Introducción
¿Cuándo comenzó el ascenso de la izquierda?
El 9 de noviembre de 1989, exactamente a las 18:53, Günter Schabowski, portavoz del Politburó del Partido Socialista de Alemania del Este, anunció en una conferencia de prensa la decisión del gobierno de simplificar los trámites para viajar fuera del país. “Los viajes privados al extranjero se pueden autorizar sin la presentación de un justificante, motivo de viaje o lugar de residencia”, informó.
—¿Cuándo entrará en vigor? —le preguntaron los periodistas.
Schabowski dudó unos segundos, consultó sus notas y respondió:
—Inmediatamente.
La noticia generó una estampida de alemanes orientales al puesto de control de Bornholmer Strasse, que a las once de la noche quedó completamente desbordado por una marea humana que al cabo de unas horas, con picos y palas, derrumbaría para siempre el Muro de Berlín.
En aquel momento, la mayoría de los países sudamericanos recién daba sus primeros pasos en el camino de la recuperación democrática; en otros, el ciclo neoliberal apenas comenzaba. Sin embargo, fue la caída del Muro —y la posterior implosión del bloque soviético— la que creó la oportunidad para la llegada al poder, algunos años después, de una nueva izquierda. Y esto, que parece una paradoja, tiene una explicación bastante sencilla: desaparecido el riesgo de que los gobiernos sudamericanos fueran puestos por Moscú al servicio de su estrategia planetaria, Estados Unidos distrajo su atención de su tradicional patio trasero y se embarcó en aventuras guerreras lejanas. Se abrió así un vacío de influencia en Sudamérica, que habilitó un espacio de autonomía inédito y permitió un giro a la izquierda que en otro momento, en plena Guerra Fría, Washington hubiera bloqueado a través de la presión internacional o el golpe de Estado.
O quizás no.
Quizás todo comenzó el 4 de febrero de 1992, en Caracas, exactamente a las 10:30 de una radiante mañana de sol, cuando un militar corpulento y moreno, con la boina roja perfectamente terciada y un tono de voz firme y tranquilo, apareció ante las cámaras de televisión para instar a la rendición a sus compañeros golpistas. Hugo Chávez Frías afirmó que los objetivos militares que se habían propuesto no habían podido cumplirse, pero dijo “por ahora”, y dijo “asumo la responsabilidad”, y ello alcanzó para transformarlo instantáneamente en la nueva esperanza de Venezuela. En un minuto y doce segundos, apenas 169 palabras, Chávez generó una corriente de empatía con una sociedad angustiada por la crisis económica, y dio el primer paso por un camino que seis años después concluiría con su arrollador triunfo en las elecciones presidenciales y su coronación como el primer representante de la nueva izquierda en llegar al poder. Su victoria fue un precedente fundamental para el cambio de rumbo en varios países de la región, y su figura, tal vez la más potente y sin dudas la más polémica de todas las que se ocupa este libro, se ha convertido en uno de los ejes de la política sudamericana, un imán que atrae y repele, percibido por algunos como un ejemplo de redención social, y por otros como el desvío autoritario que es necesario esquivar, aunque son pocos quienes se atreven a objetar esta idea elemental: la llegada de Chávez al poder, el 6 de diciembre de 1998, marcó el inicio de un nuevo tiempo en la política sudamericana.
O quizás el comienzo no se sitúe en Caracas sino en Buenos Aires, varios años después.
El 19 de diciembre de 2001, exactamente a las 22:41 de una noche calurosa, el presidente Fernando de la Rúa calificó de “grupos enemigos del orden que quieren sembrar la discordia y la violencia” a los desesperados habitantes de las barriadas pobres de Buenos Aires que cuatro días atrás habían comenzado a saquear supermercados y almacenes. Apenas concluyó el mensaje presidencial, sorprendentes ruidos de metal comenzaron a escucharse en la ciudad: la clase media salía a las calles en ojotas y shorts, golpeando cacerolas, espumaderas y sartenes, en el inicio de un estallido de ira que se extendería por varios días y que concluiría con la caída del gobierno y el definitivo punto final al modelo económico neoliberal vigente desde hacía diez años. Los cacerolazos del 19 y 20 de diciembre generaron un fuerte impacto en la conciencia nacional y dejaron una marca que traspasaría fronteras. Si Argentina, el primer país latinoamericano en modernizarse, el que siempre había encabezado los rankings regionales de progreso, el que más tarde había construido un sólido y generoso Estado de bienestar y el que luego logró incorporarse ágilmente, sin esfuerzo aparente, al mundo globalizado, terminaba así, en llamas y saqueado, ¿qué quedaba para el resto? Las imágenes de los caceroleros y piqueteros en las calles de la más europea de las capitales latinoamericanas se extendieron por la región como una evidencia incontrastable de que las recetas del Consenso de Washington ya no funcionaban, y que había llegado el momento de cambiarlas.
Pero quizás no tenga tanto sentido buscar el momento exacto en que todo comenzó. Antes o después, en Berlín, Caracas o Buenos Aires, lo importante es que una transformación fundamental ha ocurrido, un giro histórico profundo que en algunos casos se manifiesta en un clima de cambio de época, y que en otros se revela en el desmoronamiento de aparentemente sólidos sistemas partidarios, el colapso de regímenes económicos supuestamente exitosos y una sensación de incertidumbre, tensión y angustia, que ha llevado a que cada vez más sociedades sudamericanas exploren nuevas alternativas políticas.
La evidencia es abrumadora.
Si en Sudamérica vivieran cien personas, ochenta lo harían hoy bajo gobiernos de izquierda.
Si Sudamérica tuviera cien kilómetros cuadrados de superficie, ochenta y uno pertenecerían a países gobernados por la izquierda.
Si el producto bruto sudamericano fuera de cien dólares, noventa serían gestionados por ministros de economía de gobiernos de izquierda.
Y así podríamos seguir: si en Sudamérica hubiera cien militares, sesenta y cinco tendrían como comandantes en jefe a presidentes de izquierda, si produjera cien barriles de petróleo, noventa estarían controlados por gobiernos de izquierda, si exportara cien dólares, ochenta y cinco serían enviados al exterior por gobiernos de izquierda...
El nuevo tiempo político que vive la región, que algunos califican de giro a la izquierda y que otros, menos precisos, definen simplemente como posneoliberal, no es un accidente histórico transitorio ni un fenómeno limitado a uno o dos países, como fue la Revolución Cubana en 1959, el triunfo de Salvador Allende en 1970 o la victoria sandinista en 1979. En relativamente poco tiempo, casi toda Sudamérica dejó atrás la etapa neoliberal y eligió a líderes y partidos políticos que proponían un camino distinto: la tesis en la que descansa este libro es que se trata de una tendencia profunda que recorre casi toda la región y que ya asoma tan clara como el ciclo autoritario de los 60 y 70, la recuperación democrática de los 80 y el neoliberalismo de los 90. Como dijo el presidente de Ecuador, Rafael Correa, en su ceremonia de asunción, no se trata de una época de cambios, sino de un cambio de época.
Este libro es un intento por retratar este nuevo ciclo histórico desde cuatro ángulos complementarios. El primer capítulo rastrea los orígenes de los presidentes de izquierda, describe sus personalidades políticas y analiza los procesos que los llevaron al poder. Es, junto al capítulo económico, el único ordenado país por país, porque la idea es conectar a una persona con un proceso histórico determinado: ¿por qué las características de cierto liderazgo se ajustaban a las necesidades de cierta sociedad en determinado momento?
El segundo capítulo está dedicado a la integración regional y la disputa por el liderazgo sudamericano. Releyéndolo confirmo algo que ya sospechaba, pero que de todos modos no deja de llamarme la atención: el protagonismo estelar del presidente venezolano. Hay, creo, una cierta idea de Chávez en este libro, que no es la del malvado dictador comunista que propaga la oposición, pero tampoco esa cruza virtuosa de Bolívar y el Che Guevara que defienden sus seguidores. Se trata más bien de que con sus malos modales Chávez a menudo arruina sus mejores ideas, como si —ex golpista al fin y al cabo— siguiera conspirando, sólo que contra sí mismo: por más que uno reconozca los avances sociales o los logros educativos de su gobierno, debe ser bastante irritante estar mirando la televisión un mediodía cualquiera, como el del 17 de junio de 2001, y que el hombre interrumpa la programación para transmitir en cadena nacional la imagen casi estática de sí mismo manejando una máquina perforadora en un túnel de ferrocarril... durante una hora y media. Y claro, a nadie le gusta tener que esperar para ver el final de la telenovela a que su presidente termine de cantar una balada con una banda recién llegada de Valencia o tener que soportar el festejo, en vivo, de su quintuagésimo cumpleaños. Eso debe de ser bolivarianamente molesto.
Pero no nos desviemos. El tercer capítulo analiza las políticas económicas de los gobiernos de izquierda y el objetivo de avanzar en una reversión, o al menos una corrección estilizada, del neoliberalismo que señoreó la región durante los 90. ¿Constituye esto una nueva política económica o se trata simplemente de cambios cosméticos? La respuesta, difícil, guía el capítulo y ayuda a revelar las coincidencias y los contrastes, desde la moderación de Brasil, Uruguay y Chile, hasta los intentos más radicales de Bolivia, Ecuador y Venezuela, aunque incluso en estos países la continuidad se mezcla con el cambio: Evo Morales cedió a técnicos apartidarios el control de la economía y se enorgullece de haber conseguido el superávit fiscal más alto de la historia de su país, Rafael Correa decidió mantener la dolarización que tanto había criticado en el pasado y pocos recuerdan hoy que la primera decisión económica de Chávez como presidente fue ratificar en su cargo a la ministra de Economía del gobierno anterior. En todos los casos, sin embargo, es posible encontrar una línea común: la voluntad de apropiarse —a través de nacionalizaciones, creación de nuevos impuestos o reformas tributarias— de una mayor porción de la renta para ampliar la base financiera del Estado, fortalecer su rol interventor y extender las políticas sociales.
El cuarto capítulo, un análisis de la forma de ejercer el poder y la relación con las instituciones, se interna en el debate pantanoso que contrapone la virtud republicana con el populismo, y constituye un intento por derrumbar algunos mitos y desbaratar ciertos lugares comunes. Es en muchos sentidos el capítulo más sudamericano de todos, pues los rasgos históricos específicos y la idiosincrasia regional desempeñan aquí un papel clave, papel que a veces —esa es mi impresión— es incomprendido por los analistas primermundistas que se quejan de que Rafael Correa no lleva adelante un gobierno prolijamente socialdemócrata (como si fuera posible) o de que Venezuela no consolida un sistema de partidos coherente (como si dependiera de la voluntad de una persona). Necesariamente, el texto se desvía a los temas cruciales del personalismo, el militarismo y el nacionalismo, este último un recurso siempre a mano y que a menudo deriva en planteos insólitos: la última vez que visité Bolivia, seguí de cerca el debate impulsado por algunos convencionales constituyentes oficialistas que proponían quitar el laurel y el olivo del escudo patrio, con el argumento de que el primero es un símbolo del Imperio Romano y el segundo del Imperio Español, y reemplazarlos por hojas de coca, ante lo cual los representantes de la región de Santa Cruz de la Sierra reclamaron que también se incluyera el patujú, una flor que crece en la zona y que reúne el rojo, el amarillo y el verde de la bandera nacional; otro grupo postuló la kantuta, de los mismos colores pero típica del área andina, y algunos hasta pidieron por la palmera. Al final, ante el riesgo de convertir al escudo en una ensalada, lo dejaron como estaba.
El quinto capítulo enfoca los temas de la pobreza y la desigualdad males endémicos de las sociedades sudamericanas, y describe las estrategias adoptadas para enfrentarlos, desde el modelo desordenado y ambicioso de las misiones venezolanas hasta el amplio programa brasileño, el Bolsa Familia, que hoy llega a la asombrosa cifra de cuarenta y cuatro millones de personas. En el final del capítulo ensayo un balance provisorio que revela algunos avances significativos, aunque lo que todavía queda por hacer es tanto que cualquier paso adelante deja siempre un amargo sabor a poco. ¿Pueden las políticas sociales resolver estos problemas o es necesario pensar en una reformulación más amplia del modelo de desarrollo económico? La idea que se defiende aquí es simple: la lucha contra la pobreza y la desigualdad debería ser el parámetro con el que se mide el éxito o el fracaso de los gobiernos de la nueva izquierda.
Antes del último capítulo, un par de aclaraciones necesarias, de foco y de estilo. La idea de que el libro se centre en Sudamérica, en lugar de América Latina, responde a la sensación, cada vez más extendida, de que la región se ha dividido en dos, en una línea que imaginariamente podemos situar en el Canal de Panamá: los países ubicados al norte de esta frontera invisible se encuentran cada más vez integrados a Estados Unidos, forman parte de su segundo perímetro de defensa y se han articulado económicamente con Washington a través de tratados de libre comercio. Comparten ciertos temas y preocupaciones, como las migraciones, los efectos de la economía de maquila o las remesas, que resultan relativamente ajenos a sus vecinos del sur. La vieja frase que Porfirio Díaz pronunció para México, “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, hoy se aplica tambi