El demonio de la depresión

Andrew Solomon

Fragmento

cap-1

Sobre el método

En los últimos cinco años, mi vida ha estado consagrada por entero a escribir este libro, y a veces me resulta difícil remitir mis ideas a las diversas fuentes de las que provienen. En las notas que se encuentran al final del libro he intentado dar cuenta de todas las influencias y no distraer al lector con una cascada de nombres, que tal vez no le sean familiares, o con la jerga técnica en el cuerpo del texto. Pedí a mis entrevistados que me permitieran utilizar sus nombres verdaderos, porque estos confieren autoridad a las historias verdaderas. En un libro que tiene como una de sus metas eliminar el peso del estigma asociado con la enfermedad mental, es importante no propiciar dicho estigma con la ocultación de la identidad de personas que sufren depresión. Sin embargo, en siete de las historias que he incluido, sus protagonistas prefirieron que los mencionara mediante un seudónimo, y me convencieron de que tenían razones de peso para hacerlo. Ellos aparecen en este texto como Sheila Hernandez, Frank Rusakoff, Bill Stein, Danquille Stetson, Lolly Washington, Claudia Weaver y Fred Wilson. Ninguno de los siete es una personalidad inventada, y me he tomado el trabajo de no modificar ningún detalle. Los miembros de los Mood Disorders Support Groups (MDSG, Grupos de Apoyo para los Trastornos Anímicos) usan solo sus nombres de pila; he cambiado todos ellos para respetar el carácter privado de las reuniones grupales. El resto de los nombres son verdaderos.

He permitido a los hombres y mujeres cuyas batallas constituyen el tema central de este libro que contaran sus propias historias. He hecho todo lo que estaba a mi alcance para lograr que sus relatos fueran coherentes, aunque en general no he intentado verificar los hechos que me contaban. Tampoco he insistido en que la narración personal de cada una de las historias fuera estrictamente lineal.

A menudo me han preguntado cómo llegué a conocer a estas personas. Cierto número de profesionales, como queda registrado en los agradecimientos, me ayudaron a vincularme con sus pacientes. Yo mismo conocí a una enorme cantidad de personas que me ofrecieron voluntariamente sus propias y cuantiosas historias al conocer el tema de mi trabajo; algunas de ellas eran en extremo fascinantes y terminaron por convertirse en fuentes para mi labor. En el año 1998 publiqué un artículo acerca de la depresión en The New Yorker,1 y durante los meses que siguieron a aquella publicación recibí más de mil cartas. Graham Greene dijo una vez: «A veces me pregunto cómo se las arreglan todos aquellos que no escriben, componen o pintan para liberarse de la locura, la melancolía y el miedo al pánico inherente a la condición humana».2 Creo que subestimó en exceso a la cantidad de personas que, de una u otra manera, sí escriben para mitigar la melancolía y el miedo al pánico. Cuando me entregué a responder aquel diluvio de correspondencia, les pregunté a algunas personas, cuyas cartas me habían resultado particularmente conmovedoras, si estarían interesadas en mantener entrevistas para este libro. Por añadidura, di numerosas conferencias, y asistí a otras, en las que conocí a distintos pacientes de salud mental.

Nunca había escrito sobre ningún tema acerca del que tanta gente tuviera tanto que decir, ni tampoco sobre ningún asunto acerca del cual tanta gente hubiese decidido revelarme tantas cosas. Es increíblemente fácil acumular material acerca de la depresión. A la postre llegué a esta conclusión: lo que faltaba en el campo de los estudios sobre la depresión era una síntesis. La ciencia, la filosofía, el derecho, la psicología, la literatura, el arte, la historia, y muchas otras disciplinas, se han ocupado, cada una por su lado, de las causas de la depresión. Son muchas las cosas interesantes que les suceden a muchas personas interesantes, y también se dicen y publican muchas cosas interesantes, y el caos impera en el reino. La primera meta de este libro es alcanzar la empatía; la segunda, que me ha resultado muy difícil de lograr, es establecer un orden, basado lo más estrictamente posible en el empirismo, y no en generalizaciones extraídas de anécdotas caprichosas.

Debo aclarar que no soy médico ni psicólogo, y mucho menos filósofo. Este es un libro absolutamente personal, y no debe juzgarse de otro modo porque no es más que eso. Aunque he propuesto explicaciones e interpretaciones de ideas complejas, el libro no tiene la pretensión de ofrecer un tratamiento a quienes padecen depresión.

Como tributo a la legibilidad, no he utilizado marcas de elisión ni paréntesis en las citas, ni en las fuentes escritas ni en las orales, en aquellos casos en los que consideré que las palabras omitidas o agregadas no modificaban sustancialmente el sentido de lo expresado; quien quiera verificar estas fuentes puede remitirse a los originales, que se mencionan al final de este libro. Las citas cuya fuente no se menciona corresponden a entrevistas personales, la mayoría de las cuales tuvieron lugar entre los años 1995 y 2001.

He utilizado datos estadísticos extraídos de estudios serios, sobre todo los que han sido reproducidos con amplitud o citados con frecuencia. En general, he descubierto que en este campo los datos estadísticos son poco coherentes, y que muchos autores eligen aquellos que les procuran una base para fundamentar teorías preexistentes. Descubrí, por ejemplo, un importante estudio que demostraba que las personas deprimidas que abusan de determinadas sustancias casi siempre eligen los estimulantes; y di con otro, igualmente convincente, que demostraba que las personas deprimidas que abusan de sustancias consumen, invariablemente, opiáceos. Muchos autores exageran el valor de los datos estadísticos, como si decir que algo ocurre el 82,37 por ciento de las veces tuviera mayor entidad y fuese más verdadero que mostrar que algo ocurre aproximadamente tres de cada cuatro veces. Mi experiencia me ha demostrado que los números desnudos mienten, pues las cuestiones que describen no se pueden definir con tanta claridad. La afirmación más precisa que puede formularse acerca de la frecuencia de la depresión es que ocurre a menudo y, directa o indirectamente, afecta a la vida de todo el mundo.

Me resulta difícil escribir con imparcialidad acerca de los laboratorios farmacéuticos, porque mi padre ha trabajado en esa industria durante la mayor parte de mi vida adulta, y como consecuencia de ello he conocido mucha gente relacionada con ese sector. Actualmente parece que se ha puesto de moda criticar a la industria farmacéutica con el argumento de que esta se aprovecha de los enfermos. Mi experiencia me dice que los empresarios farmacéuticos son capitalistas, pero al mismo tiempo idealistas; son personas interesadas en obtener ganancias que al mismo tiempo abrigan cierto optimismo acerca de la posibilidad de que su trabajo pueda beneficiar al mundo; personas que creen que pueden realizar descubrimientos importantes y conseguir que ciertas enfermedades específicas desaparezcan. No contaríamos con los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), antidepresivos que han salvado tantas vidas, sin los laboratorios que patrocinaron la investigación. Me he esforzado por escribir con la máxima claridad posible acerca de la industria farmacéutica, en la medida en que ella es parte de la historia de este libro. Después de su experiencia con mi depresión, mi padre amplió las actividades de su laboratorio al c

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