Bóvedas de acero (Serie de los robots 2)

Isaac Asimov

Fragmento

1. Conversación con un comisario

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Conversación con un comisario

Lije Baley acababa de sentarse a su mesa cuando se dio cuenta de que R. Sammy lo estaba mirando con expectación.

Las severas facciones de su rostro alargado se endurecieron.

—¿Qué quieres?

—El jefe quiere verte, Lije. Ya mismo. Tan pronto como entres.

—De acuerdo.

R. Sammy se lo quedó mirando inexpresivamente.

—He dicho que de acuerdo —dijo Baley—. ¡Vete de aquí!

R. Sammy dio media vuelta y se fue para continuar con sus deberes. Baley se preguntó, irritado, por qué esos deberes no podían ser realizados por un hombre.

Hizo una pausa para examinar el contenido de su bolsita de tabaco y hacer un cálculo mental. A dos pipas diarias, podía estirarlo hasta el día de la siguiente cuota.

Luego salió de detrás de su barandilla (había conseguido la cualificación para obtener una esquina rodeada por una baranda dos años antes) y caminó de un lado a otro de la sala común.

Simpson levantó la vista de un archivo de tanque de mercurio cuando pasó.

—El jefe quiere verte, Lije.

—Lo sé. R. Sammy me lo ha dicho.

Una cinta repleta de código salió de las tripas del tanque de mercurio, mientras el pequeño instrumento analizaba su «memoria» buscando la información deseada, almacenada en la minúscula pauta de vibraciones de la resplandeciente superficie de mercurio de su interior.

—Le daría una buena patada en el trasero a R. Sammy si no fuera porque podría romperme una pierna —dijo Simpson—. Vi a Vince Barrett el otro día.

—¿Ah, sí?

—Estaba intentando recuperar su empleo. O cualquier otro empleo en el Departamento. El pobre chico está desesperado, pero ¿qué le iba a decir? R. Sammy está haciendo su trabajo, y así están las cosas. Ahora el chico tiene que trabajar de recadero en las granjas de levadura. Y además era un chico listo. Le gustaba a todo el mundo.

Baley se encogió de hombros.

—Es algo por lo que todos tenemos que pasar —dijo de forma más dura de lo que pretendía o sentía.

El jefe estaba cualificado para tener un despacho privado. Sobre el cristal esmerilado decía JULIUS ENDERBY. Bonitas letras. Grabadas con precisión en el propio cristal. Debajo, decía COMISARIO DE POLICÍA, CIUDAD DE NUEVA YORK.

Baley entró y dijo:

—¿Quería usted verme, comisario?

Enderby levantó la vista. Llevaba gafas porque tenía los ojos sensibles y no podía soportar las lentes de contacto habituales. Sólo cuando uno se había acostumbrado a verlas se fijaba en el resto de la cara, que prácticamente carecía de rasgos notables. Baley creía firmemente que el comisario valoraba sus gafas por la personalidad que le proporcionaban, y sospechaba que sus globos oculares no eran realmente tan sensibles.

El comisario parecía claramente nervioso. Se colocó bien los puños de la camisa, se dejó caer sobre el respaldo de su silla, y dijo con demasiada cordialidad:

—Siéntate, Lije. Siéntate.

Baley se sentó rígidamente y esperó.

—¿Cómo está Jessie? —dijo Enderby—. ¿Y el niño?

—Bien —dijo Baley sordamente—. Muy bien. ¿Y su familia?

—Bien —lo imitó Enderby—. Muy bien.

Había sido un mal comienzo.

Baley pensó: Hay algo raro en su cara. En voz alta, dijo:

—Comisario, le rogaría que no mandase a R. Sammy a buscarme.

—Bueno, ya sabes cuáles son mis sentimientos al respecto, Lije. Pero nos lo han colocado aquí y tengo que darle algún uso.

—Es incómodo, comisario. Me dice que usted quiere verme y luego se queda ahí parado. Ya sabe a lo que me refiero. Tengo que decirle que se vaya o se limita a quedarse ahí quieto.

—Oh, eso es culpa mía, Lije. Le di el mensaje que debía transmitir, y se me olvidó decirle específicamente que volviera a su trabajo cuando lo hubiera hecho.

Baley suspiró. Las pequeñas arrugas en torno a sus ojos intensamente castaños se acentuaron.

—En todo caso, usted quería verme.

—Sí, Lije —dijo el comisario—, pero no para nada fácil.

Se levantó, se dio la vuelta y se acercó a la pared que había tras su mesa. Tocó un interruptor disimulado y una parte de la pared se volvió transparente.

Baley parpadeó ante la entrada inesperada de luz grisácea. El comisario sonrió.

—Hice que me instalaran esto el año pasado, Lije. Creo que no lo habías visto antes. Acércate y echa un vistazo. En los viejos tiempos, todas las habitaciones tenían cosas como ésta. Se llamaban «ventanas». ¿Lo sabías?

Baley lo sabía muy bien, pues había visto muchas novelas históricas.

—Había oído hablar de ellas —dijo.

—Ven aquí.

Baley se estremeció, pero hizo lo que le pedía. Había algo indecente en la exposición de la privacidad de una habitación al mundo exterior. A veces el comisario llevaba su afición al medievalismo a extremos un poco ridículos.

Como con sus gafas, pensó Baley.

¡Eso era! ¡Eso era lo que parecía raro!

—Perdóneme, comisario —dijo Baley—, pero lleva usted gafas nuevas, ¿verdad?

El comisario se lo quedó mirando con ligera sorpresa, se quitó las gafas, las miró y luego a Baley. Sin gafas, su cara redonda parecía más redonda y su barbilla un poquito más marcada. Parecía también más indefinido, pues sus ojos no podían enfocar bien.

—Sí —dijo. Volvió a ponerse las gafas, y luego añadió con auténtica ira—: Las viejas se rompieron hace tres días. Entre una cosa y otra no pude sustituirlas hasta esta mañana. Lije, esos tres días fueron un infierno.

—¿Por culpa de las gafas?

—Y de otras cosas también. Quería hablarte de ello.

Se volvió hacia la ventana y Baley hizo lo mismo. Con una ligera impresión, Baley se dio cuenta de que estaba lloviendo. Durante un momento, se abstrajo en el espectáculo del agua que caía del cielo, mientras que el comisario mostraba una especie de orgullo, como si el fenómeno hubiera sido dispuesto por él mismo.

—Es la tercera vez este mes que veo llover. Impresionante, ¿no te parece?

Contra su voluntad, Baley tuvo que confesarse que era impresionante. En sus cuarenta y dos años raramente había visto llover, o cualquier otro fenómeno natural.

—Siempre parece una pena que toda esa agua caiga sobre la ciudad —dijo—. Debería limitarse a los depósitos.

—Lije —dijo el comisario—, eres un modernista. Ése es tu problema. En tiempos medievales, la gente vivía a cielo abierto. Y no me refiero sólo a las granjas. Me refiero a las ciudades también. Incluso en Nueva York. Cuando llovía, no lo consideraban una pena. Se regocijaban en ello. Vivían más cerca de la naturaleza. Es algo más saluda

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