I
EL TOPO Y OTRAS INTOXICACIONES
Parece un personaje de John Le Carré, pero no lo es. Sin embargo, es un espía que llegó del frío. A estas comarcas bonaerenses. A este suburbio peronista de casas con techo a dos aguas, de tejas rojas, laceradas por muchas lluvias.
Escucha muy bien, pero utiliza su disfonía transitoria para que su voz no llegue a ningún grabador oculto.
—Son de la CIA… —dice— siguen siendo de la CIA.
Con Paloma, mi colaboradora de siempre, le llevamos unas masitas secas que observa pero no prueba.
Hace catorce años este hombre extremadamente delgado, envejecido, que parece a punto de extinguirse en la hondura del sillón raído, me salvó la vida. Vino a mi casa para alertarme sobre un atentado que estaban organizando dos militares carapintadas. Uno de ellos muy bien preparado y dispuesto para matar.
—Lo van a disfrazar de incidente callejero —me dijo entonces—. Y el tipo que me lo contó… —bajó la voz y se pegó a mi oído— es un marino. “Ideológicamente estoy en la vereda de enfrente”, me dijo el marino, “pero no me hace feliz que lo bajen como un pajarito”.
Le doy las gracias nuevamente, en este vidrioso presente de 2014, y su mirada se ilumina fugazmente.
Se interrumpe la charla. Ingresa una anciana robusta, modestamente vestida, que sonríe con amabilidad y observa con desconfianza. Se sienta, con agobio de rodillas, junto al espía que me salvó. Tiene un rostro redondo e inocultablemente eslavo que acentúa el clima Smiley de toda la escena. Paloma simula que no ha escuchado para que el Topo repita:
—¿Stiusso es de la CIA…?
El Topo asiente sin palabras.
Releo lo que escribí a comienzos de los ochenta en un departamento decadente de la ciudad de México, que en sus tiempos de esplendor supo alojar a Hugo del Carril:
Se sacó la capucha que le habían puesto los militares uruguayos y su mirada los fue recorriendo lentamente, como en un travelling cinematográfico: el primero que vio era alto, gordo, con esa gordura fuerte de los levantadores de pesas. La cara enorme y colorada anticipaba reacciones violentas. Los labios denunciaban sensualidad y grosería. Tenía el cabello abundante y entrecano. Parecía el mayor de los cuatro.
Abro en el presente la carpeta Número 5 que reza: “Prefecto Héctor Febres (a) Selva. Muerte”.
En la ESMA (Escuela Superior de Mecánica de la Armada), donde reinaban el Tigre Acosta, el Puma Perrén, el Pingüino Scheller, la Jirafa Damario, la Rata Pernías, el Halcón Savio, el León Paso o el Cuervo Astiz, Febres era Selva porque reunía a “todos los animales juntos”.
En México dicen que sólo los guajolotes mueren en la víspera. En la Argentina, en cambio, son los represores quienes mueren un día antes de ser juzgados.
Lo encontraron cadáver el lunes 10 de diciembre de 2007 en el confortable “camarote” que ocupaba como “detenido” en la Prefectura Naval de Tigre. Tenía 65 años y había muerto súbitamente, cuatro días antes de que se conociera el veredicto del Tribunal Oral Nº 5, que lo juzgaba solamente por cuatro casos de secuestros y torturas. A él, nada menos, que había participado en cientos de “chupes”, “quiebres” y era el que se ocupaba personalmente de sacarles los bebés a las subversivas apenas parían, en aquel altillo apestoso de la ESMA, que habían bautizado con macabra ironía “la Maternidad Sardá”.
Era de la Prefectura, sí, gordo y plebeyo, pero se jactaba de haber secuestrado más subversivos que los oficialitos de Marina, esos cajetillas que se soñaban nacidos para darle órdenes.
Ya los pondría a parir si se presentaba la ocasión.
Por alguna razón había sido tratado por la Prefectura a cuerpo de rey: una celda de más de cuarenta metros cuadrados con baño privado en suite, computadora con Internet, aire acondicionado, heladera, televisor, confortables sillones para recibir a los colegas que iban a jugar a las cartas los sábados a la noche y una llave de la “celda” para salir a caminar por la terraza o jugar al tenis con otros prefectos en actividad. La “Fuerza” era tan considerada con el “prisionero” que le había puesto a un oficial como chofer de su esposa y le había cedido el lujoso Casino de Oficiales para que pudiera celebrar el bautismo de su nieto. Como premio, tal vez, por haber arrebatado a tanto bebé de padres ateos y terroristas.
El robo de niños, precisamente, había sido el cargo principal por el cual había sido procesado en 1998 y estaban por sentenciarlo nueve años después, justo el día en que Cristina Fernández de Kirchner asumiría la Presidencia. El lunes 10 de diciembre de 2007.
Esa mañana, a las diez y media, extrañados de que no hubiera bajado a desayunar, sus amigables carceleros entraron en la habitación y lo encontraron muerto.
De inmediato, los querellantes, entre los que se contaban víctimas de Selva y miembros del Espacio Justicia Ya, exigieron una autopsia. El resultado provocó escalofríos: había fallecido por ingerir cianuro.
Otros datos, algunos escabrosos y unos cuantos bastante ingenuos, fueron difundidos por el periodismo local. Raúl Kollman reveló en el diario oficialista Página/12 que la investigación judicial tropezaba con los “misterios” habituales en la criminalística criolla: la total alteración de la escena del crimen; la aparición de un vaso con agua y sin huellas digitales, que no había sido registrado en la primera filmación de la propia prefectura pero sí estaba presente cuando acudió la justicia; restos de un pastel de almendras en el estómago del cadáver (como para recordar ese viejo “gusto a almendras amargas”, que en realidad se vincula literariamente con el arsénico); la desaparición temporal de la computadora del difunto; la ausencia de notas aclaratorias típicas de los suicidios y el supuesto hallazgo de semen en el recto del represor, que podía ser propio o ajeno.
Las sospechas de homicidio comenzaron a crecer entre los denunciantes. Pero también en el juzgado y en la propia familia de Febres.
La última cena del genocida había sido con el prefecto Ángel Mario Volpi, uno de sus colaboradores más estrechos en la ESMA. ¿Amado discípulo o Judas enviado por el poder en la sombra?
La causa, en manos de la jueza Sandra Arroyo Salgado, no ha prosperado, como no ha prosperado ninguna investigación criminal en el Río de la Plata desde el envenenamiento de Mariano Moreno. A pesar (todo hay que decirlo) de que la doctora Salgado tiene estrechas relaciones con la SI (Secretaría de Inteligencia) y su esposo Alberto Nisman es el famoso fiscal del caso AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina).
Cierro la carpeta. No hay que sobresaltarse demasiado: los asesinos siguen entre nosotros.
Imagino el gesto escéptico de algún lector: “No hay que exagerar”.
¿No? El 25 de febrero de 2008, otro ladrón de bebés aparecía con un balazo en la sien y una pistola 9 milímetros en la mano, tirado en el césped de un hotel de la Fuerza Aérea en la localidad cordobesa de Ascochinga. Aunque durante la dictadura operó en Santa Fe y en Paraná, el ex teniente coronel Paul Alberto Navone también tuvo que ver con la saga de Funes relatada por el “Pelado” Jaime Dri en Recuerdo de la muerte.
A Navone se lo acusaba de haber comandado el traslado ilegal de Raquel Negro —compañera de Tulio Valenzuela— al Hospital Militar de Paraná. Allí la legendaria “María” había dado a luz a dos mellizos antes de ser escamoteada para siempre.
Como suele suceder, sin averiguar demasiado, las fuentes de siempre adelantaron que “se trataría de un suicidio”. Según algunos testimonios, el teniente coronel, devenido propietario del restaurante Puesto Roca, solía correr todas las mañanas por el parque del hotel aeronáutico. Se rumoreaba que abastecía a turistas extranjeros que iban de caza, con un material que nada tenía que ver con la pólvora: una sustancia blanca y onerosa que los gringos embutían en los cartuchos de escopeta.
Cuando Myriam Galizzi, la jueza federal de Paraná, lo citó para indagarlo sobre el destino de los hijos mellizos de Raquel Negro, sus abogados argumentaron que no podía presentarse porque los médicos le habían recomendado “reposo absoluto”. Luego ya no fue necesario ningún otro certificado que no fuera el de defunción.
II
LA ESMA, METÁFORA DE LA ARGENTINA
Salimos del banco, y Olivia lo ve. El tipo se aparta de nuestro camino, pero se queda de guardia junto a una casa. Esperando, con una pierna apoyada en la pared como en la caricatura de los guapos. Mi joven mujer mexicana, que tiene una antena especial, me advierte por lo bajo del peligro. ¿Tal vez nos quiere asaltar? Llegamos hasta la camioneta, estacionada a unos veinte metros. Veo el papel de inmediato; algún desconocido lo ha insertado en la ventanilla del acompañante. Antes de arrancarlo, alcanzo a leer lo que alguien ha escrito con marcador negro:
ZAFASTE DE LA ESMA HIJO DE PUTA
CUIDATE
Ese alguien debe ser el tipejo que recién nos llamó la atención. Es más bien bajo, de pelo corto y canoso. Sin bigote. Va vestido con un pantalón y un suéter verdes. Me ve y escucha mis puteadas dirigidas a un enemigo que no da la cara. Es, seguramente, lo que estaba esperando, porque abandona su puesto de vigilancia y empieza a caminar, sin prisa, en sentido contrario.
Es la mañana del 27 de enero de 2012. A casi treinta años de haber publicado mi libro sobre la ESMA, cuando el cañón de los fusiles genocidas aún estaba caliente y la democracia tiritaba en pañales. Todavía sin Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) y sin Nunca más.
El odio en este país ha durado mucho más que los buenos modales.
“Lo que no dije en Recuerdo de la muerte” es un título equívoco. Un guiño al lector que sugiere la práctica tan extendida entre nosotros del escamoteo y la autocensura. Puede que me haya ocurrido algo de eso en los ochenta. Consciente o inconscientemente. Incluso como “espíritu de época”, por la inmediatez de la militancia extrema de la que veníamos en aquel momento. Ya lo iremos descubriendo. Sin embargo, no estoy seguro de que sea lo más importante. La mayor parte de “lo que no dije” era lo que no podía o no quería imaginar en diciembre de 1983. La continuidad de los parques, que diría Julio Cortázar. El hábito inveterado de un país que no avanza ni retrocede, sino que se revuelca sobre sí mismo.
Por eso, ahora me parece más útil tratar de probar que la ESMA es una metáfora de la Argentina. Que su perversidad hace tanto al llamado “ser nacional” como el tango o el dulce de leche.
Nada, ni las obvias remembranzas de los nazis o los franquistas (con sus robos de chicos y sus obispos cómplices), alcanza a restarle un ápice de su argentinismo al infierno que la dictadura montó en la Avenida del Libertador, a vista y paciencia de los honrados burgueses de la muy civilizada Santa María del Buen Ayre.
No son afirmaciones: son datos que se han ido acumulando hasta la saciedad en estas tres décadas. La ruta de los dineros negros de la dictadura confirma la exactitud de la sentencia de Rodolfo Walsh: “Se empieza reprimiendo por supuestos ideales y se termina asesinando por dinero. La represión y la corrupción pueden andar separadas unos meses, pero siempre acaban por juntarse”.
La teoría de los dos demonios fue inventada por Ernesto Sabato para otorgarle cierta pátina dostoievskiana a dos decretos simétricos de Raúl Alfonsín: uno que enjuiciaba a las juntas militares y otro, a las conducciones guerrilleras. De un tiempo a esta parte ha sido remozada por personajes como Ceferino Reato o Juan Bautista Yofre. Su principal defecto es que presenta a todos los que no fueron abiertamente guerrilleros o represores como víctimas inocentes y los sitúa a ellos mismos como “observadores” imparciales y jueces de los diablos en pugna. No existe tal imparcialidad: Reato fue jefe de prensa de Esteban Caselli en el Vaticano y no podía ignorar que su jefe directo era uno de los personajes más corruptos del gobierno menemista y uno de los eslabones que vinculan al peronismo con la logia mafiosa Propaganda Dos. Con tal vara alta entre los seguidores del “Titiritero” Licio Gelli, que en el tercer milenio llegó a senador por el partido de Berlusconi, a pesar de ser argentino.
Tampoco es inocente Juan Bautista “Tata” Yofre, que estuvo vinculado con la CIA en Centroamérica y fue el primer jefe de la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado) en el gobierno de Carlos Saúl Menem, nombrando como altos funcionarios a genocidas como el coronel Pascual Guerrieri (el “Señor Jorge” de Funes) y otros asesinos seriales que van siendo condenados por la justicia, con un ritmo lento y en causas deliberadamente fragmentadas en distintos tribunales, por cierto.
No creo, desde luego, en la inocencia de esa pretendida mayoría silenciosa que apoyó el golpe más sangriento de la historia argentina, especuló con la tablita cambiaria de Martínez de Hoz y militó con fervor el “deme dos” en los shoppings de Miami.
En mayo de 1984 hacía diez años que no lo veía. Diez años que incluían la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) y el terrorismo militar. Luis María Castellanos había trabajado conmigo en el diario Noticias, clausurado en agosto de 1974 por el “Brujo” José López Rega. Era bajo, de anteojos, retacón y sombrío. Pero no tenía ninguna señal externa, como el dedo torcido de aquella serie televisiva, Los Invasores. Ahora han pasado otros treinta años y muchas cosas se me han borrado, pero sigo evocando aquel fondo de alarma que me quedó después del encuentro que Jaime Dri y yo sostuvimos con Castellanos en el bosque de Chapultepec.
Concederle la entrevista fue un error casi inevitable en dos exiliados pésimamente informados y necesitados de hacer llegar sus posiciones al país idealizado en el destierro que no era, claro, el de las metamorfosis kafkianas. Recuerdo de la muerte se había publicado en abril de 1984, en medio del silencio casi total de la prensa argentina, sólo quebrado por una nota previa a la salida del libro en la revista Humor. Mérito indiscutible del ya fallecido Andrés Cascioli, gran dibujante político y un ser humano entrañable.
Es probable, no lo recuerdo con precisión, que haya sido la oficina de prensa de la editorial la que nos envió a Castellanos y al fotógrafo Ricardo Alfieri (h) para una entrevista en La Semana, la revista de Editorial Perfil dirigida por Samuel “Chiche” Gelblung, que había comandado Gente en los años más negros de la dictadura. La entrevista con Dri fue publicada in extenso, en dos entregas, la primera de las cuales fue tapa, con la foto del Pelado en primer plano y el título: “Galtieri tomó Malvinas con el plan de Massera y Montoneros”. Era una distorsión total de lo que Jaime efectivamente había revelado: algunos pocos montoneros prisioneros de la ESMA integraban un grupo llamado “el Staff”, que simulaba un apoyo político a los marinos para sobrevivir. Esos sobrevivientes, a quienes el ex almirante Emilio Eduardo Massera llamaba con tétrica ironía “mis asesores por izquierda”, habían pergeñado bajo coacción un plan para recuperar las islas, en una corta invasión, a la que seguiría de inmediato la retirada y una negociación en la ONU (Organización de las Naciones Unidas). Era una idea temeraria y seguramente destinada al fracaso, pero parecía políticamente más justificada que la guerra total con Chile a la que se aprestaba en aquellos días la dictadura militar.
El título a lo Gelblung pretendía confirmar una “primicia” publicada por La Semana en marzo de aquel mismo año: un supuesto “plan Massera-Montoneros, destinado a conceder un segmento incalculable de poder al ex comandante de la Armada”.
En rigor de verdad, ese plan era un invento total. No hubo ningún acuerdo entre Firmenich y Massera y es absolutamente falso que se hayan reunido en secreto, como lo dijeron tantos testigos interesados en embarrar la cancha, entre los que descuella el doble agente Rodolfo Galimberti, quien sí tuvo una relación estrecha con el Comandante Cero.
Nada de eso era tan claro en aquella primavera mexicana de 1984. Lo cual no excusa el error que tanto Dri como yo cometimos en aquel momento, saltándonos un dato clave: Luis María Castellanos ya había sido denunciado como periodista ligado a la ESMA por Ana María Martí, Sara Solarz de Osatinski y Alicia Milia de Pirles, las tres sobrevivientes que en 1979 rindieron un decisivo testimonio ante la Asamblea Nacional de Francia.
Ahora, treinta años más tarde, encuentro en los archivos que la sobreviviente Miriam Lewin también lo denunció en el Juicio a las Juntas de 1985 como uno de los periodistas que respondían orgánicamente al Grupo de Tareas 33/2 de la Escuela de Mecánica de la Armada.
¿Qué significaba ser “un periodista de la ESMA”?: hacerse cómplice de una serie de delitos que no prescriben porque son crímenes de lesa humanidad.
El 15 de diciembre de 1977, cuando Jaime Dri fue baleado, secuestrado y torturado por las Fuerzas Conjuntas del Uruguay, en el marco del Plan Cóndor, ignoraba la magnitud del operativo que tuvo por blanco a montoneros y no montoneros, como el famoso pianista internacional Miguel Ángel Estrella, que pagó con la tortura y tres años de cárcel su amistad con el “Oveja” Carlos Augusto Valladares, quien sí era guerrillero y se suicidó con una pastilla de cianuro cuando estaban por atraparlo en el Aeropuerto de Carrasco.
El Pelado sabía que un mes antes, a mediados de noviembre, había caído en la aduana de Colonia del Sacramento, Oscar “Sordo” De Gregorio, un oficial superior de Montoneros, al que le habían encontrado un revólver dentro de un termo. Pero ignoraba lo que había desatado esa caída: la colaboración y también la competencia entre los servicios navales de los dos países para quedarse con un trofeo de semejante valor, así como la puja interna entre los dos grupos de tareas más activos y siniestros de la Argentina: el GT 33/2 de la Marina de Guerra y el Batallón 601 del Ejército. Los dos servicios de Inteligencia que habían actuado (y actuarían) con más desenfado en el exterior: desde París hasta México DF, desde Centroamérica hasta Oriente Medio.
Tardaría años en conocer algunos datos fundamentales de aquella operación binacional que puso fin al intento de la conducción montonera de rearmar su secretaría política cerca “del territorio” para reinstalarla luego dentro del país, cuando llegara el anhelado momento de la “contraofensiva”.
Ignoraba que la ESMA había destacado en Montevideo a un selecto grupo de represores, encabezado por el jefe de Inteligencia del GT 33/2, el capitán de corbeta Jorge Eduardo Acosta (a) Tigre, Santiago o Aníbal, e integrado por el teniente de navío Raúl Enrique Scheller (a) Mariano o Pingüino, el mayor de ejército Julio César Coronel (a) Maco, el prefecto Héctor Febres (a) Selva o Daniel y el oficial del Servicio Penitenciario, Carlos Orlando Generoso (a) Fragote.
Junto con ellos viajaron algunos prisioneros: Martín Gras, el Chacho de Recuerdo de la muerte, que en democracia sería funcionario público en los gobiernos de Menem, De la Rúa, Duhalde y Kirchner. Actualmente es responsable del Plan Federal y Capacitación en Derechos Humanos del Ministerio de Justicia de la Nación. Con Chacho viajaron Alberto Girondo (Mateo), el Alioscha que idealizaba Jaime en su relato; el activo colaborador de los marinos Miguel Ángel Lauletta, que respondía al premonitorio sobrenombre de “Caín”, y Juan Gasparini, que en democracia alcanzó fama como periodista. En aquella circunstancia sobrecogedora de 1977 se presentó ante Dri —deshecho por la tortura que le habían aplicado los militares uruguayos— y le dijo con voz inexpresiva: “Yo era montonero… me conocían como Gabriel… este… era oficial primero”.
Hace poco, el 30 de septiembre de 2010, Gasparini declaró ante el Tribunal Oral Federal Nº 5 en la megacausa ESMA:
Formaba parte de la filosofía tratar de ablandar a un detenido, mostrándole que había detenidos vivos, hacer creer la supuesta benevolencia de la represión para con las personas que eran secuestradas. A mí me mostraron ante detenidos que eran secuestrados en la ESMA…
En aquel momento inquisitorial, en que lo colgaban durante horas de una roldana en el techo del “Castillo” o lo ahogaban en el tanque hediondo del submarino, Dri ni siquiera sabía que el “Sopa” Alejandro Barry, su jefe directo y el sexto hombre en la jerarquía del Partido Montonero, había sido abatido a balazos poco después de que les volcaran la Mehari en la que se alejaban de Montevideo.
Menos aún que la compañera de Barry, Susana Mata (a la que Dri le decía “la Pelada”), se había tomado la pastilla cuando los represores irrumpieron en la casa clandestina que la compañera del Sordo De Gregorio (Rosario Quiroga) habitaba con sus tres pequeñas hijitas en el balneario Lagomar. Susana, desesperada por la ausencia del Sopita, se había “levantado” de su propia casa para buscar información y apoyo en el lugar equivocado. Como no podía ser de otra manera, la Pelada había huido junto con su hija de tres años, Alejandrina. En la vivienda ya se cobijaba María del Huerto Milesi (Chiqui) y su hija María Laura, una beba de cuatro meses. Su compañero Rolando Pisarello (Tito) era torturado junto al Pelado, a Estrella y a todos los que habían sido arrastrados en el operativo, uno de los más devastadores del Plan Cóndor.
Curiosamente, como excepción a lo que hacían con los chicos en la “Maternidad Sardá” de la ESMA, a las cinco niñas que habían perdido a sus padres no las entregaron a ningún apropiador, sino a sus abuelos. Tal vez porque entre los secuestrados estaba Alejandro Barry, cuyo padre era colega de José Alfredo Martínez de Hoz en la Facultad de Derecho.
Pero durante algunas horas terribles, decisivas, retuvieron secuestrada a la “Peladita” Alejandrina Barry, en lo que llamaban una operación de “acción psicológica” y era un grave delito.
Delito que hoy analiza la justicia federal y en el que podrían ser imputados como cómplices el dueño de Editorial Atlántida, el ya fallecido Aníbal Vigil, y los directores y jefes de redacción de Gente (Samuel Gelblug), Somos (Héctor Horacio D’Amico y Jorge de Luján Gutiérrez) y Para Ti (Agustín Botinelli y Lucrecia Gordillo).
La historia perversa de una pequeña “abandonada” en Uruguay por sus padres, “delincuentes terroristas”, como propaganda negra para ir justificando el plan general del robo de niños.
III
MASSERA SE CONFIESA CON WORNAT,
HADAD Y LONGOBARDI
Dormía cuando los catorce comandos del Grupo Halcón llegaron frente al portón de la calle Rocha Blaquier 1502, en la zona de quintas de La Reja. Eran las cinco y media de la mañana. Había estado haciendo zapping en el lecho matrimonial hasta las cuatro. Esa noche no había ido al burdel, a sacarse fotos con las chicas, como solía. Tal vez pensó que no había nada como la vida sana, en familia.
La explosión en el portón los hizo saltar de la cama. El espía de cara alargada y mirada zorruna que se llamaba Pedro Tomás Viale, pero todos conocían como el Lauchón, manoteó la Glock calibre 40 que tenía en la mesa de luz y se levantó en calzoncillos, gritando:
—¡Tengo chapa! ¡Tengo chapa! ¡Soy de la SIDE!
La respuesta fue el estruendo imparable de la balacera.
El Lauchón le quitó el seguro a la Glock y se agazapó hacia el pasillo que daba al baño en suite.
Su mujer, María Denis, aullaba que no los mataran, pero más tiros perforaban las paredes, reventaban los vidrios y llenaban los cuartos con el olor de la pólvora y la Lubrilina.
Cesaron los disparos y los gritos. Escuchó una puteada aislada: uno de los policías había sido herido en un pie, la única parte de su anatomía que no estaba acorazada.
María Denis, una tucumana que llevaba cuarenta años casada con el espía, venía presintiendo que iba a finalizar así: con cuatro tiros en el cuero antes de cumplir los sesenta. Sabía, desde mucho tiempo atrás, que vivían en el filo de la navaja, pero confiaba en los contactos “de alto nivel” de su marido, que según él decía no le iban a soltar la mano por fiera que viniera la movida.
Los negros hombres de acero la llevaron al baño, donde el Lauchón yacía boca abajo, sangrando como un chancho sobre los mosaicos.
Un detalle la estremeció: tenía las muñecas esposadas sobre la espalda. ¿Para qué se esposa a un muerto en combate? se preguntó y no encontró la respuesta. Tampoco le mostraron la orden de allanamiento hasta bien entrada la mañana. La firmaba el juez federal Juan Manuel Culotta, de Tres de Febrero, y se basaba en escuchas telefónicas que sindicaban al espía de la Secretaría de Inteligencia como propietario de una cocina de cocaína en Moreno y protector de una banda de narcos.
La muerte del Lauchón, ocurrida en fecha patria (9 de julio de 2013), distaba mucho de ser un hecho aislado: en esa madrugada el grupo de elite de la Policía Bonaerense había producido dieciocho allanamientos, incluyendo uno en la casa de Luciano Viale, de 33 años, hijo mayor del Lauchón. “En casa los policías me cagaron a palos y me afanaron 70 mil mangos, ropa y rieles de pesca”, declaró el joven Viale, sospechoso de integrar el aparato delictivo de su padre.
El finado no era ciertamente un humanista, llevaba muchos años en el espionaje y en los delitos que suelen acompañar a tantos espías y policías: la trata de personas y el tráfico de drogas.
Lorena Martins, hija del exitoso proxeneta Raúl Martins (otro agente de la Secretaría de Inteligencia), había acusado a Viale de ser el encargado de eliminarla si continuaba denunciando a su padre.
Pero el Lauchón tenía fuertes apoyos políticos, como Martins, que era hombre de Antonio Horacio Stiusso (a) Stiles, el poderoso director general de Operaciones que había hecho carrera en la Secretaría de Inteligencia desde los tiempos en que se llamaba SIDE y era una pieza maestra en la represión clandestina de la dictadura militar. El currículum del abogado de la familia Viale también dice mucho sobre los apoyos espurios de esos personajes: se trata de Santiago Blanco Bermúdez, que también defiende a Stiles, a Casinos Buenos Aires S.A. y a conocidos genocidas.
Argentina no es una democracia escandinava, ciertamente, pero exagera para el otro lado: a la sociedad no parece importarle mucho que funcionarios que integran una Secretaría dependiente de la Presidencia de la Nación se dediquen a la trata y el tráfico de estupefacientes. Pocos ligan la creciente inseguridad en calles, casas o autobuses, con el crimen organizado y protegido desde arriba.
La organización La Alameda, liderada por el actual diputado porteño Gustavo Vera, interpretó de inmediato la ejecución del Lauchón como el inicio de una guerra entre espías que se ha desatado dentro de la propia Secretaría pero cuya onda expansiva alcanza a otras esferas, incluida la inteligencia militar, en manos —siempre— del jefe del Ejército, el inquietante teniente general César Santos Gerardo del Corazón de Jesús Milani.
Lo de Uruguay salió un poco de la norma, porque me subieron a un avión militar, estas personas, debe haber sido a comienzos de la tarde un día de diciembre de 1977, llegamos ya de noche a Uruguay, a Montevideo y nos subieron a autos de civil y viajamos alrededor de media hora hasta un lugar, probablemente era una base militar. Allí nos bajaron vestidos de civil, no tenía esposas ni nada, estaba rodeado de militares, y entramos en una especie de hangar, y fue fantasmagórico lo que vi, nunca en mi vida vi una cosa así, había… Eran techos altos, había prisioneros colgados por sogas, desnudos, maniatados a la espalda y atados por esa soga, colgados del techo y esos prisioneros no estaban en contacto con el piso, o sea que estaban en una situación de tortura permanente por la obligación, digamos, de someter el cuerpo a esa posición. Había dentro de ese enorme hangar, digo hangar por la envergadura del galpón ése, había unas oficinas y ahí me condujeron y apareció un señor vestido de civil, que se identificó por los hechos y por la forma de conducirse como que era el jefe de la represión uruguaya, se presentó como Lino Gavazzo [se refiere al teniente coronel uruguayo José Nino Gavazzo, jefe del Departamento III de Defensa] y ahí dijo que trajeran a algunos prisioneros argentinos. Yo me acuerdo del pianista Miguel Ángel Estrella, porque era una persona conocida públicamente, y de Jaime Feliciano Dri, que fue un militante político, que había sido secuestrado, creo que días después de Estrella y, finalmente él, después de este incidente que estoy relatando, junto con otra detenida que se llamaba (Rosario) Quiroga fueron trasladados de Uruguay a la ESMA, pero bueno el incidente de esa noche era que, bueno, Gavazzo les preguntaba por qué estaban en Uruguay y ellos no respondían nada. Daban a entender, digamos, que ese diálogo ya había tenido lugar. Bueno, acá están estos detenidos de la Argentina, yo estaba ahí, me mostraron, y la escena se terminó, para mí era una cosa medio extraña, no entendía que era lo que estaba pasando. Gavazzo dijo que se llevaran de vuelta a esos detenidos y a mí me llevaron a un hotel en la ciudad, donde me alojaron en piezas separadas a las de [el teniente de navío Raúl Enrique] Scheller y [el mayor Julio César] Coronel. Dormimos esa noche ahí, me habrán anotado con una identidad falsa o no sé, no tengo ni idea, pero era un hotel, no era una dependencia militar, y al día siguiente volvimos en un avión de línea, creo que era de la empresa de línea uruguaya. Volvimos, en la parte militar de aeroparque había un auto que nos estaba esperando, o varios autos no me acuerdo, y nos llevaron de vuelta a la ESMA. [Testimonio presentado el 20 de septiembre de 2010 por el sobreviviente Juan Gasparini ante el TOF Nº 5 en la causa 1.270 y acumuladas.]
En julio y agosto de 1995 al penado-indultado Emilio Eduardo Massera se le dio por “confesarse” con algunos periodistas y aludió reiteradas veces a Recuerdo de la muerte y a mí.
La primera vez fue en una extensa entrevista con Olga Wornat para la revista Gente, donde el Negro, o Cero como lo llamaban sus secuaces en los sótanos de la ESMA, puso de fondo un nocturno de Chopin.
He vuelto a leer estos libros dolorosamente. Recuerdo de la muerte es uno de ellos. Pero es nada más que una novela. Una ficción hecha en base al relato de un colaborador de la ESMA. Escribe bien Bonasso. Ojalá lo pudiera contratar para que escriba para mí.
Aunque me encontraba fuera del país, no demoró mi respuesta en Página/12:
[…] quiere trivializar lo que el libro cuenta, al decir que es nada más que una novela. Farandulizarlo al estilo contemporáneo. Denigrarlo al presentarlo como el relato de “un colaborador” de la ESMA, sin decir que ese colaborador, Jaime Dri, se escapó del campo de concentración y lo denunció en París, junto a François Mitterrand, en septiembre de 1978. Que Dri y yo fuimos, en 1979, a buscarlo al hotel Villamagna de Madrid para someterlo a un careo frente a los periodistas y que él, valiente como Astiz, no se atrevió a enfrentarnos.
Agregué:
Lo del contrato es un acto fallido que desnuda la concepción mercenaria de nuestro oficio que tiene Massera. Y algo más perverso: si pudiera intentaría “contratarme” de la misma manera que lo hizo con aquel grupo de sobrevivientes de la Pecera, a los que chantajeó con la posibilidad de morir, si no actuaban como “asesores” de su proyecto político personal.
Se ve que no le gustó porque pocos días después, el lunes 7 de agosto de 1995, en una megaentrevista de dos horas que le hicieron Daniel Hadad y Marcelo Longobardi en América 2, el penado-indultado Massera volvió a la carga, agregando una infamia que lo pinta de cuerpo entero:
Massera: —Tengo un caso de un hombre que trabajó para la Marina, que es Dri, que Bonasso lo hace el héroe de Recuerdos de la muerte (sic). Leí todo el libro de Bonasso, como leo otros.
Hadad: —¿Niega que haya existido ese ejemplo?
Massera: —Un día, en un viaje que yo hago a Nicaragua, invitado oficialmente por el gobierno de USA [United States of America]… quería que apoyáramos a [el dictador Anastasio] Somoza, [el líder panameño Omar] Torrijos me invita a pasar por Panamá y me lleva a una isla muy bonita, la isla Contadora. Allí aparece Torrijos y me pide por un montonero que él sabía que trabajaba para la Marina, que es el señor Dri. Hace una referencia a la relación de él con la mujer de Dri de índole privada que no quiero decir en la televisión. Pregunto y Dri trabajaba para la Marina. Llevaba y traía partes. Trabajaba como [Ricardo René] Haidar, como trabajaban todos. Después resulta que son todos inocentes. Entonces Dri ha tejido una novela con Bonasso. No es como dice Bonasso que con mi afán mercantilista quiero contratarlo, porque disiento totalmente con la posición de él. Pero Bonasso es otro montonero y él también desapareció.
Por suerte, como bien lo sabe el cobarde que me puso la amenaza anónima en la camioneta, no desaparecí. Es probable que Cero estuviera ya un poco gagá en el 95.
Lo que el genocida ignoraba es que la verdad siempre acaba por revelarse. Varios años después de aquellas entrevistas se fueron desclasificando documentos del Departamento de Estado norteamericano, de la Dirección de Seguridad de México y de los servicios militares del Uruguay que corroboraron el relato de Dri sobre su fuga hasta en el más mínimo detalle.
Las mentiras y bajezas de Cero son típicas de los oficiales de Inteligencia. Massera, que fue formado en la Escuela de las Américas, fue segundo del SIN (Servicio de Informaciones Navales) en la década de 1960 y operó clandestinamente en la última dictadura.
Su insinuación de que él mismo había liberado a Jaime Dri a pedido de Torrijos porque éste había tenido relaciones íntimas con Olimpia, su esposa panameña, lo pinta de cuerpo entero. Le contesté en otra nota titulada “Los orines del verdugo” y desde Londres —por satélite— en el programa de Mariano Grondona.
Les avisé de la infamia a Jaime y a Olimpia, quienes enviaron desde Panamá una nota de gran altura en la que le exigían al genocida que, en vez de “responder con ataques a la honra y dignidad de las mujeres, la memoria de otros jefes de Estado respetados por la comunidad internacional”, entregase —junto con sus colegas de la Junta— “la lista de los desaparecidos”.
Dos casualidades marcan una tendencia, por eso me especializo en concatenar casualidades: diez años antes de que Massera segregara la calumnia contra los Dri, insulté a Rodolfo Galimberti por deslizar la misma tesis del genocida, que llamaba “colaboradores de la Marina” a prisioneros desaparecidos para siempre como el héroe de Trelew, Ricardo René Haidar.
Fue durante una larga noche de 1985, en un Vips de México, donde el Loco intentó sobornarme con un sueldo de cinco mil dólares mensuales para dirigir la revista de su grupo en la Argentina (Jotapé) y yo lo rechacé violentamente, agregando una profecía que no tenía gracia porque ya se había cumplido:
—Si seguís así vas a terminar con una credencial de la SIDE en el bolsillo.
IV
CRISTINA Y BULGHERONI,
EL EMPRESARIO DEL 601
La guardia presidencial de Olivos se asoma con respeto al hombre de traje negro y traba de oro en la corbata, que espera en su auto la autorización para avanzar hacia el pabellón donde aguarda la Doctora. No lleva chofer ni custodia, pero no importa: el oficial de guardia observa el rostro afilado, cerúleo y ojeroso del visitante y recuerda algo, no mucho, de su historia que haría palidecer de envidia a la serie Dinastía. Sabe que Carlos Bulgheroni es un poronga, un capo de la industria petrolera, que tiene la fortuna de un jeque árabe y que la Jefa lo espera, en el acristalado despacho que da al jardín, para hablar a solas, fuera de protocolo.
Son las siete de la tarde del lunes 2 de diciembre de 2013. Dos días después, Bulgheroni visitará nuevamente a la Presidenta en compañía de un socio aún más importante que él: Li Fanrong, titular de la compañía China National Off Shore Oil Company (CNOOC), que en 2010 pagó 3.100 millones de dólares para quedarse con la mitad de la empresa Bridas, de los hermanos Carlos y Alejandro Bulgheroni. Juntos, chinos y argentinos le compraron a British Petroleum el 60 por ciento de las acciones de Pan American Energy (PAE) en la módica suma de 7.059 millones de dólares.
Mientras el auto se acerca al pabellón versallesco donde dialogará con Cristina Fernández de Kirchner, Bulgheroni va midiendo los puntos de contacto y los posibles tropiezos debidos al carácter poco previsible de la interlocutora. La intimidad presidencial no lo emociona ni lo intimida. Ha estado en Olivos demasiadas veces. Con el dictador militar Jorge Rafael Videla; con el otro dictador castrense Reinaldo Bignone; con el presidente radical Raúl Alfonsín, para quien organizó el grupo de los “Capitanes de Industria”; con el caudillo peronista Carlos Saúl Menem (en cuya primera campaña electoral de 1989 cooperó con medio millón de dólares); con el otro radical, Fernando de la Rúa y con los otros peronistas Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner.
No teme, calcula. Este ítalo-argentino de 69 años está acostumbrado a lidiar con gente pesada de verdad, como el “Venerable” Licio Gelli de la logia mafiosa Propaganda Due. O los talibanes con los que negoció el gasoducto afgano. O el linfoma que casi se lo come a los 24 años. O los diez generales argentinos, que pasaron de fusilar clandestinamente a toda una generación militante a sentarse en el directorio de Bridas. Para algo tiene una lujosa residencia en Roma y acaba de comprarse otra mansión en Washington por 7 millones de dólares. Alguien que se define a sí mismo como “un cortesano del poder de turno” tiene que saber recibir. Forma parte del cortejo al poder: la exposición del poder propio.
Mientras su hermano Alejandro mantiene un bajo perfil para conducir la operación cotidiana de la empresa familiar, él maneja la estrategia política. Pero no sólo en el plano casero sino a nivel mundial.
El hombre de negro ha sido condecorado por el rey Juan Carlos de España y por el Presidente de Italia e integra como consejero foros europeos y norteamericanos del máximo nivel, como el CSIS (Center for Strategic Studies) de Washington DC.
La suma de tantos honores se traduce en 5.500 millones de dólares, contabilizados por la revista Forbes para incluir a los Bulgheroni entre los individuos más ricos de la Tierra.
El cortesano inclina la cabeza ante la reina, que viste una fina blusa de encaje blanco y le devuelve la reverencia con su sonrisa más fotogénica.
Recuerda otra Cristina, de cinco años atrás, cuando aún vivía Néstor y ella se estrenaba como Presidenta. Entonces las dos administraciones del matrimonio le parecían las más “duras” y más “impenetrables” con que se había topado en cincuenta años de pisar las alfombras rojas.
Así se lo comentó al embajador norteamericano de aquella época, Earl Anthony Wayne, quien lo informaría al Departamento de Estado en un cable fechado el 4 de febrero de 2008 a las 17:08, según se develaría años después, cuando Julian Assange destapó en WikiLeaks cientos de miles de cables de la diplomacia secreta norteamericana.
Bulgheroni —que había visitado al embajador para ponerlo al tanto sobre las importantes reservas petroleras de Cerro Dragón— le confió que trataría de cambiar las cosas y de persuadir a la Presidenta para que le adjudicara la importancia debida a la visita que realizaría meses más tarde al evento anual del Council of the Americas. El Council, como lo sabían ambos, era territorio de David Rockefeller. El espacio donde el Big Dad y los inversionistas podían tomar examen a los gobiernos latinoamericanos. Y a partir del cual podían surgir los más beneficiosos negocios y negociados.
Ahora, en cambio, las cosas han cambiado; el cortesano juega sobre seguro, en los últimos años, Cristina ha establecido una relación estrecha y amable con el Council of the Americas. Bridas es socio de YPF en la explotación de shale gas y shale oil en Vaca Muerta, y Big Dad está satisfecho con los dos.
Más importante aún: cuando la Presidenta visitó oficialmente China en 2010 aprobó la compra del cincuenta por ciento de las acciones de Bridas en Pan American Energy, lo que instaló a los chinos en el atractivo yacimiento de Cerro Dragón, en territorio de las provincias de Chubut y Santa Cruz.
Cuarenta y ocho horas más tarde de la reunión a solas entre el petrolero y la Presidenta, se produce el encuentro oficial, protocolar: Bulgheroni y Li Fanrong, el capo de CNOOC, se reúnen con Cristina en la Casa Rosada.
Entre otros funcionarios, están presentes el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, y el ministro de Economía, Axel Kicillof. Simpático el muchacho y me habían dicho que era medio bolchevique. Por mí, si no quiere ponerse corbata, que no se la ponga. No soy una persona frívola y superficial: yo me fijo en otras cosas. Por eso, cuando asumió, declaré a la prensa que su designación “me pareció excelente”, “ayudó a destrabar el problema del precio del gas” y “puso una cuota de realismo muy positiva para enfrentar esta nueva etapa”.
Se toman las fotos de rigor, parecen todos muy felices. Sin embargo, el escándalo acecha. No es bueno acercarse tanto a los norteamericanos y a los chinos y olvidarse de los británicos. Pueden hacer lío.
Quienes no dicen ni dirán una sola palabra sobre esta liaison dangereuse, entre un gobierno que exalta a los militantes de los años setenta y hace negocios con quienes ayudaron a exterminarlos, son los intelectuales, los periodistas, los dirigentes de organismos humanitarios que —supuestamente— tendrían como objetivo ayudar a la memoria colectiva y, en cambio, se dedican a santificar a Cristina.
No hay peligro, por ejemplo, de que uno abra un día el periódico mexicano La Jornada y encuentre una nota de su corresponsal en Buenos Aires, Stella Calloni, recordando el vínculo estrecho de Bridas y sus dueños, los Bulgheroni, con el ex general genocida Carlos Guillermo “Pajarito” Suárez Mason. Y mucho menos los siniestros entretelones de la Operación Charlie, que la ahora oficialista Calloni denunciara en el año 2000, cuando aún ejercía el periodismo.
Ocurrió el 21 de noviembre de 1973, después de un extenuante debate parlamentario sobre la Ley de Asociaciones Profesionales. El senador radical Hipólito Solari Yrigoyen llegó al garage de Marcelo T. de Alvear 1276, donde guardaba su Renault 6, sin advertir que lo estaban vigilando. Subió al primer piso, abrió el auto y, cuando lo puso en marcha, estalló. Lo sacaron de las chapas retorcidas con las piernas deshechas, pero con vida.
Raúl Ricardo Alfonsín, que había creado con el herido el Movimiento de Renovación y Cambio de la UCR (Unión Cívica Radical), sospechó que era un mensaje mafioso para él mismo.
Era Presidente de la Nación el teniente general Juan Domingo Perón y vicepresidenta su tercera esposa, María Estela “Isabel” Martínez. Como Perón estaba enfermo, envió a Isabelita y a su secretario y ministro José López Rega a presentar sus respetos al dirigente radical, que estaba gravemente herido pero consciente. Los que habían visto la película El Padrino, que se estre