El aliento de los dioses

Brandon Sanderson

Fragmento

Creditos

Título original: Warbreaker 

Traducción: Rafael Marín Trechera 

1.ª edición: mayo 2016 

© Ediciones B, S. A., 2015 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-15389-88-0 

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Contents
Contenido
Presentación
Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
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Epílogo
Ars Arcanum
Poderes de elevación
aliento

  

  

  

  

Presentación

  

  

  

Debo reconocer que una de las más genuinas satisfacciones de un editor es, sencillamente, «encontrar» a un autor nuevo y prometedor. En los largos años dirigiendo esta colección he «encontrado» autores nuevos de todo tipo y condición que han sido conocidos en España gracias a NOVA. 

Uno de mis más recientes descubrimientos fue este sorprendente Brandon Sanderson, un autor joven que, con sus primeras obras, ha renovado ya la fantasía tanto tiempo encerrada en el clásico cliché «à la Tolkien», ya un tanto agotado. Hoy puedo constatar que la sorpresa que me proporcionó Brandon con su primera novela, ELANTRIS (2005), se ha confirmado, y esa es solo una de las muchas satisfacciones que nos va a deparar a todos. 

Sanderson se alza ya hoy, apenas unos diez años después de su primera publicación, como uno de los más importantes baluartes de la mejor fantasía. Y no solamente eso, sino que se trata de una fantasía renovada y con un bagaje teórico de fondo sumamente importante. Sanderson no es solo un gran y prolífico autor, es también alguien que piensa muy seriamente en el sentido de su trabajo y, lo más destacable, alguien que, amando la fantasía, sabe que debe ser renovada y repensada para encarar con éxito el siglo XXI. No es poca cosa. 

No he sido el único maravillado por la habilidad narrativa y el universo fabulador de Brandon Sanderson. Cuando Robert Jordan falleció, en septiembre de 2007, no resultó extraño que se decidiera que fuese precisamente Brandon Sanderson quien se encargara de terminar la novela entonces en curso de redacción (A MEMORY OF LIGHT), el que habría de ser el volumen final de la famosa serie La rueda del tiempo que Robert Jordan no pudo terminar. Cabe destacar que del proyecto original para un libro de 200.000 palabras, se pasó finalmente a un nuevo texto, de una extensión global de unas 800.000 palabras, que ha representado un colofón extraordinario a una de las mayores series de la fantasía mundial. Ha pasado de uno a tres títulos, obra de Brandon Sanderson a partir tan solo de unos breves apuntes de Jordan y, sobre todo, de la lectura y reflexión profundas sobre la serie de La rueda del tiempo. Se trata de La tormenta (2009), Torres de medianoche (2010) y Un recuerdo de luz (2013). Y no desmerecen en nada lo escrito anteriormente por Jordan. Incluso, a mi entender, lo mejoran, tal vez por el empuje de la savia joven y nueva de un autor brillante y sumamente prolífico que afronta esos títulos no como uno más de una serie ya un tanto dilatada, sino como una oportunidad personal y un digno colofón a una obra que admira. 

  

Para destacar el enfoque «distinto» que Brandon Sanderson da a la fantasía, me voy a permitir incluir de nuevo un texto del estudiante Sanderson en un trabajo académico sobre la fantasía que ya les extracté en la presentación de Elantris. Un texto en el que el entonces joven autor desarrolla su tesis en favor del cambio en la narrativa fantástica: 

  

Muchos escritores contemporáneos, algunos de ellos muy buenos, se han restringido a sí mismos al estándar asumido de la fantasía. Escriben relatos sobre jóvenes héroes que son llamados a una búsqueda misteriosa, ambicionan el poder, y llegan a la madurez al superar sus tribulaciones. Siguen el Síndrome de Campbell paso a paso, e intentan estar seguros de que no dejan nada al margen.

El movimiento ha ganado tal impulso (en parte por Tolkien, cuya obra exhibe el Mito del Héroe pero no lo sigue) que se ha convertido en sinónimo de fantasía. Y, a causa de ello, el género está amenazado de estancamiento.

Esto, por supuesto, plantea un interrogante. La fantasía es todavía un género en su adolescencia —el movimiento contemporáneo no empezó hasta los años setenta. Las historias que utilizan el mito del héroe siguen vendiéndose bien—, en realidad, se venden mejor ahora que antes. Y por lo tanto, ¿por qué cambiar?

Respondo que debemos cambiar porque la adolescencia pasa y los lectores de fantasía se hacen mayores. Los lectores de fantasía empiezan a estar cansados. Muchos de mis amigos, antes lectores ávidos de fantasía, han dejado de leer novelas del género a causa de su redundancia. Lo que antes sugería maravillas, ahora se ve como obsoleto y excesivamente trillado. Preveo serios problemas en el futuro si no reconocemos el Síndrome de Campbell y lo afrontamos.

Coincido al ciento por ciento con esa idea de Sanderson, y debo decir que bastantes novelas de fantasía actuales (esos epígonos de Tolkien tan numerosos) también me aburren. Hay pocos títulos (demasiado pocos) en mi lista de novelas imprescindibles de fantasía y, con toda seguridad, es por agotamiento de un cliché que, como a Sanderson y sus amigos, hace tiempo que me cansa. 

Es posible que la apuesta de Sanderson sea arriesgada. Existe un lector acomodaticio que se conforma con «más de lo mismo» (ese lector al que el gran Julio Cortázar tuvo el desacierto de llamar «lector hembra» en un desliz machista imperdonable). Pero, y esa ha sido siempre mi apuesta como editor, hay lectores inteligentes y amantes de la novedad. Y son (somos) muchos. Muchos más de lo que suele pensar una gran mayoría de los editores. 

  

En mi presentación a Elantris, la primera novela de Brandon Sanderson, ya les contaba la sorpresa que la irrupción de este joven autor provocó en todo el mundo. Ahora puedo también dar testimonio de cómo el éxito obtenido por Elantris en todo el mundo se ha repetido en España. Afortunadamente, hoy podemos disfrutar de la segunda edición de esa maravillosa novela, la edición de Elantris, X aniversario, con ligeros retoques y mejoras. 

Brandon Sanderson es un autor joven que acaba de cumplir los cuarenta años. Creció en Lincoln (Nebraska, EE. UU.) y ahora vive en American Folks (Utah, EE. UU.) con su esposa Emily y sus tres hijos. Obtuvo la licenciatura en Lengua en la Brigham Young University, de la que es profesor. Sumamente prolífico, ha escrito diversas novelas, pero la primera publicada fue la sexta, Elantris, escrita en 2000 y publicada en mayo de 2005, recibida por público y crítica como una interesantísima renovación del tan trillado género de la fantasía. Una sorprendente y amena novela que ofrece de todo para todos: misterio, magia, romance, enfrentamientos políticos, conflictos religiosos, luchas por la igualdad y una escritura penetrante con personajes consistentes y maravillosos. 

Elantris no es solo una novela de fantasía épica como puede parecer. Faren Miller, de Locus, lo detectó claramente destacando en ella un tono inconformista no excesivamente habitual en el género. No en vano Sanderson dice haber empezado a leer fantasía, a los catorce años, cuando cayó en sus manos una novela sumamente inteligente e irónica como es Vencer al dragón, de Barbara Hambly (1985, NOVA fantasía número 7). Miller destaca claramente en Elantris esa posible orientación al recalcar el tono del Prólogo, tan clásico en la descripción de una fantástica capital de seres inmortales como había sido la ciudad de Elantris, para finalizar introduciendo, ya en el mismo Prólogo, un dato sorprendente y casi subversivo: «La eternidad terminó hace diez años.» 

Tuve la oportunidad de hablar con Brandon (y con su entonces reciente esposa, Emily) cuando en noviembre de 2006 vino a Barcelona como conferenciante invitado en la ceremonia de entrega del Premio UPC de Ciencia Ficción. Puedo asegurar que ideas no le faltan a Brandon Sanderson y que su capacidad de reflexión sobre la narrativa fantástica, unida a su habilidad extraordinaria como narrador y su interés por temas «adultos» (política, estrategia, religión y un interesante etcétera), nos ha de deparar muchas más sorpresas en su futura carrera como autor. Sinceramente, debo reconocer que poder reunirme de nuevo con Brandon en la Eurocon de 2016, que se celebrará en Barcelona entre el 4 y el 6 de noviembre, es, para mí, uno de los mayores alicientes de este encuentro. Brandon va a ser el invitado de honor y yo espero, sencillamente, continuar con él las interesantes conversaciones que mantuvimos en 2006. 

Tras el éxito de Elantris, Brandon Sanderson ha acabado ya de publicar una trilogía genéricamente titulada NACIDOS DE LA BRUMA (MISTBORN) e integrada por El Imperio Final (The Final Empire, 2006), El pozo de la ascensión (The Well of Ascension, 2007) y El héroe de las eras (The Hero of Ages, 2008). La obra ha tenido tal éxito que ya está en marcha una segunda serie (ahora tetralogía) iniciada con Aleación de ley (The Alloy of Law, 2011) a la que siguen Shadows of Self (2015), The Bands of Mourning (2016) y The Lost Metal. También está previsto que aparezca una novela corta que complementa la primera trilogía: Secret History. 

Y, para trascender el mundo de las letras, debo recordar que recientemente, con solo pocos años como novelista y cuatro grandes libros publicados, Dreamworks adquirió los derechos para el cine de una serie de novelas de fantasía para adolescentes que Brandon escribió, casi como un divertimento, entre los volúmenes segundo y tercero de Nacidos de la bruma (MISTBORN). Se trata de la serie protagonizada por un muchacho llamado Alcatraz, que se iniciaba con Alcatraz versus the Evil Librarians (2007) y que Ediciones B publicará próximamente con el título Alcatraz versus los Bibliotecarios Malvados.

Y todo esto sin olvidar otras de sus obras: la serie de los Reckoners, integrada por Steelhearth (NOVA, 2016), Firefight (NOVA, 2016) y Calamity (prevista en NOVA para 2017) una amena y entrañable serie sobre unos curiosos superhéroes malvados o la serie conformada por EL RithmatistA (NOVA, 2015) y The Aztlanian (2014). 

Aunque, tal vez tras su participación en La rueda del tiempo de Robert Jordan, al mismísimo Brandon Sanderson le ha entrado el gusanillo de escribir él mismo su magna serie, y esta va a ser El archivo de las tormentas (The Stormlight Archive). Posiblemente la ambición, y la riqueza temática y de personajes de esa serie no tengan parangón hasta hoy. Se trata de un largo proyecto de hasta diez libros de gran envergadura (unas mil páginas cada uno) llamados a convertirse en un hito incuestionable en la moderna fantasía, sin nada que envidiar a autores famosísimos como Martin, Abercrombie, Rothfuss, el citado Jordan y otros. La calidad y la habilidad de Sanderson son una garantía, y su seriedad y la riqueza de su prolífica actividad como escritor y pensador sobre el futuro de la fantasía se muestran con poderío en esa magna obra de la que ya conocemos dos títulos: El camino de lOS REYES (NOVA, 2012) y Palabras radiantes (NOVA, 2015), y está previsto un tercero para 2017: Oathbringer. La recomiendo enfáticamente. 

  

La trama de El aliento de los dioses (Warbreaker) recuerda en cierta forma la de Elantris, al principio, aunque solo al principio. 

Años atrás el rey de Idris firmó un tratado con el reino de Hallandren. El rey Dedelin enviaría a su hija mayor, Vivenna, para casarse con Susebron, el Rey Dios de Hallandren. Vivenna ha sido educada durante toda su vida para ser una esposa adecuada para Susebron y así cumplir con su deber y ayudar a forjar una paz estable entre Hallandren e Idris. Ese era el plan hasta que el rey de Idris envía a su hija Siri, desobediente e independiente, en lugar de Vivenna. 

Así comienzan dos de los tres ejes argumentales principales de El aliento de los dioses. Siri intenta encontrar su lugar en la corte de Susebron y descubrirá la verdad oculta sobre el Rey Dios. Temiendo que Siri no esté preparada para esa nueva vida, Vivenna viaja también a Hallandren y se reúne con la gente de Idris que trabaja en la capital, T’Telir, y comienza una nueva vida de espionaje y sabotaje. El plan de Vivenna es rescatar a Siri, aunque para el lector resulte claro que esta ni necesita ni desea ser salvada. 

El viaje a Hallandren supone un verdadero shock para las dos princesas. Cada una de ellas tiene que tratar con esa cultura diferente a su manera y, en cierta forma, vivir en una sociedad donde la gente no cree o piensa como ellas. 

El tercer gran eje de la historia lo constituye un personaje más bien divertido como es Sondeluz. Se trata de un Retornado, uno de los personajes divinos que son vistos como dioses porque han muerto haciendo algún acto heroico y, tras un período, reaparecen como seres más poderosos. Sin embargo, Sondeluz no se considera un dios. Ni cree que lo sean los otros Retornados, y esa incredulidad, atípica en Hallandren, le lleva a otras aventuras y problemas. 

La historia es larga y compleja, responde a la línea temática general ya presente en Elantris y también en El aliento de los dioses con esos hombres-dios, a veces caídos en desgracia y con poderes mágicos excepcionales. Pero se trata de historias distintas que no tienen nada que ver entre sí y de lectura completamente independiente. 

  

Sanderson se distingue también por la magia que introduce en sus novelas, una magia vista en cierta forma de manera «racional» y con una especie de lógica interna (los «alománticos» de la trilogía Mistborn tienen poderes mágicos pero siguen sometidos a la ley de acción y reacción de Newton...). 

En El aliento de los dioses, el sistema de magia se basa en el «aliento», que los de Idrian también llaman el «alma». Cada ser humano nace con un «aliento». Uno se puede desprender de su «aliento» y aun así seguir viviendo, aunque parecerá a los demás como un poco más gris (menos vivo y menos capaz de percibir las cosas que suceden a su alrededor). En este caso, se les llama «grises». En Idrian se tiene lástima de ellos y se juzga monstruoso aceptar el aliento de otros. En Hallandren el «aliento» se considera incluso una mercancía con la que comerciar ya que disponen de ella incluso los humanos más pobres. 

Una persona que tiene cincuenta o más «alientos» puede hacer magia con ese poder, incluyendo el «despertar», que consiste en dar vida con forma humana a materia orgánica, con lo que el nuevo ser «despertado» hace lo que el «despertador» quiere que haga. Para ello, se deben conocer las palabras correctas y pronunciarlas con claridad. El «despertador» puede recuperar el «aliento» de la cosa creada, pero solo cuando esta ha cumplido su misión. 

Los «retornados» necesitan al menos un «aliento» a la semana para seguir existiendo. En Hallandren se considera un honor dar «aliento» a sus dioses y se paga muy bien por hacerlo. En Idris no se cree que los «retornados» sean dioses; en cambio, adoran a Austre, que no puede ser visto ni escuchado. 

  

En resumen, nos encontramos ante una rara avis de la fantasía moderna: una narración completa en un único volumen, con toda la imaginación, la aventura, la magia y los entrañables personajes a los que Brandon Sanderson ya nos tiene acostumbrados. 

Que ustedes la disfruten. 

  

Miquel Barceló 

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Para Emily, que dijo que sí 

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Agradecimientos

Trabajar en El aliento de los dioses ha sido un proceso inusitado en algunos sentidos: pueden leer más en mi página web. Baste decir que he tenido una gama más variada de lo normal de lectores alfa, muchos de los cuales conozco principalmente a través de mis foros. He intentado incluir los nombres de todos, pero sin duda se me escapará alguno. Si eres uno de ellos, contacta conmigo y trataremos de incluirte en futuras ediciones.

El primer agradecimiento va dirigido a mi encantadora esposa Emily Sanderson, con quien me casé mientras escribía este libro. Esta es mi primera novela donde ha participado ampliamente con sus opiniones y sugerencias, todas muy estimables. También, como siempre, a mi agente Joshua Bilmes y mi editor Moshe Feder, que hicieron un trabajo intenso y extraordinario con el manuscrito, llevándolo de la Segunda o la Tercera Elevación al menos hasta la Octava.

En Tor, varias personas han superado con creces la llamada del deber. El primero es Dot Lin, mi publicista, con quien ha sido particularmente estimulante trabajar. ¡Gracias, Dot! Y, desde luego, los incansables esfuerzos de Larry Yoder merecen una nota, así como el excelente trabajo de la genial directora artística de Tor, Irene Gallo. Dan Dos Santos realizó la cubierta original, y les sugiero de todo corazón que echen un vistazo a su página web y sus otros trabajos, porque creo que es uno de los mejores artistas del momento. También Paul Stevens se merece mi gratitud por ser el contacto en casa de mis libros.

En el apartado de los agradecimientos especiales, tenemos a Joevans3 y Dreamking47, Louse Simard, Jeff Creer, Megan Kauffman, thelsdj, Megan Hutchins, Izzy Whiting, Janci Olds, Drew Olds, Karla Bennion, Eric James Stone, Dan Wells, Isaac Stewart, Ben Olsen, Greyhound, Demented Yam, D. Demille, Loryn, Kuntry Bumpken, Vadia, U-boat, Tjaeden, Dragon Fly, pterath, BarbaraJ, Shir Hasirim, Digitalbias, Spink Longfellow, amyface, Richard Captain Goradel Gordon, Swiggly, Dawn Cawley, Drerio, David B, Mi’chelle Trammel, Matthew R Carlin, Ollie Tabooger, John Palmer, Henrik Nyh, y el incombustible Peter Ahlstrom.

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Prólogo

«Es curioso cuántas cosas empiezan conmigo siendo arrojado a la cárcel», pensó Vasher.

Los guardias rieron y cerraron la puerta de golpe. Vasher se levantó y se sacudió, meneó el hombro y dio un respingo. Aunque la mitad inferior de la puerta era de gruesa madera, la superior tenía barrotes, y pudo ver a los tres guardias abrir su morral y rebuscar entre sus pertenencias.

Uno de ellos advirtió que los estaba mirando. Era un hombretón bestial de cabeza afeitada y uniforme sucio; apenas conservaba los brillantes colores amarillos y azules de la guardia de la ciudad de T’Telir.

«Colores brillantes —pensó Vasher—. Tendré que acostumbrarme de nuevo a ellos.» En cualquier otra nación, aquellos azules y amarillos tan chillones habrían quedado ridículos en los soldados. Se encontraba en Hallandren, no obstante, la tierra de los dioses Retornados, los servidores sinvida, la investigación biocromática y, por supuesto, el color.

El corpulento guardia se acercó a la puerta de la celda, dejando a sus amigos divertirse con las pertenencias de Vasher.

—Dicen que eres bastante duro —dijo, evaluando a Vasher con la mirada.

No obtuvo respuesta.

—El tabernero dice que derrotaste a unos veinte hombres en una pelea. —El guardia se frotó la mandíbula—. No me pareces tan duro. En cualquier caso, deberías haber sabido que golpear a un sacerdote es contraproducente. Los demás pasarán una noche entre rejas. A ti, sin embargo, te colgarán. Necio incoloro.

Vasher se dio media vuelta. Su celda, aun carente de originalidad como era, cumplía los requisitos mínimos. Una fina rendija en lo alto de una pared dejaba entrar la luz, las paredes de piedra rezumaban agua y moho, y en un rincón se descomponía una pila de paja seca.

—¿Me consideras indigno de tu atención? —preguntó el guardia, acercándose a la puerta.

Los colores de su uniforme refulgieron, como si hubiera entrado en una zona más iluminada. No obstante, fue un cambio leve. Vasher no tenía mucho aliento ya, y por eso su aura no influyó demasiado en los colores que lo rodeaban. El guardia no advirtió el cambio en el color, igual que no lo había advertido en el bar, cuando sus colegas y él recogieron a Vasher del suelo y lo arrojaron al carro. Se trataba de un cambio tan sutil que a los profanos les resultaba casi imposible de detectar.

—Vaya, vaya —dijo uno de los que rebuscaban en el talego—. ¿Qué es esto?

A Vasher siempre le había parecido interesante que quienes vigilaban las mazmorras fueran tan malos, o peores, que aquellos a quienes vigilaban. Tal vez era deliberado. A la sociedad no parecía importarle si esos hombres estaban dentro o fuera de las celdas, mientras estuvieran apartados de los hombres honrados.

Si es que tal cosa existía.

El guardia sacó un objeto largo envuelto en lino blanco. Silbó mientras desenvolvía la tela, revelando una espada larga de hoja fina en una vaina de plata. La empuñadura era negro puro.

—¿A quién creéis que le habrá robado esto?

El líder de la guardia miró a Vasher, quizá preguntándose si no se trataría de alguna clase de noble. Aunque en Hallandren no existiera la aristocracia, muchos reinos vecinos tenían sus lores y damas. Sin embargo, ¿qué noble llevaría una sucia capa marrón remendada en varios sitios? ¿Qué noble tendría cardenales de una pelea de bar, barba de varios días y botas gastadas tras años de caminar? El guardia se volvió, poco convencido de que Vasher no fuera ningún lord.

Llevaba razón. Y se equivocaba.

—Déjame ver eso —dijo, y cogió la espada. Gruñó, sorprendido por su peso. La giró en su mano, advirtiendo el cierre que sujetaba la vaina a la empuñadura e impedía desenvainarla. Lo abrió.

Los colores de la habitación se volvieron más intensos, no más brillantes como había sucedido con el jubón del guardia cuando se acercó a Vasher. Se hicieron más fuertes. Más oscuros. Los rojos se volvieron marrones. Los amarillos se endurecieron a dorado. Los azules se hicieron casi negros.

—Ten cuidado, amigo —dijo Vasher en voz baja—, esa espada puede ser peligrosa.

El guardia alzó la mirada. Todo estaba en silencio. El guardia bufó y se alejó de la celda, llevándose la espada. Los otros dos lo siguieron, con el morral de Vasher, y entraron en la sala de guardia situada al fondo del pasillo.

La puerta se cerró de golpe. Al punto, Vasher se arrodilló junto al montón de paja y seleccionó un puñado de recias briznas. Sacó hilos de su capa, que empezaba a ajarse por abajo, y ató la paja hasta darle forma de una persona pequeña, de unos tres centímetros de altura, con brazos y piernas hirsutos. Se arrancó un pelo de una ceja, lo colocó en la cabeza de la figura, rebuscó en su bota y sacó un brillante pañuelo rojo.

Vasher contuvo el aliento.

Brotó de él hinchándose en el aire, translúcido pero radiante, como el color del aceite sobre agua al sol. Lo dejó fluir: aliento biocromático, lo llamaban los sabios. La mayor parte de la gente lo llamaba solo aliento. Cada persona tenía uno. O, al menos, así solía ser. Una persona, un aliento.

Vasher tenía unos cincuenta alientos, suficientes para llegar a la Primera Elevación. Tener tan pocos le hacía sentirse pobre comparado con lo que una vez había tenido, pero muchos considerarían cincuenta alientos un gran tesoro. Por desgracia, incluso despertar una figura pequeña hecha de materia orgánica (usando algo de su propio cuerpo como foco) consumía casi la mitad de sus alientos.

La figurita de paja se sacudió, absorbiendo el aliento. En la mano de Vasher, la mitad del brillante pañuelo rojo se convirtió en gris. Se agachó, imaginando lo que quería que hiciera la figura, y completó el proceso con una orden:

—Coge las llaves.

La figura de paja se levantó y alzó su única ceja hacia Vasher.

Este señaló la sala de los guardias, donde se oían gritos de sorpresa.

«No hay mucho tiempo», pensó.

La personita de paja corrió por el suelo, saltó y se escurrió entre los barrotes. Vasher se quitó la capa y la colocó en el suelo. Tenía la forma perfecta de una persona, marcada con desgarrones que recreaban las cicatrices del cuerpo de Vasher, la capucha cortada con agujeros que hacían las veces de sus ojos. Cuanto más se parecía un objeto a la hechura y la forma humana, menos alientos necesitaba para despertar.

Se agachó, tratando de no pensar en los días en que tenía suficientes alientos para despertar sin que le importara la forma ni el enfoque. Esa había sido una época diferente. Con un respingo, se arrancó unos pelos de la cabeza y los esparció por la capucha de la capa.

Una vez más exhaló aliento.

Necesitó del resto de su aliento. Sin él, la capa temblando, el pañuelo perdiendo el resto de su color, se sintió más tenue. Sin embargo, perder el aliento no provocaba un desenlace fatal. De hecho, los alientos extra que usaba habían pertenecido una vez a otra gente. Vasher no sabía a quiénes; no había recolectado esos alientos él mismo. Se los habían dado, como se suponía que funcionaban esas cosas. No podías tomar alientos por la fuerza.

Estar vacío de aliento lo cambió, en efecto. Los colores ya no le parecían tan brillantes. No podía sentir el bullir de la gente deambulando arriba en la ciudad, una conexión que por lo general daba por sentada. Era la conciencia que todos los hombres tenían de otros, esa cosa que susurraba una advertencia, en la modorra del sueño, cuando alguien entraba en la habitación. En Vasher, ese sentido se había amplificado cincuenta veces.

Y ahora había desaparecido, absorbido por la capa y la personita de paja, para darles poder.

La capa se agitó. Vasher se agachó.

—Protégeme —ordenó, y la capa se quedó quieta. Se levantó y volvió a ponérsela.

La figura de paja regresó a la ventana. Llevaba un gran aro con llaves. Sus piececitos estaban manchados de rojo. La sangre escarlata le parecía ahora a Vasher más oscura.

Cogió las llaves.

—Gracias —dijo. Siempre daba las gracias. No sabía por qué, sobre todo considerando lo que hacía a continuación—. Tu aliento, a mí —ordenó, tocando el pecho de la personita.

En el acto, la figura cayó al suelo, despojada de vida, y Vasher recuperó su aliento. El familiar sentido de conciencia regresó, el conocimiento de conexión, de encaje. Solo podía recuperar el aliento porque él mismo había despertado a esa criatura; de hecho, los despertares de esa clase rara vez eran permanentes. Usaba su aliento como una reserva, esparciéndolo para recuperarlo de nuevo a continuación.

Comparado con lo que tuvo una vez, veinticinco alientos era un número pequeño y risible. Sin embargo, comparado con nada, parecía infinito. Se estremeció de satisfacción.

Los gritos de los guardias se apagaron. Las mazmorras quedaron en silencio. Tenía que empezar a moverse.

Vasher metió la mano entre los barrotes y usó las llaves para abrir la celda. Empujó la gruesa puerta y corrió por el pasillo, dejando la figura de paja olvidada en el suelo. No se acercó a la sala de los guardias para alcanzar la salida más allá, sino que se dio media vuelta y se internó en las mazmorras.

Esta era la parte más incierta de su plan. Encontrar una taberna que fuera frecuentada por los sacerdotes de los Tonos Iridiscentes había sido bastante fácil. Meterse en una pelea de bar y agredir a uno de aquellos sacerdotes resultó igual de sencillo. Hallandren se tomaba muy en serio a sus figuras religiosas, y Vasher se había ganado no el habitual encierro en la cárcel local, sino un viaje a los calabozos del rey-dios.

Conociendo la clase de hombres que solían proteger esos calabozos, sabía que intentarían desenvainar a Sangre Nocturna. Eso le había dado la distracción que necesitaba para conseguir las llaves.

Pero ahora venía la parte impredecible.

Se detuvo, la ondulación de la capa despierta. Fue fácil localizar la celda que quería, pues a su alrededor un gran parche de piedra había perdido el color, dejando ambas paredes y puertas de un gris opaco. Era un lugar ideal para aprisionar a un despertador, pues la ausencia de color significaba ausencia de despertar. Vasher se acercó a la puerta y se asomó a los barrotes. Un hombre colgaba del techo por los brazos, desnudo y encadenado. Su color era vibrante a los ojos de Vasher, su piel de un pardo puro; sus magulladuras, brillantes manchas azul y violeta.

El hombre estaba amordazado. Otra precaución. Para despertar, necesitaría tres cosas: aliento, color y orden. Las armonías y los tonos, lo llamaban algunos. Los Tonos Iridiscentes, la relación entre color y sonido. Había que dar una orden clara y firme en la lengua materna del despertador: cualquier tropiezo, cualquier mala pronunciación, invalidaría el despertar. El aliento brotaría, pero el objeto no podría actuar.

Vasher empleó las llaves de la prisión para abrir la puerta de la celda, y entró. El aura de ese hombre hacía que los colores se volvieran más brillantes cuando estaban cerca. Cualquiera podría advertir un aura tan fuerte, aunque era más fácil para alguien que hubiera alcanzado la Primera Elevación.

No era el aura biocromática más fuerte que veía Vasher; esas pertenecían a los Retornados, conocidos como dioses aquí en Hallandren. Con todo, la biocroma del prisionero era muy impresionante y mucho mucho más fuerte que la del propio Vasher. El prisionero contenía un montón de alientos. Cientos y cientos.

El hombre se balanceaba en sus ataduras, estudiando a Vasher, los labios amordazados y sangrantes. Tras una breve vacilación, Vasher extendió la mano y retiró la mordaza.

—¿Tú? —susurró el prisionero, tosiendo a duras penas—. ¿Vienes a liberarme?

—No, Vahr —dijo Vasher en voz baja—. Vengo a matarte.

Vahr bufó. El cautiverio no había sido fácil para él. La última vez que Vasher lo había visto, Vahr estaba rechoncho. A juzgar por su cuerpo demacrado, llevaba algún tiempo sin comer. Los cortes, magulladuras y marcas de quemaduras en su carne eran recientes.

Pero la tortura y la expresión acosada en sus ojos rodeados de bolsas revelaban una solemne verdad. El aliento solo podía ser transferido de forma voluntaria, con una orden expresa. Esa orden, sin embargo, podía ser animada.

—Así que me juzgas —graznó Vahr—, como hace todo el mundo.

—Tu fracasada rebelión no es asunto mío. Solo quiero tu aliento.

—Tú y toda la corte de Hallandren.

—Sí, pero no vas a dárselo a uno de los Retornados. Vas a dármelo a mí. A cambio de que te mate.

—No me parece un buen trato. —Había dureza, un vacío emocional en Vahr que Vasher no había visto la última vez que se separaran, años antes.

«Qué extraño —pensó— que al final, después de todo este tiempo, encuentre algo en él con lo que pueda identificarme.»

Mantuvo las distancias con Vahr. Ahora que su voz estaba libre, podía ordenar. Sin embargo, solo tocaba las cadenas de metal, y el metal era difícil de despertar. Nunca había estado vivo y no tenía forma humana. Incluso durante el momento culminante de su poder, Vasher solo había podido despertar metal en unas pocas ocasiones. Cierto era que los despertadores más poderosos eran capaces de animar algunos objetos sin necesidad de tocarlos, solo con que estuviesen al alcance de su voz. Para ello, sin embargo, se requería la Novena Elevación. Ni siquiera Vahr poseía tanto aliento. De hecho, Vasher solo conocía a una persona viva que lo tuviera: el rey-dios en persona.

Lo cual significaba que, casi con toda seguridad, estaba a salvo. En Vahr había aliento en abundancia, pero nada que despertar. Vasher rodeó al hombre encadenado, sintiendo dificultad para no mostrar compasión alguna. Vahr se había ganado su destino. Sin embargo, los sacerdotes no lo dejarían morir mientras contuviera tanto aliento; si moría, se desperdiciaría. Se perdería. Sería irrecuperable.

Ni siquiera el gobierno de Hallandren, con sus estrictas leyes sobre la compra y el traspaso de alientos, podía dejar que semejante tesoro se perdiera. Lo deseaban tanto que retrasaban la ejecución incluso de un criminal tan notorio como Vahr. Dentro de poco se maldecirían a sí mismos por no haberlo vigilado mejor.

Pero claro, Vasher llevaba dos años esperando una oportunidad como esa.

—¿Y bien? —preguntó Vahr.

—Dame el aliento —respondió Vasher, dando un paso adelante.

Vahr bufó.

—Dudo que tengas la habilidad de los torturadores del rey-dios... y llevo dos semanas resistiéndolos.

—Te sorprendería. Pero eso no importa. Vas a darme tu aliento. Sabes que solo tienes dos opciones. Dármelo a mí o dárselo a ellos.

Vahr colgaba de las muñecas, girando lentamente. En silencio.

—No tienes mucho tiempo para pensártelo —dijo Vasher—. De un momento a otro, alguien descubrirá a los guardias muertos ahí fuera. Sonará la alarma. Te dejaré, volverán a torturarte y acabarás por romperte. Entonces todo el poder que has acumulado irá a la misma gente que juraste destruir.

Vahr miró al suelo. Vasher lo dejó reflexionar unos instantes, y pudo ver que la realidad de la situación le quedaba clara. Al cabo, Vahr levantó la cabeza.

—Esa... cosa que llevas. ¿Está aquí, en la ciudad?

Vasher asintió.

—¿Los gritos que oí antes? ¿Los causó ella?

Vasher volvió a asentir.

—¿Cuánto tiempo estarás en T’Telir?

—Una temporada. Un año, tal vez.

—¿La usarás contra ellos?

—Mis objetivos son cosa mía, Vahr. ¿Aceptarás mi trato o no? Una muerte rápida a cambio de esos alientos. Una cosa te prometo: tus enemigos no los tendrán.

Vahr guardó silencio.

—Es tuyo —susurró, transcurridos unos instantes.

Vasher se acercó, posó la mano sobre la frente de Vahr, cuidando de que ninguna parte de sus ropas tocara la piel del hombre, no fuera a ser que absorbiera el color para despertar.

Vahr no se movió. Parecía aturdido. Entonces, justo cuando Vasher empezaba a pensar que había cambiado de opinión, Vahr exhaló aliento. El color se borró de él. La hermosa Iridiscencia, el aura que le hacía parecer majestuoso a pesar de sus ligaduras y cadenas, fluyó de su boca, flotando en el aire, titilando como bruma. Vasher la absorbió, cerrando los ojos.

—Mi vida a la tuya —ordenó Vahr, un atisbo de desesperación en la voz—. Mi aliento es tuyo.

El aliento fluyó hacia Vasher y todo se volvió vibrante. Su capa marrón pareció de pronto intensa y rica en color. La sangre del suelo era de un rojo brillante, como una llamarada. Incluso la piel de Vahr parecía una obra maestra de color, la superficie marcada por profundos pelos negros, magulladuras azules, y nítidos cortes rojos. Habían pasado años desde la última vez que Vasher sintiera tanta... vida.

Jadeó, cayó de rodillas, abrumado, y tuvo que apoyar una mano en el suelo para impedir desplomarse de bruces. «¿Cómo he vivido sin esto?»

Sabía que sus sentidos no habían mejorado y, sin embargo, se sentía mucho más alerta. Más consciente de la belleza de la sensación. Cuando tocó el suelo de piedra, se maravilló de su aspereza. Y el sonido del viento pasando a través de la estrecha ventana del calabozo. ¿Siempre había sido tan melódico? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes?

—Cumple tu parte del trato —dijo Vahr.

Vasher advirtió los tonos de su voz, la belleza de cada uno de ellos, cómo se acercaban a lo armónico. Vasher había ganado un puesto. Un regalo para todo el que llegaba a la Segunda Iluminación. Sería bueno volver a tenerlo.

Cierto era que podría llegar a la Quinta Iluminación en cualquier momento, si lo deseaba, pero eso requeriría ciertos sacrificios que no estaba dispuesto a hacer. Y por eso se obligaba a hacerlo a la antigua usanza, recogiendo alientos de gente como Vahr.

Se incorporó y sacó el pañuelo incoloro que había utilizado antes. Lo arrojó sobre el hombro de Vahr y, acto seguido, exhaló.

No se molestó en dar forma humana al pañuelo, ni necesitó tampoco emplear una brizna de cabello o de piel para concentrarse, aunque sí que hubo de absorber el color de su camisa.

Vasher miró a los resignados ojos de Vahr.

—Estrangula —ordenó, rozando con los dedos el tembloroso pañuelo.

Se retorció de inmediato, acumulando una gran cantidad de aliento, aunque sin consecuencia. El pañuelo se enroscó veloz en torno al cuello de Vahr, tensándose, ahogándolo. Vahr no se debatió ni jadeó, sino que se limitó a mirar a Vasher con odio hasta que, con los ojos hinchados, murió.

Odio. Vasher había conocido odio más que de sobra a lo largo de su vida. Extendió la mano con rapidez, recuperó su aliento del pañuelo y dejó a Vahr colgando en la celda. Recorrió la prisión en silencio, admirando los matices de las maderas y las piedras. Cuando ya llevaba caminando unos instantes, advirtió un nuevo color en el pasillo. Rojo.

Sorteó el charco de sangre que se expandía por el suelo inclinado de la mazmorra y entró en la sala de los guardias. Los tres hombres yacían sin vida. Uno de ellos estaba sentado en una silla. Sangre Nocturna, todavía casi envainada, le atravesaba el pecho de lado a lado. Bajo la funda de plata se entreveía una pulgada de lustrosa hoja negra.

Vasher envainó el arma de nuevo, con delicadeza, y aseguró el cierre.

«Hoy me he portado muy bien, ¿a que sí?», resonó en el interior de su cabeza una voz.

Vasher no le respondió a la espada.

«Los he matado a todos —continuó Sangre Nocturna—. ¿No estás orgulloso de mí?»

Él cogió el arma, acostumbrado a su inusitado peso, y la cargó con una mano. Recuperó su morral y se lo echó al hombro.

«Sabía que te sentirías impresionado», dijo Sangre Nocturna, muy ufana.

aliento-4

1

No ser nadie importante tenía sus ventajas.

Según el baremo de muchas personas, sin embargo, no era esa la categoría en la que encajaba Siri. Al fin y al cabo, su padre era el rey. Este, por suerte, tenía cuatro descendientes con vida, y Siri, a sus catorce años, era la más joven de todos. Fafen, la hermana que la seguía en edad, había cumplido con los deberes familiares y se había metido a monja. Detrás de ella venía Ridger, el varón. El heredero al trono.

Y no convenía olvidar a Vivenna. Siri exhaló un suspiro mientras recorría el camino de regreso a la ciudad. Vivenna, la primogénita, era... en fin, era Vivenna. Hermosa, serena, perfecta en todos los aspectos. Lo cual estaba muy bien, claro, habida cuenta de que se había prometido con un dios. En cualquier caso, Siri, como cuarta hija que era, seguramente sobraba. Vivenna y Ridger debían concentrarse en los estudios; Fafen tenía que hacer su trabajo en los pastizales y en los hogares. Pero a Siri, por su parte, no ser importante le venía de maravilla. Su irrelevancia le permitía disfrutar de la naturaleza y perderse de vista durante horas seguidas.

A veces la gente se percataba, cierto, y eso le había deparado no pocos problemas. Sin embargo, incluso a su padre no le quedaba más remedio que admitir que sus desapariciones no causaban graves inconvenientes. La ciudad se las apañaba sin Siri; de hecho, quizá incluso le fuese un poquito mejor de lo habitual cuando ella no andaba cerca.

No ser importante. Cualquier otro podría tomárselo como una ofensa. Para Siri era una bendición.

Entró en la ciudad con una sonrisa en los labios.

Atrajo las inevitables miradas. Aunque Bevalis ostentaba, en teoría, el título de capital de Idris, no era demasiado grande y todo el mundo se conocía de vista. A juzgar por las historias que Siri había oído a comerciantes de paso, su hogar era prácticamente una aldea, comparada con las enormes metrópolis de otras naciones.

Le gustaba como era, incluso con sus calles fangosas, las casas de techo de paja, y las aburridas, aunque recias, murallas de piedra. Las mujeres perseguían a los gansos que huían, los hombres tiraban de los carros cargados con semillas de primavera, y los niños sacaban a las ovejas a los pastizales. Una ciudad grande en Xaka, Hudres o incluso la terrible Hallandren podría tener vistas exóticas, pero estaría repleta de multitudes sin rostro que gritarían y se apretujarían, y de nobles altivos. No era algo que entusiasmara a Siri: por lo general incluso consideraba a Bevalis demasiado bulliciosa para su gusto.

«Con todo —pensó, contemplando su sencillo vestido gris—, apuesto a que esas ciudades tendrán más colores. Eso es algo que me gustaría ver.»

Su cabello no pudo soportarlo más. Como de costumbre, los largos mechones se habían vuelto rubios de alegría mientras estaba en el campo. Se concentró, tratando de controlarlos, pero solo pudo reducir el color a un marrón opaco. En cuanto dejó de concentrarse, su pelo recuperó el color de siempre. No era muy buena controlándolo. No era como Vivenna.

Mientras atravesaba la ciudad, un grupo de figuras pequeñas empezó a seguirla. Ella sonrió, fingiendo ignorar a los niños hasta que uno de ellos echó a correr y le tiró del vestido. Entonces se dio media vuelta, sonriente. Ellos la miraron con rostros solemnes. Incluso a esa edad, los niños de Idris estaban educados para evitar vergonzosos estallidos de emoción. Las enseñanzas de Austre decían que no había nada malo en los sentimientos, pero llamar con ellos la atención sobre ti mismo no era bueno.

Siri nunca había sido muy devota. No era culpa suya, razonaba, que Austre le hubiera otorgado una clara incapacidad para obedecer. Los niños esperaron sin impacientarse hasta que Siri introdujo la mano en el delantal y sacó unas flores de vivos colores. Los ojos de los niños se abrieron de par en par, admirando aquellos tonos chillones. Tres de las flores eran azules; una, amarilla.

Las flores destacaban contra la aguda monotonía de la ciudad. Aparte de lo que podía encontrarse en la piel y los ojos de la gente, no había a la vista ni una gota de color. Se habían encalado las piedras, teñido de gris o pardo las prendas de vestir. Todo para mantener al color a raya.

Pues sin color no había despertadores.

La niña que había tirado de la falda de Siri al final cogió las flores con una mano y echó a correr con ellas, seguida por los otros niños. Siri vio reproche en los ojos de varios transeúntes. Sin embargo, ninguno de ellos la encaró. Ser una princesa, aunque no fuera importante, tenía sus ventajas.

Continuó su camino hacia el palacio. Era un edificio bajo de un solo piso con un gran patio de tierra prensada. Evitó las multitudes de buhoneros en la puerta y, dando la vuelta, entró por las cocinas. Mab, la cocinera, dejó de cantar cuando se abrió la puerta y miró a Siri.

—Tu padre te ha estado buscando, niña —dijo, y se volvió canturreando para atacar una pila de cebollas.

—Eso me temo.

Siri se acercó y olfateó una olla, de la que emanaba un reconfortante aroma a patatas cocidas.

—Otra vez te has ido a las montañas, ¿no? Apuesto a que te saltaste tus clases.

Siri sonrió y sacó otra de las brillantes flores amarillas, haciéndola girar entre dos dedos.

Mab puso los ojos en blanco.

—Y sospecho que has estado corrompiendo de nuevo a los jóvenes de la ciudad. De verdad, niña, a tu edad ya tendrías que haber superado estas cosas. Tu padre tendría que decirte un par de palabras sobre tus responsabilidades.

—Me gustan las palabras. Y siempre aprendo algunas nuevas cuando padre se enfada. No debería descuidar mi educación, ¿no?

Mab hizo una mueca y mezcló unos pepinillos cortados con las cebollas.

—De verdad, Mab —dijo Siri, haciendo girar la flor, sintiendo que el tono de su pelo se volvía un poco rojo—. No veo cuál es el problema. Austre creó las flores, ¿no? Puso los colores en ellas, así que no pueden ser malignas. Quiero decir, lo llamamos el Dios de los Colores, ¿verdad?

—Las flores no son malignas —respondió Mab, añadiendo unas hierbas a su cocido—, suponiendo que se queden donde las puso Austre. No deberíamos usar la belleza de Austre para darnos importancia.

—Una flor no me hace parecer más importante.

—¿No? —repuso Mab, añadiendo la hierba, el pepinillo y las cebollas a una de sus ollas. Golpeó el lado de la olla con el plano de su cuchillo, escuchó, asintió para sí y empezó a rebuscar más verduras bajo la encimera—. Dime —continuó refunfuñando—, ¿de verdad crees que caminar por la ciudad con una flor así no atrajo la atención sobre ti misma?

—Eso es solo porque la ciudad es muy gris. Si hubiera un poco de color, nadie se fijaría en una flor.

Mab se incorporó cargando con una caja con tubérculos.

—¿Nos harías decorarlo todo como si fuera Hallandren? ¿Quizá deberíamos empezar a invitar a despertadores a la ciudad? ¿Qué te parecería eso? ¿Diablos que sorbieran las almas de los niños, que estrangularan a la gente con sus propias ropas? ¿Levantar a los muertos de las tumbas para usarlos como mano de obra? ¿Sacrificar mujeres en sus altares impíos?

Siri notó que su pelo se volvía blanco de ansiedad. «¡Basta!», pensó. El pelo parecía tener mente propia y respondía a sus instintos.

—Eso de que sacrifiquen doncellas es solo un cuento —dijo—. En realidad no lo hacen.

—Los cuentos vienen de alguna parte.

—Sí, de viejas reuniones al calor del fuego en invierno. No creo que tengamos que estar tan asustados. Los de Hallandren harán lo que quieran, lo cual me parece bien, siempre que nos dejen en paz.

Mab empezó a cortar verdura, sin levantar la cabeza.

—Tenemos el tratado, Mab —añadió Siri—. Mi padre y Vivenna se asegurarán de que estemos a salvo, y eso hará que los hallandrenses nos dejen en paz.

—¿Y si no lo hacen?

—Lo harán. No te preocupes.

—Tienen mejores ejércitos —repuso Mab mientras seguía cortando, sin mirarla—, mejor acero, más comida y... y cosas de esas. Todo eso preocupa a la gente. A lo mejor a ti no, pero sí a las personas sensatas.

Costaba desoír sin más ni más las palabras de la cocinera. Mab poseía sentido común, una sabiduría que trascendía la maña que se daba con las especias y los guisos. Sin embargo, también era asustadiza.

—Te preocupas por nada, Mab. Ya lo verás.

—Solo digo que es mal momento para que una princesa real vaya por ahí con flores, haciéndose ver y coqueteando con la antipatía de Austre.

Siri exhaló un suspiro.

—Vale, de acuerdo. —Arrojó la última de sus flores al puchero—. Ahora todos podremos destacar juntos.

Mab se detuvo y puso los ojos en blanco mientras troceaba un tubérculo.

—Supongo que eso sería una flor de vanavel.

—Pues claro. —Siri aspiró la fragancia que se desprendía de la olla humeante—. Jamás se me ocurriría estropear un buen guiso. Y sigo diciendo que exageras.

Mab arrugó la nariz.

—Toma —dijo, sacando otro cuchillo—. Haz algo útil. Hay raíces que picar.

—¿No debería presentarme ante mi padre? —Siri agarró una retorcida raíz de vanavel para empezar a cortar.

—Te enviará de vuelta aquí y te pondrá a trabajar en las cocinas como castigo —respondió Mab, utilizando el cuchillo para darle otro golpecito al puchero. Según ella, se podía juzgar cuándo estaba lista la comida por el sonido que emitía la olla.

—Que Austre me ayude como mi padre descubra lo bien que me lo paso aquí abajo.

—Te gusta estar cerca de la comida —dijo Mab, sacando la flor del guiso y arrojándola a un lado—. Sea como sea, no puedes presentarte ante él. Está reunido con Yarda.

Siri no mostró ninguna reacción; continuó cortando. Su pelo, sin embargo, se volvió rubio de emoción. «Las reuniones de mi padre con Yarda suelen durar horas —pensó—. No tiene mucho sentido estar allí esperando a que termine...»

Mab se volvió para coger algo de la mesa, y cuando miró hacia atrás, Siri ya había salido corriendo por la puerta en dirección a los establos reales. Minutos más tarde, galopaba lejos del palacio, llevando su capa marrón favorita, sintiendo un estremecimiento de emoción que volvía su pelo de un rubio profundo. Una bonita cabalgada sería una buena manera de redondear el día.

Después de todo, su castigo sería el mismo.

Dedelin, rey de Idris, depositó la carta sobre la mesa. La había contemplado largo rato. Era hora de decidir si enviar o no a su hija mayor a la muerte.

A pesar de la llegada de la primavera, sus aposentos estaban fríos. El calor era cosa rara en las tierras altas de Idris: se anhelaba y disfrutaba, pues los veranos eran breves. Los aposentos estaban también desnudos. Había belleza en la sencillez. Ni siquiera un rey tenía derecho a mostrar arrogancia haciendo ostentación.

Dedelin se levantó, se asomó a la ventana y contempló el patio. El palacio era pequeño según los baremos del mundo, apenas un piso de altura, con un tejado de madera en pico y cuadrados muros de piedra. Pero era grande según los baremos de Idris, y bordeaba lo ampuloso. Esto podía ser perdonado, pues el palacio era también una sala de reuniones y el centro de operaciones de todo su reino.

El rey veía al general Yarda con el rabillo del ojo. El hombretón esperaba, las manos a la espalda, la hirsuta barba recogida en tres trenzas. Era la otra única persona presente en la sala.

Dedelin volvió a mirar la carta. El papel era rosa brillante, y el color chillón destacaba en su mesa como una gota de sangre sobre la nieve. El rosa era un color que nunca se veía en Idris. En Hallandren, sin embargo, centro de la industria de tintes del mundo, esos tonos de mal gusto eran comunes.

—¿Y bien, viejo amigo? —preguntó Dedelin—. ¿Tienes algún consejo que darme?

El general Yarda negó con la cabeza.

—La guerra se avecina, majestad. La siento en los vientos y la leo en los informes de nuestros espías. Hallandren sigue considerándonos rebeldes, y nuestros pasos hacia el norte son demasiado tentadores. Atacarán.

—Entonces no debería enviarla —dijo Dedelin, mirando de nuevo por la ventana. El patio estaba lleno de gente ataviada con pieles y abrigos que venía al mercado.

—No podemos detener la guerra, majestad —dijo Yarda—. Pero... podemos retrasarla.

Dedelin se volvió.

Yarda dio un paso adelante, y habló en voz baja.

—No es un buen momento. Nuestras tropas aún no se han recuperado de esas incursiones vendis del otoño pasado, y con los incendios de los graneros de este invierno... —Sacudió la cabeza—. No podemos permitirnos librar una guerra defensiva en verano. Nuestro mejor aliado contra los hallandrenses son las nieves. No podemos dejar que este conflicto se desarrolle según sus términos. Si lo hacemos, estamos acabados.

Sus palabras tenían sentido.

—Majestad, están esperando a que rompamos el tratado y tener una excusa para atacar. Si nos movemos primero, golpearán.

—Si cumplimos el tratado, lo harán también —replicó Dedelin.

—Pero más tarde. Quizá meses más tarde. Sabes lo lenta que es la política hallandrense. Si cumplimos el tratado, habrá debates y discusiones. Si duran hasta las nieves, habremos ganado el tiempo que tanto necesitamos.

Todo tenía sentido. Un sentido sincero y brutal. Todos estos años, Dedelin había ganado tiempo y visto cómo la corte de Hallandren se volvía cada vez más agresiva, más agitada. Cada año, había voces pidiendo que se atacara a los «idrianos rebeldes» que vivían en las tierras altas. Cada año, la política conciliadora de Dedelin mantenía a los ejércitos a raya. Había esperado, tal vez, que el líder rebelde Vahr y sus disidentes de Pahn Kahl mantuvieran la atención apartada de Idris, pero Vahr había sido capturado, y su supuesto ejército desmantelado. Sus acciones solo habían servido para que Hallandren se concentrara más en sus enemigos.

La paz no duraría. No con Iris madura, no con las valiosas rutas comerciales en juego. No con la actual cosecha de dioses de Hallandren, que parecían mucho más erráticos que sus predecesores. Sabía todo eso. Pero también sabía que romper el tratado sería una locura. Cuando te arrojan al cubil de una bestia, no provocas su furia.

Yarda se unió a él junto a la ventana y se asomó, apoyando un codo contra el marco. Era un hombre duro nacido en inviernos duros. Pero también era un hombre bueno, el mejor que Dedelin había conocido; una parte del rey anhelaba casar a Vivenna con el hijo del general.

Era absurdo. Dedelin había sabido siempre que llegaría este día. Él mismo había redactado el tratado, y el tratado exigía enviar a su hija a casarse con el rey-dios. Los hallandrenses necesitaban una hija de sangre azul para volver a introducir el linaje real en su monarquía. Era algo que los depravados y engreídos habitantes de las tierras bajas codiciaban desde hacía tiempo, y solo esa cláusula específica del tratado había salvado a Idris durante veinte años.

El tratado había sido el primer acto oficial del reinado de Dedelin, alcanzado tras arduas negociaciones tras el asesinato de su padre. Dedelin apretó los dientes. Qué poco había tardado en inclinarse ante los caprichos de sus enemigos. Sin embargo, volvería a hacerlo: un monarca de Idris haría cualquier cosa por su pueblo. Era la gran diferencia entre Idris y Hallandren.

—Si la enviamos, Yarda, la mandaremos a la muerte —dijo Dedelin.

—Tal vez no le hagan daño...

—Sabes que no. Lo primero que harán cuando llegue la guerra es usarla contra mí. Se trata de Hallandren. ¡Invitan a los despertadores a sus palacios, por el amor de Austre!

Yarda guardó silencio. Por fin, sacudió la cabeza.

—Los últimos informes dicen que su ejército alcanza ya cuarenta mil sinvidas.

«Santo Dios de los Colores», pensó Dedelin, mirando de nuevo la carta. Su lenguaje era sencillo. Vivenna había cumplido veintidós años, y los términos del tratado estipulaban que Dedelin no podía esperar más.

—Enviar a Vivenna es un plan pobre, pero es nuestro único plan —dijo Yarda—. Con más tiempo, podríamos atraer a Tedradel a nuestra causa: odian a Hallandren desde la Multiguerra. Y tal vez pueda encontrar un modo de alzar la facción rota de los rebeldes de Vahr en la propia Hallandren. Como mínimo, podríamos hacer acopio de suministros y vivir otro año. —Se volvió hacia el rey—. Si no enviamos su princesa a los hallandrenses, considerarán que la guerra es culpa nuestra. ¿Quién nos apoyará? ¡Exigirán saber por qué nos negamos a cumplir el tratado que redactó nuestro propio rey!

—¡Y si les enviamos a Vivenna, introduciremos la sangre real en su monarquía, y tendrán una reclamación aún más legítima de las tierras altas!

—Tal vez —admitió Yarda—. Pero si los dos sabemos que van a atacar de todas formas, ¿qué nos preocupa entonces su reclamación? Al menos de esta forma tal vez puedan esperar a que nazca un heredero antes de que se produzca el ataque.

Más tiempo. El general siempre pedía más tiempo. ¿Pero qué sucedería cuando ese tiempo se pagaba con la propia hija de Dedelin?

«Yarda no vacilaría en enviar a un soldado a la muerte si eso significaba ganar más tiempo para situar al resto de sus tropas en mejor posición de ataque —pensó Dedelin—. Somos Idris. ¿Cómo puedo pedirle a mi hija menos de lo que le exigiría a uno de mis soldados?»

Solo pensar en Vivenna entre los brazos del rey-dios, obligada a engendrar el hijo de aquella criatura, bastaba para encanecerle el cabello de preocupación. Ese vástago se convertiría en un monstruo mortinato que, a su vez, se convertiría en el próximo dios Retornado de los hallandrenses.

«Existe otra vía —susurró una parte de su mente—. No tienes por qué enviar a Vivenna...»

Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Yarda y él se giraron, y Dedelin dio permiso para pasar a quien fuese que acababa de llegar. Tendría que haber adivinado de quién se trataba.

Vivenna entró en la estancia ataviada con un sencillo vestido gris. Todavía le parecía muy joven. Sin embargo, era la imagen perfecta de una mujer de Idris: el pelo recogido en un modesto rodete, ningún maquillaje para atraer la atención sobre su rostro. No era tímida ni blanda, como algunas nobles de los reinos del norte. Era solo serena. Serena, sencilla, dura y capaz. Idriana.

—Llevas aquí varias horas, padre —dijo ella, inclinando la cabeza ante Yarda en señal de respeto—. Los criados hablan de un sobre de color que el general trajo al entrar. Creo que sé lo que contiene.

Dedelin la miró a los ojos y le indicó que se sentase. Cerró la puerta sin hacer ruido y ocupó una de las sillas de madera situadas a un lado de la habitación. Yarda permaneció de pie, al modo masculino. Vivenna miró la carta sobre la mesa. Estaba tranquila, el pelo controlado y mantenido de un respetuoso negro. Era el doble de devota que Dedelin, al contrario que su hermana menor: nunca atraía la atención sobre sí con arrebatos de emoción.

—Entiendo pues que debo prepararme para partir —dijo Vivenna, las manos sobre el regazo.

Dedelin abrió la boca, pero no pudo encontrar ninguna objeción. Miró a Yarda, quien solo sacudió la cabeza, resignado.

—Me he preparado toda mi vida para esto, padre —prosiguió—. Estoy preparada. Siri, sin embargo, no se lo tomará bien. Salió a cabalgar hace una hora. Debería marcharme de la ciudad antes de su regreso. Eso evitará la escena que puede montar.

—Demasiado tarde —dijo Yarda, con una mueca, señalando con la cabeza hacia la ventana.

En el exterior, la gente se dispersó en el patio mientras una figura entraba al galope por las puertas. Llevaba una túnica marrón oscuro casi demasiado colorida, y, ni que decir tiene, sus cabellos ondeaban libres de ataduras.

Y amarillos.

Dedelin sintió que su rabia y frustración crecían. Solo Siri podía hacerle perder el control. Como en un irónico contrapunto a la fuente de su ira, sintió que su pelo cambiaba. Para los que miraran, unos cuantos hilos de pelo en su cabeza pasaron de negro a rojo. Era la marca distintiva de la familia real, que había huido a las tierras altas de Idris en el momento álgido de la Multiguerra. Otros podían ocultar sus emociones. La casa real manifestaba lo que sentía a través del pelo de sus cabezas.

Vivenna lo observó, prístina como siempre, y su serenidad le dio fuerzas para convertir de nuevo su pelo en negro. Hizo falta más fuerza de voluntad de lo que cualquier hombre corriente habría podido comprender para controlar los traicioneros Mechones Reales. Dedelin no comprendía cómo su hija lo controlaba tan bien.

«La pobre niña nunca ha tenido infancia», pensó. Desde su nacimiento, la vida de Vivenna había apuntado hacia este único acontecimiento. Su primogénita, la niña que siempre le había parecido una parte de sí mismo, la niña que siempre lo había hecho sentirse orgulloso; la mujer que ya se había ganado el cariño y el respeto de su pueblo. En su imaginación vio a la reina en la que podría convertirse, más fuerte incluso que él. Alguien que podría guiarlos a través de los oscuros días venideros.

Pero solo si sobrevivía tanto tiempo.

—Me prepararé para el viaje —dijo ella, poniéndose en pie.

—No —saltó Dedelin, en un arrebato.

Yarda y Vivenna se volvieron para mirarlo.

—Padre —dijo la muchacha—, si rompemos este tratado, significará la guerra. Estoy preparada para sacrificarme por nuestro pueblo. Me enseñaste eso.

—No irás —decidió Dedelin con firmeza, volviéndose hacia la ventana. Fuera, Siri reía con uno de los mozos del establo. Podía oírla incluso desde la distancia: el pelo se le había vuelto de un rojo llameante.

«Santo Dios de los Colores, perdóname —pensó—. Qué terrible decisión para un padre. El tratado es claro: debo enviar a los hallandrenses a mi hija cuando cumpla veintidós años. Pero no dice a qué hija he de enviar.»

Si no enviaba una de sus hijas a Hallandren, los atacarían de inmediato. Si enviaba la que no era, podrían enfurecerse, pero no atacarían. Esperarían hasta que tuviera un heredero. Eso le concedería a Idris al menos nueve meses.

«Además —pensó—, si intentaran utilizar a Vivenna contra mí, sé que cedería.» Era vergonzoso admitirlo, pero en el fondo, eso fue lo que le hizo tomar la decisión.

Dedelin se volvió para mirarlos.

—Vivenna, no te casarás con el dios tirano de nuestros enemigos. Voy a enviar a Siri en tu lugar.

aliento-5

2

Siri iba sentada, aturdida, en un traqueteante carruaje, mientras su tierra natal iba quedando más y más lejos con cada bache y cada sacudida.

Habían pasado dos días, y seguía sin comprender. Esto se suponía que era cosa de Vivenna. Todo el mundo lo entendía. Idris había festejado el día del nacimiento de Vivenna. El rey había iniciado su formación desde el momento en que supo andar, instruyéndola en las costumbres y los modales de la corte. Fafen, la segunda hija, también había recibido lecciones por si Vivenna moría antes del día de la boda. Pero Siri no. Ella era redundante. Sin importancia.

Ahora no.

Miró por la ventanilla. Su padre había enviado el más hermoso carruaje del reino, junto con una guardia de honor de veinte hombres, para que la escoltara hasta el sur. Eso, junto con un mayordomo y varios sirvientes, formaba la procesión más grande que Siri había visto jamás. Bordeaba la ostentación, cosa que podría haberla entusiasmado si no la estuviera alejando de Idris.

«Así no tenían que ser las cosas —pensó—. ¡Así no!»

Y, sin embargo, así eran.

Nada tenía sentido. El carruaje se estremeció, pero ella solo permaneció sentada, aturdida. «Al menos podrían haberme dejado ir a caballo, en vez de obligarme a ocupar este carruaje», pensó. Pero eso, por desgracia, no habría sido una forma adecuada de entrar en Hallandren.

Hallandren.

Notó que su cabello se volvía blanco de miedo. La enviaban a un reino de gente maldita con el segundo aliento. No volvería a ver a su padre en mucho tiempo, si es que llegaba a verlo alguna vez. No hablaría con Vivenna, ni escucharía a los tutores, ni sería regañada por Mab, ni montaría los caballos reales, ni iría a buscar flores en el bosque, ni trabajaría en las cocinas. Tendría que... casarse con el rey-dios. El terror de Hallandren, el monstruo que nunca había respirado. En Hallandren, su poder era absoluto. Podía decretar una ejecución por mero capricho.

«Pero yo estaré a salvo, ¿no? —pensó—. Seré su esposa... Voy a casarme... Oh, Austre, Dios de los Colores», suplicó, sintiéndose enferma. Se encogió, apretujándose contra sus piernas, el pelo tan blanco que parecía brillar, y se tumbó en el asiento, sin saber si el temblor que sentía era propio o era por el coche, que continuaba su inexorable camino hacia el sur.

—Creo que tendrías que volver a considerar tu decisión, padre —observó Vivenna, tranquila y sentada de manera decorosa, tal y como se lo habían enseñado, con las manos en el regazo.

—La he considerado y vuelto a considerar —dijo el rey, agitando la mano—. La decisión está tomada.

—Siri no es adecuada para esta tarea.

—Lo hará bien —dijo su padre, examinando algunos papeles que había sobre la mesa—. Todo lo que necesita hacer es tener un bebé. Estoy seguro de que es adecuada para esa tarea.

«¿Y qué hay entonces de mi formación? —pensó Vivenna—. ¿Veintidós años de preparación? ¿Para qué, si lo único que se buscaba con enviarme allí era proporcionar un vientre conveniente?»

Mantenía el pelo negro, la voz solemne, el rostro en calma.

—Siri debe de estar inquieta —dijo—. No creo que sea capaz de gestionar esto, emocionalmente hablando.

Su padre alzó la cabeza, el pelo algo rojo: el negro retrocedía como pintura que chorreara por un lienzo. Mostraba su malestar.

«Está más inquieto por su partida de lo que está dispuesto a admitir.»

—Es lo mejor para nuestro pueblo, Vivenna —dijo él, esforzándose para convertir de nuevo su pelo en negro—. Si estalla la guerra, Idris te necesitará aquí.

—Si estalla la guerra, ¿qué será de Siri?

Su padre guardó silencio.

—Tal vez no haya guerra —dijo por fin.

«Austre... —pensó Vivenna con sorpresa—. No se lo cree. Piensa que la ha enviado a la muerte.»

—Sé en qué estás pensando —dijo su padre, atrayendo su atención hacia sus ojos. Tan solemnes—. ¿Cómo podría elegir a una y no a otra? ¿Cómo podría enviar a Siri a la muerte y dejarte aquí para que vivieras? No lo hice por preferencias personales, no importa lo que pueda pensar la gente. Hice lo que será mejor para Idris cuando se declare esta guerra.

«Cuando se declare esta guerra.» Vivenna alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Yo iba a detener la guerra, padre. ¡Iba a ser la esposa del rey-dios! Iba a hablar con él, persuadirlo. Me han formado con conocimientos políticos, con la comprensión de las costumbres, la...

—¿Detener la guerra? —interrumpió su padre.

Solo entonces advirtió Vivenna el descaro de sus palabras. Apartó la mirada.

—Vivenna, hija —prosiguió el rey—. No se puede detener esta guerra. Solo la promesa de una hija de linaje real la ha alejado todo este tiempo, y enviar a Siri puede conseguirnos más tiempo. Y... tal vez la haya enviado a lugar seguro, incluso cuando llegue la guerra. Tal vez valoren su linaje hasta el punto de dejarla viva... un seguro por si el heredero que engendre llegara a fallecer. —Asumió un tono neutro—. Sí, tal vez no es de Siri de quien tengamos que preocuparnos, sino...

«Sino de nosotros», terminó Vivenna para sus adentros. No conocía al detalle los planes bélicos de su padre, pero sí lo suficiente. La guerra no favorecería a Idris. En un conflicto con Hallandren, había pocas posibilidades de que pudieran vencer. Sería devastador para su pueblo y su modo de vida.

—Padre, me...

—Por favor, Vivenna —musitó el rey—. No puedo seguir hablando de esto. Vete ya. Reanudaremos la conversación en otro momento.

En otro momento. Cuando Siri se hubiera alejado más todavía, cuando traerla de vuelta fuera aún más difícil. Vivenna, no obstante, se incorporó. Era obediente: así la habían educado. Era una de esas cosas que siempre la habían distinguido de su hermana.

Salió del estudio de su padre, cerró la puerta a su espalda y recorrió los pasillos de madera del palacio, fingiendo no ver las miradas ni oír los susurros. Llegó a su habitación, pequeña y sin adornos, y se sentó en la cama con las manos recogidas en el regazo.

No estaba en absoluto de acuerdo con las palabras de su padre. Ella podría haber hecho algo. Estaba destinada a ser la esposa del rey-dios. Eso le habría dado influencia en la corte. Todo el mundo sabía que el rey-dios se mostraba distante cuando de la política de su nación se trataba, pero, sin duda, su esposa podría haberlo alentado a defender los intereses del pueblo.

¿Y su padre había descartado esa opción?

«Debe de creer de veras que no hay nada que se pueda hacer para detener la invasión.» Eso convertía el haber enviado a Siri en una nueva maniobra política para ganar tiempo, lo que Idris llevaba haciendo desde hacía décadas. Fuera como fuese, si el sacrificio de una hija de la realeza a los hallandrenses era tan importante, entonces tendría que haber sido cosa de Vivenna. Siempre había sido su deber prepararse para el matrimonio con el rey-dios. No el de Siri ni el de Fafen. El suyo, el de Vivenna.

No se sentía agradecida por haberse salvado. Tampoco sentía que serviría mejor a Idris quedándose en Bevalis. Si su padre moría, Yarda sería más adecuado para gobernar durante la guerra que Vivenna. Además, Ridger, el hermano menor de Vivenna, había sido educado como heredero durante años.

Ella había sido preservada por ningún motivo. Parecía, en cierto modo, un castigo. Había escuchado, se había preparado, aprendido y ejercitado. Todo el mundo decía que era perfecta. ¿Por qué, entonces, no era lo bastante buena para cumplir el servicio que tendría que haber hecho?

No tenía ninguna buena respuesta. Solo podía sentarse y vacilar, las manos en el regazo, y enfrentarse a la horrible verdad. Le habían robado su propósito en la vida para dárselo a otra. Ahora era una persona redundante. Inútil.

Sin importancia.

—¿En qué estaba pensando mi padre? —exclamó Siri, colgando casi fuera de la ventanilla del carruaje mientras seguía dando brincos por el camino de tierra. Un soldado joven marchaba junto al vehículo, con aspecto incómodo bajo el sol de la tarde—. Lo digo en serio —insistió—. ¡Enviarme a mí a casarme con el rey de Hallandren! Menuda tontería, ¿no? Sin duda, habrás oído la clase de cosas que hago. Me escapo cuando no me ve. Ignoro mis lecciones. ¡Me dan arrebatos de genio, por todos los colores!

Por toda reacción, el guardia se limitó a observarla con el rabillo del ojo. En realidad, a Siri la traía sin cuidado. Tampoco quería ensañarse con él, tan solo gritaba por gritar. Colgaba de la ventanilla en precario equilibrio, disfrutando de la brisa que jugaba con su lacia melena rojiza y avivaba su ira. La furia le impedía llorar.

Las colinas de las tierras altas de Idris, tapizadas de verde por la primavera, habían quedado atrás de forma gradual conforme se desgranaban los días. De hecho, cabía la posibilidad de que ya hubieran entrado en Hallandren: la frontera entre los dos reinos era imprecisa, lo cual no tenía nada de extraño, habida cuenta de que hasta que estalló la Multiguerra habían constituido una sola nación.

Miró al pobre guardia, cuya única forma de tratar con una princesa airada consistía en hacer como si no existiera, y subió al carruaje. No tendría que haberlo tratado así, pero bueno, acababan de venderla como si fuera una mercancía, condenada por un documento redactado años antes de que hubiera nacido siquiera. Si alguien tenía derecho a un arrebato de genio, era Siri.

«Tal vez ese sea el motivo de todo esto —pensó, cruzando los brazos sobre el borde de la ventanilla—. Tal vez mi padre se ha cansado de mis berrinches, y solo quería librarse de mí.»

Eso parecía un poco traído por los pelos. Había formas más fáciles de tratar con Siri, formas que no incluían enviarla a representar a Idris en una corte extranjera. ¿Por qué, entonces? ¿De veras pensaba él que ella haría un buen trabajo? Eso la hizo reflexionar. Llegó a la conclusión de que era ridículo. Su padre no habría podido suponer que fuera a hacer un trabajo mejor que Vivenna. Nadie hacía nada mejor que Vivenna.

Suspiró, sintiendo que su pelo se volvía de un pensativo castaño. Al menos el paisaje era interesante y, para impedir sentir más frustración, se dejó distraer con las vistas. Hallandren se encontraba en las tierras bajas, un lugar de bosques tropicales y extraños y pintorescos animales. Siri había oído las descripciones de los buhoneros, e incluso había confirmado sus relatos en algún libro ocasional que se había visto obligada a leer. Creía saber qué esperar. Sin embargo, cuando las montañas dieron paso a los llanos y los caminos comenzaron a jalonarse de árboles, empezó a darse cuenta de que había algo sobre lo que ningún libro ni relato contenía una descripción fidedigna.

Los colores.

En las tierras altas, los lechos de flores eran raros e inconexos, como si comprendieran lo mal que encajaban con la filosofía de Idris. Aquí, parecían estar en todas partes. Flores diminutas crecían cubriendo grandes extensiones de terreno. De los árboles colgaban grandes capullos rosados, como racimos de uvas, flores que crecían poco menos que encima unas de otras, en un gran amasijo. Incluso las hierbas tenían flores. Siri habría cogido algunas, si no hubiera sido por la forma hostil en que las miraban los soldados.

«Si yo me siento así de ansiosa —comprendió—, los guardias deben sentirse todavía peor.» Ella no era la única que habían enviado lejos de su familia y amigos. ¿Cuándo se les permitiría a esos hombres regresar? De repente, se sintió aún más culpable por someter al joven soldado a su estallido.

«Los enviaré de regreso apenas lleguemos», pensó. Entonces sintió su pelo volverse blanco. Enviarlos de vuelta la dejaría sola en una ciudad llena de sinvidas, despertadores y paganos.

Sin embargo, ¿de qué servirían veinte soldados? Era mejor que alguien, al menos, pudiera regresar a casa.

—Cabría suponer que te sientes feliz —dijo Fafen—. Después de todo, ya no tienes que casarte con un tirano.

Vivenna dejó caer una baya de color oscuro en la cesta y pasó a otro arbusto. Fafen trabajaba cerca. Llevaba las túnicas blancas de los monjes y la cabeza afeitada. Fafen era la hermana mediana en casi todos los sentidos: a medio camino entre Siri y Fafen en estatura, menos digna que Vivenna, pero no tan descuidada como Siri. Un poco más rellena que las otras dos, cosa que había atraído las miradas de varios jóvenes de la aldea. Sin embargo, el hecho de que tuvieran que convertirse también en monjes si querían casarse con ella los mantenía a raya. Si Fafen se daba cuenta de lo popular que era, nunca lo había demostrado. Tomó la decisión de hacerse monja antes de cumplir los diez años, y su padre lo había aprobado de todo corazón. Todas las familias nobles o ricas, por tradición, estaban obligadas a proporcionar un miembro a los monasterios. Iba contra las Cinco Visiones ser egoísta, incluso con tu propia sangre.

Las dos hermanas recogían bayas que Fafen distribuiría más tarde entre los necesitados. Los dedos de la monja presentaban un tenue tono morado, teñidos de púrpura por el trabajo. Vivenna llevaba guantes. Tanto color en sus manos no sería apropiado.

—Sí —dijo Fafen—. Creo que te estás tomando todo esto a mal. Actúas como si quisieras casarte con ese monstruo sin vida.

—No es un sinvida —replicó Vivenna—. Susebron es un Retornado, y hay una gran diferencia.

—Sí, pero es un dios falso. Además, todo el mundo sabe la terrible criatura que es.

—Pero era mi misión casarme con él. Eso es lo que soy, Fafen. Sin eso, no soy nada.

—Tonterías. Ahora heredarás el trono, en vez de Ridger.

«Para desequilibrar aún más el orden de las cosas —pensó Vivenna—. ¿Qué derecho tengo a quitarle su puesto?»

Sin embargo, dejó pasar este aspecto de la conversación. Llevaban varios minutos discutiendo sobre el tema, y no sería correcto continuar. Correcto. Rara vez se había sentido Vivenna tan frustrada por tener que ser correcta. Sus emociones se estaban volviendo bastante... inconvenientes.

—¿Y Siri? —dijo—. ¿Te agrada que le haya pasado esto?

Fafen alzó la cabeza y frunció un poco el ceño. Tendía a evitar pensar en las cosas a menos que debiera enfrentarse a ellas de forma directa. Vivenna se sintió un poco avergonzada por haber hecho un comentario tan brusco, pero con Fafen no solía haber otro modo.

—Tienes razón —dijo Fafen—. No veo por qué tenían que enviar a nadie.

—El tratado protege a nuestro pueblo.

—Austre protege a nuestro pueblo —dijo Fafen, pasando a otro arbusto.

«¿Protegerá a Siri?», pensó Vivenna. La pobre, la inocente, la caprichosa Siri. Nunca había aprendido a controlarse; se la comerían viva en la Corte de los Dioses de Hallandren. Ella no comprendería la política, las puñaladas por la espalda, las caras falsas y las mentiras. También se vería obligada a engendrar al próximo rey-dios de Hallandren. Cumplir ese deber no era algo que hubiera entusiasmado a Vivenna. Habría sido un sacrificio, pero suyo, ofrecido sin coacción por la seguridad de su pueblo.

Esos pensamientos continuaron acosándola mientras Fafen y ella terminaban de recoger bayas. Bajaron por la colina en dirección a la aldea. Fafen, como todos los monjes, dedicaba todo su trabajo al bien del pueblo. Cuidaba los rebaños, cosechaba alimento y limpiaba las casas de quienes no podían valerse por sí mi

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