La Justicia acusada

Alberto Fernández
Mauro Benente
Federico G. Thea

Fragmento

La casa que habitamos
A MODO DE PRÓLOGO

Alberto Fernández

Argentina registra una historia trágica en lo que concierne a la relación que en una república debe vincular al poder político que gobierna y al poder que administra justicia.

Tal vez haya sido el primer golpe de Estado que nuestro país padeció en 1930 el que tornó promiscuo ese vínculo. Fue en esa ocasión, cuando un general llamado José Félix Uriburu derrocó al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen, que el máximo tribunal del país legitimó el asalto del poder institucional en manos de las Fuerzas Armadas.

Aquella penosa “Acordada del 30”, un acto administrativo dictado por fuera de todo proceso judicial, adujo, sin fundamentos jurídicos, que los hechos derivados del golpe militar (quebrantamiento del orden constitucional) no podían ser revisados judicialmente porque “un gobierno de facto… ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”. De ese modo, el imperio de la fuerza prevalecía por sobre la racionalidad legal.

Esa trágica decisión, adoptada el 10 de septiembre de 1930, sirvió como doctrina legitimante de la sucesión de golpes de Estado que padeció nuestro país. Así, la Acordada del 7 de junio de 1943 convalidó el golpe del 4 de junio replicando en forma íntegra aquella decisión de 1930.

Con la llegada de la que dio en llamarse Revolución Libertadora, esa lógica se profundizó y los golpistas no solo legalizaron la doctrina nacida en 1930 sino que pusieron en comisión a los tribunales constitucionales con el propósito de removerlos y de constituir en su reemplazo un sistema judicial que les respondiera.

De esta manera, la Corte Suprema de Justicia de la Nación y los tribunales inferiores, que constitucionalmente estaban llamados a velar por la democracia y el respeto a las reglas republicanas, terminaron legitimando a los golpistas, persiguiendo a los derrocados y destruyendo así los pilares básicos en los que se asienta el Estado de Derecho.

Ese proceder se repitió una y otra vez, también con el golpe militar del 24 de marzo de 1976. En esta ocasión, ocurrió algo más grave aún: toda la judicatura juró, por encima de los postulados constitucionales, lealtad a los Estatutos Básicos del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional.

En 1983, al recuperar la democracia, hubo una lenta recomposición del sistema judicial, que fue poniendo en jaque las normas dictadas por la dictadura militar que acababa de ser fulminada. Finalmente, la reforma constitucional de 1994 resolvió definitivamente la cuestión al establecer que la “Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos”.

Uno pudo pensar entonces que, después de tan traumática experiencia y recuperada la República, la división de poderes comenzaría a funcionar en plenitud. Sin embargo, eso no ocurrió. La influencia del poder político sobre el judicial se manifestó una y otra vez, buscando la legitimación de las decisiones tomadas por el gobierno o la protección de los funcionarios cuyas conductas eran cuestionadas.

Se pensó que la dificultad en dividir el accionar de ambos poderes estaba fundada en el hecho de que el sistema constitucional instituido en 1853 dejaba en manos del Senado Nacional la selección y remoción de los magistrados. De ese modo, la condición para ocupar o perder un lugar en la grilla de la magistratura judicial estaba siempre vinculada a cierta “admisibilidad política”, en la que no mediaba ningún otro proceso selectivo que no fuera la discrecionalidad de los gobernantes.

Tratando de saldar el conflicto, los constituyentes de 1994 crearon el Consejo de la Magistratura, una institución propia del sistema continental europeo que pareció idónea para garantizar la suficiente independencia de la judicatura respecto de los poderes políticos.

Desde el momento de su creación hasta aquí, el Consejo de la Magistratura se organizó de distintos modos tratando de garantizar la representación adecuada de los diversos estratos que confluyen en él (políticos, jueces, abogados y académicos). Aun así, la calidad selectiva y los sistemas de remoción de los magistrados siguieron evidenciando las mismas carencias que antes se expresaban y que decían querer combatirse con este nuevo modelo institucional.

En síntesis, el Consejo de la Magistratura se convirtió en un nuevo epicentro de presión sobre jueces que otra vez acabó saldándose a partir de una relativa discrecionalidad y sin criterios estrictamente técnicos.

La degradación de la calidad jurisdiccional fue creciente, y en los últimos cuatro años quedó al descubierto la dimensión del problema. Ya no buscó que la justicia avalara las decisiones de un gobierno o preservara a sus propios funcionarios. Se trató de la utilización del sistema federal de Justicia para lograr el disciplinamiento político a través de la persecución de opositores.

Si lo dicho denota gravedad por sí mismo, el conflicto adquiere mayor dimensión cuando se observa la construcción, por parte de fiscales y jueces, de toda una doctrina jurisprudencial diseñada a la exacta medida de la necesidad política de persecución.

A lo largo de estos años, muchas voces fueron dejando en evidencia los abusos cometidos en procesos penales en detrimento de opositores del poder de turno. Con el correr del tiempo, también empezó a evidenciarse cómo esa aceitada maquinaria político-judicial contó con la acción explícita, o cuanto menos la anuencia, de un esquema mediático que construía la idea de culpabilidad de diferentes sujetos sociales en el imaginario público.

Argentina enfrenta hoy un momento singular. La pandemia ha dejado al descubierto un sinfín de debilidades estructurales que arrastra nuestra sociedad. Muchas de ellas son consecuencia del relajamiento institucional que nuestra aún joven democracia ha permitido y favorecido.

Esas debilidades se han consolidado a partir de múltiples causas. En algunos casos las razones del deterioro radican en el mal funcionamiento institucional, que permite aplicar criterios subjetivos (discrecionales) a la hora de seleccionar y remover jueces. En otros casos, los motivos de la depreciación están directamente vinculados a la condición humana, que permite que predominen intereses políticos y económicos antes que sean impuestos los criterios de justicia que deberían imperar sin excusa alguna.

Con el propósito de promover un debate franco de cara a la sociedad, hemos impulsado la idea de convocar a una serie de juristas y académicos destacados que busquen respuestas a las causas del accionar del sistema judicial argentino en el presente y ofrezcan, a la vez, alternativas de salida que nos permitan consolidar una justicia más abarcadora en lo social y más equitativa a la hora

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