Ausencia perpetua

Diana Cohen Agrest

Fragmento

Palabras iniciales

Este ensayo de escritura no aspira a ser ni una creación erudita, ni una investigación periodística, ni un estudio crítico sobre una versión perversa del derecho penal. O mejor dicho: no es nada de lo mencionado, pero todos esos géneros nutrieron las llamas que parieron estas páginas, engendradas desde el dolor, pero también desde la impotencia y la furia de una madre cuyo hijo de veintiséis años fue vilmente asesinado con la anuencia de un sistema judicial inerme. Un sistema cómplice de una política que, excusándose en las garantías constitucionales, en las normas de nivel nacional (leyes y constituciones) y en las normas internacionales (convenciones y declaraciones con valor de ley internacional), se cobró miles de víctimas inocentes durante las últimas décadas.

Una vez elucidada la multiplicidad de sus fuentes, creo que estas páginas están dirigidas, simultánea y paradójicamente, a todos, a muchos y sólo a algunos. De allí que puedan ser leídas en su totalidad, pero también según el interés que anime al lector que se asome a ellas.

Ordenado el ensayo en cuatro partes, la primera se consagra a ese joven que fue Ezequiel. Es autobiográfica y, como tal, transita senderos íntimos que compartí y comparto con quienes nos acompañaron en este itinerario inesperado. Pese a su carácter personal, historias semejantes habrán transitado quienes duelaron a los miles y miles de muertos cuyas vidas fueron arrebatadas por una delincuencia impune, amparada por un sistema más impune todavía. Toda muerte es atroz, en particular cuando se trata de vidas que recién despuntan: quienes mueren por negligencias viales, quienes mueren por tragedias evitables, quienes se quitan la vida porque no soportan vivirla, quienes mueren por enfermedades… y esta acongojada taxonomía podría ser continuada sin fin. Si estas páginas se inscriben en las muertes violentadas, es simple y llanamente porque fue la experiencia que me tocó vivir. Y porque decidí escribir no desde la distancia de la teoría, sino desde el desconsuelo. Desde la denuncia racional, pero también desde el pensamiento visceral. A aquellos sensibilizados por las circunstancias en las que convivimos les recomiendo leer oblicuamente o incluso pasar de largo algunas de esas primeras páginas.

La segunda parte fue concebida pensando en todos aquellos que, extraños al ámbito del derecho y de la criminología, buscan conocer el ideario jurídico sociocriminal que sentó las bases de la política penal y criminal durante las últimas décadas en la Argentina, desde la recuperación de la democracia. De más está decir que no es un análisis asimilable a los tratados de derecho, ni pretende serlo. Lejos de ello, la intención que animan estas páginas es llegar al lector corriente, explicando en un lenguaje lo más llano posible algunas de las intrincadas cuestiones de una dogmática penal de por sí compleja aunque, en alguna medida, comprensible para el lego porque forman parte de una concepción ancestral del derecho. Sin embargo, dado que el garantoabolicionsimo abandonó la retórica de la dogmática penal, sustituyendo sus expresiones técnicas por acuñaciones que distorsionan el significado primario de los términos jurídicos y terminan por sumirnos en la perplejidad, también intento reconducir ese juego de lenguaje hacia el plano discursivo cotidiano.

La tercera parte se ocupa de ilustrar con casos judiciales las aberraciones éticas y jurídicas engendradas por una concepción discrecional del derecho e incluso funcional a los intereses de turno, a costa de la inmolación de un sinnúmero de vidas, sacrificadas por una presunta justicia que sólo favorece al victimario.

La última parte demuestra que esa injusta justicia no es inocua. El “relato” penal logró crear en la sociedad dos actitudes antagónicas, el anverso y el reverso de una moneda tan vil como depreciada que, en una de sus caras, celebra el extravío de hacer justicia por mano propia, nutriendo una amenaza latente dispuesta a regresar a la condición en la que el hombre era el lobo del hombre. Tras examinar, desde una perspectiva filosófica, los límites que iluminan las luces y sombras del perdón, nos volvemos finalmente hacia una relectura de la noción de Justicia.

En nuestra condición de seres escindidos por la fragilidad, el desgarro y la finitud de la existencia, esas páginas clausuran, pero no cancelan, los interrogantes. Pues son apenas un intento de comenzar a pensar desde otro espacio, crítico y reflexivo, en torno de las inquietudes que atraviesan nuestra vida hoy. Sé que soy acompañada en esta aspiración por quienes duelan a sus muertos, por esos dolientes (parejas, padres, hijos, hermanos, amigos, entre tantos otros) silenciados a través del instrumento de la indiferencia.

Atravesado por la congoja, este ensayo de escritura se consagra a la memoria de mi hijo y a la de todos los muertos sacrificados en aras de una utopía descabellada. Porque cada acto en memoria de todos y de cada uno de ellos les concede algo de la vida que pueden tener ahora, cuando ya no están.

Buenos Aires, marzo de 2013

I
LA VOZ DE LA VÍCTIMA

El día que todo cambió

Los horrores del infierno pueden ser vividos en un solo día.

Hay tiempo suficiente.

Ludwig Wittgenstein

Ése fue un día más. O por lo menos así comenzó. Al promediar la tarde, estaba trabajando en mi estudio, concentrada en la escritura de un texto en la computadora, cuando Ezequiel se asomó y me preguntó, como tantos otros días, si le podía prestar el auto.

—Sí, claro… ¿tenés muchas cosas para hacer? —respondí, distraída, sin sospechar siquiera que aquel sería nuestro último diálogo.

—Un montón, mami…

Apenas un mes antes, Ezequiel había completado su plan de tesis de licenciatura. Intentando abrirse un camino profesional en la producción cinematográfica, se sentía feliz de ir ganándose, de a poco, con un enorme esfuerzo y dedicación personal, un lugar en ese mundo. Con orgullo, ante mi pregunta de cuán ocupado estaría esa tarde, se puso a enumerar —acompañando su voz con los dedos que mostraban gráficamente su necesidad imperiosa del auto—, una larga lista de tareas que lo esperaban esas horas que concluirían en Caballito, en la casa de una compañera de la universidad con la cual tenía que planear la filmación de un cortometraje.

Conservo su recuerdo que me acompañará de por vida (rememoro ese instante una y otra vez, más por horror al olvido que por tenaz obsesión). Erguido bajo el marco de la puerta, mirándome con sus ojos del color del mar semejantes a dos olas confiadas y traslúcidas, se despidió con un cotidiano:

—Chau, mami…

Y mi respuesta, idiotamente automática, en ese instante trivial aunque insospechadamente definitivo:

—Chau, amor.

Nunca más volvería a contemplarme en esa mirada océanica. Pero entre esa partida trivial y la noticia atroz, pasaron un par de acontecimientos que todavía hoy me perturban. A mediatarde fui a una farmacia cercana, en Cabildo y Pampa, transitando las mismas veredas recorridas cientos de veces. Pero ese día, ese viernes 8 de julio de 2011, cuando regresaba desde la farmacia pasó algo distinto, que sólo pude resignificar unas horas más tarde. Crucé la vereda de la sucursal del banco donde un aciago día de julio, seis años antes, el joven Alfredo Marcenac había sido asesinado por el luego apodado “tirador de Belgrano”. Mientras pisaba las baldosas aledañas a aquellas que lo recuerdan en un mural —una ola y una mano entrelazada con una paloma—, me pregunté tan azarosa como premonitoriamente: “¿Qué habrá sido de sus padres? Pobres padres”…, sin sospechar que apenas un par de horas más tarde yo formaría parte de ese ejército de seres destrozados por el dolor. Pero ése fue apenas el primero de los acontecimientos que preanunciaron lo impredecible.

Al anochecer, ignorando la tragedia ya desatada en mi vida, salí de una reunión para encontrarme con Gustavo, mi esposo y padre de Ezequiel, con quien asistiríamos esa noche al teatro junto a una pareja de amigos. Detuve mecánicamente mi paso ante la salida de un auto de un garaje. Un auto exactamente igual al mío: el mismo modelo y el mismo color. Arrancándome de mi ensimismamiento, unos pequeños rayones en el guardabarros extrañamente atrajeron mi atención. Sentí escalofríos, recordé que Ezequiel estaba con un auto idéntico ante el cual acababa de detenerme para darle paso. Caminé cincuenta metros, quizás menos todavía, y sonó mi teléfono celular. Era la empleada de casa, quien me dijo, desconfiada, que habían llamado presuntamente desde una comisaría; añadió que se negó a darles mi número (por las consabidas llamadas desde la cárcel con que se embauca a la gente), pero que le rogaron que ella se comunicara conmigo y me transmitiera que fuera a la Comisaría 12 de la Policía, en el barrio de Caballito. Me encontré con Gustavo, le comenté sobre la llamada y nos fuimos inmediatamente hacia la seccional.

Ese trayecto, silencioso, duró mil años. Cruzar la ciudad un viernes al anochecer fue una travesía donde los fantasmas aparecían y desaparecían en una danza frenética del horror. Yo ya presentía lo atroz. Si Ezequiel hubiese tenido un accidente, pensaba entonces, me habrían llamado desde un hospital, salvo que el propio Ezequiel hubiera atropellado a un peatón. Pero aunque presentía el qué, desconocía el cómo. Una vez en la cuadra de la comisaría, esperaba ver mi auto destrozado. Pero no fue así. En ese instante, súbitamente, mi mente aturdida dejó de intentar comprender.

Supe que Ezequiel había muerto. Lo supe antes de oír los gritos destemplados del amigo que, frustrada la función de teatro, se encaminó hacia la comisaría junto a su mujer —y que fallecería por una enfermedad, curiosamente, la misma fecha, un 8 de julio, pero del año siguiente—. Recuerdo a José Zdrojew ski, amigo y hermano del alma de toda la vida, increpándolo a los gritos al comisario para que éste le dijera dónde estaba Ezequiel, dónde estaba. Por toda respuesta, una cabeza baja, en silencio. Gustavo rompió en llanto. Cuando mi presentimiento se transformó en certeza, sentí la hoja aguda de un puñal que penetraba la carne, alcanzaba las vísceras y después, palmo a palmo, desintegraba célula a célula. Un cataclismo en el cuerpo parte la existencia en dos, abriendo una hendidura que divide para siempre esos pedazos, y arrastra consigo todo lo viviente que puedan contener.

Allí comprendí una primera verdad: como la roca, como las células en su génesis primordial, mi vida se había partido en dos. Ya nada volvería a ser como antes. Y no lo sería jamás. No porque el pasado no persistiera en el precario, voluble, frágil santuario de la memoria, construido con momentos de alegrías y de tristezas y sellado de una vez para siempre con esos materiales que componen toda vida humana. Sino más bien porque cuando vivimos, transitamos un horizonte utópico donde solemos depositar ese bien tan ansiado llamado “felicidad”. Podemos sentir mil deseos y encarnarlos en mil formas: un abrazo inesperado, una mesa familiar numerosa, un retiro en un lugar acogedor donde se oiga el ruido del mar. No importa el qué ni el cuándo. Pero somos deseo, e ineludiblemente trazamos un horizonte utópico que, como promesa, se dibuja siempre en el porvenir, alejándose del punto de mira.

Cuando me enteré de la muerte de Ezequiel, también supe que ese horizonte no había retrocedido una vez más, como otras veces. Había desaparecido. Ese no lugar, esa utopía, ni siquiera recibía su legitimación como ilusión.

Sólo tras un tiempo comprendí una segunda verdad: la muerte de un hijo no tiene sentido jamás. Y la muerte de Ezequiel ni siquiera podía ser atribuida a una afección o a una dolencia que irrumpe de pronto porque la llevamos, a veces silenciosamente, en nuestra corporalidad.

Ezequiel había sido arrancado de la vida brutalmente, y el homicida, tan joven como su víctima, era un delincuente que de no ser por nuestra justicia injusta, debería haber estado encarcelado cuando disparó el horror. Hijo de un policía que habría denunciado el extravío de una de sus armas seis años antes, el asesino ya había sido condenado reiteradamente por el delito de portación de arma de guerra, por portación de arma de uso civil, por encubrimiento agravado, por el delito de robo agravado por el uso de arma de fuego en grado de tentativa y por portación ilegal de arma de guerra en concurso real. Esta sucesión de condenas no fue un obstáculo para su libertad. El Tribunal en lo Criminal N° 5 de Morón, integrado por los jueces Ángela Parera, Carlos Enrique Thompson y Susana Leticia de Carlo, le concedió la excarcelación. Lo que significa que, mientras estuvo procesado, estaba libre. Pero una vez que el tribunal falló y lo condenó, continuó libre, porque hasta que la sentencia no fuera confirmada por un segundo tribunal, no podía comenzar a cumplirse… En el caso del asesino de mi hijo, la sentencia no estaba firme porque había apelado y se esperaba el fallo de ese segundo tribunal. De allí que gozara de libertad. Una libertad que lo habilitó para terminar con una vida inocente. La de mi hijo.

Aquel fatídico 8 de julio de 2011 el homicida merodeaba a media tarde por las apacibles calles del barrio de Caballito con un arma en su mochila, al parecer interesado en estudiar la posibilidad de robar en una empresa próxima a la casa, cuya puerta abierta alteró su plan. Tras estacionar el auto, Ezequiel se encaminó hacia el portón del garaje, donde lo esperaba su compañera. El homicida ingresó tras ella, que cerró la puerta, sintiendo en su espalda el acero de un arma. El asaltante los obligó a él y a su compañera a entrar a la casa y los llevó a la planta alta, adonde estaba durmiendo el hermano de la joven. Los hizo acostar boca abajo en el piso, primero lo ató al hermano con una corbata y cuando estaba por atarla a ella, Ezequiel reaccionó y comenzó a forcejear con el delincuente, mientras la joven y su hermano aprovechaban para escapar corriendo hacia la planta baja. Enseguida escucharon un disparo.

Ese disparo acabaría con la vida de Ezequiel, sumiéndonos en un perpetuo dolor. Con ese gesto, el homicida nos arrancó un pedazo de vida a todos los que lo lloramos y lo lloraremos por siempre jamás.

De allí en más, es como si subsistiéramos en una vida escindida diacrónicamente, en un antes y un después. Y en el ahora, en un aquí y en un allí. Como si la vida persistiera en una dimensión irreal donde convergen los recuerdos, y fuera vivida en paralelo a una segunda dimensión real donde fluyen los ajetreos de la vida diaria. Esa dimensión irreal penetra intersticialmente, de forma subrepticia, en una cotidianeidad impasible, indiferente a la devastación. (Una se pregunta, incrédula e ingenuamente: ¿cómo es que la tierra sigue girando? ¿Cómo es que el sol saldrá mañana? Si la vida se abismó entera, si el mundo perdió toda lógica, ¿cómo es que siguen operando las leyes de la física?)

Transcurridos ocho meses de esa muerte absurda, tuvo lugar el juicio al homicida. El Tribunal Oral Nº 28 de la Capital Federal —integrado por los jueces doctores Mariano Chediek, Carlos Rengel Mirat y, en disidencia, Luis Oscar Márquez— lo condenó a prisión perpetua en calidad de autor material penalmente responsable del delito de robo con arma de fuego en concurso real con portación de arma de guerra sin la debida autorización legal en concurso real con el delito de homicidio criminis causa.

El último “fotograma” al que la opinión pública quedó fijada fue la imposición de Justicia al asesino.

En lo que nos tocaba, se trataba sin duda de una victoria pírrica. Habíamos perdido lo más importante que se puede alumbrar en la vida: un hijo.

Las audiencias del tribunal porteño nos ofrecieron la oportunidad de volver a pronunciar públicamente su nombre. Resonando, en esas mañanas de abril, en muchas otras voces y transcripto en letras nunca antes pensadas. Su nombre dicho, escrito y tallado una y otra vez, le restituía en su sonido o en su tinta algunas migajas de carnalidad. Pero su nombre lo redimía, en una forma extraña y empobrecida, de ese encierro silencioso que, como una sombra perenne, nos acompañará de ahora en más. Ese nombre que, aunque perdido de una vez para siempre en primera persona, continúa pronunciándose en los labios de sus seres amados.

Ese día supe de un grupo de madres que, congregadas en una vivienda de la localidad de González Catán, enclavada en el conurbano bonaerense, se unieron en una cadena de oraciones por Ezequiel. En ese instante, sumida en mi congoja, advertí que la historia de Ezequiel, de su triste final, era apenas una entre miles. Recordé los chicos de delivery asesinados mientras transportaban sus encargos y sacrificados por su moto, por una moto… Recordé otras historias ante las cuales, hasta poco tiempo atrás, reaccionaba con la indignación de quien se asoma a historias aberrantes ineludiblemente ajenas. Así lo creía yo. Cuando la historia es la propia, “el dolor es tan grande que no nos queda lugar para odiar”, como supieron decir los padres de Matías Berardi durante el juicio a la banda que lo asesinó. Matías había logrado escapar y alcanzó a correr tres cuadras. Perseguido por los delincuentes que lo señalaban como un ladrón, sus gritos de auxilio de nada sirvieron, pues nadie fue en su ayuda. Durante el trayecto en auto hacia el descampado que sería su destino final rogó por su vida, juró y volvió a jurar que no revelaría la identidad de sus captores. Según los testimonios de los testigos, “no paraba de llorar”, hasta que el joven de diecisiete años fue ejecutado a sangre fría. En un encuentro de Renacer —nombre de un grupo de padres enlutados que se reúnen para hablar de su aflicción—, conocería a la mamá de un joven heladero de veintiocho años quien, sentado en la puerta del negocio donde trabajaba en la localidad de Claypole, tuvo la mala suerte de presenciar una pelea callejera entre dos salvajes armados que terminaron a los tiros, uno de los cuales rebotó primero en el dedo del primo del heladero, que desvió la bala hacia el pecho del joven. El culpable fue detenido pero, según comentó la madre, es primo de un juez y fue liberado inmediatamente.

Éstas son apenas un puñado infame entre las miles y miles de historias de seres humanos inmolados por la violencia urbana durante las últimas décadas. Sin embargo, en esa cadena de oraciones de madres que, comprometidas con el dolor, imploraban por mi hijo, en los chicos de delivery silenciados por la indiferencia, en las conmovedoras palabras de los Berardi, en el llanto impotente de la mamá del joven heladero, en esas historias y en otras tantas comprendí que el sinsentido de la muerte de mi hijo podía adquirir un sentido que lo trascendiera.

Muertes gratuitas, que no debieron acontecer. Y que si acontecieron, fue por la desidia de un Estado omnisciente en el disciplinamiento fiscal de los ciudadanos y omnipresente en una justicia atendible sólo si es cobijada bajo el paraguas de los derechos humanos. Omnipotente en políticas asistencialistas que, aunque depreciaron la cultura del trabajo, reaseguraron el voto clientelista sin importar el costo social y ético a pagar. Ese Estado ausente en la protección de esas miles de vidas expropiadas, que no cuidó de sus hijos y que frente al dolor de lo irreparable sólo responde con la negación, el silencio y el olvido por parte de una injusta justicia.

Comprendí entonces que había miles de palabras, escritas y pronunciadas, que ocultaban tras las máscaras del derecho una presunta erudición tan vana y soberbia que se arrogaba la potestad de legislar sobre el dolor, cuando en verdad sólo eran el fruto de intereses políticos y corporativos: cuanto más se aventuraba un juez dictando sentencias absolutamente divorciadas de la realidad, cuantos más ideales utópicos se declamaran y resolvieran a través del sello judicial, más rápido y encumbrado sería el ascenso en su carrera profesional.

Comprendí que ese desvío jurídico era la expresión de una política irracional atravesada por una profunda perturbación ética, indiferente al respeto a la vida de quienes poblamos esta tierra que, en otros tiempos, fue una promesa de Justicia.

Abrevando en una respuesta dada por Jacques Lacan a quien le inquiría sobre la condición humana, el psicoanalista francés condensó el drama de la existencia en una elección última y definitoria: “La palabra o la muerte” [Safouan, 1994: 10]. Yo elegí la palabra. Ése es el sentido último de estas páginas: que mi pena infinita se transforme en palabra. Que la palabra se transforme, replicada, en otras voces, en otras manos, en otras luchas silenciadas.

La partida definitiva de un hijo

Nació conmigo, pensé, y también morirá conmigo —

porque yo no sabía que podría sobrevivirlo,

seguir después de él, que me convertiría en un exilio,

en un ser estacional.

David Grossman

Con la muerte de un hijo, es como si algo en nosotros estallara en mil pedazos. Y frente a esa devastación, es como si tuvieras que recoger esos mil pedazos y reconstruir el mundo a sabiendas de que jamás volverá a tener esas piezas que pensabas que conservarías para siempre. Es cierto que la vida está hecha de pedazos. Sin darnos cuenta, todos los días, el mero transcurrir del tiempo va devorando fragmentos de vida: perdemos la juventud, perdemos a nuestros vecinos cuando nos mudamos de casa o de ciudad, perdemos a quienes nos preceden. Pero los padres jamás imaginan que perderán a un hijo, que son ellos quienes lo enterrarán. Habitantes de un territorio arrasado, el desarrollo esperado de la historia de nuestra vida, nuestro proyecto vital, se ve súbitamente suspendido. Y como autores de un drama que pierde uno de sus personajes en la mitad de la narración, debemos reescribir los siguientes capítulos para explicar la pérdida de manera coherente y permitir que la historia siga adelante con los personajes que sobreviven…

En la intimidad de los enlutados, ese efecto es devastador. En tiempos jamás vividos ni proyectados se va construyendo un doloroso entramado de protección recíproca, en una escena en la cual, simulación mediante, se invisibiliza la pérdida con el fin de no dañar a quienes además del dolor por el extravío, sufren por el dolor de los otros enlutados. Los sobrevivientes, inermes, intentamos protegernos entre nosotros, ocultando la aflicción a sabiendas de que el agujero no se tapa con nada. Hasta que, súbitamente, un recuerdo intangible, una foto de las últimas vacaciones familiares, un lugar de la mesa vacío, irrumpe en el simulacro y desenmascara el dolor.

Muy rara vez, en un gesto que reconocía la necesidad del doliente de recordar a quien perdió, se me preguntó cómo era Ezequiel. No es difícil hablar de los otros, cuando los otros son extraños de los que podemos decir mil cosas, pronunciar palabras tan gratuitas como inofensivas que llenan los triviales silencios sociales. Tampoco es difícil hablar de personas que en el cotidiano vivir nos desafían o nos maltratan, nos lastiman o incluso nos ensalzan. Pero, ¿cómo hablar de un hijo arrancado de nuestros brazos cuando apenas se asomaba al itinerario que promete la vida humana? Puedo afirmar que Ezequiel amaba reírse y poseía un enorme sentido del humor, tanto que desplegaba una capacidad increíble de recrear situaciones ridículas, con el guiño cómplice de aquel que nos enseña a reírnos de nosotros mismos.

Amaba el fútbol y amaba a Boca. Y su amor pasional hacia la Azul y Oro lo llevaba encerrarse en la soledad de su cuarto para ver sufrir o triunfar a su equipo del alma, impidiendo cualquier intromisión en ese rito sagrado, amparado en una lógica supersticiosa de que cualquiera de la familia que compartiera ese momento con él sería “yeta” en el resultado xeneize.

Amaba los días de lluvia. Contemplar las gotas de agua, cayendo primero caprichosamente para luego deslizarse, previsibles, en el vidrio de la ventana. Y si de fenómenos caídos del cielo se trata, no terminaba de lamentar su mala suerte porque la nevada inesperada y excepcional caída en julio de 2007 lo encontrara justo a él, casero como pocos, filmando un corto en la ciudad de Rosario.

Amaba los libros. Porque reconocía que la palabra es pensamiento, y el pensamiento es lo que nos hace intrínsecamente humanos. Y porque sabía que la palabra es transmisora de nuestros sentimientos: del amor y del desamor. Del dolor, pero también de la alegría.

Amaba la música: me enseñó a amar ese himno a la vida, el “Chan Chan” interpretado por los cubanos del Buena Vista Social Club cuyos acordes resuenan todavía en mi alma acongojada. Me enseñó a amar el bolero “Lágrimas negras” en la voz flamenca de Diego “el Cigala”, de cuya letra me apropio bajo otra forma de amor: “Sufro la inmensa pena de tu extravío, siento el dolor profundo de tu partida y lloro, sin que sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras… tiene lágrimas negras como mi vida”.

Amaba mirar películas, y por su condición de estudiante de la Universidad del Cine, su formación académica le ofrecía la coartada perfecta para vivir como deseaba vivir. Toda vez que se le advertía que hacía horas y horas que estaba encerrado “con la compu” o “viendo la tele”, la respuesta era tan cierta como irrefutable: “Estoy estudiando”.

Amaba a su familia y a sus amigos, quienes lo lloran tanto como nosotros. Porque sabía que los afectos verdaderos trascienden los malos tragos con que la vida nos suele desafiar y que para crecer y vivir una vida digna de ser vivida debemos nutrirnos de la savia de quienes nos quieren bien.

Y por sobre todo, amaba la vida. La amaba tanto que solemos recordarlo en una imagen fugaz que lo expresaba cabalmente cuando se sentía muy pero muy feliz. En esas ocasiones, remedando al personaje encarnado por Héctor Alterio en una escena de Caballos salvajes, vuelto un danzarín, Ezequiel giraba su cuerpo y alzaba sus brazos y gritaba al viento: “¡La puta que vale la pena estar vivo!”. Esa misma vida que le fue perversamente, desoladoramente, arrancada.

Ezequiel vivía junto con nosotros, sus padres y sus dos hermanas. Cuando salía un viernes o un sábado por la noche, y eran las cuatro o cinco de la mañana, yo lo mensajeaba o su padre lo llamaba para saber si estaba todo bien. Ante mis temores, él me insistía: “Mamá, quedate tranqui que yo me cuido”. Ante sus palabras serenas, yo le respondía: “No desconfío de vos, desconfío de los otros. Nunca falta un loco violento en la calle o en un auto…”.

Fue una ironía atroz, por decirlo de algún modo, porque todo pasó cuando Ezequiel ingresaba en una casa de un barrio tranquilo de la ciudad, a media tarde, lo que da cuenta de la fragilidad humana y de lo ilusorio de nuestras creencias no puestas a prueba. La muerte de un hijo es la muestra desgarradora de la precariedad y la contingencia humanas. Y de que se debe aceptar lo inaceptable, a sabiendas de que ciertos episodios que marcan irreversiblemente nuestra vida no dependen de nosotros.

Ante lo indecible, escuché palabras en todos los registros posibles. Que era su destino, que Dios lo quiso así, que vivió el tiempo que tenía destinado a vivir en la tierra para poder cumplir su misión, que la muerte es la boda con la eternidad… Ojalá pudiera creer en esos, para mí, consuelos vicarios.

Como se ha dicho, el dolor nos atraviesa y al dolor debemos atravesarlo. Si bien la naturaleza nos confirió un tiempo acotado para engendrar y alumbrar un hijo, no alcanzará la vida entera para llorarlo.

Espero que logremos transformar su presencia física en una presencia en la ausencia. Tal vez el mayor desafío sea preservarnos a nosotros mismos para poder ser el testimonio viviente de su pasaje por la vida. Y fundamentalmente, para descubrir nuevas formas de honrar su recuerdo por siempre.

Estas páginas tienen ese fin, construir un horizonte de sentido en el que inscribir el dolor.

El muro de los recuerdos

La lucha del hombre contra el poder

es la lucha de la memoria contra el olvido.

Milan Kundera

Recordar es fácil para el que tiene memoria.

Olvidar es difícil para quien tiene corazón.

Gabriel García Márquez

Tras su muerte impredecible en esa tarde de julio de 2011, un internauta anónimo inauguró un muro público en Face book consagrado a Ezequiel. Ese muro fue dado de baja sorpresivamente por su creador tras el juicio, en abril de 2012. Las palabras que siguen, tomadas del muro, no tienen un único autor, y constituyen una selección de una producción colectiva en la que convergen el dolor por una vida absurdamente arrancada y los reclamos de la debida justicia ante lo irreparable.

AMOR les pido a ustedes, y a esta sociedad, para poder cambiar. Sólo desde el Amor podremos hacerlo. En nombre de este ser hermoso que es Ezequiel y de cada uno de nosotros que estamos de paso en esta vida, seamos más humanos, para que el odio no pueda contra el amor. Suena risueño pero es la base de tantas otras importantísimas como la Justicia.

El día que se haga justicia va a ser cuando en el juicio que se debe desarrollar, en el veredicto dictaminen la prisión definitiva. Y espero que sean muchísimos años o perpetua. Pero esto no es justicia, es una detención para que no siga robando ni matando gente como si la vida humana no valiese ni 0.50 centavos!

¡Uno de los mejores productores con quien tuve la suerte de trabajar…!!! Este tipo de cosas no pueden seguir sucediendo… mucha fuerza a todas las personas que lo acompañaron y lo siguen acompañando. Eras el más popular en la facu, por tu forma de ser. ¡Estoy seguro de que vas a ser el más popular allá arriba! Abrazo Grande para vos y Fuerza para Todos!

Viviendo en el exterior uno intenta minimizar las malas noticias: “no es tan inseguro como dicen”. Que este asesinato sirva para despertarnos a todos. Sí nos puede pasar. O mejor dicho, ya nos está pasando. Están matando a nuestros hijos. Que el dolor que sienten, y que todos compartimos, se transforme en justicia. ¡Mucha fuerza!

No podemos seguir caminando por la vida y hacer que nada está pasando, la estúpida manera en que unos idiotas dieron fin a la vida de uno más de nuestros chicos, tiene que terminar!!!! Hoy EZEQUIEL ES HIJO DE TODOSSSS!!!!! No podemos seguir callados, tenemos a nuestros hijos trabajando y estudiando, en la calle y sin saber si van a regresar!!!!

¡Que no quede impune!! Fue mi mejor amigo de la infancia, crecí con él. Fuiste, sos y serás un ser más que especial, hermano del alma. No sé si sabías cuanto te quise y te voy a querer de por vida. Sos un ángel y siempre vas a estar conmigo, con toda tu familia, amigos. ¡Se va hacer justicia por vos!!!. Gracias por todo lo que me diste, por haber formado parte de tu vida.

“Mañana tal vez tengamos que sentarnos frente a nuestros hijos y decirles que fuimos derrotados. Pero no podremos mirarlos a los ojos y decirles que viven así porque no nos animamos a pelear”. Gandhi. Hasta que se haga justicia!!!!!!

Uno piensa que a uno no le va a tocar pero esta vez fue a uno de los míos. La verdad es que siempre fueron uno de los míos. ¡Una nunca termina de avivarse!

El tiempo transcurre, indiferente a la vida que en él se gesta y a la vida que en él se apaga. Reconociendo esa neutralidad temporal, se suele decir que la muerte sólo llega con el olvido: mientras alguien atesore entre sus recuerdos a quien ha partido, éste persistirá en su memoria.

Si posee hoy alguna forma de existencia, es aquella encarnada en nuestros recuerdos. Quienes amaron y fueron amados por Ezequiel Agrest desconocen ese paso indiferente del tiempo y se resisten al olvido. Día tras día, fueron escribiendo en su muro de Facebook mensajes de amor. En una suerte de ejercicio de la memoria, ese espacio devino el testimonio de momentos compartidos, de añoranzas y de sueños, donde se entraman lo que fue, lo que pudo haber sido y lo que no será. O que tal vez pueda ser.

En cualquier caso, ese puñado de rememoraciones cotidianas trazan y perpetúan una manera de ser y de vincularse con los otros: su saludo sonriente, sus humoradas, su mirada océanica. En El diccionario del diablo, Ambrose Bierce dice de la amistad que es una “barca lo bastante grande como para llevar a dos con buen tiempo, pero a uno solo en caso de tormenta” [2007]. Tras la tempestad que se llevó su vida, sus amigos devinieron capitanes solitarios en una barca que continúa navegando en las aguas de la memoria. Un ramillete de mensajes fueron lanzados, como botellas al mar, por otros jóvenes como él —amigos de la infancia, del colegio secundario, del picadito de los domingos por la noche, de la universidad (algunos de ellos reproducen sus tonadas y modismos latinoamericanos)—, quienes dejaron su impronta amorosa en un muro que, inesperadamente, prosiguiendo los ritos ancestrales del duelar comunitario, se convirtió en un poderoso instrumento de evocación del ausente, un espacio donde los dolientes se congregaron para llorar y honrar a quien partió.

Los siguientes son los mensajes escritos en el muro privado del Facebook de Ezequiel por sus amigos, quienes ni imaginaban entonces que sus palabras se encarnarían en el espesor del papel. Capitanes de ese barco por siempre a la deriva, irreverentes ante la amenaza corrosiva del tiempo y del olvido, continúan consagrando su amistad. A ellos, mi gratitud por permitirme transformar sus voces, las que resuenan silenciosamente, en una entrega sin tiempo a la memoria del amigo que partió. A ellos, mi gratitud por permitirme inscribir sus palabras viscerales en las páginas de un libro que, en su corporalidad, todavía se confabula con la ilusión de cierta perdurabilidad que trasciende la brevedad de la vida humana: a Lorenzo Barone, Martín Blejman, Diego Brizuela Alcalá, Pablo Brunstein, Mary Cruz David, Josefina Goyret, Mario Laborem, Alejandro Rosemberg, Martín Terdjman, Fer Uribe.

Transcripta textualmente y en el orden cronológico inverso, la serie comienza con aquellos subidos el 12 de noviembre de 2012, día en que Ezequiel hubiera cumplido veintiocho años, y concluye con los primeros mensajes escritos tras el 8 de julio de 2011, cuando su vida nos fue arrebatada.

Mi pequeño Sr. Agrest, no creas que me olvidé de ti ayer, te pensé toooooodo el día, está de más decir que te extraño mucho, que aún no me hago a la idea. Ayer fue tu día, mi angelito, y sé que allá en el cielo te hicieron una torta, te dieron regalos. Igualmente en el corazón de todos aquellos que te queremos sigues fuerte y seguirás presente.

bueno un año más…un abrazo enorme dsd acá eze… no sé qué escribir ni cómo pq sigo pensando q merecías/deberías estar comiendo con nosotros sonriendo como siempre…como en esos cumpleaños hace unos veinticinco años, allá por los jardines del 205…

Cada día. Cada mañana, al despertar, y cada noche, antes de acostarme. Son momentos obligatorios, necesarios, urgentes, para recordarte. Que no evitan que fugazmente, pero constantemente, te siga recordando en el transcurso de la vida. Hoy, cuando hubieses cumplido 28 años, no puede ser menos. Por suerte, cada día el inseparable dolor que no se va, poco a poco se confunde, se mezcla, se disfraza quizás… de otras cosas, de otros sentimientos. Pensaba que hoy sería solo dolor, solo angustia, solo desazón. Pero gracias a Dios, a vos, a que al parecer hay que seguir viviendo, este día, tu día, ha sido hermoso, plácido, pleno, brillante… como cuando estabas conmigo. Quizás la alegría de haberte conocido, y toda la amistad, cariño, compañía, solidaridad, comprensión y amor que nos diste, que me diste, llena, inunda, anega el profundo pozo en el alma que abrió tu partida. Es grande la pena, es triste la ausencia y es cruel la injusticia de que no estés con nosotros. Pero es mayor el amor que diste y que tenemos; que tengo, para vos.

Tu cumple número 28, y ya te hubiese llamado para desearte lo mejor de la vida, hermanito de mi alma! Aunque pase el tiempo igual es complejo hacerse a la idea. Desde donde estés te deseo lo mejor, estoy con vos y vos conmigo. Te quiero muchoo y te extraño.

Como dijo Mary, otra vez 8, pero ¿sabes qué? cada día que pasa más te recuerdo y estás conmigo. Sin ir más lejos, hace 2 semanas cenamos con Mary y Raúl y estuvimos hablando de vos. Te quiero hermanito, y nunca vas a dejar de estar en mi corazón!! Graciaaaaaaaas

Sigo sin poder creerlo, pero como te dije ayer, siempre te tengo presente. ¿Sabés qué? espero que suene el tel y me cuentes sobre tus cosas; o que vayamos a tomar algo como cuando pasaste por mi laburo. Te quierooo

Ya son 15 meses de llevar el invierno por dentro…

Pequeño Sr. Agrest :) sólo quería decirte que te extraño!! y también decirte que eres un sol emanando luz entre nosotros, sigues uniéndonos como siempre.

Hoy te extrañé papá! Vimos a Boca, faltabas vos!

No hay un día que pase en que no te recuerde. En estos días yendo caminando al laburo para el Obelisco desde mi casa, pasando por el Abasto, creí verte, sabés?, claro era un chico que tenía facciones parecidas a las tuyas. Te quierooo Eze!!, y te extrañooooooo

Eso siempre me ha pasado Alejandro, he visto esos chicos y siento como si él anduviera por ahí, claro!! él aún sigue emanando su energía entre nosotros, por eso lo sentimos.

Mi Angelito querido!, mi pequeño Sr. Agrest, Feliz Día del Amigo, gracias por todo lo que diste y sigues dando. Sol brillante!!! te quiero!!!

felizzzzzzzzzzzz día hermano! te amo!aca adentro brother … siempre!

Mi querido hermanito de la vida! Te deseo un muy feliz día del amigo. Sé que estás a mi lado apoyándome. Te quiero con el alma y por siempre.

Por el amigo que se fue y sigue en mí hasta el final, solo queda decir: Eze, te extraño mucho de todo corazón donde quieras que estés…

Otra vez 8, no sabés cuánto se te extraña muchachito!!! Yo te extraño muuuuuuucho!!

Yo estaba acordándome de Eze hoy, había un sol impresionante!! es su luz !!

No pude ir a homenajearte porque tuve que laburar. Siempre me acuerdo de vos. Un Ser de Gran Corazón. No encuentro ninguna explicación espiritual. Nada más que estás y seguirás estando en los corazones de quienes te queremos!

Pasan los días, y por más que la vida continúe, es increíble que no estés con nosotros. Mañana se cumple 1 año, sí… que ya no estás con nosotros físicamente, pero como siempre digo nos acompañás cada día en nuestros corazones. Uno no comprende cuando la ley de la vida se lleva a las personas que amamos, menos comprendemos cuando te arranca un ser y te quita de nuestras vidas como lo hizo con vos. Hermanito de mi almaaaa, te quiero con todo mi ser y gracias gracias y más gracias. Mandale saludos a mi Bobe Marta que anda por ahí también y decile que sé que me acompaña también cada día como vos. Te extraño

Hoy, mi pequeño Sr. Agrest, lamento mucho no haber podido acompañar a tu familia y demás amigos a recordarte y a sentir la fuerza de tu energía entre nosotros. Ando a millón con muchos cambios y cosas. Ya pasó un año y el no escuchar más el “Qué decís negri?”, el llamado, tus dichos y tu risa aún me parece sin sentido. Lo que sé es que tu presencia, tu energía entre nosotros se ha hecho más fuerte, has seguido uniéndonos más a todos cada día. A pesar de que no pude estar hoy con tu demás gente, estuve pensándote todo el día. Eze se te extraña muuuucho, como quisiera tener una máquina del tiempo!, todo sería tan diferente, yo sé que le dirías a cierto amigo tuyo en este momento: “Che… bájate un cambio” y sé que te tomaría la palabra. Es que me parece estarte oyéndolo decir. Seguís y seguirás en mis recuerdos y pensamientos, amigo querido, y más aún presente en todos los amigos que me diste y me seguís dando.

Acabo de despertarme y estaba soñando con vos. Lamentablemente, casi nunca me pasa. Será porque hoy se cumple un año de tu partida y el dolor está prácticamente intacto. Hay costumbre, hay rutina, hay día a día, hay incluso, como quiere Diana, ratitos de ilusión o atisbos de momentos felices; pero hay dolor siempre, constante, certero. Hay convicción de que tu recuerdo me acompaña y me acompañará por lo que me queda; y eso inexplicablemente es un punto de anclaje para esos momentos de posible, de probable felicidad. Es un inicio al menos, para no vivir extrañándote tanto, y todo el tiempo. Por lo pronto hoy estaré allí, cerca de vos, visitándote, como hace un año.

Cómo me habéis hecho falta hoy pequeño Sr. Agrest. Vos siempre acompañándome este día los últimos 2 años y hoy no estás. ¡Te extraño!!

Vení esta noche con nosotros, que vamos a lo de Milton. Estaremos pensando todo el tiempo en vos querido.

¡Todo bien, nene! Allá se fue el Flaco Spinetta para acompañarte.

Es inevitable cómo has marcado la vida de cada una de las personas que te recuerdan a diario. Es que estabas siempre tan presente, pendiente, al día. Preguntando ¿cómo te fue? ¿Fuiste? ¿Aprobaste? ¿Estás bien? ¡Qué suerte haberte conocido… qué injusto tener que extrañarte!

Ahorita me estaba acordando de mis cumpleaños, aún falta, pero… me acordaba de estos últimos que he pasado aquí en donde su sonrisa, sus dichos y cuentos estaban, Dios!! Cómo los voy a extrañar este año de cumpleaños sin él. Eze, Sr. Agrest… vos no te imagináis lo que te extraño!

Otro mes recordándote día a día, momento a momento…No importa dónde estoy…Te extraño infinitamente…

Ayer vi un corto malíiiiiiiisimo y pensé q seguro vos le encontrarías algo positivo jajajajajajja tq amigo

Quiero representarme a Ezequiel y no puedo, me duele pensarlo, me duele recordar… y sin embargo quería escribirte, para que sepas lo importante que era Ezequiel en mi vida, porque no pude decírtelo en persona, porque no tengo fuerzas para hacer nada, para moverme y la vida sigue y no logro entender cómo puede ser de este modo.

Nosotros te recordamos el 31 de diciembre. Recordamos lo buen amigo que fuiste y todos los momentos de alegría que nos diste. Desde hace unos días que siento que me cuidás. Y si las cosas me empiezan a salir bien ahora, sé que es gracias a vos. Siempre que estoy en un momento de desesperación, yo ya no digo “Dios por favor tirame una buena”. Directamente te hablo y te digo “Eze, dame una mano”. Y el hecho de que todo salga siempre bien es prueba de que sos un capo y estás siempre ahí. Muchas gracias, amigo mío, por todo. Te extraño y te voy a extrañar siempre. Un fuerte abrazo y hasta entonces, amigo mío.

Sencillamente, quería decirte que te extraño, que ayer, sobre todo ayer, me hubiese encantado poder llamarte y decirte que terminé algo mío y estoy orgullosa, que quería que lo vieras, que me dieras tu opinión, que nos juntáramos, tantas cosas, sólo sé que en principio todo era con una conferencia telefónica y luego combinábamos para algo con los demás. Te extraño, Eze. Por eso digo… por siempre y para siempre, en nuestra memoria y corazones.

Hermosas las semillas que Ezequiel sembró en todos nosotros.

Hoy domingo Eze, especialmente hoy, te hubiese hecho que me acompañaras a La Boca, con otro amigo Bostero, hubiésemos estado en una Peña Xeneize viendo el partido de Boca, porque era complicado ir pa la cancha, hubiésemos gritado y coreado cantitos porque Boca salió campeón. Eze, me acordé tanto de vos, hub

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