comprensible que el inminente siglo XX les pareciera temible. Así las cosas, no es extraño que alguien con el instinto, la inteligencia y la sensibilidad de Wells se sirviera de esa amalgama de temores y sueños que enrarecía el aire a finales de su siglo para urdir sus novelas.

Pero empecemos por el principio. Herbert George Wells llegó a Londres desde su Bromley natal en el año 1888, el mismo en el que Jack el Destripador descuartizó a cinco prostitutas en el mísero barrio de Whitechapel. Contaba veintidós años y se sentía feliz de haber burlado, gracias a la beca que había obtenido en el Royal College of Science, el oscuro destino de mercero al que su madre pretendía conducirlo, así que se entregó a disfrutar de los placeres que ofrecía la gran metrópoli, tanto intelectuales como carnales. Los siguientes años estuvieron jalonados de las penurias inherentes a la supervivencia (su beca solo era de una guinea semanal), pero también de estimulantes goces para los sentidos. Tras obtener la licenciatura en ciencias, con matrícula de honor en zoología, Wells empezó a impartir cursos de biología y ocupó el cargo de redactor jefe del Correspondence College de la Universidad de Londres, pero los ingresos que todo aquello le reportaba eran tan magros que se vio obligado a buscar el modo de incrementarlos. Se dedicó entonces a bombardear incansablemente a los diarios locales con todo tipo de artículos, hasta que consiguió que le ofrecieran un hueco en las páginas de la Pall Mall Gazette.

Por aquel entonces, el autor francés Julio Verne llevaba años practicando un género nuevo, consistente en narraciones didácticas que divulgaban los conocimientos científicos del momento al tiempo que formaban a los jóvenes lectores, trasmitiéndoles de un modo ameno los valores del socialismo romántico. Tal era la popularidad de esos Viajes extraordinarios que a Lewis Hind, el encargado de las páginas literarias de la Gazette, se le ocurrió incluir aquel tipo de historias en su publicación, y el joven Wells le pareció la persona idónea para emular al superventas francés. Le propuso pergeñar pequeños cuentos que reflejasen el apogeo científico que estaba viviendo el siglo, pero que también se atrevieran a especular sobre las consecuencias negativas que aquella imparable erupción de inventos podría tener para el mundo. Wells aceptó de inmediato, pues la propuesta se adecuaba a sus ideas. Aparte de ser un izquierdista convencido, Wells desconfiaba de que la ciencia fuera a resolver los problemas de la humanidad, así que no pudo sino alegrarse de que Hind le animara a alejarse de la visión positiva que estaba divulgando Verne del conocimiento científico. En solo un par de días ideó un relato titulado «El bacilo robado» que, además de satisfacer por completo a Hind y reportarle cinco guineas, le permitió ver su nombre impreso por primera vez bajo una historia de ficción.

El cuento también llamó la atención de William Ernest Henley, director de la National Observer, que se apresuró a brindarle sus páginas, convencido de que aquel joven sería capaz de confeccionar relatos mucho más ambiciosos si disponía de mayor espacio para correr. El ofrecimiento de Henley entusiasmó a Wells, pues la National Observer era una de las revistas más prestigiosas de Inglaterra, y se puso a idear de inmediato una historia con la que sorprender al fogueado Henley. En la mañana de la cita, entró en su despacho y le propuso escribir la historia de un inventor que construía una máquina del tiempo con la que viajaba al futuro, un futuro remotísimo, que pintó con rápidas y tenebrosas pinceladas. Huelga decir que, entre sobrecogido y fascinado, Henley aceptó su propuesta.

La idea del viaje en el tiempo no era original. Entre otros muchos, ya la habían usado autores como Dickens («Canción de Navidad») o Poe («Una historia de las montañas Ragged»). Pero en todos aquellos relatos se producía la traslación en un estado de ensueño o alucinación, o sencillamente mediante la simple fantasía. Su protagonista, en cambio, pretendía viajar en el tiempo de forma voluntaria, y para ello se serviría, por vez primera, de un artefacto mecánico. Temiendo que los lectores considerasen esa idea como una simple fantasía pueril, Wells le aplicó además el ligero barniz científico con que cubría las historias que había escrito para Hind. Para ello recurrió a una teoría que ya había desarrollado en anteriores ensayos publicados en la Fortnightly Review: el tratamiento del tiempo como la cuarta dimensión de un universo tridimensional solo en apariencia, una dimensión por la que uno podía desplazarse igual que por el espacio. Y, al hacerlo, se adelantó veinticuatro años a la teoría de la relatividad de Einstein.

El resultado fue La máquina del tiempo, que se publicó en

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