PRÓLOGO
Desde hace muchos años, se instaló la idea de la existencia de una poderosa organización nazi que en la posguerra se dedicó a auxiliar a miles de criminales de guerra y los ayudó a trasladarse a algún país latinoamericano para evitar ser juzgados por sus delitos.
Quizá el autor que más contribuyó con esa idea fue el escritor británico Frederick Forsyth, cuando publicó en 1972 su novela El expediente Odessa.
En el best seller de Forsyth se describe en detalle a la red Odessa, una legendaria sociedad secreta nazi con contactos en las más altas esferas políticas y clericales de Occidente. Casi al pasar, se menciona a Juan Domingo Perón. En el libro de Forsyth, el ex presidente argentino es apenas un cómplice al final de la ruta de escape, y no se profundiza demasiado en los motivos que lo llevaron a convertirse en el importador más importante de nazis de la posguerra. El expediente Odessa resultó útil para mantener vivos los fantasmas de un nazismo aún poderoso y la fantasía del surgimiento de un Cuarto Reich. Sobre tan tremenda profecía pendía el riesgo de la repetición del Holocausto y el regreso de las chimeneas humeantes en los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, Dachau, Treblinka y Belżec.
Sin embargo, la aparición de nuevos testimonios y la desclasificación de documentación secreta en Occidente derrumbaron gran parte de la arquitectura conspirativa armada por Forsyth en su novela.
En su lugar, comenzó a volverse visible una red de fuga que tuvo a los croatas nazis, los ustashas, como primeros beneficiarios. El análisis de las nuevas fuentes demostró que detrás de ellos, por la ruta ustasha, lograron colarse algunos de los hombres más buscados del universo nazi-fascista.
Croacia, un país irrelevante frente a otras naciones del Eje, había sido dejado de lado por los investigadores, que siempre prefirieron concentrarse en el destino de los criminales alemanes, franceses, italianos o de otras nacionalidades más gravitantes del campo nazi-fascista. Sin embargo, en esa pequeña nación católica se escondía el secreto que podía explicar cómo hicieron algunos de los peores criminales de guerra para huir de Europa y las razones que tuvo el gobierno argentino de Juan Domingo Perón para comprometerse en su ayuda.
La ruta de los ustashas, que por años fue considerada una vía subalterna, comenzó a adquirir mayor importancia para los estudiosos del fenómeno al aparecer como el rumbo de escape que utilizaron criminales de la talla de Adolf Eichmann, Eduard Roschmann, Josef Mengele, Erich Priebke, Klaus Barbie y Gerhard Bohne.
Pronto comenzó a quedar en evidencia que los servicios de inteligencia de Occidente se habían aliado con el Vaticano para preservar a los fanáticos ustashas con el fin de utilizarlos en la inminente lucha contra el imperio comunista. Y, además, que el compromiso ideológico de la Iglesia Católica con los ustashas se fundamentaba no sólo en la identificación religiosa y política, sino también en la urgencia por encubrir la complicidad de la Santa Sede en la muerte de un millón de personas durante los cuatro años en los que el líder de los ustashas Ante Pavelić gobernó Croacia bajo la tutela de las tropas nazis y fascistas.
Pavelić no era otro más dentro del elenco de criminales de guerra que escaparon de la debacle del Eje. Fue el criminal de mayor rango que logró sobrevivir indemne a la derrota.
Repasemos los destinos de otros jefes nazis y fascistas para contrastarlos con el del dictador croata. Benito Mussolini terminó su carrera política el 28 de abril de 1945 colgado, junto a su amante, en una plaza de Milán. Adolf Hitler se suicidó dos días más tarde, cuando el Ejército Rojo tocaba las puertas de su búnker en Berlín. El noruego Vidkun Quisling fue fusilado el 29 de octubre del mismo año en una antigua fortaleza de Oslo. El serbio Milan Nedić también eligió suicidarse; lo hizo el 4 de febrero de 1946, antes de ser juzgado. El mariscal francés Henri Pétain fue degradado y condenado a cadena perpetua por un tribunal militar.
Pavelić, en cambio, no sólo fue salvado del patíbulo sino que además logró llegar a Buenos Aires junto con la mayor parte de sus ministros. Fue el único de los líderes nazi-fascistas que logró fugarse con su plana mayor y que además organizó un gobierno en el exilio durante la posguerra.
Ya en la Argentina, fue protegido por Perón, quien le dio empleo, le regaló una casa e instruyó a sus funcionarios para que lo ayudasen a reunirse con miles de sus ustashas. Además, Pavelić hizo lo posible para que importaran el tesoro que habían robado cuando fueron obligados a dejar Zagreb, logrado en parte con el saqueo a sus víctimas en los cuatro años de su dictadura.
Al revisar las fechas y los nombres de quienes intervinieron en la fuga de los croatas, queda claro que la ruta ustasha fue la mayor y la más organizada. En su funcionamiento, el gobierno argentino tuvo un rol tan determinante como el de los curas católicos.
Existe una explicación para el comportamiento del gobierno argentino. Tras la derrota del Eje, Perón necesitaba congraciarse con los ganadores de la guerra luego de años de apoyar los intentos nazis para infiltrarse en Latinoamérica. En su búsqueda de acercarse a Washington y Londres, no dudó en sumarse a la cruzada por salvar a los criminales de guerra que motivaba el anticomunismo y la necesidad de crear un ejército de prófugos en la retaguardia de Occidente que ayudara a contener el avance del marxismo en todo el planeta. Por lo mismo, tenía sentido la alianza de Perón con la Iglesia Católica. Pese al promocionado enfrentamiento con la curia al final de su mandato, desde su surgimiento como líder político Perón tuvo en la Iglesia Católica a uno de sus aliados más firmes y constantes.
Recién cuando la ruta de los ustashas estuvo funcionando a pleno desde Roma hacia Buenos Aires, pudo evadirse la mayor parte de los criminales de guerra de otras nacionalidades, que usaron precisamente este mecanismo para salir de Europa porque otros caminos, antes disponibles, les resultaban impracticables o demasiado riesgosos.
Por eso, el dictador Pavelić y su comitiva inauguraron una ruta que con el tiempo se transformaría en la vía de escape más utilizada por los criminales de guerra. Sin importar el peso de sus delitos o la identidad de sus víctimas, todos ellos encontraron en Perón y el Papa la “caridad cristiana” que precisaban para no rendir cuentas ante la justicia.
Ante Pavelić era tan católico como admirador de las ideas de Hitler y Mussolini. Por eso durante su gobierno recibió el apoyo del Vaticano, que en su dictadura hizo oídos sordos ante las denuncias originadas en el genocidio de cientos de miles de serbios y la masacre del noventa y cinco por ciento de los judíos que vivían en Croacia. Ningún otro régimen del Eje logró ejercer en su territorio una eficacia criminal semejante sobre los habitantes de esa comunidad.
El Papa recibió como prenda de Pavelić la conversión forzada a la fe católica de miles de serbios ortodoxos y la construcción de un Estado que tenía al cristianismo como uno de sus pilares centrales.
Es por eso que la Santa Sede puso tanta energía en respaldar a los jerarcas ustashas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Proteger a su hombre en Croacia era también cubrir las pistas sobre la complicidad del Santo Padre y sus subalternos en el exterminio de al menos un millón de seres humanos. Con Pavelić y otros jerarcas de su régimen sometidos a un juicio similar al de Núremberg, se habría hecho pública la colaboración del Papa y su entorno en el genocidio croata. Salvarlos era entonces, para la Santa Sede, un gesto de autopreservación durante los tiempos en que la prensa mundial se atiborraba de relatos de las atrocidades cometidas por Hitler y sus aliados.
El Vaticano también coincidía en la necesidad de preservar a los nazi-fascistas como cuerpo de choque contra el colectivismo. Al igual que algunos altos funcionarios de Washington y Londres, pensaban que era un desperdicio político someterlos a los tribunales, si al hacerlo se derrochaban su experiencia y fanatismo, tan necesarios en la cruzada anticomunista mundial.
Frente a ellos se encontraban sus adversarios, los grupos dentro de Occidente que pretendían llevar a los criminales a los tribunales y presentar a sus países comprometidos con el juzgamiento de los que habían cometido delitos contra la humanidad. La lucha secreta entre unos y otros fue uno de los más fascinantes y aún inexplorados juegos de acechanzas, traiciones y operaciones políticas del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Para los que pretendían sustraer a los criminales de guerra de la justicia, no tardó en quedar claro que dejar a sus protegidos en Europa era una solución temporaria, aun cuando estuviesen resguardados en monasterios y conventos. Es lo que sucedía con los ustashas, que se amontonaban en las propiedades de la Iglesia a la espera de una solución que les permitiera evadir definitivamente el cerco de los que pretendían llevarlos ante la justicia.
En la búsqueda de un gobierno que los ayudase a sacar a los croatas de Europa, los hombres del Papa encontraron en Perón la solución perfecta. El presidente argentino estaba dispuesto a colaborar en el salvataje de aquellos croatas que seguían su misma doctrina nacionalista y católica, que rumiaban las mismas ideas anticomunistas y cuyo rescate le permitía hacer algo respecto al repudio que sentía por los juicios de Núremberg.
El gobierno argentino se movió ágilmente para montar una estructura legal que permitiese facilitar la fuga. Con la excusa de importar mano de obra y cerebros europeos para convertir a la Argentina en una potencia económica y militar, se montó la Delegación Argentina de Inmigración en Europa (DAIE), que proveyó miles de documentos apócrifos para que los croatas pudiesen dejar Europa. Junto con la DAIE actuaban los sacerdotes católicos repartidos en todo el continente europeo para recolectar y luego enviar a Italia a los prófugos. Desde allí viajaban a la Argentina con pasaportes falsos provistos por la delegación de la Cruz Roja que funcionaba en el Vaticano. A lo largo de este proceso, los curas de apellidos croatas aparecían una y otra vez, al igual que los funcionarios argentinos que facilitaban cada paso burocrático de la huida.
Para ese momento los sectores de los servicios de inteligencia norteamericanos y británicos que deseaban salvar a los nazifascistas del patíbulo, ya trabajaban en estrecha colaboración con los agentes del peronismo para que el sistema funcionara desde los territorios ocupados por los aliados y les permitiera llegar indemnes a Buenos Aires. Esa colaboración marcaba claramente el brusco giro experimentado por Perón, que en sus primeros años en el poder supo ver en las potencias capitalistas la explicación para todos los males de la Argentina.
Es por eso que, comprobada la eficacia que mostró esta red montada por Perón y el Vaticano para sacar a los ustashas, los aliados comenzaron a usarla para sacar con ellos a los nazis que necesitaban salvar. Era un trato muy sencillo: los aliados permitirían salir a los croatas a cambio de una cuota de salvoconductos provistos por el peronismo y la Iglesia. Es así que la red croata evolucionó desde un discreto rumbo de fuga a una estampida de criminales de guerra y colaboracionistas de todas las nacionalidades en 1947.
En esta nueva perspectiva, y en comparación con la ruta ustasha, la red Odessa manejada por los nazis pasaba a ser una mera mutual dedicada a proveer a sus afiliados refugio y provisiones, mientras que la red de Perón y el Vaticano les entregaba la documentación y los pasajes a la Argentina o a otros países sudamericanos.
La colaboración de Perón con los croatas fue mucho más allá del otorgamiento de visas y refugio. Ni bien Ante Pavelić logró establecerse en la Argentina, el gobierno peronista inició una política sistemática de negación de las solicitudes yugoslavas para que fuese extraditado junto con otros criminales croatas. La negativa se basaba en excusas tales como la imposibilidad de hallarlos o la falta de una acusación fundada que justificase su extradición. Mientras tanto, los croatas nutrían las filas parapoliciales del peronismo y se empleaban en masa en oficinas y obras públicas del Estado.
Para hacer más enredada la situación, a poco de llegar a la Argentina, el gobierno peronista ignoró los reclamos yugoslavos por la actividad de los terroristas de Pavelić que por años se dedicaron a atacar a Yugoslavia en cualquier lugar del mundo donde hubiese diplomáticos y oficinas de esa nación. Todo esto sucedía mientras se seguía negando que Pavelić estuviese en la Argentina y los ustashas aparecían en el entorno cercano de Perón con una frecuencia llamativa.
Es así que la red de Perón y el Vaticano fue la base para construir un auténtico ejército en la retaguardia occidental, formado por miles de croatas que no aceptaron mansamente la derrota y se dedicaron en los años siguientes al terrorismo contra los yugoslavos o a engrosar las filas de mercenarios contratados para hacer frente a los soviéticos y sus aliados en diferentes escenarios de la Guerra Fría.
Perón mantuvo su idilio con los ustashas incluso después de ser derrocado. Cuando emprendió el exilio de diecisiete años que siguió a su derrocamiento, en 1955, la escolta de los croatas aparecía insistente junto a él, como si los propósitos de unos y de otros estuviesen unidos.
El ex presidente argentino volvió a codearse con ellos en su estadía en Venezuela y más tarde en la República Dominicana, donde los seguidores de Pavelić crearon una temible fuerza parapolicial. Uno de ellos, Milo de Bogetich, acompañó a Perón a España y se convirtió en su custodio.
Cuando retornó al poder en la Argentina en 1973, Perón volvió secundado por Bogetich. El ustasha fue además su confidente y uno de los fundadores menos conocidos de la temible Triple A, la policía política que armó Perón para aniquilar a los grupos de izquierda dentro y fuera de su partido.
Los croatas salieron de escena con la caída del tercer gobierno peronista en 1976, pero resurgieron cuando el peronismo volvió al poder en 1989, año en que ganó las elecciones Carlos Menem. Prominentes figuras del régimen de Pavelić que vivían en la Argentina aparecieron en la trama del contrabando de seis mil quinientas toneladas de armas argentinas a Croacia, que en ese momento libraba una feroz guerra de independencia contra los serbios. El presidente peronista puso en juego, literalmente, su libertad en una apuesta por ayudarlos. Y esa colaboración volvió a hacerse con la complicidad de los sistemas de inteligencia de Occidente, interesados en pertrechar a Zagreb con las armas que le proporcionaba el gobierno peronista. Sobre cada envío de material bélico flotaba el manto púrpura de la Iglesia vaticana, que alentó y apoyó la lucha de sus amados croatas.
Otros argentinos hicieron lo propio al sumarse a las filas croatas y se convirtieron en héroes de la Croacia liberada. Entre ellos había miembros de la comunidad croata argentina y militares argentinos seguidores del nacionalismo católico que no hallaron diferencias entre sus ideas y las que seguían las tropas independentistas en las que se enrolaban.
Hoy, Croacia es una nación independiente. Con el fin de la guerra contra los serbios una parte considerable de sus ciudadanos empezó a rescatar la imagen de Pavelić. Y lo que quizá resulte más irritante es que, al mismo tiempo, el ex papa Benedicto XVI también se había embarcado en una polémica campaña para santificar a algunos curas ustashas.
En semejante escenario, no resultó extraño que junto a los veteranos de la guerra por la independencia desfilaran los antiguos soldados de Pavelić cargados de medallas logradas durante la masacre de serbios, judíos y gitanos.
Estos son apenas algunos de los signos del triunfo final de Ante Pavelić y sus protectores. Croacia finalmente emergió como el único país europeo en donde las ideologías del odio y sus próceres genocidas han sido incorporados oficialmente en el santoral nacional.
De este modo, la historia hizo un giro completo para terminar en el sitio donde todo había comenzado, en la Croacia católica y nacionalista. Como si la tragedia del régimen ustasha no hubiese sucedido, los croatas redimieron a sus carniceros y crearon una mirada de su pasado en la que actos genocidas y legítimas reivindicaciones independentistas se mezclaban en un mismo conjunto incuestionable. Es allí donde habían apuntado precisamente Perón y sus amigos del Vaticano al asistir a los croatas, a un regreso triunfal de las ideas del nacionalismo cristiano que habían sido derrotadas cuando cayó el gobierno de Pavelić.
Al final de cuentas, la ruta de los ustashas no fue sólo un rumbo de fuga. Medio siglo después, demostró ser también un camino de regreso que facilitó que los criminales se transformaran en santos, que los asesinos se vistiesen de patriotas y que los encubridores fuesen aclamados como estadistas.
CAPÍTULO I
El tabú croata
La confesión
Corrían los primeros meses de 1989 y el candidato presidencial del peronismo, Carlos Saúl Menem, intentaba seducir a un grupo de argentinos de origen croata reunidos en el salón principal del Instituto Cardenal Stepinac, en las afueras de Buenos Aires. Además del respaldo de los doscientos cincuenta mil integrantes de esa colectividad, confiaba en cosechar fondos para su campaña entre los empresarios que habían ido a escucharlo.
A contramano de lo que hizo a lo largo de su gira proselitista, Menem no buscó seducirlos con su inagotable cantera de promesas. En lugar de ello, escogió hablarles de la amistad que unió a Juan Domingo Perón con Ante Pavelić.
Dice uno de los testigos de esa jornada que Menem se dedicó a enumerar las coincidencias que existían entre Perón y Pavelić. Habló de las ideas nacionalistas y de la religión católica, sobre las circunstancias históricas que hermanaban a la Argentina y Croacia, y acerca de la lucha por la soberanía nacional. Luego relató el modo en que Perón ayudó a Pavelić para que se juntara con sus ustashas en Buenos Aires. Mencionó, además, la amistad que unió a ambos líderes y aseguró que estuvieron reunidos en numerosas oportunidades mientras el croata estuvo exiliado bajo el amparo del justicialismo. Antes de dejar el escenario entre aplausos y cheques, se comprometió con la causa de la independencia croata y prometió apoyarla una vez que estuviese en la presidencia.
Ese día Carlos Menem rompió uno de los mayores tabúes del peronismo. Por primera vez, blanqueó la estrecha relación que unió a los máximos dirigentes nacionalistas de la Argentina y de Croacia en la posguerra. No es que tal información fuese desconocida —los historiadores dentro y fuera del peronismo la sabían hacía décadas—, pero lo novedoso fue que por primera vez un jerarca del partido se animaba a admitir públicamente que el fundador del Movimiento Nacional Justicialista había protegido a Pavelić y a sus cómplices.
Perón, un militar popular
Juan Domingo Perón irrumpió en la historia política argentina al mando de una tanqueta golpista. Fue el 6 de septiembre de 1930, el día en que participó en la toma de la Casa Rosada, cuando fue derrocado el presidente radical Hipólito Yrigoyen.
El golpe de Estado contra Yrigoyen fue liderado por el general profascista José F. Uriburu, una de las figuras del creciente movimiento nacionalista cristiano en el que estaba integrado aquel joven y aún desconocido oficial que, una década después, fundaría el Movimiento Nacional Justicialista.
Unos días más tarde, el mayor Juan D. Perón fue fotografiado en el estribo del auto que llevaba al dictador Uriburu a tomar posesión del gobierno en el parlamento.
Su colaboración con el golpe y sus indiscutibles cualidades de liderazgo le valieron a Perón su primera misión en el extranjero. En 1935 fue enviado a Chile como agregado militar. En realidad, su objetivo era armar de una red de espionaje dedicada a obtener información sobre las fuerzas armadas de ese país. Fue allí donde comprendió los efectos políticos positivos que tenían las políticas a favor de los derechos de los obreros que implementó el presidente chileno Arturo Alessandri. Aquellos avances inspirarían luego las políticas laborales que llevó adelante una década después.
Su otra fuente de aprendizaje ocurrió en el siguiente destino adonde fue enviado por el gobierno argentino, luego de emprender una apurada fuga de Chile cuando los agentes que había contratado fueron descubiertos por el gobierno local.
Entre febrero de 1939 y enero de 1941 fue designado observador militar en la Italia de Mussolini. Para entonces, el continente europeo se internaba en una guerra que duraría seis años. Alemania, Italia y los gobiernos totalitarios aliados a ellos parecían una máquina incontenible que ponía a casi todos los países de la región bajo la bota del autoritarismo. Nuevamente, la misión real de Perón era trabajar en asuntos de inteligencia. La figura del observador fue una eficaz manera de distraer sobre los verdaderos objetivos políticos que tenía su presencia en Europa.
Durante su viaje por Italia, Perón se dejó ganar por las ideas corporativistas desarrolladas por el Duce, con quien tuvo oportunidad de reunirse en la ciudad de Milán. También fue recibido por el papa Pío XII.
Invitado por el gobierno de Berlín, Perón recorrió Alemania y los territorios ocupados en Francia, además de hacer una gira por España, Portugal, Hungría, Albania y Yugoslavia. Se han conservado pocos datos sobre su presencia en este último país y los sitios que visitó. Sin dudas, las impresiones de aquel viaje le resultarían útiles a la hora de considerar la asistencia a los ustashas.
El regreso del coronel pródigo
En 1941 Perón regresó a la Argentina determinado a aplicar las lecciones de manejo de masas que había aprendido en el extranjero. Al momento de su retorno, la Argentina era gobernada por el presidente conservador Roberto Ortiz. Las presiones cruzadas de los intereses británicos y norteamericanos, por un lado, y los grupos pro Eje, por el otro, llevaron a los conservadores a asumir una posición neutral frente al conflicto europeo. En realidad actuaban tal como había pedido Londres, cuyo interés pasaba por asegurarse de que los buques argentinos no fueran considerados hostiles por los alemanes y, por lo tanto, corrieran el riesgo de ser hundidos antes de entregar su carga de materias primas en puertos británicos. Pero el gobierno argentino también hizo lugar a las presiones de los alemanes y de sus aliados de la derecha nacionalista local, que pugnaban por una alianza con el Eje. Los sectores proalemanes no tardaron en montar una estructura de espionaje cuya actividad les permitió usar a la Argentina como base para actividades encubiertas del nazismo en el cono sur americano.
Hacia 1943, la Argentina se preparaba para organizar elecciones generales. Los conservadores designaron a Robustiano Patrón Costas como candidato. Dentro del sistema electoral fraudulento de la época, dominada por el partido de gobierno, la nominación equivalía a su nombramiento anticipado como próximo presidente. Pero los grupos nacionalistas argentinos querían asociarse abiertamente al Eje y ya no aceptaban compartir el poder con los conservadores. En consecuencia, hicieron correr el rumor de que Patrón Costas rompería la neutralidad y volcaría a la Argentina del lado de los aliados.
El 4 de junio de 1943, los oficiales y los civiles que buscaban crear un régimen inspirado en las ideas de Hitler y Mussolini agitaron la idea de que la Argentina entraría en la guerra en coalición con los aliados y la existencia de un sistema de fraude electoral para dar un golpe de Estado y poner al general Arturo Rawson en la presidencia. En lugar de llamar a elecciones, se trenzaron en una disputa interna que finalizó con la caída de Rawson y su remplazo por el general germanófilo Pedro Ramírez.
Perón se convierte en líder
El siguiente paso del coronel Perón hacia el liderazgo político ocurrió nuevamente con un golpe de Estado. En la conspiración de 1943, fue el integrante más influyente de la logia nacionalista llamada Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una agrupación integrada por civiles y militares admiradores del nazismo y el fascismo. El GOU tuvo un rol crucial a la hora de rebelar a la tropa y darle sustento ideológico al derrocamiento del régimen conservador con consignas ultranacionalistas. A partir del golpe y de su liderazgo dentro del GOU, Perón se fue convirtiendo poco a poco en el hombre fuerte de la Argentina.
El coronel convenció a sus camaradas golpistas de que la única forma de frenar el avance de las fuerzas de izquierda y lograr la estabilidad social era mejorar el salario de los trabajadores y ampliar sus derechos laborales. De ese modo, conseguirían un apoyo popular que hasta ese momento les había sido esquivo.
La astucia política de Perón lo llevó a presentar cada una de las concesiones que recibían los trabajadores y sectores humildes como una consecuencia de su aparición providencial dentro del escenario político argentino. De este modo, supo interpretar magistralmente la necesidad de liderazgo paternalista que demandaba una parte mayoritaria de la sociedad y, en particular, los sectores bajos más sensibles al discurso nacionalista que pregonaba el golpe. En consecuencia, su figura se fue acrecentando entre trabajadores y gremialistas. Para 1944, el respaldo que recibía de estos grupos superaba por mucho el apoyo que recibía el régimen militar. En realidad, el coronel no hacía otra cosa que poner en práctica las enseñanzas aprendidas de los regímenes europeos, que habían hecho del populismo regido por un caudillo carismático una herramienta de acumulación de poder.
A medida que iban logrando ampliar su apoyo popular, Perón y sus camaradas comenzaron a montar instituciones inspiradas en el corporativismo italiano, que centralizaba las decisiones económicas e imponía un control rígido sobre las disidencias. Además, se avanzó en la construcción de un partido de gobierno omnipresente y en la descalificación de cualquier forma de competencia por el poder. Tampoco faltaron las medidas para consolidar un aparato de propaganda oficialista, la exaltación de las ideas patrióticas con carácter de obligatoriedad para todos los ciudadanos y la militarización de la sociedad bajo consignas urgentes que tenían casi siempre por enemigos a los liberales y a la izquierda. De a poco, Perón y sus compañeros de la dictadura militar fueron erigiendo un entramado de leyes e instituciones que borró el sistema liberal inaugurado desde 1880 y que a partir del golpe de 1930 comenzaba a ser visto como un estorbo para la creación de un Estado nacionalista de corte autoritario.
No menos importante fue la centralidad que tuvieron las consignas católicas dentro de los discursos de los golpistas de 1943. De la mano de los nacionalistas, los sacerdotes católicos volvieron a ganar el terreno que les había sido arrebatado por los liberales en las décadas anteriores. Los militares devolvieron la enseñanza cristiana a los colegios públicos, erigieron una muralla de leyes para prohibir todo aquello que la moral católica consideraba inadecuado y comenzaron a hacer participar a los curas en las decisiones de gobierno. Ese cambio significó devolverles a los sacerdotes un protagonismo político que les había sido negado desde fines del siglo XIX. Esta restauración cristiana señaló el fin del período liberal y el comienzo de la era nacionalista católica.
Por supuesto que, como buenos admiradores del autoritarismo europeo, los nuevos gobernantes ampliaron la cooperación con la Alemania nazi para que la Argentina reforzara su papel de representantes del Eje en Sudamérica. A poco de asumir, los militares argentinos mostraron su compromiso con Berlín al participar en un golpe de Estado en Bolivia que el 20 de diciembre de ese mismo año desalojó al gobierno proaliado de Enrique Peñaranda y lo reemplazó por la dictadura filonazi de Gualberto Villarroel.
A medida que el gobierno de facto argentino se consolidaba, Perón iba acumulando los estratégicos cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo, desde los cuales digitaba casi a su antojo las líneas estratégicas de la dictadura militar.
Del otro lado del Atlántico, en Croacia, otro líder político que admiraba los logros de Hitler y Mussolini llegaba también al poder, aunque por otros medios y con ideas mucho más radicalizadas.
El “Poglavnik”
Mientras Perón daba sus primeros pasos en la política, el croata Ante Pavelić era ya un veterano en esas lides. Desde 1920 comandaba una facción de extrema derecha que reclamaba la emancipación de Croacia, que para ese momento era una dependencia del Reino de Serbia. Por el Acuerdo de Paz de París, firmado el 1 de diciembre de 1918, las potencias ganadoras de la Primera Guerra Mundial les habían concedido ese territorio a los serbios que controlaban el Estado yugoslavo, pese a las demandas autonomistas de los croatas, que se fundamentaban en legítimos derechos históricos y de identidad cultural. La policía del reino se dedicó por años a perseguir con violencia a cualquier ciudadano de las minorías étnicas que intentara cuestionar la supremacía serbia sobre el territorio yugoslavo.
Pavelić obtuvo algún apoyo popular al postularse como legislador del parlamento croata, pero debió exiliarse en 1927 luego de ser condenado por su participación junto con grupos radicales macedonios y bosnios en un complot contra el gobierno de Belgrado. Para ese momento, ya había acercado a los italianos una propuesta para crear un Estado independiente en Croacia que funcionaría como protectorado italiano.
Mientras tanto, intentaba posicionarse como un líder nacionalista y atraer el favor de las masas croatas. Pero, en honor a la verdad, Pavelić no era una eminencia intelectual, tenía poco carisma y su figura regordeta de burócrata con gesto de permanente malhumor no despertaba el entusiasmo de muchos croatas. No obstante, a diferencia de otros independentistas, estaba decidido a transitar el camino de la violencia política.
Como otros líderes fascistas europeos, Pavelić formó en 1928 un grupo de choque, al que denominó ustashas (Ustaše en croata, que significa “insurrectos”). Los primeros ustashas fueron reclutados entre los emigrados que se esparcían en las regiones fronterizas con Austria, Eslovenia o en Italia, además de algunos miembros que fueron enrolados en Croacia y en regiones de Bosnia-Herzegovina habitadas por croatas.
Como las SS de los nazis y los camisas pardas de los fascistas, los ustashas fueron la institución donde se exhibían al mismo tiempo los desvaríos políticos de su líder y la naturaleza violenta de sus ideas.
Sus uniformes negros, el uso de la simbología oscurantista y la apelación al terror para tratar con sus adversarios eran los rastros más visibles de las influencias que operaban sobre Pavelić. El rito que incorporaba a los iniciados se realizaba con un juramento sobre un crucifijo, un puñal y una pistola, simbolizando el compromiso con la religión y los métodos extremos. Además, se les exigía prometer obediencia “por el Dios omnipotente y por todo aquello que me es sagrado”.
La descripción de principios organizativos de la fuerza de choque del Poglavnik quedó plasmada en el documento Principios del Movimiento Ustasha, redactado por Ante Pavelić en 1929. En este escrito en donde la independencia de Croacia es el eje fundamental, Pavelić se sitúa equidistante tanto de las civilizaciones de Oriente y Occidente, en una “tercera posición” calcada de los principios ideológicos del fascismo italiano. Esa tercera posición era la misma que luego adoptarían también Jua