Yo amo comer

Karina Eilenberg
Sabrina Gatti Wosner

Fragmento

PRÓLOGO
POR CARLOS GONZÁLEZ
(PEDIATRA ESPAÑOL)

Durante décadas, los médicos hemos convertido la alimentación infantil en algo tremendamente complicado. Detalladas instrucciones sobre edades, horarios, cantidades y forma de preparación (“a los X meses introducir Z gramos de pechuga de pollo a la plancha, los lunes, miércoles y viernes a las 13 horas”), sin ninguna base científica, casi siempre en absoluta contradicción con lo que decía otro médico en la puerta de al lado.

Si no lo hacías exactamente así, lo hacías mal. Lo hacías mal si le dabas el pollo un mes antes o un mes más tarde, o si le dabas diez gramos más o diez gramos menos, o si le dabas ternera o cerdo en vez de pollo, o si le dabas muslo en vez de pechuga, o si se lo dabas frito o asado o estofado y no a la plancha, o si se lo dabas para cenar o si la comida no era exactamente a las 13 horas o si se lo dabas el día de la semana equivocado. Lo hacías mal, muy especialmente, si tu hijo no se lo acababa todo, todo, todo, hasta la última migaja, hasta lo que se le escurría por las comisuras de los labios para volver a metérselo. Había tantas oportunidades de hacerlo mal… que, claro, casi todas las mamás lo hacían mal.

Las viejas ideas se resisten a morir. La alimentación infantil se convirtió en una cosa tan compleja que tendemos a sustituirla por algo de similar complejidad. Muchos padres me dicen ahora que están haciendo “BLW”, con esa tendencia nuestra tan latina a pensar que las cosas no son realmente importantes, no existen realmente, hasta que un inglés les pone nombre. Hacemos Baby Led Weaning (destete guiado por el bebé) en vez de dar de comer a los niños, hacemos shopping en vez de ir de compras, y parece que nadie corría hasta que apareció por el horizonte el primer runner.

Pues no, les digo a esos padres; no están haciendo nada original, novedoso ni complicado. Están haciendo lo que hizo su bisabuela (antes decía “su abuela”, pero el tiempo pasa…). ¿Acaso creen que su bisabuela tenía una batidora eléctrica para hacer el puré sin grumos? ¿Acaso creen que iba cada mes a preguntarle a un pediatra lo que tenía que comer ahora su hijo? Comida normal, la misma que comen los padres, cortada en trozos o aplastada con el tenedor, dejando que el niño coma por sí mismo con su propia mano (porque, cuando tienes cinco hijos, sin agua corriente y sin lavadora automática, no estás para hacer el avión con la cuchara durante una hora). Es lo que se ha hecho siempre, durante siglos y siglos, milenios y milenios.

No se trata ahora de aprender un método nuevo y misterioso, sino de recuperar lo que hacía nuestra bisabuela, y que hacían miles de madres antes que ella. Y ojalá podamos recuperar también, ya de paso, mucho de la dieta de nuestros antepasados; comida preparada con tiempo, muy poca sal, muy poco azúcar, pasteles sólo en las grandes fiestas, y para beber, sólo agua.

Porque no se trata de que nuestros hijos coman sano entre los seis y los doce meses para que a los tres años acaben bebiendo gaseosas y jugos y comiendo galletas y bolsitas de papas fritas. La salud de nuestros hijos no depende de lo que coman durante seis meses, sino de lo que coman durante veinte o treinta años, y la única forma de mejorar eso es que los padres comamos sano.

Espero que el libro de Karina Eilenberg y Sabrina Gatti Wosner les ayude a evitar esas absurdas peleas entre padres e hijos, con una papilla como arma arrojadiza. A recuperar la alegría de comer en familia.

INTRODUCCIÓN
ASÍ LLEGAMOS HASTA ACÁ

Era 2003. Cada una tenía sus razones para estar ahí. Y también, ansiedad ante el desafío, vértigo: nos enfrentábamos a la UBA y a una carrera hermosa y monumental como Medicina.

Una de nosotras, Karina, creció en hospitales. Hija de médicos, no veía otra opción. Lo tenía claro: era medicina y era con niños.

La otra, Sabrina, espontánea, menos planificadora, todavía dudaba un poco mientras aguardaba su turno para hacer la inscripción al CBC.

Empezamos la carrera entonces sin conocernos, y la paradoja del destino hizo que el encuentro fuera en Fisiología, una de las pocas materias que hablan sobre cómo debe funcionar naturalmente el cuerpo cuando está sano, cuando no enferma. Avanzamos juntas, nos hicimos amigas, compartimos horas de estudio, de debate, de formación, con todo lo que esa palabra significa.

En 2007 rendimos la última materia y compartimos la emoción de esa puerta abierta, título en mano. Llegada la formación de posgrado, Sabrina fue al Hospital Argerich, donde realizó la residencia en medicina familiar, convencida de que para ejercer esta profesión se necesita una mirada global, completa, integral. Que hay que priorizar la salud, que hay que trabajar en construir ese concepto único e individual ante eso. Y Karina fue al Hospital Garrahan, convencida de que ese era el mejor lugar para formarse como pediatra. Sin embargo, a ambas nos sucedía lo mismo: nuestras expectativas confrontaban con un sistema médico que no suele pensar a las personas desde sus posibilidades para construir una vida íntegra, en salud, sino que más bien pareciera concentrar sus fuerzas en combatir las distintas patologías que aparecen cuando ese estado se pierde. Nosotras queríamos acompañar a las personas en sus etapas vitales y en ese sentido, las residencias médicas son instancias apuradas, intensas y rígidas.

Así, inmersas en el hospital, nos separaban cuadras, nos distanciaban guardias, pero seguían uniéndonos el compañerismo y las preguntas que nos alejaban de esa realidad, las reflexiones y los mates.

Sin programar una puerta de salida, o entender bien cuál iba a ser ese camino propio que íbamos a transitar, yo, Karina, empecé a ahondar en la crianza de los más pequeños, en las familias. Descubrí una serie de autores que me ayudaron mucho en ese proceso. Françoise Dolto y Laura Gutman empezaron a darme muchas más respuestas y a presentarme nuevas preguntas. Entendí, sin tener hijos aún, que el desafío de la maternidad y de la paternidad es acompañar en todas las instancias de la vida.

Por mi parte, yo, Sabrina, siempre había sido amante de la buena cocina y de la comida, y continué mi exploración por ahí. Comencé a valorar cada vez más el ritual de alimentar no sólo nuestro cuerpo, sino la mente, el espíritu. Empecé estudiando ayurveda, luego plantas medicinales y, finalmente, me inscribí en medicina naturista, que terminaría poniéndoles un nombre concreto a esas ideas dispersas pero firmes con las que siempre comulgué.

Todo esto fue puliendo nuestra forma de ser profesionales. Sin embargo, lo que realmente nos modificó fue el nacimiento de nuestras hijas. Fuimos madres casi

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