Introducción
Fue una anécdota de la historia de la música lo que me convirtió en un idealista digital en la década de 1970, cuando era adolescente.
Durante muchos años, a los esclavos afroamericanos se les prohibió tocar los tambores porque estos podían utilizarse como una forma de comunicación. Sus amos temían que los usasen para organizar revueltas.
A lo largo de la historia, los humanos hemos sido nuestros peores enemigos, y siempre que alguien trata de oprimir a otra persona intenta controlar las herramientas de comunicación. Para mis compatriotas y para mí mismo, las redes digitales parecían un nuevo giro en este antiguo juego. Una red digital, por su propia naturaleza, debe adaptarse constantemente a los fallos y errores encontrando un camino para sortearlos. Por tanto, controlarla no sería nada fácil. Las redes digitales serían los tambores que nadie podría silenciar.
Esa fue la idea de partida, antes incluso de que existiese internet. A mí me sigue pareciendo correcta, y quizá pueda llevarse a la práctica alguna versión de dicho concepto, pero la extraña manera en que hemos construido nuestras redes no ha dado los resultados que esperábamos.
Ahora estamos aprendiendo a vivir con las redes digitales tal y como las hemos construido hasta el momento. Una vez que entendemos esto, ciertos acontecimientos actuales entre los que no encontraríamos ninguna relación —y que incluso podríamos pensar que no tienen ningún sentido—, de pronto encajan en una historia coherente. Por ejemplo, a primera vista no parecía que hubiese ninguna relación entre dos fallos descomunales que han estallado en Estados Unidos entre la publicación de la edición original de este libro y la de bolsillo.* Pero si nos fijamos con algo más de atención veremos que son imágenes especulares el uno del otro.
El primer fallo se produjo cuando Estados Unidos estuvo a punto de hacerse pedazos como consecuencia de la extraordinaria batalla alrededor de Obamacare. Partes del gobierno tuvieron que cerrar temporalmente y el país estuvo a punto de incumplir sus obligaciones de deuda. Aunque hay varias maneras útiles de reflexionar sobre el conflicto de Obamacare, también es importante recordar cuál era su esencia.
En un sentido literal, estábamos discutiendo sobre cómo la sociedad integra el big data.* Como se explica en estas páginas, la irrupción del big data invirtió la motivación de las compañías aseguradoras. En la época anterior a la computación conectada y barata, si una aseguradora quería aumentar sus beneficios, la principal manera de hacerlo era asegurar a un número cada vez mayor de clientes. Tras la aparición del big data, los incentivos se invirtieron de una manera perversa, y la vía para incrementar los beneficios consistió en asegurar únicamente a quienes los algoritmos indicaban que menos necesitaban contratar un seguro.
Este cambio de rumbo estratégico dejó a una gran cantidad de estadounidenses sin cobertura sanitaria. Puesto que los estadounidenses somos en el fondo compasivos, esto no provocó que las personas sin seguro acabaran muriendo en la calle, a las puertas de los servicios de urgencias de los hospitales, sino que la población pagó por la atención sanitaria de la manera más cara posible: tratando únicamente a las personas en situación de emergencia. Lo cual, a su vez, supuso un lastre para la economía, una limitación de la libertad personal (ya que la gente permanecía en sus trabajos solo para seguir teniendo derecho a la atención sanitaria) y una reducción de la innovación y del crecimiento económico. También causó un empeoramiento generalizado de la salud del país.1 Obamacare es una forma de revertir de nuevo la situación, al exigir que aumente el número de personas aseguradas y que las compañías de seguros compitan de una manera que recuerda a los tiempos anteriores al big data.
Nadie discute que el big data puede ser una herramienta fundamental en medicina y salud pública. La información es, por definición, la materia prima de la retroalimentación y, por tanto, de la innovación. Pero hay más de una manera posible de integrar el big data en la sociedad. Puesto que la tecnología digital sigue siendo en cierta medida algo novedoso, podemos caer en el engaño de pensar que solo existe un modo de diseñarla. ¿Es posible utilizar el big data de tal forma que mejore la salud tanto de las personas como de la economía? Esta es la cuestión que se aborda en este libro.
El segundo fallo estalló con las revelaciones de Edward Snowden, que pusieron de manifiesto que la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) estaba desbordando los límites que le imponen sus estatutos y se dedicaba a espiar a todo el mundo, amigos y enemigos por igual; a socavar los mecanismos de encriptación que protegen nuestras transacciones; y a convertir el mundo de los servicios de internet «gratuitos» de los que hacemos uso los consumidores en un monstruo orwelliano.
La NSA ha sido incapaz de mostrar los beneficios concretos del espionaje algorítmico generalizado. El trabajo de inteligencia con métodos tradicionales sobre el terreno sí ha dado resultados, como por ejemplo la localización de Osama bin Laden, mientras que la esperanza de lograr una seguridad automática mediante algoritmos de big data sencillamente no se ha materializado. El atentado de la maratón de Boston en 2013, que tuvo lugar la misma semana de la publicación de este libro en Estados Unidos, se produjo a pesar de todas las granjas de servidores ocultas, del tamaño de una ciudad, los analistas de metadatos y las cámaras de vigilancia en las calles, que fueron incapaces de evitarlo.
De hecho, para el disparatado alcance del barrido de datos digitales llevado a cabo por la NSA fue necesaria tal cantidad de techies que se puso en peligro a la propia profesión y resultó inevitable la aparición de alguien como Snowden. Con independencia de si nos horrorizan o nos parecen justificadas las estrategias de la NSA en la era del big data, lo que es innegable es que han repercutido negativamente en su propia capacidad de actuación.
La NSA y las compañías de seguros médicos estadounidenses fueron víctimas de la misma enfermedad, una forma de adicción institucional. Se volvieron adictas a lo que llamo «servidores sirena», recursos de computación cuya potencia supera a la de todos los demás nodos de la red y que, en un principio, parece asegurar a sus dueños el camino hacia un éxito garantizado e ilimitado. Pero los beneficios son ilusorios y no tardan mucho en conducir a un gran fracaso.
Las filtraciones de Snowden hicieron que el mundo entero sintiese que se habían conculcado sus derechos. No sabemos quién habrá leído nuestros correos electrónicos más íntimos. No es agradable y, si alguna vez nos acostumbrásemos a la sensación, sería aún peor.
Por otra parte, ¿por qué todo el mundo volcaba información personal en ordenadores que eran propiedad de las grandes empresas? La NSA accedió a ellos en secreto, pero ¿qué nos hacía pensar que, al contar con el apoyo casi unánime de los consumidores, esa gigantesca industria de la vigilancia no acabaría transformándose en un Estado policial?
El gran interrogante de nuestra era es saber si nosotros —es decir, todos nosotros, no solo quienes los gestionan— seremos capaces de resistirnos a los cantos de los servidores sirena.
Esta es la narrativa general que relaciona entre sí tendencias por lo demás contradictorias. He aquí otro ejemplo: por una parte, se nos dice que las redes digitales están socavando los cimientos de diversas formas de poder centralizado para entregárselo a los individuos. Expresando sus quejas en tuits, los clientes pueden doblegar a las grandes corporaciones. Una diminuta organización como WikiLeaks puede provocar el pánico entre las grandes potencias sin más armas que el acceso a la red y la capacidad de encriptar la información. Los jóvenes egipcios fueron capaces de organizar una revolución casi instantánea usando sus teléfonos móviles e internet.
Pero luego está la otra tendencia. Aumentan las desigualdades en todos los países ricos, no solo en Estados Unidos. El dinero del 1 por ciento más rico ha inundado la política. El mercado laboral estadounidense está partido en dos: los puestos de becario sin remuneración son habituales y los trabajos de aprendizaje parecen durar toda una vida, mientras que los cargos técnicos y de gestión de más alto nivel están mejor pagados que nunca. El individuo, impotente, se encuentra ante una perspectiva nada halagüeña.
La disrupción y descentralización del poder coincide con una concentración de poder intensa y aparentemente ilimitada. Lo que a primera vista parece una contradicción tiene todo el sentido del mundo una vez que entendemos cuál es la naturaleza del poder moderno.
Si diseccionamos cualquiera de los nuevos centros de poder, encontraremos en su núcleo un servidor sirena. Esta es una situación que me afecta particularmente, porque en parte hemos llegado a ella debido a las intenciones angelicales de los primeros idealistas digitales. Creíamos que el mundo sería un lugar mejor si todos compartiésemos la máxima cantidad de información posible, sin las restricciones del ámbito comercial. Era una idea de lo más razonable. Estábamos construyendo tambores que no se podrían silenciar. La posibilidad de establecer nuevas rutas que nos permitirían sortear la ceguera artificial que tradicionalmente había sancionado la brutalidad existente daría lugar a una era de mayor igualdad y decencia.
¿Por qué fracasó este ideal de compartir libremente la información? Porque no tenía en cuenta la naturaleza de la computación. Si un grupo de personas se dedicase a compartir abiertamente con métodos preinformáticos, podría haber problemas, como la historia de los experimentos socialistas pone de manifiesto. Por otra parte, al menos en determinadas circunstancias, no es seguro que fracasaran.
Sin embargo, si esas mismas personas se comunican a través de una red de ordenadores, lo que sí es seguro es que quien disponga del ordenador más potente se hará con la superioridad informacional. Los hombres son creados iguales, pero los ordenadores no. Un ordenador de primer nivel puede proporcionar riqueza e influencia ilimitadas a su afortunado propietario, y ser causa de inseguridad, austeridad y desempleo para todos los demás.
En el pasado, el poder y la influencia se lograban gracias al control de algo que la gente necesitase, como el petróleo o las vías de comunicación. Hoy en día, tener poder significa poseer la superioridad informacional, obtenida mediante el control del ordenador más efectivo de una red. En la mayoría de los casos, esto equivale a decir el más potente y mejor conectado, aunque en ocasiones un ordenador más pequeño pero operado con talento puede salirse con la suya, como en el caso de WikiLeaks. No obstante, estas situaciones son tan poco habituales que no debemos engañarnos pensando que los ordenadores fomentan la igualdad, como las armas en el salvaje Oeste.
Normalmente, los servidores sirena ocupan instalaciones enormes, situadas en oscuros lugares donde cuentan con sus propias centrales eléctricas y alguna conexión especial con la naturaleza, como un río remoto que les permita refrigerar la enorme cantidad de calor que generan.
Esta nueva clase de ordenadores ultrainfluyentes se presenta con muy diversos ropajes. Algunos son la base de entidades financieras, como las que se dedican a la negociación de alta frecuencia, y otros operan en compañías aseguradoras. Algunos sirven de infraestructura para la gestión de procesos electorales y otros están detrás de enormes tiendas online. Algunos se dedican a las redes sociales o los buscadores, mientras que otros se emplean en los servicios nacionales de inteligencia. Las diferencias son meramente superficiales.
La razón de la tremenda voracidad de los servidores sirena es que permiten generar modelos de comportamiento marginalmente más efectivos, tanto de fenómenos inanimados, por ejemplo los que se producen en los mercados financieros, como de los seres humanos. Estos modelos distan mucho de ser perfectos, pero son lo bastante buenos para predecir y manipular a las personas gradualmente, a lo largo del tiempo, modificando sus gustos y hábitos de consumo de una manera más efectiva e insidiosa que los anuncios subliminales. Se va así ampliando y consolidando una ventaja ligera y sésil, como se acumulan con el tiempo los beneficios que genera un interés compuesto.
La manipulación puede tomar la forma de los enlaces patrocinados que se muestran en los servicios gratuitos online, de propaganda electoral personalizada automáticamente, o de ofertas de crédito adaptadas a su destinatario. Aunque en general no se obliga a las personas a aceptar la influencia de los servidores sirena en ningún caso en particular, estadísticamente acaba siendo imposible que con el paso del tiempo un grupo grande de la población haga otra cosa que no sea aceptarla tácitamente. Por este motivo compañías como Google están tan valoradas. Aunque no hay garantías de que un determinado anuncio de Google vaya a funcionar, las leyes de la estadística hacen que, en su conjunto, el sistema de Google funcione por definición, al menos durante un tiempo. La mayor potencia de computación permite que un servidor sirena disfrute de los beneficios mágicos de manipular consistentemente a los demás pero sin necesidad de forzar el cambio de comportamiento.
Desde que bajó el precio de las comunicaciones en red y aumentó la potencia de los ordenadores, el sector financiero ha crecido proporcionalmente muchísimo más que el resto de la economía, aunque lo ha hecho a costa de incrementar el riesgo al que está expuesta toda la economía. Esto es justo lo que sucede de manera natural, sin necesidad de ningún plan diabólico, cuando alguien posee un ordenador más efectivo que el resto en una red abierta. Su superior potencia de cálculo le permite elegir la opción menos arriesgada para él, de modo que los demás han de asumir mayores riesgos.
La influencia de un servidor sirena aumenta cuanto mayor es su discreción. Lo cual tiene algo de zen. Una gran entidad financiera computarizada alcanza mayores éxitos cuando los propietarios no tienen ni idea de lo que están financiando. Lo fundamental es que sean otros quienes asuman los riesgos, y el conocimiento implica un riesgo. Se trata ahora de que no tengamos ni idea de si los títulos financieros que hemos agrupado en un paquete son fraudulentos o no.
Una vez que entendemos este principio, la aparente contradicción —que el poder está al mismo tiempo más y menos concentrado— desaparece. Un ejercicio del poder tradicional, como aplicar la censura en una red social, reduciría el nuevo tipo de poder, que será un servicio privado que espiará a quienes utilicen la red social.
Debemos aprender a tener una visión global de la situación, más allá de los regalos que tenemos delante. Nuestros aparatos más modernos, como los smartphones y las tabletas, nos permiten acceder a todo un mundo. Nos comunicamos de forma habitual con gente de la que, antes de la era de las redes, nunca habríamos sabido nada. Podemos encontrar información sobre prácticamente cualquier cosa en cualquier momento. Pero ahora sabemos hasta qué punto nuestros dispositivos digitales y nuestras redes digitales, que suponíamos idealistas, sirven para que remotas organizaciones ultrapoderosas nos espíen. Estas tecnologías sirven para obtener información sobre nosotros más aún de lo que nos sirven a nosotros para obtener información.
En los primeros tiempos de los ordenadores personales, partíamos de la idea de que eran herramientas que conducirían a la inteligencia humana a grandes logros y satisfacciones. Recuerdo algunos de los primeros folletos de Apple, que describían los ordenadores personales como «bicicletas para la mente». Esta era la idea que latía en el corazón de pioneros como Alan Kay, quien hace medio siglo ya dibujaba bocetos de cómo los niños utilizarían tabletas algún día.
Pero la tableta ha dejado de ser simplemente la forma física de un dispositivo; ahora impone una nueva estructura de poder. Una «tableta», a diferencia de un «ordenador», solo ejecuta los programas aprobados por una única autoridad comercial centralizada. Su poco peso y su pantalla táctil son características menos importantes que el hecho de que su propietario tiene menos libertad que los de las generaciones anteriores de dispositivos digitales.
Una tableta no permite a quien la utiliza gestionar sus propios asuntos según sus propias reglas. Un ordenador personal está diseñado de tal manera que somos dueños de nuestros propios datos. Los PC permitieron que millones de personas gestionasen sus propios asuntos. Fortalecieron a la clase media. Las tabletas, en cambio, están optimizadas para la distribución de contenidos, pero el verdadero problema es que no pueden utilizarse sin aceptar que es otra persona quien goza de la superioridad informacional. En la mayoría de los casos, ni siquiera es posible activarlas sin tener que ceder datos personales.
Cuando las tabletas por fin triunfaron en la vida real, Steve Jobs afirmó que de hecho los ordenadores eran como «furgonetas»: herramientas para tipos de clase trabajadora un poco agobiados, con camiseta y visera. Sin duda, la mayoría de los consumidores preferirían tener un coche. Un coche deslumbrante. Esta formulación da a entender que las personas atractivas prefieren el brillo superficial del estatus y el ocio a la consecución de influencia y autodeterminación reales. El problema no es Apple, sino una característica de toda la industria. Hubo un tiempo en que Microsoft se veía a sí misma como una empresa que creaba herramientas, pero lo que realmente ha conquistado a los consumidores es su XBox, que se parece mucho más a un sistema de distribución de contenidos.
El triunfo de la pasividad del consumidor sobre su empoderamiento es descorazonador. Parece que los consumidores prefieren de momento no ser todo lo inteligentes y capaces que estoy seguro de que podrían (podríamos) ser. Esta sería una observación sombría aun cuando no coincidiese con la irrupción de la economía de la vigilancia. Como consumidores, no solo anteponemos las apariencias y las cosas fáciles a lo que potencia nuestro poder, sino que también hemos aceptado tácitamente que nos espíen en todo momento. En realidad, las dos tendencias son una sola.
La única manera de vender la pérdida de libertad de forma que la gente la acepte voluntariamente consiste en presentarla al principio como una gran ganga. A los consumidores nos ofrecieron cosas gratis (tales como las búsquedas en la web o las redes sociales) a cambio de que aceptáramos que se nos espiase. El único poder que tiene el consumidor es el de tratar de encontrar una ganga aún mejor. El único modo de rechazar ese trato pasa por trascender de vez en cuando nuestro papel de consumidores.
Ser libre significa tener a nuestro alrededor una zona privada, donde podamos estar a solas con nuestros pensamientos, con nuestros experimentos, durante un rato, entre confrontación y confrontación con el mundo exterior. Cuando en todo momento llevamos encima sensores, como el GPS y la cámara de nuestro smartphone, y continuamente enviamos datos a un megaordenador que es propiedad de una megacorporación a la que pagan los «anunciantes» para manipularnos con sutileza al ajustar las opciones que se nos presentan, se produce una pérdida gradual de libertad.
No es solo que estemos haciendo que se enriquezcan personas situadas a muchos kilómetros de distancia, aunque nosotros no nos enriquezcamos con ellas, sino que estamos tolerando el ataque a nuestra capacidad de decidir por nuestra cuenta, poco a poco. Si queremos que la tecnología sea una herramienta que empodere a las personas, tendremos que estar dispuestos a actuar como si fuésemos capaces de asumir ese poder.
Si exigimos que los servicios actuales sean gratuitos, debemos ser conscientes de que pagaremos un precio por ellos en el futuro. Hemos de exigir una economía de la información en la que todos sintamos los efectos del crecimiento, porque la alternativa es una concentración de poder sin límites. Una economía de la vigilancia no es ni sostenible ni democrática.
A menudo se compara internet con el salvaje Oeste, con sus soñadores y sus conspiradores, su deslumbrante promesa de tierras gratis (a las que, eso sí, se accedía principalmente a través del monopolio ferroviario). Ya supimos salir de situaciones como esta en el pasado, y podemos hacerlo de nuevo.
La gran historia de nuestra época es que estamos decidiendo cómo queremos que sea la humanidad a medida que aumenten nuestras capacidades tecnológicas. ¿Cuándo tendremos la valentía de estar a la altura de nuestros propios inventos?
Preludio
HOLA, HÉROE
En este libro pasa una cosa curiosa: tú, el lector, y yo, el autor, somos sus protagonistas directos. La mera acción de leer te convierte en el héroe de la historia que cuento. Quizá hayas comprado (o robado) un ejemplar físico; puede que hayas pagado por leerlo en tu tableta o pirateado una copia digital en un sitio de descargas. Sea como sea, aquí estás, viviendo precisamente lo que el libro describe.
Si has pagado por leerlo, ¡gracias! Este libro es el resultado de vivir como vivo, y espero que eso te aporte algo valioso. Este libro confía en que algún día todos tendremos a nuestro alcance más formas de obtener riqueza como consecuencia de vivir nuestra vida de manera creativa e inteligente, tratando de hacer cosas que puedan serles útiles a otros.
Si has pagado por leerlo, se habrá producido una transacción en un solo sentido, en la que has abonado dinero a otra persona.
Si lo has conseguido gratis, no habrá habido transacción en ningún sentido: no quedará constancia de la transferencia de valor, que no se reflejará en los libros de contabilidad, sino en sistemas informales basados en la reputación, el karma u otras formas evanescentes de trueque. Eso no significa que no haya sucedido nada. Puede que tus comentarios sobre el libro susciten reacciones positivas en una red social. Ese tipo de actividad puede beneficiarnos a ambos. Pero es un beneficio incierto y perecedero.
Solo una exigua minoría de personas normales consiguen sacar provecho económico del clamor de voces que tratan de captar nuestra atención online, pero existe una nueva y reducida clase de personas que siempre obtienen beneficio. Son las que llevan los nuevos libros de contabilidad, los gigantescos servicios informáticos que elaboran modelos mediante los cuales representarnos; que nos espían, predicen nuestros actos y se sirven de nuestras actividades cotidianas para amasar las mayores fortunas de la historia. Esas fortunas no son nada vaporosas: están hechas de dinero.
Este libro promueve una tercera opción: que las redes digitales fomenten transacciones bilaterales, en las que tanto tú como yo obtengamos un beneficio concreto, en dinero contante y sonante. Quiero que las redes digitales permitan que aumente, en lugar de disminuir, la proporción del valor generado por las personas que se refleja en los libros de contabilidad. Si con el uso de las redes digitales el mundo es más eficiente, la economía debería crecer, en lugar de contraerse.
He aquí un ejemplo actual del reto al que nos enfrentamos. En su época de apogeo, la compañía fotográfica Kodak tenía más de 140.000 empleados y un valor estimado en 28.000 millones de dólares. Incluso inventó la primera cámara digital. Hoy Kodak está en bancarrota y el nuevo rostro de la fotografía digital es Instagram, que cuando en 2012 se vendió a Facebook por mil millones de dólares, tenía solo trece empleados.
¿Adónde fueron a parar todos esos puestos de trabajo? ¿Qué fue de toda la riqueza que generaban esos empleos de clase media? Este libro pretende dar respuesta a cuestiones como estas, que serán cada vez más habituales a medida que las redes digitales vayan socavando cada uno de los sectores económicos, desde los medios de comunicación a la medicina, pasando por la industria.
Instagram no vale mil millones de dólares solo porque esos trece empleados sean extraordinarios, sino que su valor reside en los millones de usuarios que contribuyen a su red sin recibir ninguna compensación económica por ello. Para que el valor que las redes generan sea significativo, estas necesitan que un gran número de personas participe en ellas. Pero, cuando eso sucede, solo una pequeña proporción recibe dinero por ello. Lo cual tiene como efecto neto el de concentrar la riqueza en pocas manos y, en un sentido más amplio, limitar el crecimiento económico.
En lugar de ampliar el volumen total de la economía al crear más valor que se refleje en las cuentas, la irrupción de las redes digitales está haciendo que una minoría se enriquezca y que deje de haber constancia del valor creado por la mayoría.
Por «redes digitales» entiendo no solo internet y la web, sino también otras redes operadas por entidades como las instituciones financieras o las agencias de inteligencia. En todos estos casos, observamos el fenómeno de la concentración del poder y del dinero en manos de quienes operan los ordenadores centrales de la red, en detrimento de todos los demás. Esa es la estructura a la que nos hemos habituado, pero no es la única dirección en que las cosas pueden evolucionar.
La alternativa que se presenta en este libro no es una utopía: es fácil intuir cuáles serán sus inconvenientes y complicaciones. Sin embargo, me atrevo a afirmar que monetizar en mayor proporción lo que de valioso tienen las personas normales, que son quienes, con sus datos, aportan valor a las redes sin recibir por ello compensación alguna, nos llevará a un futuro mejor.
Esto permitirá distribuir el poder y la influencia de manera más honrada, e incluso podría dar lugar a la formación de una sólida clase media en la sociedad de la información, un objetivo que de otra manera sería inalcanzable.
AVISO
Me sería imposible comunicar las ideas contenidas en este libro si me limitase a utilizar la terminología ya existente. El problema no es que no existan las expresiones apropiadas, o que no se utilicen de manera habitual, sino que todas ellas arrastran consigo un bagaje de usos comunes, por lo que aportarían más confusión que claridad a mis argumentos. Así pues, se utilizarán términos y expresiones novedosos. En el apéndice se recogen algunos de ellos, junto con la página en la que aparecen por primera vez. Se puede entender como un índice de emergencia.
Parte I
PRIMER ASALTO
1
Motivación
EL PROBLEMA, EN POCAS PALABRAS
Estamos acostumbrados a tratar la información como si fuese «gratuita»,* pero el precio que pagamos por el espejismo de lo «gratuito» solo perdurará mientras la mayor parte de la economía no esté basada en la información. A día de hoy, aún podemos imaginar la información como el activo intangible fundamental para las comunicaciones, los medios de comunicación de masas y el software. Pero, a medida que la tecnología avance a lo largo de este siglo, comprobaremos que nuestra visión actual de la naturaleza de la información es limitada y corta de miras. Podemos permitirnos pensar así sobre la información porque sectores como la industria, la energía, la salud o el transporte aún no están especialmente automatizados o en red.
Pero llegará un momento en que la mayor parte de la productividad se generará por medio de software. El software podría ser la revolución industrial definitiva. Podría subsumir todas las revoluciones venideras. Este proceso podría comenzar, por ejemplo, cuando el software sustituya a los conductores humanos de coches y camiones, cuando las impresoras en 3D produzcan como por arte de magia lo que en otros tiempos eran productos industriales, cuando se automatice la maquinaria pesada que encuentre y extraiga los recursos naturales y sean los robots los que se hagan cargo de los aspectos materiales del cuidado de las personas mayores. (A lo largo del libro estudiaremos en detalle estos y otros ejemplos.) Puede que la tecnología digital no avance lo suficiente en este siglo para llegar a dominar la economía, aunque parece probable que eso será lo que suceda.
Quizá entonces la tecnología permita que todas las necesidades cotidianas sean tan baratas que podamos vivir bien prácticamente gratis y nadie tenga que preocuparse por el dinero, el trabajo, las desigualdades económicas o la jubilación. Dudo mucho que sea eso lo que suceda.
Lo que sí es probable que ocurra, si continuamos por el camino que llevamos, es que entremos en un período de hiperdesempleo, con el consiguiente caos político y social. Las consecuencias del caos son imprevisibles, y no deberíamos basar en él el diseño de nuestro futuro.
Lo más sensato es sopesar con la suficiente antelación cómo viviremos en un entorno de elevada automatización.
PROPÓN ALGO O CIERRA EL PICO
Llevo años quejándome de la manera en que se establece la relación entre la tecnología digital y las personas. Me encanta la tecnología, y las personas me gustan aún más; lo que no funciona como debiera es la conexión entre ambas. Como es natural, muchas veces me preguntan: «¿Y tú cómo lo harías?». Si la pregunta se refiere al ámbito personal, como: «¿Debería dejar de usar Facebook?», la respuesta es sencilla: Es una decisión que te corresponde tomar a ti, yo no quiero ser el gurú de nadie.*
Sin embargo, creo que sí debería decir algo en cuanto al plano económico. No es solo que la gente se diluya innecesariamente, en un sentido cultural, intelectual y espiritual, al dejarse embaucar por fenómenos digitales sobrehumanos cuya existencia es más que dudosa, sino que todo esto tiene además un coste material.
Paso a paso, la gente se va empobreciendo más de lo necesario. Estamos contribuyendo a crear una situación en la que, a largo plazo, los avances tecnológicos implicarán un mayor desempleo, o incluso un estallido social. Lo que deberíamos hacer en cambio es propiciar un futuro en el que un mayor número de personas tengan éxito, sin renunciar a su libertad, incluso cuando la tecnología sea mucho más potente que la actual.
Los diseños digitales más populares no tratan a las personas como si fuesen «lo suficientemente especiales». Se las trata como pequeños elementos de una gran máquina de información, cuando en realidad son las únicas fuentes de información (y sus destinatarios), y las únicas que pueden dar algún sentido a la máquina. Lo que pretendo es describir un futuro alternativo, en el que las personas reciban el trato especial que merecen.
¿Cómo? Haciendo que reciban una compensación económica por la información que se obtiene de ellas si esta resulta ser valiosa. Si esa información permite que un robot simule ser capaz de mantener una conversación natural, o que una campaña política dirija su mensaje a determinados votantes, la persona de la que se obtiene debería recibir una compensación económica por su utilización. A fin de cuentas, de no ser por ella, los datos no existirían. Es un punto de partida tan sencillo que a mí me resulta creíble. Confío en que sabré convencerte también a ti.
La idea de que toda la información de la humanidad debería ser gratuita es idealista, y es comprensible que sea popular, pero la información no tendría por qué ser gratis si nadie resultase empobrecido. A medida que aumente la importancia del software y las redes, puede que vayamos hacia una información gratuita en un ambiente de inseguridad casi generalizada, o bien hacia una información de pago y una clase media más fuerte que nunca. En abstracto, la primera opción podría parecer ideal, pero la segunda es la vía más realista para preservar nuestra democracia y dignidad.
Un número increíble de personas ofrecen una cantidad asombrosa de valor a través de las redes. Pero actualmente la mayor parte de ese valor fluye hacia quienes agregan y redirigen lo que los demás ofrecen, en lugar de ir a parar a quienes proporcionan la «materia prima». Si lográsemos sustituir la idea de la «información gratis» por un sistema universal de micropagos, podrían emerger un nuevo tipo de clase media y una economía de la información más genuina y boyante. Podríamos incluso reforzar la libertad y la autodeterminación individuales, aun cuando las máquinas fuesen mucho más potentes que ahora.
Este es un libro sobre la economía del futuro, pero en realidad trata sobre cómo seguir siendo humanos cuando nuestras máquinas alcancen tal grado de desarrollo que podamos considerarlas autónomas. Es una obra de ciencia ficción no narrativa, o lo que podría denominarse activismo a favor de una idea. Argumentaré que la manera en que estamos reorganizando nuestro mundo alrededor de las redes digitales no es sostenible, y que existe como mínimo una alternativa que tiene más visos de serlo.
LA LEY DE MOORE ALTERA LA FORMA DE VALORAR A LAS PERSONAS
Desde principios del siglo XXI, la influencia más importante sobre la manera en que los tecnólogos imaginan el futuro se debe a su experiencia directa de las redes digitales a través de diversos aparatos electrónicos. Una persona joven tarda unos pocos años, no toda una vida, en experimentar cambios de la magnitud de los que propicia la ley de Moore.
La ley de Moore es el principio rector de Silicon Valley, sus diez mandamientos condensados en uno. Esta ley afirma que la tecnología de los circuitos integrados mejora a una velocidad cada vez mayor. No es que las mejoras se acumulen, como un montón de piedras al que se añaden más pedruscos, sino que se multiplican. Al parecer, aproximadamente cada dos años la tecnología es el doble de buena. Lo cual significa que, tras cuarenta años de mejoras, los microprocesadores son ahora millones de veces más potentes. Nadie sabe durante cuánto tiempo continuará este proceso. No hay consenso en torno a la explicación de por qué existen la ley de Moore y otros modelos similares. ¿Se trata de una profecía autocumplida, de causas humanas, o es una cualidad intrínseca e inevitable de la tecnología? En cualquier caso, la emoción que provocan estos cambios cada vez más rápidos suscita en algunos de los círculos más influyentes del mundo de la tecnología un fervor casi religioso, como fuente de sentido y de contexto.
La ley de Moore implica que cada vez son más las cosas que se pueden hacer prácticamente gratis, si no fuera por esas personas que esperan que se les pague. Las personas son las moscas en la sopa de la ley de Moore. Cuanto más extraordinariamente baratas son las máquinas, más caras parecen por contraposición las personas. En otras épocas, las imprentas eran costosas, por lo que pagar a los reporteros para tener algo con lo que llenar las páginas parecía un gasto razonable. Cuando las noticias pasaron a ser gratuitas, dejó de resultar tan lógico que alguien quisiera que se le pagase. La ley de Moore puede hacer que los salarios —y los mecanismos de protección social— parezcan lujos injustificables.
Pero nuestra experiencia inmediata de la ley de Moore ha consistido en los caprichos baratos. La cámara hasta ayer inasequible es hoy solo una de las funciones del teléfono. A medida que la tecnología de la información multiplica por millones su potencia, el coste de cualquier uso concreto que se le dé se abarata en la proporción correspondiente. Así, ahora es de lo más habitual esperar que los servicios online (no solo las noticias, sino también lujos cotidianos del siglo XXI como los buscadores o las redes sociales) se nos ofrezcan gratis o, mejor dicho, a cambio de que permitamos que se nos espíe.
ESENCIAL PERO SIN NINGÚN VALOR
Mientras lees estas líneas, miles de ordenadores remotos refinan modelos secretos con el objetivo de definir quién eres. ¿Qué hace que seas tan interesante como para que merezca la pena espiarte?
Lo que mueve la nube son las estadísticas, e incluso las personas más ignorantes, aburridas, perezosas o insignificantes se pasan el día suministrando datos a la nube. Esta información podría tratarse como algo verdaderamente valioso, pero no es así, y la ceguera que muestran hacia este valor nuestros sistemas de contabilidad está socavando de manera progresiva el capitalismo.
En este planteamiento, no existen diferencias a largo plazo entre una persona normal y otra con formación especializada. De momento, muchas personas cualificadas prosperan en un mundo mediado por el software, pero si la situación no cambia los dueños de las máquinas más potentes se irán consolidando gradualmente como la única élite existente. Para explicar por qué, veamos cómo los avances tecnológicos podrían tener sobre la cirugía efectos similares a los que han tenido sobre la industria discográfica.
La grabación de música era un proceso mecánico hasta que dejó de serlo para convertirse en un servicio en red. En otra época, los discos se prensaban en una fábrica y se distribuían en camiones a las tiendas, donde los dependientes los vendían. Aunque este sistema no ha desaparecido por completo, es mucho más habitual obtener la música al instante a través de una red. Un buen número de personas de clase media se ganaba la vida gracias a la industria discográfica, pero ya no es así. Los principales beneficiarios del negocio de la música digital son los operadores de los servicios de red, que por lo general la ofrecen gratis a cambio de recopilar datos que adjuntar a sus dossieres y con los que mejorar los modelos de software que representan a cada persona.
Lo mismo podría sucederle a la cirugía. Tal vez un día las operaciones de corazón se lleven a cabo con nanorrobots, radiación holográfica o robots corrientes y molientes equipados con endoscopios. Desde un punto de vista económico, estos aparatos desempeñarían el papel de los reproductores de MP3 y los smartphones en la distribución de música. Con independencia de los detalles, la cirugía se reinterpretaría como un servicio de información. No obstante, en ese escenario, el papel de los cirujanos humanos no está predeterminado. Seguirían siendo esenciales, pues la tecnología dependería de datos que se obtendrían necesariamente de las personas, pero no está claro que se los valorase de tal manera que eso les permitiese ganar un buen sueldo.
Los médicos no especialistas ya han perdido cierto grado de autodeterminación porque no se hicieron con el control de los nodos centrales de las redes que han ido surgiendo como intermediarias en la práctica de la medicina. Las compañías de seguros médicos, las farmacéuticas, las empresas gestoras de redes de hospitales y otros astutos arribistas estuvieron más atentos. Nadie, ni siquiera un cirujano cardiovascular, puede dar por hecho que será ajeno a esta tendencia indefinidamente.
Siempre habrá seres humanos, muchos seres humanos, que proporcionarán los datos que posibiliten la mejora y el abaratamiento de la concreción en forma de red de cualquier tecnología. Este libro propondrá un sistema alternativo y sostenible que respetará y recompensará a esos humanos, por mucho que avance la tecnología. Por el contrario, si continuamos por la senda que llevamos, los beneficios irán a parar en gran medida a los dueños de los ordenadores más potentes, a través de los cuales circulan los datos sobre cirugía, obtenidos fundamentalmente espiando a médicos y pacientes.
LA PLAYA QUE BORDEA LA LEY DE MOORE
En lo que podría denominarse la metafísica de Silicon Valley, está muy extendida cierta idea del cielo. Damos por hecho que alcanzaremos la inmortalidad a través de la mecanización. En la cultura tecnoutópica es muy común la creencia de que, a lo largo de este siglo, quizá en una o dos décadas, los seres humanos —bueno, puede que no todos— seremos inmortales en la realidad virtual, almacenados en los servidores* informáticos de la nube. O, si continuamos teniendo presencia física, viviremos inmersos en un mundo dominado por la robótica. Levitaremos de deleite en deleite, e incluso los más pobres de nosotros vivirán como magos sibaritas. No tendremos que expresar explícitamente lo que queremos del mundo, porque las nubes computacionales manejarán modelos tan precisos de nosotros que el polvo que nos rodee sabrá qué deseamos.
Imaginemos lo siguiente: han transcurrido unos cuantos años más del siglo XXI y estás en la playa. Se te acerca una gaviota neuroconectada que te habla; te dice que quizá te interese saber que, en ese preciso momento, unos nanorrobots te están reparando la válvula cardíaca (¿quién te iba a decir que estabas a punto de tener problemas de corazón?), en una operación patrocinada por el casino más cercano, que ha pagado por este mensaje aviar, así como por la intervención quirúrgica automática, a través de Google o de la compañía que ofrezca esos servicios de intermediación dentro de unas décadas.
Cuando sopla el viento, lo que parecían montones de hojas resultan ser robots creados mediante una delicada bioingeniería, que aprovechan ese aire para reorganizarse como una capa protectora a tu alrededor. Tus deseos y necesidades se analizan automáticamente, y la arena se transforma en un masajista de shiatsu robótico que empieza a trabajar sobre tu cuerpo mientras oyes los susurros del viento a través de tu improvisada crisálida.
Son innumerables las historias de este estilo sobre la inminente abundancia de la alta tecnología. Algunas aparecen en la ciencia ficción, pero lo más habitual es que surjan en las conversaciones cotidianas. Son tan corrientes en la cultura de Silicon Valley que forman parte de la atmósfera del lugar. Es muy normal que alguien nos hable de experimentos mentales sobre lo baratos que serán los ordenadores, lo mucho que habrá progresado la ciencia de materiales, etcétera, a partir de lo cual nuestro interlocutor extrapola las posibilidades aparentemente sobrenaturales que se nos presentarán a lo largo de este siglo.
Este es el esquema mental de mil charlas inspiradoras y la motivación que subyace en muchísimas startups, cursos y carreras profesionales. Las palabras clave relacionadas con esta sensibilidad son «cambio acelerado», «abundancia» y «singularidad».
EL CIELO TIENE UN PRECIO
Mi fábula de la gaviota que habla es algo kitsch y artificiosa, pero cualquier escenario en el que los humanos se imaginan viviendo sin limitaciones produce esa misma sensación.
La posibilidad de que las limitaciones desaparezcan no debería preocuparnos. Los utopistas dan por hecha la llegada de la abundancia no porque vaya a ser asequible, sino porque será gratuita, siempre que aceptemos vivir bajo vigilancia.
A principios de los años ochenta, un grupo inicialmente reducido de expertos en tecnología ideó nuevas interpretaciones de conceptos como privacidad, libertad o poder. Yo participé en el proceso desde el principio y ayudé a formular muchas de las ideas que critico en este libro. Lo que antaño fue una subcultura ha eclosionado hasta convertirse en la interpretación dominante de la sociedad mediada por los ordenadores y por el software.
Una de las ramas de lo que podría denominarse «cultura hacker» defendía que la libertad requiere una privacidad absoluta, mediante el uso de criptografía. Recuerdo la emoción que sentía al utilizar tecnologías de evasión propias de los militares simplemente para decidir quién debería pagar una pizza en el MIT alrededor de 1983.
Por otra parte, algunos de mis amigos de entonces, con los que compartí esa pizza, se harían ricos más tarde gracias a la creación de nutridos expedientes de un enorme número de personas, con los cuales los bancos, los anunciantes, las compañías de seguros y otras empresas alimentan sus fantasías de que dirigen el mundo por control remoto.
Algo característico de la naturaleza humana es la tendencia a ignorar la hipocresía. Por lo general, cuanto mayor es esta, más invisible se vuelve, pero los técnicos solemos buscar la coherencia absoluta en nuestras ideas. He aquí una de esas síntesis (de criptografía para aquellos con conocimientos técnicos y espionaje masivo para el resto) de las que aún oigo hablar a menudo: a corto plazo, es posible que la gente normal se vea despojada de su privacidad, porque de todas formas, con el tiempo, esta se acabará poniendo en entredicho.
Hasta ahora, la vigilancia que una minoría técnica ejerce sobre los menos formados resulta tolerable porque aún pervive la esperanza de que, al final, todo se vuelva transparente para todo el mundo. Tanto los emprendedores de internet como los ciberactivistas parecen creer que la élite de servidores que hoy en día ocupan posiciones de supremacía informacional en algún momento se tornará indefinidamente benévola, o bien desaparecerá sin más.
Según imaginan la historia los utopistas digitales, cuando los ordenadores lleguen a ser ultrapotentes y ultrabaratos no tendremos que preocuparnos ya por el poder de una élite de entidades descendientes de los fondos de inversión actuales, o de compañías de Silicon Valley como Google y Facebook. En un futuro de abundancia, todos tendremos motivos para ser abiertos y generosos.
Curiosamente, las utopías definitivas que proponen incluso los más fervientes tecnolibertarios siempre acaban tomando un cariz socialista. Imaginamos que los placeres de la vida serán tan baratos que no merecerá la pena medirlos. La abundancia se convertirá en una característica más de nuestro entorno.
Esto es lo que comparten diversas organizaciones empresariales y grupos políticos ciberilustrados, desde Facebook a WikiLeaks. En algún momento —imaginan—, dejará de haber secretos y barreras al acceso: el mundo entero será transparente, como si el planeta se hubiese convertido en una enorme bola de cristal. Entretanto, estos creyentes fervorosos encriptan sus servidores al tiempo que tratan de recopilar información sobre el resto del mundo y buscan la mejor manera de sacarle partido.
Se olvida con mucha facilidad que «gratis» significa inevitablemente que otra persona decidirá cómo vivimos.
EL PROBLEMA NO ES LA TECNOLOGÍA, SINO NUESTRA MANERA DE PENSAR SOBRE ELLA
Lo que yo argumento es que, hasta principios de este siglo, no hemos tenido que preocuparnos de que los avances tecnológicos supusiesen una depreciación de las personas, ya que las nuevas tecnologías siempre habían creado nuevos tipos de trabajos, incluso cuando destruían los antiguos. Pero en los últimos tiempos, el principio dominante de la nueva economía, de la economía de la información, ha sido precisamente el de ocultar el valor de esa misma información.
Hemos decidido no pagar a la mayoría de las personas por realizar tareas útiles relacionadas con las tecnologías más recientes. La gente normal «comparte», mientras las entidades que forman la élite de la red generan fortunas inusitadas.
La cuestión de si estas nuevas figuras son servicios visibles para los consumidores, como Google, o entidades más discretas, como las empresas que se dedican a la negociación de alta frecuencia, tiene un interés eminentemente semántico. En cualquier caso, los ordenadores más potentes y mejor conectados componen el contexto en el que la información se convierte en dinero. Mientras tanto, al gran público se le sueltan migajas con las que hacerle creer que la incipiente economía de la información beneficia a la mayoría de quienes proporcionan la información que es su razón de ser.
Si la contabilidad de la era de la información fuese completa y fiel, se valoraría desde un punto de vista económico tanta información como fuese posible. Si, por el contrario, no se valora la información «en bruto», aquella que aún no ha pasado por las manos de quienes controlan los ordenadores centrales, lo que se producirá es una marginación a gran escala. Con el ascenso de la economía de la información, el viejo fantasma de incontables historias de ciencia ficción y pesadillas marxistas volverá de entre los muertos y se fortalecerá hasta alcanzar proporciones apocalípticas. La nueva economía minusvalorará a la gente normal y considerará hipervaliosos solo a quienes se encuentren en las inmediaciones de los ordenadores más potentes.
Solo sobreviviremos a la gratuidad de la información si se pone coto al número de personas que serán víctimas de la marginación. Por mucho que me duela reconocerlo, podemos sobrevivir si solo acabamos con las clases medias de músicos, periodistas y fotógrafos. Lo que no podremos superar es que a esto se sume la destrucción de las clases medias en el transporte, la industria, la energía, los trabajos administrativos, la educación y la sanidad. Pero tanta destrucción será inevitable si no introducimos mejoras en la idea básica de la economía de la información.
Los tecnólogos digitales están trazando el rumbo que determinará cómo vivimos nuestra vida, cómo hacemos negocios, cómo hacemos cualquier cosa, y lo trazan dejándose llevar por las expectativas de unos escenarios ridículamente utópicos. Hasta tal punto deseamos disfrutar de experiencias online gratuitas que aceptamos gustosamente no recibir ninguna compensación económica, ni ahora ni nunca, por la información que generamos. Esa misma concepción presupone también que, cuanto mayor sea el peso de la información en nuestra economía, menor será nuestro valor.
SALVAR DE SÍ MISMOS A LOS GANADORES
¿Realmente la tendencia actual beneficia a quienes controlan los servidores más importantes, los que organizan el mundo? A corto plazo es evidente que sí. Las mayores fortunas de la historia se han amasado en los últimos años utilizando las tecnologías de red como forma de acumular información y, por ende, riqueza y poder.
Sin embargo, a largo plazo, esta manera de utilizar la tecnología de red ni siquiera es buena para los actores más ricos y poderosos, porque en última instancia su riqueza depende de que la economía crezca. Suponer que los datos tienen origen celestial, y no humano, no puede más que contribuir, a la larga, a la contracción general de la economía.
Cuanto más avanza la tecnología, mayor es la imbricación de las herramientas de gestión de la información en todas las actividades económicas. Así pues, a medida que se complete la transformación de nuestra economía en una basada en la información, esta solo conseguirá crecer si a su vez aumenta, en lugar de menguar, la proporción de información que se monetiza. Pero no es lo que está sucediendo.
Incluso los actores que han tenido más éxito en el panorama actual están socavando progresivamente la base de su propia riqueza. El capitalismo solo funciona si permite que a un número lo bastante grande de personas les vaya lo suficientemente bien como para ser los clientes. Un sistema de mercado solo es sostenible cuando la contabilidad es lo suficientemente detallada como para reflejar de dónde procede el valor, lo cual, como demostraré, es otra manera de decir que debe aparecer una clase media vinculada a la era de la información.
EL PROGRESO ES OBLIGATORIO
Dos importantes tendencias entran en colisión, una favorable a nuestros intereses, la otra contraria. Como contrapeso a nuestras expectativas celestiales, está el temor que suscitan cosas como el cambio climático global y el problema de encontrar alimentos y agua potable cuando la población humana alcance su máximo a lo largo de este siglo. Varios miles de millones de personas más de las que nunca han vivido al mismo tiempo necesitarán agua y comida.
Somos los causantes de los grandes problemas de nuestro tiempo, no podemos evitarlo. La condición humana es un rompecabezas tecnológico en continua evolución. Cada vez que resolvemos un problema, surgen otros nuevos. Siempre ha sido así, no es una característica particular de nuestra época.
Debido a la capacidad de conseguir que crezca la población, gracias a la reducción de la mortalidad infantil, es más probable que se produzca una mayor hambruna. Los científicos e ingenieros descifran los códigos fundamentales de la biología, crean nuevos y asombrosos compuestos químicos y potencian nuestras habilidades mediante las redes digitales, al mismo tiempo que aceleramos el deterioro del clima y comienzan a escasear los recursos básicos. Y, sin embargo, nos vemos impelidos a seguir adelante, porque la historia no es reversible. Además, deberíamos reconocer con sinceridad lo difíciles que eran las cosas en épocas menos tecnológicas.
Las nuevas síntesis tecnológicas que resuelvan los grandes desafíos a los que hemos de hacer frente no surgirán en un garaje; es más probable que sean el resultado de la colaboración de un gran número de personas a través de enormes redes de ordenadores. Los condicionantes políticos y económicos de estas redes determinarán cómo las nuevas habilidades se traducen en beneficios para la gente común.
EL PROGRESO NUNCA ES AJENO A LA POLÍTICA
Cabe la posibilidad de que los recursos imprescindibles para la supervivencia se encarezcan, aun cuando la tecnología más revolucionaria llegue a ser mucho mejor y más barata. Las utopías digitales y los desastres de origen humano no son incompatibles entre sí, pueden coexistir. Esa es la línea de las obras más oscuras y divertidas de la ciencia ficción, como las de Philip K. Dick.
El precio de productos de primera necesidad, como el agua o la comida, podría dispararse mientras dispositivos de suma complejidad, como los nanorrobots cardiocirujanos automatizados, flotan a nuestro alrededor como polvo en el aire por si fuesen necesarios, patrocinados por anunciantes.
No todo puede ser gratis al mismo tiempo, porque el mundo real es caótico. El software y las redes son caóticos. El frondoso milagro de la tecnología animada por la información depende de unos recursos limitados.
El espejismo de que el precio de todas las cosas está bajando tanto que son prácticamente gratis sienta los cimientos políticos y económicos para que los cárteles saquen provecho de lo que no siga esa tendencia. Cuando la música es gratuita, las facturas de la conexión inalámbrica suben hasta extremos disparatados. Hay que mirar el sistema en su conjunto. Por ínfimas que sean las imperfecciones de una utopía, es en ellas donde se concentrarán las luchas por el poder.
DE VUELTA A LA PLAYA
Estás sentado a la orilla del mar, dondequiera que se encuentre la costa ahora que hemos abandonado Miami al furor de las olas. Tienes sed. Las pequeñas motas de polvo que flotan en el aire son dispositivos robóticos interactivos en toda regla, pues hace ya tiempo que los anunciantes esparcieron en el mundo sus plagas de polvo inteligente. Lo cual significa que siempre que hables habrá alguna máquina a la escucha. «Tengo sed, necesito agua.»
La gaviota responde: «Tu potencial como cliente no es lo suficientemente bueno como para que alguno de nuestros patrocinadores pague por tu agua potable». «Tengo un céntimo», respondes. «El agua cuesta dos céntimos.» «Estamos a un metro del mar. ¡Desaliniza un poco de agua!» «La desalinización solo pueden realizarla las distribuidoras de agua autorizadas. Es obligatorio estar suscrito. No obstante, puedes conseguir gratuitamente cualquier película de la historia, o pornografía, o la simulación de algún familiar fallecido con el que interactuar mientras mueres deshidratado. Publicaremos una actualización de tu estado automática en tus redes sociales con la noticia de tu muerte.» Y, por último: «¿No te gustaría apostar ese último céntimo en el casino que acaba de repararte el corazón? Podrías ganar un gran premio y tener la posibilidad de disfrutarlo».
2
Una idea sencilla
SIMPLEMENTE SUELTA TU IDEA
Teniendo en cuenta tanto nuestra propensión a arruinar el mundo en que vivimos como nuestra capacidad para mejorarlo espectacularmente, ¿cómo nos comportaremos?
Este libro afirma que las decisiones que tomemos en relación con la arquitectura de las redes digitales podrían inclinar la balanza en una u otra dirección, hacia la inventiva o hacia la calamidad.
La tecnología digital afecta a la manera en que el poder (o alguna de sus encarnaciones, como el dinero o los cargos políticos) se gana, se pierde, se distribuye y se defiende. En los últimos tiempos, las finanzas, con la ayuda de las redes, han agudizado la corrupción y el engaño, e internet ha destruido más empleos de los que ha creado.
Comencemos pues con una pregunta sencilla: ¿cómo diseñar redes digitales que causen más bien que mal al encauzar las intenciones humanas para afrontar los grandes desafíos que tenemos por delante? Un punto de partida posible hacia una respuesta podría resumirse así: «En realidad la información digital no es más que una máscara tras la que se encuentran personas reales».
UN EJEMPLO SENCILLO
Es algo mágico que podamos subir una frase en español a los servicios en la nube de compañías como Google o Microsoft y obtener una traducción útil (aunque imperfecta) al inglés. Es como si en las enormes granjas de servidores de la nube residiese una inteligencia artificial políglota.
Pero no es así como funcionan los servicios en la nube. Lo que en realidad sucede es que, a lo largo y ancho de internet, se recopilan múltiples muestras de traducciones, obra de traductores de carne y hueso, las cuales se comparan con el texto que hemos enviado para su traducción. En la inmensa mayoría de las ocasiones, habrá multitud de traducciones realizadas por humanos que contengan pasajes similares, de modo que un collage de esas traducciones preexistentes proporcionará un resultado útil.
La ley de Moore hace que resulte prácticamente gratis esta aplicación del imponente poder de los datos estadísticos, pero en esencia el acto de la traducción se basa en el trabajo de personas reales.
Por desgracia, los traductores humanos son anónimos y no se los toma en consideración a la hora de hacer cuentas. Este acto de traducción en la nube reduce la economía al hacer como si los traductores en cuyos textos se basa no existiesen. Con cada una de las supuestas traducciones automáticas, a los humanos que sirvieron como fuentes de los datos se los aparta un poco más del mundo de la compensación y el empleo.
A fin de cuentas, incluso la magia de la traducción automática es como Facebook: una manera de aprovechar las aportaciones gratuitas de las personas y regurgitarlas como cebo para los anunciantes, o para terceros que confían en sacar provecho de su proximidad a alguno de los servidores principales.
Si en el mundo existiese la dignidad digital, cada individuo sería el propietario comercial de cualquier dato que pudiese obtenerse a partir de su situación o comportamiento. Tratar la información como una máscara tras la que indefectiblemente se oculta una persona real implica dar a los datos un valor definido, en lugar de tratarlos de cualquier manera.
En caso de que algo de lo que una persona dice o hace contribuya, aunque sea en una mínima medida, a una base de datos necesaria para que un algoritmo de traducción automática o de predicción del comportamiento de los mercados, por ejemplo, realice su función,