Conversaciones irreverentes

Juan José Sebreli
Marcelo Gioffré

Fragmento

Corporativa

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PRÓLOGO

El diálogo como subgénero literario —que no debe confundirse, aunque tiene cierto contacto, con el de la correspondencia— se inscribe en una larga tradición de la literatura de Occidente. Basta recordar las conversaciones de Goethe con Johann Eckermann y las de James Boswell con Samuel Johnson; contemporáneamente, las discusiones de Jean-Paul Sartre con Simone de Beauvoir y las de Georg Lukács con Arnold Hauser, los intercambios entre Ernst Jünger y Julien Hervier, el cruce sobre teología entre Joseph Ratzinger y Hans Küng, y las entrevistas de Oriana Fallaci y Rosa Montero; o en nuestro país, los diálogos de Jorge Luis Borges con Ernesto Sabato, las entrevistas de Antonio Carrizo a ambos escritores y la transcripción de las conversaciones de sobremesa entre Borges y Bioy Casares. Sumándonos a esa tradición, pero introduciendo el matiz de que dos autores interactúan con muchos interlocutores, sostenemos la idea de diálogo coral en época de monólogos.

Las conversaciones aquí reunidas pueden ser tomadas como ejercicios dialécticos que a veces desembocan en acuerdos, a veces terminan sin que se hayan modificado las opiniones iniciales y a veces finalizan dejando cabos sueltos. Los géneros y los personajes son diversos, los estilos también, desde la prosa coloquial de Graciela Borges a la académica de Guariglia. Pero en cada una es posible percibir un clima de época y un dispositivo por el cual el tratamiento de las cuestiones se abre y las cartas quedan sobre la mesa. Las entrevistas se realizaron entre octubre de 2010 y diciembre de 2011, en pleno auge del populismo duro.

Si hubo dos hechos que marcaron a fuego el apogeo del kirchnerismo fueron los actos fúnebres por la muerte de Néstor Kirchner, en octubre de 2010, y el triunfo de Cristina Fernández, con el cincuenta y cuatro por ciento de los votos, en las elecciones generales de octubre de 2011. Fue la irrupción de una emergencia. La Presidenta lanzó, desafiante, su apotegma contra las minorías: “Si no les gusta, armen un partido y ganen las elecciones”, clausurando así toda posibilidad de disidencia y asumiendo que esa mayoría había pasado a ser, alquímicamente, una totalidad cerrada, sin poros ni entretelas (más aún, llegó a decir “Vamos por todo”, invisibilizando el cuarenta y seis por ciento que no había votado por ella). Ese año reinó en el país un aire triunfalista y patotero. Algunos nos sentíamos como aislados en un ghetto en la Ciudad de Buenos Aires. No por nada el rockero Fito Páez, por esos días, dijo que los porteños, que votaban distinto del resto del país, le daban asco. De manera tal que dar señales de alarma, sugerir siquiera que se trataba de un jolgorio engañoso, podía ser interpretado casi como una traición. Por eso éramos aguafiestas. Éramos los que llegábamos para aportar ese dato inesperado, esa anomalía en medio de la borrachera colectiva. ¿Cómo ser tan herejes para intervenir en la fiesta cortando la música, parando el baile y anunciando que eso tendría un costo sin ser acusados de delirantes y amargados? Y una vez superada esa avalancha de unanimidad, ¿cómo contar retrospectivamente esa época sin el ripio que el tiempo y las pasiones van acarreando? Estas entrevistas vintage se transforman en testimonios insobornables y permiten vislumbrar el modo en que cruzamos ese tiempo: desde la desesperación de un invitado por convertir a un oscuro político santafesino en una suerte de Felipe González hasta el entusiasmo de otros que gozaban de ventajosas zalamerías oficiales, pasando por quien había vivido una larga vida ajeno a la política y sólo ante semejantes hechos se sintió compelido a involucrarse. Todo ese pasado lo recuperamos no a través de la niebla del olvido sino intacto, nítido, cristalizado en estos diálogos, como un rico friso de ese año de fantasmagoría festiva.

No todas las entrevistas son de carácter político, pero el hecho de atravesar esa época llevó a que la política siempre surgiera de un modo u otro. Y lo hizo de una manera volcánica. Ese auge del populismo duro fue vivido por nosotros como una larga noche, un largo invierno, una pesadilla, y en algún sentido la experiencia que realizamos representó una de las pocas herramientas disponibles para batallar frente a lo que, en ese momento, se perfilaba con posibilidades de perpetuación totalitaria. No era aún una dictadura, pero podía llegar a serlo. Había que enfrentar esa perspectiva inquietante. Desde el Estado podían armar un colectivo partidario, Carta Abierta, e insólitamente implantarlo en la sede de un organismo estatal autónomo como la Biblioteca Nacional, con infinitos canales de distribución; podían colonizar la TV pública con periodistas pagados con sueldos exorbitantes que habían perdido toda objetividad y desde allí caricaturizarnos y mofarse de nosotros, distorsionando nuestros discursos, como lo hicieron en el programa 678; podían fundar canales enteros, como Encuentro y Pakapaka, en los cuales sólo difundían idearios populistas. Nuestras herramientas, por el contrario, eran ínfimas: un pequeño espacio en el canal Metro, del multimedio Clarín, que por esos momentos era acosado desde todos los flancos con leyes que pretendían descuartizarlo. Lo hacíamos con escasos auspicios y aun con empresarios que no se animaban a aparecer entre nuestros anunciantes por miedo a ser escarmentados por el gobierno. Bajo esas condiciones desvantajosas jugamos la carta. Y, a diferencia de lo que hacían ellos, invitábamos al programa a quienes no pensaban como nosotros, de lo que dan cuenta Guillermo Martínez (que desde la izquierda apoyaba, aunque con ciertos reparos, al gobierno), Vicente Battista (que formaba parte de Carta Abierta y adhería abiertamente al kirchnerismo), Horacio González (director de la Biblioteca Nacional y principal impulsor de Carta Abierta), Felipe Pigna (

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