Economía feminista

Mercedes D'Alessandro

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Dudé bastante tiempo sobre escribir un libro feminista y calculo que quizás el lector tampoco estará tan seguro de querer leer algo así. Es que muchos, ante la palabra “feminismo”, nos imaginamos a un montón de mujeres insatisfechas, malhumoradas, quejosas y algo caricaturescas. Parece un tema un tanto irritante, pero lo cierto es que, en realidad, este libro —así como el feminismo— es esencialmente acerca de la igualdad, entendida como un horizonte en el que todos tengamos las mismas posibilidades para desarrollarnos como más nos guste. La igualdad, a su vez, es un problema económico porque la economía no es solo hablar de la inflación, la Bolsa o las exportaciones, sino que en términos más generales consiste en pensar cómo nos organizamos para producir aquellas cosas que necesitamos, cómo distribuimos el trabajo socialmente y qué le toca a cada uno, cómo se reparten los excedentes. Cuando se hace un análisis desprejuiciado acerca de cómo suceden las cosas en nuestra sociedad aparece que la norma es la desigualdad y que, en gran medida, es desigualdad de género. Entonces, este es un libro de economía y es feminista por que propone pensar una forma de organización social en la que las mujeres tienen un rol diferente del que les toca hoy.

Durante siglos se asumió que las mujeres eran inferiores a los hombres en sus aptitudes físicas, creativas o intelectuales, seres frágiles, el sexo débil. Hoy es difícil encontrar gente que realmente piense algo así (aunque existen) y menos aún que crea tener argumentos sólidos para sostenerlo. Si miramos a nuestro alrededor, al menos en buena parte del planeta, nos encontramos con que las mujeres hacen todo tipo de trabajos, de hecho, incluso dirigen empresas y gobiernan países. La mayoría gana su propio dinero y no tiene que rendirle cuentas a nadie de cómo gastarlo, tienen su propia tarjeta de crédito. Tampoco están muy restringidas con su apariencia física, pueden usar bikinis diminutas, pantalones, teñirse el pelo de verde, ya pasamos de la época que obligaba al corsé o a los trajes de baño hasta las rodillas. Las mujeres pueden votar y ser votadas, expresar sus opiniones libremente (o al menos, tan libres como los varones). Se convierten en grandes científicas o pintan cuadros abstractos. Se casan, se separan, toman vino, escriben poesía, viajan al espacio. Se enamoran de otra mujer y se van a vivir con ella, no necesitan estar con un hombre para tener hijos.

Puesto así, es como si hubiéramos superado varios niveles y estuviéramos ya cerca de la batalla final. Sin embargo, las cosas no son tan sólidas como aparentan. ¿Somos realmente iguales? Mi respuesta es no: las mujeres siguen estando limitadas pero no por sus aptitudes, intelecto o fuerza física, sino porque la situación en la que vivimos restringe sus posibilidades y pone numerosos obstáculos a su desarrollo. Esto no las afecta solamente a ellas sino también a toda la sociedad. A lo largo de estas páginas, intentaré mostrar en hechos esa desigualdad que no es tan evidente, sacarla a la luz y exponer las consecuencias que tiene para todos. Entonces, tenemos el desafío de desterrarla; en ese mismo acto estaremos construyendo un mundo en el que viviremos mejor mujeres y hombres.

El lado B de la desigualdad

¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua?

¿Por qué un sexo era tan adinerado y tan pobre el otro?

VIRGINIA WOOLF, Un cuarto propio

La Economía Política nace como ciencia con un libro de Adam Smith que se titula Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. ¿Cuáles son las leyes que rigen la distribución de la riqueza? ¿Qué determina que unos sean pobres y otros sean ricos? ¿Cuál es el ascensor social que lleva de la miseria a la abundancia? Estas preguntas son el corazón de la ciencia económica y también inspiran a Thomas Piketty, un economista francés, para escribir El capital en el siglo XXI. Con más de 700 páginas y lleno de formulaciones matemáticas, el libro de Piketty publicado en 2013 se convirtió rápidamente en un best seller leído en todo el mundo (y su autor en lo más parecido a un rockstar que dio la economía). Las preguntas que presenta se expresan en las ideas de dos autores que aparecen en las primeras páginas: ¿lleva el capitalismo a la concentración de la riqueza en pocas manos?, como diría Marx; o bien, ¿las fuerzas armoniosas del mercado hacen que el crecimiento, la competencia y el progreso tecnológico nos lleven a reducir cada vez más la desigualdad?, como diría Kuznet.

“La realidad concreta y burda de la desigualdad se ofrece a la vista de todos los que la viven, y suscita naturalmente juicios políticos y contradictorios. Campesino o noble, obrero o industrial, sirviente o banquero: desde su personal punto de vista, cada uno ve las cosas importantes sobre las condiciones de vida de unos y otros, sobre las relaciones de poder y de dominio entre los grupos sociales y se forja su propio concepto de lo que es justo y lo que no lo es”, dice Piketty en la introducción a su libro. El concepto de desigualdad está cargado de subjetividad y por eso suscita tantas discusiones. Uno mira a su alrededor y siente que hay cosas que están mal: ese niño debería poder comer, aquella chica debería poder conseguir un empleo, este hombre que trabajó toda su vida debería poder jubilarse. Vivimos en un mundo tan rico y con tanta tecnología a nuestra disposición que resulta inentendible que haya quienes no tienen siquiera servicio de agua potable. Esa sensación de que algo no cierra, de que es injusto, nace de un sentido común de humanidad fraterno y romántico. Por esto mismo quizá, porque aparecen tantos sentimientos en juego, el libro de Piketty está lleno de evidencia empírica para sostener cada afirmación que hace. Datos de impuestos, presupuestos, producción, inversión pública y privada llenan hojas y hojas para mostrar que, después de más de 200 años de capitalismo, la sociedad no evoluciona hacia un mundo con mayor igualdad sino que tiende a la concentración de la riqueza en las manos de un puñado de personas.

En el monumental esfuerzo de Piketty por organizar y presentar toda esta información y discutir las ideas centrales de la economía política, hay un silencio estremecedor sobre una desigualdad que subyace al resto de las desigualdades. Además de ricos y pobres tenemos también una diferencia abismal entre hombres ricos y mujeres ricas,1 o entre hombres pobres y mujeres pobres. Las estadísticas mundiales muestran, sin sonrojarse, que las mujeres ganan menos que los varones en todo el planeta, que hacen más trabajo doméstico no remunerado que ellos (cocinan, limpian, cuidan a los niños, atienden a los adultos mayores y enfermos del hogar), enfrentan tasas de desempleo más altas y son más pobres, cuando se jubilan ganan menos dinero, son dueñas de menos propiedades y poseen menos riqueza. Aunque hoy cuentan con más niveles de estudios que los hombres, enfrentan grandes obstáculos para llegar a lugares de poder o jerarquías en casi todos los ámbitos (ciencia, política, parlamentos, empresas privadas).

Todo este lado B del disco de la desigualdad necesita ser explicado. No es algo que omite solamente Piketty, a quien tomo como ejemplo con simpatía y admiración por su trabajo, sino que es un asunto incompleto en la Economía Política como ciencia a lo largo de su historia y también ausente en las charlas de sobremesa. Hace falta pensar y discutir por qué las mujeres tienen tan pocas chances de ser ricas y tantas más chances que un hombre de ser pobres, por qué en la división del trabajo les ha tocado una mayor cuantía de trabajos no pagos (o por qué sus trabajos no se pagan), cómo estas diferencias profundizan la desigualdad en general. ¿Podemos aspirar a un mundo igualitario cuando ni siquiera reconocemos el trabajo cotidiano de millones de mujeres? Es decir, no solo se agregan nuevas dimensiones al debate anterior sino que además se transforman las preguntas que nos podemos hacer. Las relaciones de género —que son construcciones sociales— son un elemento explicativo con demasiada relevancia como para dejarlas al margen.

Mi mamá no trabaja, es ama de casa

“¿En qué trabajan tus padres? Mi papá es ingeniero y mi mamá no trabaja, es ama de casa.” Esta era una típica respuesta que se podía escuchar en los sesenta (hoy también, pero menos seguido). En gran parte del mundo fue esa la época en que las mujeres empezaron a incorporarse masivamente al mercado laboral. Y aquí es donde está uno de los principales puntos de conflicto: la idea de que ser ama de casa implica un no-trabajo. Las horas lavando y planchando, poniendo medias, sacando piojos, preparando la cena, llevando a la tía vieja al médico… todo eso aparece como tareas que le corresponden a las mujeres por el solo hecho de serlo, como si fuera parte de su naturaleza, una especie de atributo natural de la feminidad.

Imaginemos por un segundo un hombre que pasa los días cambiando pañales de su bebé, limpia, barre, lava la ropa, la cuelga, plancha, dobla y guarda. Lustra los muebles, saca a pasear al perro mientras hace las compras y espera a su mujer con la cena lista, prolijamente vestido y aseado dispuesto a sonreír ante las historias de la oficina que ella traiga. ¿Qué le pasó a este muchacho?, ¿estará enfermo?, ¿será que nadie quiere emplearlo? Es un perdedor, un vago, ¿acaso un mantenido? Sacrificar una carrera o profesión para cuidar el hogar, bella y sonriente es lo esperable de una buena mujer, para muchas es su punto de realización personal y es, además, una señal de amor. Pero ¿un hombre sin un trabajo?… es como si le faltara algo. A veces es difícil entender que estos roles pre-establecidos controlen tanto nuestras vidas cotidianas, más allá de nuestros deseos y posibilidades.

Ser ama de casa requiere la disposición de largas horas del día. Cuando las mujeres empiezan a trabajar también fuera del hogar, sin embargo, no se reduce sustancialmente su carga dentro de él. En la Argentina, 9 de cada 10 mujeres hacen estas labores domésticas (trabajen fuera del hogar o no) mientras que 4 de cada 10 varones no hace absolutamente nada en la casa (aunque estén desempleados). Esto es algo que se reproduce en todo el mundo. Las mujeres, para dar su salto hacia la “independencia”, se cargaron dos trabajos encima.

El desplazamiento desde el reino del hogar hacia el mundo mercantil está transformando todo a su paso. En los años sesenta, solo 2 de cada 10 mujeres trabajaba fuera del hogar, hoy son casi 7 de cada 10. Además, ellas son por primera vez la mayoría de las estudiantes universitarias (y graduadas). El problema es que, por ahora, estas muchachas ingresan en un mundo laboral que no está del todo preparado para ellas. Las mujeres, usando sus superpoderes del multitasking, hacen todo y lo hacen a costa de su propia sobreexplotación o de distintas formas de empobrecimiento de su vida cotidiana: menos tiempo para el entretenimiento, peor calidad del cuidado familiar, empeoramiento de la salud.

En Un cuarto propio, Virginia Woolf se pregunta por qué las mujeres no produjeron grandes obras literarias y hace el ejercicio mental de imaginarse una mujer talentosa en el siglo XVI: “Se hubiera enloquecido”, afirma, “porque no se precisa mucha habilidad psicológica para saber que una muchacha de altos dones que hubiera intentado aplicarlos a la poesía hubiera sido tan frustrada e impedida por el prójimo, tan torturada y desgarrada por sus propios instintos contradictorios, que debía perder su salud y su cordura (…) Si hubiese sobrevivido todo lo escrito por ella hubiera sido retorcido y deforme fruto de una forzada y mórbida imaginación”. A todos nos cuesta separarnos de la vida que llevamos cotidianamente y registrar cómo vivimos, mirarnos desde afuera. Las contradicciones entre lo que queremos y lo que podemos muchas veces se transitan en silencio y se suman a la lista de angustias existenciales con las que convivimos, o suponemos que son parte de cómo funciona el sistema. La madre que se queda en casa cuidando a los hijos, ¿lo hace porque quiere o porque es su rol en esta sociedad? La joven secretaria que trabaja 12 horas por día en una oficina, ¿lo hace porque logró independizarse o porque no le queda otra? Estas preguntas en cierto modo son nuevas porque el trabajo asalariado para las mujeres —en términos masivos— es algo relativamente novedoso. Suena extraño, pero es novedoso. No hace falta viajar al Medioevo para ver las transformaciones que ya sucedieron, estamos a años luz de las posibilidades de nuestras propias madres y abuelas ante la educación, las carreras, la participación política, la sexualidad.

El ser mujer tampoco nos hace tomar conciencia automática de nuestro rol en la sociedad, mucho menos podemos decir que con el kit de ser mujer viene un chip feminista. Por eso es que necesitamos reflexionar con un poco más de distancia acerca de lo que pensamos que es lo obvio, natural, normal, sin temor a convertirnos en esa chica retorcida de la que habla Woolf. Se trata más bien de desprogramarse, de sacarse de encima la mochila que cargamos de roles, estereotipos, moldes en los que hay que encajar y aventurarse a construir algo distinto. Nuestra generación no puede darse el lujo de pasar todo esto por alto.

Las mujeres y las mujeres, primero

Vivo en Nueva York hace unos tres años, una ciudad que tiene el particular encanto de reunir hombres y mujeres de lugares del planeta que quizá nunca conozca; intelectuales, artistas, científicos de todo el mundo vienen a aquí a nutrirse de su varieda

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