Erectus

Xavier Müller

Fragmento

cap-1

Prólogo

Provincia de Mpumalanga,

Sudáfrica, 13 de junio

Petrus Jacobus Willems se disponía a iniciar su última ronda cuando saltó la alarma haciendo añicos el sopor de aquel día de verano: un sonido agudo, casi insoportable. Chaka, la perra, emitió un gruñido que se transformó en gañido. Unos espasmos le recorrieron el lomo pero, curiosamente, en vez de precipitarse hacia la amenaza como era costumbre en ella hizo ademán de recular y el vigilante tuvo que dar un tirón seco a la cadena.

Echó una ojeada para evaluar la situación. Tras los cristales de la primera planta parpadeaba con furia una luz rojiza. «Alerta máxima», pensó, petrificado aún. Era la primera vez que pasaba algo desde que se había incorporado al servicio, hacía seis meses, y sintió una oleada de excitación. En caso de producirse algún incidente, las órdenes eran muy claras: acordonar el recinto después de que hubiese salido todo el personal, no entrar en el edificio, cerrar la verja exterior con llave y marcharse. Punto.

La puerta se abrió de golpe. Salieron tres hombres con batas blancas, con la cara cubierta por la máscara de protección. Corrieron en dirección al aparcamiento ubicado detrás del laboratorio. Luego salió una mujer. Estaba llorando. Petrus Jacobus se acercó a ella, procurando mantener la calma para no alterarla más.

—¿Puedo ayudarla?

Ella respondió que no con la cabeza; jadeando, como si le faltara el aliento. Mientras la verja de la entrada se abría lentamente, un sonido de roce de telas hizo que Petrus Jacobus se volviera. En su precipitación, dos de los tres trabajadores del laboratorio habían chocado entre sí. ¡Vaya par de idiotas! Alzó la vista al cielo, sin entender cómo se podía ser tan tonto, y luego centró de nuevo la atención en la mujer de la cara bañada en lágrimas. Pero ella corría ya hacia su Ford polvoriento.

Cuando arrancó, el vigilante se fijó en que aún quedaban dos vehículos aparcados al pie de los árboles; uno era el suyo: una pickup que había conseguido por una miseria a cambio de un «servicio especial». Chaka soltó un ladrido de protesta y él sacudió su cadena una vez más para obligarla a andar. El doctor apareció en el umbral del laboratorio. Tenía la tez como una máscara de cera; los ojos, enrojecidos, fuera de las órbitas. No habían cruzado más de cincuenta palabras en seis meses, pero el sujeto supuestamente dirigía aquel lugar así que, en caso de emergencia, debía hablar con él.

—¿Qué está pasando aquí?

—Limítese a cerrar y lárguese.

—¿Y Andries? ¿Le espero?

Andries Joubert era el otro vigilante de día, un tío cuadriculado que casi nunca hablaba.

—No hace falta. Lo entenderá al ver la verja. Pero lo llamaré, por si acaso. Usted márchese.

—¿Y la alarma? ¿La dejamos pitando?

—¡Joder! ¡Es un mecanismo automático! ¡Espabile!

El hombre giró sobre sus talones y echó a correr. Se montó en su descapotable de chulito, arrancó y salió zumbando, levantando una polvareda que envolvió al vigilante y su perra.

La alarma seguía sonando con su pitido taladrante. Sin embargo, ahora le parecía menos agresivo. «Espabile», le había dicho el doctor. Petrus Jacobus no lo tragaba… La puerta blindada del edificio se había quedado abierta. Para hacerlo tenían que introducir un código, pero él no había sido capaz de descifrarlo. Era la primera oportunidad en seis meses. «La única», pensó. Dudó. Chaka parecía haberse calmado. Total, ¿a qué se arriesgaba? El laboratorio se encontraba en una zona desértica, se habían ocupado de que así fuera, y Andries, en caso de que no hubiera recibido el aviso, tardaría media hora larga en aparecer. No se le presentaría una ocasión igual en mucho tiempo.

Después de una última ojeada a su alrededor, el vigilante se decidió a entrar. Chaka le pisaba los talones, aplicadamente, pero él podía percibir su reticencia.

—Tranquila, bonita, una vuelta y nos vamos.

Estaba adentrándose por el pasillo, alicatado con baldosas blancas, cuando le llegaron los primeros gritos y golpes, como si estuvieran intentando derribar las paredes. Con todo aquel jaleo, entre la alarma y los chillidos, daba la sensación de que el aire mismo vibraba. Petrus Jacobus se planteó dar la vuelta, pero se había empeñado y además sabía que allí había animales. Estaba seguro de eso, pues había visto media docena de entregas. Por último, los gritos eran de gran ayuda, así sabía hacia dónde encaminarse.

Los nervios fueron apoderándose de él a medida que avanzaba. Era una oportunidad demasiado golosa, la ocasión de pagarse unas vacaciones de lujo o un rifle nuevo como el de Gus, su colega cazador. Curiosamente, la docilidad de Chaka hacía que quisiera continuar. La boerboel le seguiría hasta el infierno… Mientras estuviera con él, podía estar tranquilo.

De la sala de la que provenían los gritos salía un olor almizclado. Las puertas batientes se habían quedado abiertas tras la huida de los trabajadores del laboratorio. Los animales estaban ahí. Se fijó en la placa en amarillo y negro que indicaba peligro, en la cerradura magnética, de las buenas, y después distinguió una segunda sala, al fondo, con la puerta también de par en par, así como los peldaños de una escalera de hierro. Los monos, unos veinte, estaban encerrados en sus jaulas. Capuchinos, gibones, babuinos y tres monos verdes, medio locos de espanto. También un chimpancé; por supuesto, estaba prohibido usar esa especie para experimentos. ¡Pero a esos tipos la legalidad de los procedimientos les traía sin cuidado!

Antes de acercarse, Petrus Jacobus lo observó con mirada de experto. El animal era el único que no chillaba y esto lo terminó de decidir. Debería haber ido al coche a por su material, una red y el cesto, pero ya había perdido demasiado tiempo y no era cuestión de dar marcha atrás. Rebuscó en los bolsillos del uniforme y sacó un par de guantes que acostumbraba a llevar encima. El cuero era lo bastante grueso para protegerlo en caso de que pretendiera morderle.

La jaula estaba cerrada con un pestillo simple. Abrió con prudencia la portezuela de rejilla. El animal, con los ojos algo empañados, lo miró de arriba abajo. Debían de haberlo drogado. Él metió la mano en el habitáculo y lo atrajo tirando suavemente. De pronto fue como si el chimpancé despertara y lo empujó para salir de un salto. Pero al ver a la perra, se quedó inmóvil. Chaka gruñó y se colocó en posición de ataque.

—¡Quieta, Chaka! ¡Siéntate!

Pero la boerboel no lo escuchaba, erguida frente al simio, que había empezado a chillar y a balancearse con violencia sobre las patas traseras.

Todo sucedió en cuestión de segundos. El primate se abalanzó, la perra soltó un gemido que se transformó en ladrido furibundo y a Petrus Jacobus ni siquiera le dio tiempo a intervenir.

—¡Maldito bicho, te ha mordido!

El chimpancé se refugió en lo alto de un armario metálico y entonó un lamento histérico. Fue entonces cuando el vigilante se dio cuenta de que la alarma había dejado de sonar y que los monos enjaulados ya no gritaban. Estaban todos mirando hacia él, como fascinados por el enfrentamiento que acababa de tener lugar.

Sería de idiotas largarse con las manos vacías, sobre todo ahora que el z

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