Robots e Imperio (Serie de los robots 5)

Isaac Asimov

Fragmento

I
EL DESCENDIENTE

1

Gladia tanteó el césped para asegurarse de que no estaba demasiado húmedo y a continuación se sentó. Ajustó la presión en el control de la tumbona de forma que le permitió quedar medio tumbada, y otro control activó el campo diamagnético que le proporcionó la sensación de absoluto relajamiento. ¿Y por qué no? En realidad estaba flotando a un centímetro por encima de la lona.

Era una noche cálida y agradable, fragante y estrellada, el tipo de noche que era lo mejor de Aurora...

Con una sensación de tristeza contempló la multitud de chispitas de luz que formaban dibujos en el cielo, chispitas hoy más brillantes porque había ordenado rebajar la iluminación de su vivienda.

Cómo podía ser, se preguntó, que en las veintitrés décadas de su vida nunca hubiera aprendido los nombres de las estrellas ni hubiera sabido distinguir una de otra. Una de ellas era la estrella alrededor de la cual orbitaba su planeta natal, Solaria, la estrella que durante las tres primeras décadas de su vida había considerado simplemente como «el sol».

En otro tiempo la llamaron Gladia Solaria. Eso fue cuando llegó a Aurora, veinte décadas atrás..., doscientos años galácticos... ¡Qué forma más poco amistosa de poner en evidencia su nacimiento extranjero! El pasado mes había sido el bicentenario de su llegada, algo que no había celebrado porque no deseaba recordar precisamente aquellos días. Antes, en Solaria, había sido Gladia... Delmarre.

Se revolvió, inquieta. Casi había olvidado aquel apellido. ¿Era porque ya había pasado tanto tiempo o, simplemente, porque se esforzaba por olvidar?

En todos aquellos años no había pensado en Solaria, ni había sentido nostalgia.

¿Y ahora?
¿Sería porque de pronto se daba cuenta de que había sobrevivido? Todo había pasado —un recuerdo histórico—, pero ¿seguía viviéndolo? ¿Lo añoraba, ahora, por esa razón?

Frunció el ceño. No, no lo añoraba, decidió, resuelta. Ni lo añoraba, ni deseaba volver a él. Era sencillamente una extraña punzada al recordar algo que había sido parte de sí misma..., por destructivo que parezca..., que ya había desaparecido.

¡Solaria! El último de los mundos espaciales en ser colonizado y transformado en un hogar para la humanidad. Y, consecuentemente, quizá por alguna misteriosa ley de simetría, ¿sería también el primero en morir?

¿El primero? ¿Querría decir esto que habría un segundo y un tercero y otros más?

Gladia sintió aumentar su tristeza. Había quienes creían que así sucedería. Si era cierto, Aurora, su país de adopción desde hacía tantos años, que fue el primer mundo colonizado, sería, por esa misma ley de simetría, el último de los cincuenta en morir. Podía ocurrir incluso que, en el peor de los casos, sobreviviera a su propia larga vida, y de ser así había que aceptarlo.

Sus ojos volvieron a buscar las estrellas. Era inútil. No había forma de poder discernir cuál de aquellos diminutos puntos de luz podía ser el sol de Solaria. Imaginó que sería uno de los más brillantes, pero había centenares.

Levantó el brazo haciendo lo que solamente ella podía identificar como su «gesto Daneel». El hecho de que fuera de noche no importaba.

El robot Daneel Olivaw estuvo al instante a su lado. Cualquiera que le hubiera conocido veinte décadas atrás cuando fue diseñado por Hans Hastolfe no habría observado ningún cambio notable en él. Su rostro de marcados pómulos, con su cabello color bronce peinado hacia atrás, sus ojos azules, su cuerpo bien proporcionado y perfectamente humanoide, parecía tan joven y tan plácidamente imperturbable como siempre.

—¿En qué puedo ayudarla, señora? —le preguntó con voz tranquila.

—¿Cuál de esas estrellas es el sol de Solaria, Daneel? Daneel no levantó la mirada. Contestó:
—Ninguna de ellas, señora. En esta época del año el sol de Solaria no sale hasta las 03.20.

—¡Oh! —Gladia se sintió frustrada. En cierto modo había supuesto que cualquier estrella por la que se interesara sería visible en el momento en que se le ocurriera mirar. Por supuesto que salían y se ponían a horas distintas. Eso por lo menos sí lo sabía—. Entonces no he estado mirando nada.

—Deduzco por las reacciones humanas —le dijo Daneel como si intentara consolarla— que las estrellas son hermosas, tanto si son visibles como si no.

—Quizá —dijo Gladia disgustada, y ajustó la tumbona, de golpe, a una posición vertical. Se puso de pie—. Por más que desee ver el sol de Solaria..., tampoco es como para esperar aquí sentada hasta las 03.20.

—Incluso si se quedara —explicó Daneel— necesitaría magnilentes.

—¿Magnilentes?
—No es visible a simple vista, Gladia.
—Peor que peor. —Se alisó los pantalones—. Hubiera debido consultarte primero, Daneel.

Quienquiera que hubiera conocido a Gladia veinte décadas antes, recién llegada a Aurora, habría encontrado un cambio. A diferencia de Daneel, era simplemente una criatura humana. Todavía medía 1,55, casi diez centímetros por debajo de la altura ideal para una mujer espacial.

Conservaba cuidadosamente su esbelta figura y no había señales de debilidad o de falta de flexibilidad en su cuerpo, pero sí alguna cana en su cabello, finas arrugas junto a los ojos y el cutis ligeramente rugoso. Todavía podía vivir otras diez o doce décadas, pero, indiscutiblemente, ya no era joven. Eso la tenía sin cuidado. Preguntó:

—¿Puedes identificar todas las estrellas, Daneel? —Conozco las que son visibles a simple vista, señora. —¿Y cuándo salen y se ponen en cada día del año?
—Sí, lady Gladia.
—¿Y sabes todo lo que a ellas se refiere?
—Sí, desde luego. Una vez el doctor Hastolfe me pidió que recogiera datos astronómicos para poder aprendérselos sin necesidad de consultar a su computadora. Solía decir que le resultaba más amistoso que se lo dijera yo que su computadora. —Luego, como si se adelantara a la próxima pregunta, añadió—: Pero no me explicó por qué lo creía así.

Gladia levantó el brazo izquierdo e hizo el gesto apropiado. Su casa se iluminó al instante. A la suave luz que ahora la envolvía se daba cuenta subconscientemente de la presencia de varias figuras borrosas de robots, pero no hizo el menor caso. En cualquier vivienda bien organizada había siempre robots al alcance de los humanos, tanto para su seguridad como para su servicio.

Gladia dirigió una última mirada fugaz al cielo, donde las estrellas parecían ahora brillar más débilmente debido a la iluminación. Se encogió de hombros. Esto era quijotesco. ¿Qué ventaja le hubiera reportado ver el sol de aquel mundo ahora perdido, apenas un punto visible entre tantos otros? También podía elegir uno al azar y decirse que era el sol de Solaria y contemplarlo.

Volvió a fijarse en Daneel. Esperaba pacientemente, con los planos de su rostro casi en la sombra.

Se encontró pensando de nuevo en lo poco que había cambiado desde el día en que le vio llegar a la vivienda del doctor Hastolfe, ¡hacía ya tanto tiempo! Naturalmente había sufrido modificaciones, reparaciones. Lo sabía, pero era un conocimiento vago que uno apartaba y mantenía a distancia.

Formaba parte de la general propensión al mareo que también afectaba a los seres humanos. Los espaciales podían presumir de una salud de hierro y de su longevidad de treinta o cuarenta décadas, pero no eran del todo inmunes a los estragos de la edad. Uno de los fémures de Gladia se encajaba en una articulación de titanio y silicona. Su pulgar izquierdo era totalmente artificial, aunque nadie podía decirlo sin la ay

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