
PRÓLOGO
La cocina Argentina ha extendido sus fronteras y este libro es una muestra del nuevo y fresco instinto que está tomando las hornallas, los sabores y las tendencias del país con un ímpetu nunca visto. Una diversidad creativa que abraza regiones e historia, con el liderazgo de jóvenes cocineros como Pedro Lambertini, que han desarollado una búsqueda de vanguardia con convicciones de salud, productos orgánicos, regionalidad, aunque con fuertes bases de formación clásica.
He observado a través de los años su carrera con interés y admiración, y este libro que hoy nos presenta es una muestra de un camino recorrido con pasión y carácter.
Él ha encontrado en su trabajo un arraigo que se respira en cada página, fiel a su determinación y al legado de su provincia natal, Córdoba. Es tan interesante ver a un cocinero formado en la era tecnológica desplegar sus recetas influenciadas por esta última década, donde las nuevas generaciones respiran y viven a través de Internet, impulsándonos también a nosotros a participar creativamente de este nuevo mundo diverso y de coloridos opuestos.
Él ha escrito un lenguaje muy personal que representa gloriosamente el pensamiento joven de nuestro país. Hay en su libro muchos rasgos patrios, pinceladas nativas con un fuerte énfasis en la ecología y la preservación de los recursos naturales.
No me queda más que felicitarlo por este compendio de sabores que desde hoy formará parte de nuestra historia culinaria.
Francis Mallmann

INTRODUCCIÓN
Nací en la ciudad de Córdoba y allí transcurrió mi niñez, pero la curio- sidad por la cocina no apareció hasta los 11 o 12 años, al llegar a Buenos Aires. Antes de eso, no tenía más participación que la que tiene cualquier niño que husmea en las cacerolas, moja el pan en alguna salsa de tomate o mete el dedo en el bol lleno de merengue listo para una torta de cumpleaños.
Cuando me mudé a Buenos Aires, en plena pubertad, descubrí una forma de sentirme cerca de mi Córdoba querida y de mi familia: aprender las recetas de la infancia y repeirlas una y otra vez. Algo que comenzó siendo un cable a tierra (o un cable a Córdoba), terminó abonando lo que enseguida se revelaría como una vocación irrefrenable.
A partir de entonces, la curiosidad por la pastelería, y más tarde por la cocina, fue creciendo. Me acuerdo que arrancaba los suplementos culinarios de cuanta revista anduviera dando vueltas por la casa que, con una madre y dos hermanas, no eran pocas. Volvía del colegio apurado para sintonizar los programas de cocina —papel y lápiz en
mano— y escribía las recetas con una letra prolija en un cuaderno que aún consulto. Buscaba ir haciendo cosas cada vez más difíciles, a tal punto que ninguna información me alcanzaba.
Cocinar se convirtió en una actividad casi exclusiva de mi tiempo libre. Navidades, cumpleaños o reuniones familiares eran excusas perfectas para preparar primero, los postres, y, más tarde, acaparar todo el menú. Poco a poco fui dándome cuenta del enorme
poder que encierra brindar placer a otros a partir de una tarea que, contrariamente a lo que muchos puedan suponer, es muy egoísta y solitaria. Y que esconde, además, una necesidad narcisista de ponerse a prueba ante los demás a través de un plato de comida, algo que puede suscitar la aprobación o el rechazo del otro. Eso, a todos nos desvela.
Cocinar a diario significaba también un presupuesto. Había rotulado frascos de avellanas, almendras, nueces, que debían estar siempre llenos. En cada visita al supermercado compraba un nuevo licor (siempre me gustaron las bebidas alcohólicas como aliadas de la cocina y la pastelería). La consigna era estar bien provisto. Más tarde aprendería que el proceso es inverso: uno debe cocinar justamente con lo que está disponible en el mercado, de temporada y en su justo punto.
Mientras tanto, una de mis hermanas, como cualquier joven coqueta, cuidaba su figura. Llegamos a hacer un acuerdo en mi casa para determinar cuáles eran los días en los que podía cocinar. Una vez hice una tarta de mandarinas que tenía una base de copos de maíz y chocolate, fuera del día acordado. Cuando escuché las llaves de mi hermana entrando a mi casa, llevé la tarta a mi cuarto y la escondí debajo de la cama. El juego se había convertido en algo serio.
Cocinaba cotidianamente, me daba placer y me hacía olvidar cualquier problema.
A los 14 años ya vendía tortas desde mi casa a particulares, y stollen en Navidad para juntar plata destinada a las vacaciones.
A los 17, comencé a abastecer a un negocio que estaba cerca de mi casa. Ahí armé mis

primeras planillas de costos y pude producir tortas, tartas dulces y saladas de manera más significativa. El negocio cerró, pero Felicitas, su dueña, aún se dedica a la pastelería y es muy reconocida en el barrio.
Durante el último año del secundario, hicimos con el colegio un viaje de intercambio cultural a Alemania. Allá viví cuatro meses en una casa de familia. Lucía, mi Gastmutter (la madre de los chicos que me recibían en su casa), brasileña y gran cocinera, nunca me dejó meter mano. Tenía carácter fuerte, pero compartía conmigo sus secretos de cocina. Lo que más recuerdo es su gratín de papas, el mejor que probé, y también sus “brigadeiros”, un dulce típico de Brasil, a base de leche condensada y chocolate, que hacía para el cumpleaños de sus chicos, Dirk y Silke. El día que me
volvía a Buenos Aires me regaló un libro de repostería llamado Backen macht Freude algo así como “Hornear (la pastelería) hace la felicidad”.
Mise en place
Al terminar el secundario llegó el momento de tomar “la gran decisión”, eso que la sociedad te impone a los 18 años para que decidas qué vas a hacer de tu vida. Y, en ese sentido, haber tenido libertad para decidir fue un peso, en lugar de un alivio. Con un padre médico, una madre abogada, hermanas también profesionales y luego de asistir a los mejores colegios, yo intuía que se esperaba más de mí que ser cocinero. Yo mismo esperaba más de mí que ser cocinero porque,
a fin de cuentas, lo más peligroso de los prejuicios ajenos es que a veces se nos hacen carne. Aún no había tomado noción del inmenso capital que significa tener una verdadera vocación. Mi madre siempre tuvo confianza en mi talento y me alentaba para que siguiera por ese camino, porque “la mayor parte del tiempo nos la vamos a pasar trabajando, así que mejor que sea en algo que te guste”. Mi padre, en cambio, cuando se enteró, me dijo: “Vos no querrás ser gourmet (sic), ¿no? Porque si es así, sabé que vas a ser un hacedor de bifes toda tu vida”. Lo recuerdo bien, fue en una charla caminando a la salida de un restaurante, yo tenía 16 años. Pero también recuerdo lo que me dijo una vez en un café, a esa misma edad: “Ni yo (¡!) tenía la capacidad que tenés vos a tu edad, no la desperdicies”. Mi padre financió mi escuela de cocina, así que puede decirse que me apoyó. El fierro caliente de sus palabras quemó mucho tiempo, pero era un buen estímulo para demostrarme que podía ser mucho más que “un simple hacedor de bifes”, si es que tal cosa existe.
Marcha y sale
Al terminar el secundario, comencé mis estudios de cocina. Mi primera impresión fue que era una pérdida de tiempo. No tenía un sentido de pertenencia, me parecía algo prefabricado, artificial. A muchos de los que asistían no les interesaba estar ahí. Me llamaba la atención que la mayoría nunca hubiera cocinado y me preguntaba qué era, entonces, lo que los había motivado a estudiar. Es de esperar que un alumno que

entra a la carrera de Derecho no se vaya a dormir leyendo la Constitución, pero en un oficio como la cocina hay algo previo que te motiva a estar ahí. De las materias que aprendí, muchas me resultaban interesantes, pero la cocina tal como la imaginaba no estaba ahí. Había algo que averiguar y tenía que hacerlo ya.
Durante el primer año, pedí participar
en algún régimen de pasantías, porque
ansiaba empezar a trabajar, pero en ese momento recién se permitía hacerlo
a partir de segundo año. No me aguantaba y fui a hablar con el dueño del bar
de la esquina de mi casa, a una cuadra
del colegio, para comenzar a practicar. No me iba a pagar nada y, si aceptaba, tendría que trabajar seis días a la semana, ocho horas en el área de pastelería. Dije que sí. El pastelero, Horacio, era como de cuento: robusto, de cachetes rosados, pelo blanco y risueño. Como suele suceder, la primera tarea consistió en limpiar toda la cocina, vajilla de cobre incluida. Fue un buen comienzo, un sopapo de realidad, estaba limpiando la cocina del lugar adonde mi madre iba a tomar el café todas las mañanas después de dejarme en el colegio. Allí aprendí mucho sobre lo que es trabajar en una cocina; a familiarizarme con los olores, que no son siempre agradables, a los cambios de temperatura al entrar y salir de una cámara o freezer. Tener que madrugar después de una trasnochada, sufrir los primeros accidentes, quemaduras, cortes. Acatar consignas.
Tenía 18 años y necesitaba saber qué era trabajar.
El plato fuerte
El siguiente desafío fue la excelencia. Quería experimentar la calidad y la rigurosidad en la profesión y, ya en segundo año, hice una pasantía en el hotel Caesar Park, donde trabajaba todos los días. Estar en un hotel es una vivencia que aconsejo a las personas que se dediquen a la gastronomía. Todo funciona como un reloj, y lo que uno necesita para trabajar está a disposición. Se ficha a la entrada y a la salida, uno se siente un operario; pero si se logra capitalizar el aprendizaje, la vivencia puede resultar muy enriquecedora. Y yo quería superarme. Procuraba encontrar, de cualquier cosa, por más simple que fuese, su mejor versión; desde una humilde compota de manzana hasta un imponente coulibiac. El personal de cocina de un hotel no se parece al de un restaurante común: en muchos casos se trata de personas que están hace muchísimos años, que ya tienen sus mañas y un lugar muy bien ganado. Lo peligroso del hotel es que, si uno le toma el gusto, puede quedar atrapado en una zona de confort de la que a veces es muy complicado salir. En mi caso, absorbí lo que pude y seguí adelante. Mi próxima etapa: la del restaurante, el escenario del cocinero por antonomasia. El restaurante es al cocinero lo que el teatro al actor. Como fui un autodidacta, siempre me costó encontrar un referente. Pero sí había cosas que me gustaban de algunos cocineros. A los 15 años ya había ido a conversar con Francis Mallmann en su mítico Los Negros, de José Ignacio. Al entrar lo vi en su oficina, con los pies sobre el escritorio con un puro en una mano y el celular en la otra,

en tiempos en los que tener un celular todavía era una excentricidad. Me recibió y me invitó a hacer prácticas, pero mi madre no me lo permitió hasta tanto no terminara
el secundario. Otro cocinero cuyo estilo me encantaba era Fernando Trocca. Lo llamé
por teléfono a su restaurante, un miércoles de febrero de 2003 a las 16; de casualidad estaba allí a esa hora. Le dije que quería trabajar en Sucre. Me dijo “bueno, si querés vení y charlamos, yo me tengo que ir en veinte minutos”. Fui enseguida y hablamos en la barra; yo tenía 19 años. Quedamos en que comenzaría a trabajar como ayudante de pastelería; me preguntó cuándo quería empezar y contesté “el martes”, es decir,
seis días después. “Perfecto, te esperamos.” Recuerdo cuánto disfruté ese fin de
semana porque sabía que sería el último libre, lo vivía casi como una despedida, chau sábados, chau domingos, chau salidas con amigos. A partir de ese momento, la vida era la cocina.
El martes, mi primer día de trabajo, llovió torrencialmente. Llegué a la puerta de Sucre, no entré, di media vuelta y me fui. Un par de cuadras después, recapacité. A partir de ese momento todo cambió. Por primera vez tuve la sensación de pertenencia a un lugar y la percepción de que quienes estaban allí eran pares. Jóvenes interesados de verdad en la cocina, con gran vocación, talento y ganas de progresar. Todo funcionaba como un reloj gracias a Gonzalo, el jefe de cocina, quien manejaba los fuegos con una disciplina cuasi militar. Ahí descubrí la magia de los restaurantes exitosos. Esa adrenalina que se siente cuando son las ocho de la noche y “el
telón se abre” para recibir a todos los comensales. Estuve allí por un año y medio, y me fui cuando uno de los dueños me requirió en otro restaurante. Tengo muy lindos recuerdos de Sucre y de los compañeros, muchos de los cuales siguieron sus respectivas carreras con gran éxito.
Un golpe de horno
El tema de la universidad seguía siendo un ingrediente que no terminaba de digerir. Tenía 22 años y me sentía viejo para comenzar la facultad con chicos de 18, pero tampoco quería quedarme con la duda. Me inscribí en la carrera de Administración de Empresas en la UBA e hice el CBC completo. Me iba bien, pero poco a poco comencé a darme cuenta de que el desafío real no era ese y que el camino que realizaba era una pérdida de tiempo. Durante ese año no dejé de estar en contacto con la gastronomía, hacía reemplazos en restaurantes y participaba en caterings.
En 2006, con 23 años, me encontraba haciendo muchas cosas al mismo tiempo. Junto con una socia había montado una empresa para distribuir tortas y productos de pastelería a bares y restaurantes (fue el momento cuando la pastelería explotó y se transformó en imprescindible para bares y heladerías).
Al mismo tiempo, trabajaba en un restaurante de cocina Thai de Puerto Madero, hasta que un día cambié el rumbo.
Apareció el proyecto Natural Deli en mi vida, un volantazo que me encaminaría en el mundo de la cocina fresca, natural. La que

hace hincapié en el origen de los productos, la regionalidad y estacionalidad. Los primeros años en Natural Deli estuvieron abocados a la búsqueda de un estilo gastronómico, cambios de carta, apertura de locales, difusión en medios. Eso demandaba tiempo y energía. Cuando apareció la televisión, todo se intensificó y había cosas que empezaba a no disfrutar. Si bien ya contaba con una pequeña parte accionaria en el proyecto, no tenía total libertad para manejar mis horarios. A veces llegaba a pedir días de vacaciones para grabar los programas de televisión, que eran de jornada completa y demandaban concentración, en especial las primeras series. Estaba haciendo demasiadas cosas y dejando de lado las clases de cocina, que me permitían estar en contacto directo con personas interesadas en el buen cocinar y comer. Al filo de 2013, y después de casi seis hermosos años de aprendizaje marcando un camino en un restaurante inspirador de muchos otros en la ciudad, después de haber generado diez cambios de carta, tres ciclos de TV, notas y apariciones en medios, sentía que Natural Deli tocaba un techo. Decidí apartarme y continuar mi camino.
A partir de entonces comencé a disfrutar de lo que, a fuerza de perseverancia, visión, esfuerzo y trabajo, había conquistado. Empecé a explorar otras aristas del oficio, a participar de ferias gastronómicas en el interior y exterior del país, a dar clases de cocina regularmente, a colaborar en asesoramientos gastronómicos,
cocinar para eventos solidarios y escribir columnas de cocina en medios especializados.
La pasión por lo que hago es mi máximo capital, es aquello que me llevó adonde estoy hoy y es lo que más cultivo. Siempre trato de que los proyectos en los que me embarco, ya sean restaurantes, televisión o este libro, tengan contenido, dejen huella. Sé que recién estoy iniciando un camino, quién sabe lo que este oficio que aprendí a amar me tenga preparado. Sea lo que fuere, mi mayor aspiración es que la cocina me siga sorprendiendo y gratificando como hasta hoy.
Sobre este libro
Cocinar siempre ha sido algo serio para mí. Una forma de expresarme, de sentir, de transmutar angustias, de plasmar alegrías, y por eso quería que mi primer libro fuera mucho más que un simple compendio de recetas. Que reflejara lo que la cocina representa para mí: un lenguaje, una herramienta anclada en mi mirada del mundo, una aliada de mi estilo de vida.
Se puede decir que la concreción de este libro es un sueño. Quizás pude haberlo hecho algunos años antes, pero sentía que aún estaba muy verde y que debía esperar a tener más cosas que decir. Con el correr de los años fui masticando la idea, pensando cómo sería, qué recetas debería incluir, quiénes podrían formar parte del equipo.
Yo quería un libro que fuera muy personal, que contara mi cocina desde otro lugar. Con esa idea lo organicé en tres capítulos, que expresan tres etapas bien marcadas de mi vida: Córdoba, mis raíces/ Buenos Aires, los restaurantes y primeros pasos en la cocina/

La búsqueda de mi querido Natural Deli
hasta hoy.
La selección de recetas
Confieso que cuando convinimos que este libro tendría 100 recetas, me asustó la cantidad. Después, al repasar mi carrera, me di cuenta de que el desafío real no sería llegar a 100 recetas, sino cuáles 100 elegir. Contando los restaurantes, los programas de TV, las notas para medios gráficos, las clases de cocina, las recetas sumaban mucho, muchísimo más. Algunas eran “números puestos”, otras surgieron naturalmente. La realización de este libro, que tomó más de un año, pasó por varias estaciones, lo que me permitió cocinar con un abanico de ingredientes interesantes: damascos, membrillos, alcauciles, zapallos, frambuesas, higos.
La redacción de las recetas era otra de mis obsesiones. Como lector de libros de cocina, para mí era importante que se me reconozca en el tono, explicar las fórmulas, dar indicaciones y consejos. Y que los textos respeten al cien por ciento el plato que los ilustra. Del mismo modo, aunque tuve la enorme colaboración de los cocineros Mechi González Alfonso y Germán Torres, no quise perder detalle en cuanto a la realización de los platos, en este primer libro que hoy me enorgullece y que ojalá esté a la altura de lo que esperaban.
Cada receta está redactada siguiendo un esquema: el título, una bajada explicando por qué la elegí para este libro, la aplicación o algún dato curioso, los ingredientes, el procedimiento y notas al margen que son
consejos, sugerencias, recomendaciones e información ampliada sobre el plato en cuestión. Subrayo con énfasis que lean
toda la explicación antes de comenzar a practicar la receta, porque muchas veces los comentarios destacados completan o detallan la información del
procedimiento.
Los dulces
Quizás llame la atención que en este, mi primer libro, que no es sobre pastelería, abunden las recetas dulces. En general, cuando se trata de un libro de cocina cuya temática no es explicitada, se espera que casi todas las recetas sean saladas, con alguna fruta asada al final porque “algo dulce tiene que haber”.
Como ya les comenté, la pastelería fue mucho más que la puerta de entrada al mundo de la cocina. Soy cocinero y pastelero, y encuentro que la elaboración de postres, panes, masas y cremas abre una puerta a un universo de creatividad infinita. Por eso, las recetas dulces no están relegadas a unas pocas páginas al final sino que tienen un rol preponderante. En este libro van a encontrar un 60% de platos salados y un 40% de preparaciones dulces, que es, más o menos, el porcentaje de salado-dulce que las personas comemos en el día, teniendo en cuenta que tanto en el desayuno como en la merienda patrios predomina el dulce.
Los postres están relacionados con el placer al cien por ciento. Nadie pide un postre porque tiene hambre. Y estoy totalmente en contra de los postres light. Si estamos a dieta tenemos dos opciones: comer una manzana

o apelar a la mesura y conformarnos con cucharear una o dos veces. Hay quienes los ignoran por completo y otros que se reservan “el permitido” para el final.
Los postres son el último recuerdo de una comida, y representan un signo de estatus que puede revelar un restaurante (un lugar que comparte, según mi parecer, con la
coctelería).
No son muchos los lugares con excelentes postres: me ha pasado de comer muy bien en restaurantes de primer nivel y que el postre no estuviera a la altura.
La pastelería se rige con otro lenguaje, otros métodos y otro “sentir”, distintos de los de la cocina. Permite menos atajos, es más rigurosa, y sus fracasos suelen ser insalvables. La frustración que genera cuando las cosas salen mal es directamente proporcional a la satisfacción que produce un pan cuando leuda, una soufflé cuando levanta o un flan que se desmolda perfecto, sensual.
Son dos mundos distintos, requieren de diferentes habilidades y temperamentos. En los restaurantes comparten espacios separados y en los hoteles prácticamente ni se cruzan. Yo creo que para ser un cocinero completo hay que ser curioso, investigar y no tener miedo de avanzar sobre territorios desconocidos, asumiendo que saberlo todo es una empresa imposible y que todos somos más hábiles en ciertas áreas por sobre otras. En general, las cosas para las que no tenemos facilidad son las que más detestamos hacer. En mi caso, por ejemplo, no me gusta deshuesar animales, pero entiendo
que es algo que debo saber para ser
un mejor cocinero, y allá voy. Como decía Julia Child, “no eres buen cocinero si no sabes deshuesar un pato”.
Creo que es muy saludable que un cocinero tenga “rasgos” de pastelero y viceversa. El método del pastelero y la intuición del cocinero sellan un buen combo a la hora de cocinar.
Revalorizar los productos locales
Los argentinos estamos orgullosos de que se nos reconozca en el exterior por la calidad de nuestra carne. Sin embargo, somos el octavo país más grande del mundo y como tal ofrecemos mucho más que eso en materia de alimentos.
Para alentar a las personas a que coman productos que se dan bien en las zonas donde viven, primero hay que darlos a conocer. Es fundamental proyectar un mapa por regiones o provincias haciendo visibles a los agricultores, pescadores, artesanos que producen muchos alimentos que el 99% de los argentinos desconocemos.
Mamones y mangos en el Norte, truchas en Córdoba, madera comestible en Misiones, maracuyá en Corrientes, son algunos de los tesoros escondidos.
¿Cuántas personas saben que en Córdoba se producen, además de alfajores, azafrán, alcaparras, algarroba, maní y sus derivados, aceite de oliva, espárragos y otros orgánicos, vegetales hidropónicos,

quesos de cabra, embutidos de cerdo, vinos, fernet casero y cerveza?
Como cocinero y comunicador, me parece una enorme responsabilidad dar a conocer estos productos, trabajando en contacto directo con los productores. Por tal motivo, otro de los pilares de este libro ha sido fomentar la regionalidad y la estacionalidad de los productos, aclarando en algunas oportunidades de dónde provienen los ingredientes.
Varios productores se mostraron muy entusiasmados en participar en el proyecto, y muy gentilmente se pusieron a disposición haciéndonos llegar sus productos. Es llamativo que, siendo tanto el interés y la predisposición de los productores por dar a conocer su producción, su trabajo sea poco difundido. Créanme: son excelentes y merecen estar, además de en nuestras alacenas, en los mejores restaurantes. Delicadezas como flores de rúcula o de nabo, licor de piquillín o mermelada de algarroba nos acercan a los sabores de nuestra tierra. ¡Y estamos hablando de algunos productos de una sola provincia! Esto evidencia el trabajo que tenemos por delante cocineros, productores y periodistas para difundir aquello que nos identifica con el fin de ser disfrutado por cada vez más personas.
¿Qué podemos hacer como consumidores para fomentar este círculo virtuoso en el cual tanto productores como consumidores salimos beneficiados? Ser curiosos, inquietos, averiguar qué se da bien en nuestra región y pedirlo en los comercios. En el campo,
si alguien elabora excelentes chacinados, son los lugareños quienes tienen acceso inmediato a esos productos por la posibilidad del contacto directo con el productor, pero en las grandes concentraciones urbanas esto no parece una empresa fácil. Interesarse por el lugar de procedencia de nuestros alimentos parecería ser un buen punto de partida. En general, retenemos grandes marcas, pero cuando compramos algo fuera del circuito industrial desconocemos qué manos elaboran lo que consumimos. ¿Qué más? Ir a comercios en donde las personas que venden son conocedores de lo suyo. Sin ir más lejos, a la vuelta de mi casa hay una verdulería donde compro siempre. Los vendedores saben todo sobre lo que venden, cómo se prepara y en qué estación se da bien. Siempre tienen nuevos productos. ¿Y saben algo? La verdulería está siempre llena y cuando los dueños traen algo diferente, la gente lo compra.
De los argentinos se dice: “fútbol, asado y vino”. Pero tenemos mucho más para ofrecer en materia gastronómica. La curiosidad está. El producto está. Sólo falta hacer andar la rueda; es un largo trayecto que recién comenzamos a recorrer.
Mi punto de vista sobre
la alimentación
Muchas personas creen que soy vegetariano: amigos de amigos, cocineros cuyos restaurantes visito, seguidores de Facebook y Twitter. Ya estoy acostumbrado y puedo entender por qué se da la confusión.



Decir que me gusta la alimentación “natural
y orgánica” puede resultar muy ambiguo y abarcativo y, se sabe, los seres humanos nos sentimos más cómodos poniendo rótulos.
Ser tibio o moderado tiende a vincularse con posturas poco definidas o, según los mal pensados, “querer quedar bien con Dios y con el diablo”. Nada de eso. Se trata de manejar un delicado equilibrio, porque, como dice mi madre, los extremos se tocan. El fundamentalismo de los veganos termina pareciéndose al de quien está ciegamente en contra de ellos. A la hora de tomar una postura sobre el tema, tan en boga, siempre privilegié el ser sincero conmigo mismo. Yo no soy vegano ni vegetariano, pero la verdad es que ME ENCANTA ese tipo de comida y considero muy necesario difundirla para que los que no conciben su alimentación sino a través de un pedazo de carne entiendan que con tantos alimentos a nuestra disposición no tiene sentido quedarnos con unos pocos. Y también respeto a quienes —por cuestiones de creencia, consideración hacia los animales o salud— eligen o deben consumir sólo alimentos de origen vegetal.
Para ser franco, no tengo los recursos para avalar o afirmar de manera tajante si algo es saludable o no, dado que los conceptos en nutrición se encuentran en permanente evolución, y además yo no soy nutricionista. Pero vale la pena poner entre paréntesis algunos dogmas: basta ver antiguos cucos de la salud, como el huevo, hoy convertidos en alimentos saludables y, por el contrario, productos básicos como el pan o la leche son ahora cuestionados. A la hora de definir cuál es la mejor forma de alimentarnos, no hay
verdades absolutas. Pero también es cierto que todos tenemos, o deberíamos tener, una noción de lo que es comer bien y comer mal. Parecería que no queda otra que guiarnos por nuestra intuición y conocer y registrar qué le conviene a nuestro cuerpo.
Suelo describir cuál es para mí la forma ideal de alimentarme, y la que me gusta trasladar a mi cocina, a través de grupos de alimentos: frutas, verduras, cereales enteros e integrales, lácteos, frutas secas, semillas, legumbres, carnes. Todos en su estado más puro, es decir, lo menos procesados posible y de la mejor calidad.
Quizás esto tenga que ver con la forma en
que fui alimentado en la infancia,
que se profundizó con la vocación por la cocina. Personalmente, prefiero una papa hervida, con aceite de oliva virgen extra,
sal y pimienta negra recién molida, que
cualquier snack de kiosco con aceites hidrogenados y retrogusto ácido. Y esto
no es una cuestión de mero esnobismo, mucho menos de dietas o sibaritismo impostado, sino de algo relacionado con el placer. Una croqueta de pollo congelada NO ME TIENTA.
Esa es la mejor forma de concebir y aprehender un hábito saludable porque —cito nuevamente a mi madre— “usted no nació para sufrir”. Ningún hábito saludable puede mantenerse en el tiempo si no nos causa placer. Solamente debemos tener en cuenta algunos aspectos: saber qué comprar, cómo seleccionar nuestros alimentos, cómo planificar nuestra alacena y tener ciertas nociones de cocina que nos permitan obtener buenos resultados.

La alacena saludable
El primer paso es organizar los ingredientes que ya tenemos, asignándoles un espacio preferencial a aquellos que son saludables. Cada uno sabe cuánto conoce del tema: para algunos, tal vez la harina integral ya pertenezca al elenco estable de alimentos. Sin embargo, creo necesario repasar cuáles son los básicos. Los paseos por mercados, Barrio Chino y dietéticas serán disparadores de la curiosidad para ir ampliando nuestros recursos a la hora de encarar una alimentación completa y nutritiva.
Otra cosa que debemos tener en cuenta es cuán dispuestos estamos a meter las manos en la cocina. Yo no me canso de subrayar que cuando cocinamos damos un salto cualitativo inmenso en materia de alimentación y economía, mucho más en el caso de la cocina saludable, donde el costo de los insumos es relativamente más bajo que el precio de venta que tienen las comidas ya preparadas. La alacena saludable es mucho más económica y rendidora.
No hay que ser Paul Bocuse para preparar unas milanesas de soja, hamburguesas de lentejas, empanar un pollo en un mix de cereales o hacer una masa de tarta. Sólo es necesario tener una cuota de voluntad para fabricar ni más ni menos que nuestro combustible vital.
Estos ingredientes no deberían faltar en nuestra alacena saludable:
• Harina de trigo integral: puede ser superfina, fina y gruesa. Recomiendo la fina, y si es orgánica, mucho mejor. Olvídense de la harina integral de los supermercados. Es harina blanca con algunas escamas de salvado para generarnos la ilusión de que estamos comiendo más sano, cuando en realidad casi no hay diferencia entre uno y otro producto. La harina integral de verdad es el grano de trigo entero molido y, por su alto contenido en salvado, es bastante marrón y pesada. Sirve para todo tipo de masas integrales: panes, tartas, chapati, pastas, etcétera.
• Avena arrollada: hay fina o gruesa. Recomiendo ambas. La fina, para hacer rebozados y para pastelería; la gruesa, para la elaboración de granola casera.
• Azúcar integral: también conocida como azúcar mascabo. Es un azúcar no refinada y conserva todas las propiedades nutricionales de la caña de azúcar. Endulza un poco menos y es muy aromática. Siempre es mejor en su versión orgánica.
• Pastas integrales: hay marcas de pastas premium que ya cuentan con su versión integral: tienen buena textura y a veces, mejor sabor que las elaboradas con harina común.
• Arroz yamaní: es el arroz integral más sabroso. De grano redondo, tiene buena cantidad de almidón y sirve para todo tipo de preparaciones. Para cocinarlo (en cacerola con tapa), hay que calcular dos partes de líquido por cada parte de arroz. Siempre tengo un poco de arroz yamaní listo en la heladera para improvisar un plato caliente, una ensalada o para aglutinar hamburguesas de legumbres.

• Legumbres: todas las que encuentren, en pocas cantidades. Conviene hidratarlas por separado durante una noche en agua y cocinarlas también por separado.
¿Variedades? Prueben todas: porotos manteca, pallares, aduki, negro, mung; lentejas, lentejones, lenteja coral (se cocinan distinto), garbanzos (mis favoritos). Sirven para hacer pastitas condimentadas con ajo, aceite de oliva, limón, sal y pimienta: untadas en una tostada son el snack perfecto a toda hora. Por supuesto, las legumbres también sirven para guisos, ensaladas, hamburguesas, etcétera.
• Pseudocereales: quinua y amaranto. Son una opción alternativa al arroz en términos culinarios, pero cargados de nutrientes. Ya no son novedad, es hora de que formen parte estable de nuestra alacena.
• Aceites: son pilar fundamental en una despensa saludable. El de oliva virgen extra, sin dudas, el infaltable.
• Semillas: lino, sésamo de distintos tipos, girasol, chía. Son mi comodín omnipresente. Suelo comprar el mix por kilo, voy tostando las semillas en sartén seca a fuego bajo en pocas cantidades, y las guardo en una lata. Las uso para todo: ensaladas, pastas, pizzas, panes, masas, un tomate partido al medio con oliva y balsámico.
No buscamos que nuestra despensa se vuelva una farmacia ni desterrar por completo los ingredientes que ya conocemos y amamos. Es bueno también contar con un paquete de arroz blanco porque, créanme, lo digo con conocimiento de causa, puede suceder que un día no se sientan
bien del estómago y cuando vean que en su alacena todo es integral no sabrán qué comer. En estos casos, los alimentos integrales, que por su alto contenido en fibra son más trabajosos de digerir, están contraindicados. Por eso, recalco que no hay nada más saludable que el término medio de las cosas.
Si se proveen de estos básicos, pueden considerar que ya cuentan con una alacena que será el puntapié inicial para una alimentación más completa y variada. Anímense a probar recetas con estos ingredientes y van a ver cómo, de a poco, los productos irán ganando más y más espacio en sus comidas de todos los días.
Los básicos, buenos aliados
Al leer recetas de cocina, suelen pasarse por alto ingredientes por considerarlos “básicos”. Pero justo esos son los que pueden marcar la diferencia de sabor en una comida. A lo largo del libro profundizo sobre algunos de ellos cuando considero que son protagonistas. Aquí me detengo en los que más se repiten, para que los reconozcan al leer una receta:
• Sal: siempre se trata de sal fina, salvo que se indique otra variedad, y si es marina, mucho mejor. He tenido discusiones con mi primo ingeniero químico quien, con severidad académica, asegura que la sal “es sal”, y eso de “sal marina” es simple música orquestada por el marketing. Hablar de “sal marina” puede ser, en realidad, algo tramposo. Toda la sal de este planeta proviene del mar. Hace poco o mucho, la sal estuvo en algún momento disuelta en el agua de mar.

No es cierto que sea más saludable consumir la denominada “sal marina” que la sal común. La composición es prácticamente la misma y lo saludable es consumir el mínimo posible de cualquier tipo de sal.
La diferencia principal está en que la “sal marina” se obtiene por evaporación de agua y conserva otros minerales, cuyo aporte a nuestra dieta resulta insignificante atentos a su bajo consumo. Por otro lado, la sal común está refinada para darle consistencia corrediza.
Fleur de sel (Francia) o sal Maldon (Inglaterra) son algunas de la sales más célebres y puras. Se recolectan al caer el sol, a mano con palas especiales, y se dejan secar al viento.
Ya en el plano estrictamente gourmet, yo prefiero utilizar sal marina por considerarla más pura y natural. Nada como terminar un plato, incluso postres, con algunas escamas de sal marina. Si el sabor es diferente o no, pruébenlo ustedes mismos. Esta última presentación hace que envuelva la lengua de otra manera y probablemente sea lo que más influye en la percepción del sabor. Es como los cortes en la cocina. No tiene el mismo sabor una fina feta de jamón crudo que hincar los dientes en la pierna de jamón entera. Si no lo creen, hagan la prueba.
• Pimienta: granos de su variedad negra, previamente tostada y molida en el momento. Cuando se estrena la cocina de un restaurante hay dos olores que “inauguran” la actividad culinaria:
Primero, el quemado o curado de sartenes. Segundo, el tostado de la pimienta. Esto da cuenta de la importancia que tiene
en una preparación y del motivo por el cual a veces no logramos los mismos sabores en casa.
El procedimiento para tostarla es muy sencillo. Colocar la pimienta en una sartén limpia, a fuego bajo. Moverla cada tanto hasta que comience a desprenderse un aroma muy “zen”, a templo indio, que inundará toda la casa. Cuando se haya enfriado, disponer una parte en el molinillo y el resto en un frasco bien tapado para futuros usos.
Tostar la pimienta cumple dos funciones primordiales: primero, desprende todo su aroma, se despierta de ese “sueño” en el que se encontraba dentro del paquete. Segundo, le quita la humedad que pudiera haber absorbido y la vuelve más crocante, lo cual le es muy funcional al molinillo.
Si les gusta la pimienta tanto como a mí no obv