Ana de las tejas verdes 9 - Bienvenida, Señora Blythe

Lucy Maud Montgomery

Fragmento

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—Menos mal que he acabado con la geometría, ¡de estudiarla y de enseñarla! —exclamó Ana Shirley con un tono ligeramente malicioso, y entonces metió un manual algo maltrecho de esa asignatura en un enorme baúl, cerró la tapa con aire triunfal y se sentó encima de él.

Después, con aquellos ojos grises como el cielo de la mañana, miró a Diana Wright, que estaba al otro lado del desván.

El desván era un lugar oscuro, sugerente y encantador, como deberían serlo todos los desvanes. A través de la ventana abierta junto a Ana soplaba el aire dulce, perfumado y cálido de una tarde de agosto; fuera, las ramas de los álamos crujían y se mecían con el viento; más allá estaba el bosque, donde serpenteaba el Sendero de los Amantes. Y, sobre todo, había una grandiosa cordillera de nubes blancas recortada contra el cielo azul del sur. A través de la otra ventana se atisbaba el mar lejano y azul sobre el que flotaba, como una joya, la Isla del Príncipe Eduardo.

Diana Wright, tres años mayor que cuando supimos de ella por última vez, se había vuelto más corpulenta, pero continuaba teniendo los ojos igual de negros y brillantes, las mejillas igual de rosadas y los hoyuelos igual de encantadores que cuando Ana Shirley y ella se juraron amistad eterna en el jardín de Ladera del Huerto. Sostenía en brazos a una criatura dormida, con el pelo moreno y rizado, que desde hacía dos felices años era conocida en el mundo de Avonlea como la «Pequeña Ana Cordelia». Los habitantes de Avonlea sabían por qué Diana había esco­gido el nombre de Ana, claro, pero Cordelia los tenía desconcertados. Ni en la familia Wright ni en la familia Barry había habido jamás una Cordelia. La señora de Harmon Andrews decía que seguro que Diana había encontrado el nombre en alguna novela de pacotilla y que a Fred le había faltado sensatez para impedir que llamara así a su hija. Pero Diana y Ana se sonreían la una a la otra. Ellas sí sabían de dónde había salido el nombre de la Pequeña Ana Cordelia.

—Siempre has detestado la geometría —dijo Diana con una sonrisa retrospectiva—. Ya me imaginaba que te alegrarías de dejar de ser profesora.

—En realidad siempre me ha gustado enseñar, excepto la asignatura de geometría. Estos tres últimos años en Summerside han sido maravillosos. Cuando volví a casa, la señora de Harmon Andrews me dijo que seguro que la vida de casada no me parecería tan increíble como me esperaba. Está claro que la señora de Harmon es de las que opinan que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.

La risa de Ana, tan alegre e irresistible como siempre, con una nota de dulzura y madurez añadida, resonó en el desván. Marilla la oyó desde la planta baja, mientras preparaba confitura de ciruelas en la cocina, y sonrió; luego, suspiró al pensar en lo poco a menudo que resonaría esa risa tan querida en Las Tejas Verdes durante los años venideros. Nada había hecho tan feliz a Marilla como enterarse de que Ana iba a casarse con Gilbert Blythe, pero toda alegría conlleva una pequeña sombra de aflicción. Durante los tres años que Ana había pasado en Summerside, la joven había vuelto a casa con frecuencia para pasar las vacaciones y algunos fines de semana, pero, tras la boda, una visita semestral sería lo máximo que cabría esperar.

—Que no te preocupe lo que diga la señora de Harmon —dijo Diana con la serena confianza de quien ya lleva cuatro años casada—. El matrimonio tiene sus altibajos, claro, no te creas que todo va a ir siempre sobre ruedas, pero te aseguro, Ana, que si te casas con el hombre adecuado serás feliz.

Ana contuvo una sonrisa. Los aires de mujer experimentada de Diana siempre la divertían un poco.

«Seguro que yo también me doy esos aires cuando lleve cuatro años casada —pensó—. Aunque puede que mi sentido del humor me proteja de ello».

—¿Tenéis ya decidido dónde vais a vivir? —preguntó Diana mientras mecía a la Pequeña Ana Cordelia con gesto maternal; siempre que la veía mecerla así, Ana, cuyo corazón estaba lleno de sueños y esperanzas secretas, sentía una emoción a medio camino entre el puro placer y un dolor extraño y etéreo.

—Sí, eso era lo que quería contarte cuando te llamé para que vinieras a verme hoy. Por cierto, me parece increíble que ahora haya teléfonos en Avonlea, me resultan absurdamente modernos para un lugar tan antiguo y calmado como este.

—Debemos agradecérselos a la APMA —señaló Diana—. Hiciste algo magnífico por Avonlea cuando fundaste esa asociación, Ana. ¡Qué bien nos lo pasábamos en las reuniones! ¿Te acuerdas del salón municipal azul y del plan de Judson Parker para pintar anuncios de remedios médicos en su valla?

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—No sé si le estoy muy agradecida a la APMA por el asunto de los teléfonos —repuso Ana—. Sé que es muy práctico, ¡mucho más que nuestro viejo método de hacernos señales por la ventana con un farol! Y, como dice la señora Rachel, «Avonlea debe seguir el ritmo de la procesión». Sin embargo, no quiero que lo que el señor Harrison, cuando quiere hacerse el gracioso, llama «incomodidades modernas» estropeen Avonlea. Me gustaría que este pueblo se quedara para siempre como era en los viejos tiempos. Es una tontería sentimental… E imposible. Así que me adaptaré a lo nuevo. Además, hasta el señor Harrison reconoce que el teléfono es algo bueno, aunque sepas que hay alrededor de seis personas interesadas escuchando cada conversación.

—Eso es lo peor —suspiró Diana—. Es muy molesto oír cómo descuelgan los auriculares cada vez que llamas a alguien. Dicen que la señora de Harmon Andrews insistió en que le instalaran el teléfono en la cocina para poder descolgarlo cada vez que sonara y atender la cena al mismo tiempo. Hoy, cuando me has llamado, oí claramente el ruido del reloj de pared de los Pye, así que está claro que o Josie o Gertie nos estaban escuchando.

—Ah, por eso has dicho lo de «Tenéis un reloj de pared nuevo en Las Tejas Verdes, ¿no?». No tenía ni idea de a qué te referías. Bueno, dejémoslo, como dice la señora Rachel: «Pye han sido siempre y Pye seguirán siendo». Me apetece hablar de cosas más agradables, la verdad. Ya hemos decidido dónde vamos a vivir.

—Ay, Ana, ¿dónde? Deseo con todo mi corazón que esté cerca de aquí.

—No, ese es el inconveniente. Gilbert va a establecerse en el Puerto de Cuatro Vientos… a cien kilómetros de aquí.

—¡A cien! Para mí es como si fueran mil —suspiró Diana—. Ahora nunca puedo viajar más allá de Charlottetown.

—Tendrás que venir a Cuatro Vientos. Es el puerto más bonito de toda la isla. Al lado hay un pueblecito, llamado Glen St. Mary, donde el doctor David Blythe lleva cincuenta años ejerciendo la medicina. Es el tío abuelo de Gilbert, ya lo sabes. Va a jubilarse y Gilbert se quedará con su consulta. El caso es que el doctor Blythe no se marchará de su casa, así que tendremos que buscarnos un sitio donde vivir. Todavía no sé cómo será, pero tengo una casita de los sueños toda amueblada en mi imaginación… Un diminuto y precioso castillo en el aire.

—¿Adónde vais a ir de luna de miel

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