La rebelión de la ópera

Carlos Manfroni

Fragmento

La rebelión de la ópera

Capítulo 1

Un camino pálido comenzó a las cinco y media de la mañana a desplegarse sobre el piso, igual que todos los días, cuando los mosaicos penumbrosos y tembleques de El Pitirre cobraban algo de vida ilusoria. Aquella clara de huevo que se volcaba desde el ventanuco miserable hacia una sartén ennegrecida servía para recordar a cada uno que existía un mundo que estaba prohibido para los de adentro y, en realidad, también para los de afuera.

Andrés se dio el lujo de desperezarse y recoger sus pocas cosas con la calma de quien siente que su vida ya fue desperdiciada y que no sabe qué hacer con el resto de ella. Los gritos de los guardias que ordenaban formaciones no tendrían poder sobre su voluntad desde ese día. Cuando lo detuvieron, en 2018, después de haberle metido trescientos gramos de cocaína en la mochila, todavía vivía Raúl Castro. Le aplicaron el 190 del Código Penal cubano, por tráfico de drogas. ¡A él, que con veintiocho años en aquel momento, ni siquiera había dado una pitada a un cigarro de marihuana! Diez años le dieron y los había cumplido rigurosamente, en todos los sentidos. Después de los tres que estuvo en la cárcel de Holguín, mordido por perros furiosos únicamente superados por los carceleros, aquellos siete años en la pocilga de El Pitirre le parecieron un alivio, no obstante los golpes y las torturas de los que nadie se salvaba en cada una de las doscientas prisiones de la isla. Y esto sin contar la primera semana, cuando lo encerraron en un nicho mortuorio con el techo a treinta centímetros de su cara y la espalda sobre un piso de piedra por el que el agua se deslizaba sin detenerse. Pretendían que les dijera quién lo había enviado desde la Argentina a averiguar datos sobre las drogas en Cuba y no podían aceptar que se tratara de un historiador independiente.

Andrés no había llegado a La Habana con prejuicios. Era un socialdemócrata algo escéptico de las cosas que contaban los exiliados y, aunque criticaba la falta de libertad del régimen cubano, algunos testimonios le parecían exageraciones. Viajó, como tantos, para disfrutar de las playas de las que únicamente gozan los turistas y nunca se propuso investigar; pero ciertas conversaciones con las jóvenes que se ofrecen por centavos y su curiosidad de laboratorista lo embarcaron en una obsesión que no duró más que unos días. Los pagos a las delaciones llevaron a la policía la noticia de sus preguntas en apenas una semana. No bien salió de su hotel, cayeron sobre él como una manada de mandriles, lo golpearon y lo metieron en una caja. El juicio fue poco más que un trámite de formularios, con la sentencia dictada de antemano.

Después de las manifestaciones callejeras que fueron creciendo a partir de 2021 al son de las estrofas de “Patria y vida”, hacía dos años que habían liberado a la mayoría de los presos políticos, pero a él lo habían encarcelado por narco y quedó al margen de esos beneficios.

La voz del carcelero interrumpió aquellos recuerdos.

—Andrés Barros —gritó desde el pasillo Raúl, el único que siempre lo había tratado con humanidad. Le habían puesto ese nombre por el hermano de Fidel, porque su familia decía que era más tranquilo y menos bravucón; pero Raúl, el carcelero, era ya como aquellos suboficiales viejos, llenos de mañas, a quienes todo les da más o menos lo mismo mientras los dejen en paz. Por eso, a lo largo de esos años, conversaba cada tanto con Andrés, aunque cuando escuchaba su alegato sobre la forma en la que cayó preso, lo hacía con más indiferencia que interés. Después de todo, en esa isla, la inocencia y la culpabilidad estaban demasiado mezcladas como para esforzarse en distinguirlas. Sin embargo, cada vez que pudo, lo ayudó con algún mendrugo más de los que recibían los otros internos o con un consejo.

—¿Y qué creías? ¿Que porque naciste en el mismo país que el Che te ibas a salvar? —le había dicho a poco de conocerlo.

Andrés se encaminó hacia la puerta mientras Raúl movía la pesada argolla de llaves para abrir la celda.

—¿Qué bolá? ¿Es que no llevas apuro o quieres quedarte otros diez años?

—Ni siquiera sé adonde ir —le contestó el preso, quien estaba a media hora de su libertad, sin quejarse, como alguien que comenta un dato intrascendente.

—Ahora mismo debes pasar por la oficina a que te hagan los papeles y después te diría que vayas al consulado de tu país a que te tiren un cabo.

—Puede ser —le respondió Andrés con una sonrisa, aunque sabía bien que no acudiría allí.

—¿Y cómo vas a ir? —preguntó Raúl, con una mezcla de solidaridad e ironía.

—Voy a coger botella. —Andrés contestaba como quien suelta un dato obvio.

—¿Coger botella? —rió Raúl—. ¡Estamos en 2028! ¡Ya no hay carros del Estado para la gente que anda por la calle!

—Pues ahora a ti te pido que me tires un cabo —apremió Andrés.

Raúl entrecerró los ojos como queriendo decir: “Ya me veía venir esto”.

—Vamos, vamos —bromeó su prisionero—, que los carceleros ganan más que los médicos en Cuba.

Raúl sacó de su chaqueta noventa pesos arrugados y extendió su mano.

—¡Sirvió Rodríguez! —gritó Andrés—. ¡Muchas gracias!

—No te alcanzará más que para cinco kilómetros —le aclaró el donante.

—No te preocupes; el resto lo hago caminando.

—¿Con este sol de junio?

—Después de una década a la sombra, este sol es una caricia; y ya voy bajando.

—Antes debes pasar por la oficina —le recordó el funcionario—. Y cuídate, que estás en la tela; trata de comer algo —le agregó ya con tono paternal.

Andrés hizo el primer ademán de darle un abrazo, pero Raúl le señaló la cámara con los ojos y el argentino se contuvo para no perjudicar a quien consideraba casi un amigo. Levantó la mano con la rigidez de un saludo militar para decir adiós y enfiló hacia la oficina.

—¿Andrés Barros? —preguntó un burócrata gordo y con cara de desgano sentado tras un escritorio.

—Sí —contestó secamente Andrés.

El gordo, que podía demostrar más antipatía que él, sacó de un estante el pasaporte de Andrés, ya vencido; las tarjetas de crédito, también caducas, y arrojó todo sobre la mesa.

—Faltan el reloj y los dólares —apuntó Andrés con rabia, aunque imaginaba esa escena desde el día anterior.

—Se perdieron —espetó el empleado, cruzó los brazos y lo miró a los ojos provocador, sin la menor intención de parecer sincero, como replicándole: “¡Y qué!” Sin cambiar el modo, tomó una bolsa de otro estante y la dejó caer—. Ah, aquí tienes tu ropa; vístete en ese cuarto y deja aquí el uniforme, que es del Estado cubano.

La ropa estaba arrugada y con el olor a humedad que puede tener cualquier prenda después de diez años de haber quedado en una bolsa como la que ahora le entregaban. Se la calzó como pudo, se ajustó el cinturón de cu

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