RiusPlay y el hechizo de la luna llena

RiusPlay

Fragmento

Título

Cuando Rius era niño, aún existían señores que iban de pueblo en pueblo, recorriendo los caminos de distintos países contando historias sobre caballeros que ya no existían, peleas entre hombres y dragones, ejércitos que arrasaban todo a su paso, princesas que dormían cien años por haber recibido un encantamiento y temibles maldiciones. Estos señores se llamaban juglares. Rius y sus amigos crecieron escuchando esas historias sobre caballeros valientes que se iban a la guerra y regresaban a casa convertidos en leyendas. Los juglares se detenían en Corral, la aldea de Rius, porque ahí se levantaba el castillo del rey Trollino, uno de los hombres más valientes de toda la región, una leyenda viviente.

―¡Correr, vamos a escuchar! ―les había dicho Rius a los niños con quienes jugaba en la calle cuando vio que la gente se juntaba alrededor de un juglar―. ¡Quiero escuchar sobre las batallas!

―¿Todavía crees en dragones y princesas? ―le preguntó, burlón, uno de los niños.

―Sí, todavía creo que puede haber un monstruo cerca de nosotros. ¡Arrgh! ―contestó Rius y se acercó a la multitud.

Cada vez se hablaba menos de los caballeros, sus espadas y armaduras, las peleas entre hombres y seres mitológicos iban quedando atrás, nadie había visto un dragón en mucho tiempo, tampoco un ave fénix o un fauno, casi todos los seres fantásticos se habían extinguido o escondido en las montañas, dentro de cavernas después de la última gran batalla. ¿De qué héroes iban a cantar los juglares, si ya no había alguno cerca de Corral? A Rius le hubiera gustado ver uno cuando era niño, por lo menos ver de lejos un dragón, pero fue un terrible error decirlo en voz alta, frente a la hoguera mientras él y Timba cocinaban conejos.

―¿De qué estás hablando? ―dijo Timba, molesto. Acomodó su túnica de hechicero para no mancharla con grasa de conejo y continuó comiendo y hablando―. No tienes idea de lo que los seres mitológicos han hecho en estas tierras, Rius. No los llamaré seres mitológicos, los llamaré monstruos, porque ellos estuvieron a punto de acabar con nosotros, con tus abuelos, los padres de tus abuelos, con todos, sin mencionar que gracias a ellos ni tus padres ni los míos están aquí. Así que deja ya esas ideas.

―Pero…, ¡Timba! ¿Qué tiene de malo creer en ellos?

―Deja que sigan escondidos, Rius, y que nunca vuelva un hombre con garras de bestia. Que nunca vuelva a nuestro pueblo una amenaza como las de antes.

―Es que los caballeros…

―Los caballeros ya no existen, Rius ―contestó Timba―.

Tenemos al rey, y sí, él tiene en su corte real valientes caballeros que se sientan a decidir el destino de nuestras aldeas, pero no queremos una batalla más. Sé que es tu sueño, quizá lo cumplas dentro del castillo, si llegan a necesitarte, pero no desees que sea peleando, pesado…

―Timba, es que te imaginas que…

―No, Rius, no me imagino nada. Ahora estamos en paz, eso costó la vida de muchos valientes hace tiempo, y por eso tú debes entrenar a partir de ahora, porque no queremos que la historia se repita, y si sucede, debes estar preparado para lo que sea. Yo tengo mi hechicería, ha funcionado hasta el día de hoy, pero hay cosas contra las que no puedo combatir, y tampoco quiero.

―Cara antorcha ―murmuró Rius, molesto, pero no tan fuerte y claro como para que Timba lo escuchara.

Esa noche, Rius cenó en silencio. Tenía diez años, la edad en la que los niños de la aldea dejaban de lado los juegos infantiles, debían aprender a leer y escribir, sumar y restar, y sobre todo, debían comenzar los entrenamientos de protección. Rius creció escuchando que los niños del reino debían ser buenos con las armas, pero si ya no había batallas, los animales mitológicos habían quedado atrás y se suponía que todo estaba en paz, ¿por qué tenían que entrenar a partir de ese momento?

―Yo soy Rius, caballero de Corral, experto en el dominio de la espada. ¡Yaaa! ―decía a veces, cuando Timba no estaba en casa y él jugaba con su espada de madera.

Corral, la aldea de Rius, quedaba cerca de un bosque por el que pasaba un río muy famoso, era el lugar perfecto para sembrar, pescar o criar animales. Sobre una colina estaba el castillo del rey Trollino, uno de los más bellos y grandes de todo el país. Timba había llevado a Rius un par de veces al desfile que se hacía en honor a la última batalla del rey, ahí Rius conoció las armaduras, que ya solo se veían en ocasiones especiales, los escudos, los finos vestidos de las damas de la corte, y las águilas reales del rey, que servían mucho para mandar mensajes y ganar tiempo en la batalla. Al final del desfile había una demostración de peleas entre caballeros, a pie y a caballo, ese era el momento que Rius disfrutaba más.

―¿Por qué se pelean, Timba? ―había preguntado Rius la primera vez que vio a dos caballeros pelear, y había quedado fascinado.

―Es para recordar que nuestros valientes acabaron con el mal y evitaron la destrucción del reino a manos de los enemigos ―contestó él, sin apartar la vista de la pelea. Aunque no lo admitiera, también le emocionaba ver los combates.

“El mal”, se repitió Rius una y otra vez cuando hicieron el camino de regreso a Corral. No sabía qué era el mal; Timba le decía qué cosas estaban bien hechas y cuáles estaban mal hechas, pero el mal era algo que aún no comprendía, aunque escuchara de él todo el tiempo. Después de unos años, Rius supo de qué se trataba.

El día en el que comenzaría su entrenamiento sería una ocasión muy especial. Rius y otros niños se levantaron desde temprano, se pusieron la ropa blanca de celebración y fueron con sus padres al claro del campo, a las afueras de Corral, donde Invictor, uno de los hombres más valientes de Corral y amigo del rey, ya los esperaba. Timba llevó a Rius, ya conocía al maestro, incluso eran amigos, así que se saludaron de lejos mientras todos los demás iban llegando. Invictor no era muy alto pero sí fuerte, no vivía en la aldea, tenía una casa un poco lejos, donde lo acompañaban su caballo y varios animales; los niños lo veían con frecuencia entrenando con otros muchachos del pueblo y algunos hombres adultos. Los nuevos alumnos se colocaron en círculo e Invictor, al centro; los padres, incluyendo a Timba, se fueron en ese momento.

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―¡Bienvenidos a vuestro primer día de entrenamiento, futuros mamados! ―dijo. Tenía una voz que daba miedo, y un cuerpo tan lleno de músculos, que quien lo viera por primera vez quedaría asombrado porque Invictor estaba mamadísimo―. A partir de ahora y hasta que se hagan adultos, deberán venir los días marcados por los cambios en la luna. Hay caballeros muy valientes en el castillo del rey Trollino, ellos les mostrarán cómo defenderse, pero cuando crezcan y cumplan dieciséis años yo seleccionaré a los que dominen mejor las armas, como la espada o la flecha, y los elegidos entrenarán conmigo. La

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