El nuevo enemigo: El colapso ambiental

Ricardo Lorenzetti

Fragmento

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Prefacio

Hay un nuevo enemigo

Conciencias tranquilas o alteradas

Las cucarachas —cansadas de generar asco, de que las pisoteen y rocíen con venenos— deciden contratar a una consultora para que analice por qué, si ellas son inofensivas, si no molestan a nadie, si huyen cuando se prende la luz y no ensucian, sino que reducen los residuos, tienen tan mala prensa. Después de estudiar el caso, la consultora presenta su informe a las cucarachas. Concluye que el problema no está en la realidad, sino en su imagen. Y para demostrarlo pone el ejemplo inverso: las palomas son sucias, perjudiciales para las construcciones, ruidosas y hasta por momentos agresivas, pero logran asociarse a ideas valoradas por los humanos como la paz, la belleza y la libertad.

Este caso demuestra que algunas de nuestras ideas acerca de lo bueno o lo malo son construidas culturalmente.

Algo similar ocurrió en materia ambiental, porque hace muchos años era costumbre salir a cazar pájaros o elefantes, derrochar el agua, tirar basura en la calle; pero ahora las conductas están cambiando. Por eso es tan importante entender qué percepciones tenemos acerca del ambiente.

Solemos pensar en las ballenas, o en el osito panda, o en cierto pájaro, que se extinguen. Eso nos hiere, nos molesta, nos preocupa, y suscribimos campañas de solidaridad enviando un mensaje o una suma de dinero. Las conciencias nos indican que debemos preocuparnos y luchar por ello, pero limitándonos a eso.

Este mecanismo ha sido bien trabajado por quienes desean que el tema no moleste, no sea significativo, y no tenga capacidad de suscitar la alarma suficiente que pueda cambiar el estado de cosas.

Es algo parecido a lo que ocurre con la pobreza. Durante muchos años se pensó que era suficiente con dar una limosna, un alimento, un subsidio o un consejo. Pero se ha demostrado que hacer sentir bien a quienes tienen y se desprenden de algo con sentido caritativo no soluciona el problema de fondo.

Por eso surgieron las acciones de quienes nada poseen, quienes se organizaron y lucharon por cambios cada vez más profundos. Pidieron igualdad de ingresos, y luego, cuando vieron que había desempleo, reclamaron igualdad de oportunidades, y finalmente, lucharon por transformar a la sociedad para ser dueños de su propio destino. Lo cierto es que, desde el asistencialismo, pasamos a la pretensión de cambiar el sistema.

La gravedad de la crisis ambiental requiere conciencias alteradas que pretendan cambiar el mundo sin conformarse con declaraciones abstractas, destinadas a tranquilizar, pero no a transformar.

Gobiernos tranquilos e impotentes

El dispositivo cultural que adormece a los individuos se reproduce en las acciones de gobierno ya que es políticamente correcto declarar que se desea cuidar el ambiente. Sin embargo, no hay cambios sustantivos. El resultado es una discordancia muy fuerte entre lo que se dice y lo que se hace en términos de gobernabilidad, generándose un ciclo de desconfianza generalizada cuyas consecuencias estamos viviendo.

Las causas, que trataremos más adelante, son varias. Por un lado, hay un problema global que no puede ser solucionado con medidas nacionales. Es muy difícil sacrificar el crecimiento en un país para tutelar el ambiente cuando el país vecino no lo hace y los votantes se quejan. Es inevitable incluir la crisis ambiental, sobre todo el cambio climático, dentro de la agenda global.

Por el otro, también hay ineficacia dentro de cada nación, algo que se ve agravado porque ha nacido la “vetocracia”, que paraliza a los gobiernos, como lo veremos más adelante en profundidad1.

Los grandes temas no se pueden resolver y se trasladan porque no se mira el largo plazo, y somos muy limitados en la construcción de consensos, así como en la conducción de la diversidad. Esta situación produce ineficacia en la gestión de los asuntos del Estado y una suerte de encierro en lo inmediato.

Hoy vemos a demasiados dirigentes que trabajan en lo suyo de cada día, sin tiempo para pensar en el futuro, lo que ocasiona una abrumadora desesperanza en el pueblo.

La crisis nos empuja

La inconsciencia ciudadana y de los gobiernos no puede evitar que la realidad empuje dramáticamente hacia la búsqueda de soluciones. La calma es aparente, porque cuando sucede alguna catástrofe, todo se derrumba y aparece la fragilidad de la civilización humana.

Por ejemplo, una argentina que vivía en la tremenda ola polar que afectaba a Estados Unidos en febrero de 2021 declaró: “Estamos en modo supervivencia”. La situación era la siguiente: el frío intenso y la nieve habían hecho estallar las cañerías de agua; se cortó la luz y tuvieron que calentar nieve para derretirla e higienizarse; estalactitas de hielo colgaban de los grifos de las cocinas en Houston. Las ambulancias en San Antonio no pudieron satisfacer la creciente demanda, por lo que el gobierno del condado en la costa de Galveston pidió camiones refrigerados para los cadáveres que esperaban encontrar en casas congeladas; había problemas con los alimentos porque no se podía hacer la distribución al estar congeladas las autopistas; ni siquiera se podía dar clases porque se habían cortado los servicios de internet2.

En otros sitios, también de repente, comenzó a hacer calor extremo y se produjeron incendios3. Como consecuencia de ello desaparecieron especies de animales y de árboles, se quemaron casas, se arruinaron campos productivos, se tuvieron que mudar muchas personas tras perder sus hogares, y los gastos e inversiones que fueron necesarios quebraron empresas y produjeron el descalabro de los presupuestos oficiales. En algunas ciudades comenzó a faltar el agua, y hubo que regular su uso prohibiendo que cada casa tuviera una piscina, limitando el tiempo en que se bañaban las personas y aumentando el precio del líquido, lo que produjo reacciones muy fuertes de la población y se generaron conflictos de gobernabilidad4.

Del mismo modo, aparecieron de repente enfermedades desconocidas , como el COVID o nuevas formas cancerígenas5, y se abrió el debate sobre el modo de producción de los pollos, los cerdos, los salmones o las verduras.

Los habitantes antiguos del planeta tenían miedo a las tormentas, que creíamos haber superado con la soberbia de los siglos XIX y XX; pero en pleno siglo XXI, volvió el temor a huracanes que destruyen regiones, lluvias que inundan ciudades y vientos que arrasan plantaciones y cultivos. Muchas de estas nuevas situaciones dramáticas provocaron desplazamientos de poblaciones enteras que no tenían adónde ir, mientras que la pobreza y la violencia se incrementaron. El tema también abrió el interés de los economistas porque las empresas vieron que aumentaba su nivel de riesgo debido a que todo se tornaba imprevisible y, por otra parte, surgieron nuevas actividades lucrativas.

Podríamos seguir describiendo la fragilidad que nos negamos a admitir, pero la verdad es clara: no tenemos escapatoria, porque es la casa entera la que está en riesgo. No es un asunto restringido a un grupo de fanáticos ni a una elite intelectual, sino una preocupación de enorme trascendencia social, económica, política e institucional. Parece que es hora de que nos ocupemos,

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