La máquina de la corrupción

Natalia Volosin

Fragmento

PREFACIO

No descarto en absoluto que si Dios existiera sería argentino. Eso ayudaría a explicar que, a pesar de la liviandad con la que a fines de los años noventa rifamos la oportunidad de atacar en serio el problema de la corrupción que dejaron los escándalos del menemismo, hoy se nos presente otra. Hagamos memoria: Fernando de la Rúa dijo que venía a meter presos a los corruptos —como si esa fuera la tarea de un presidente, por cierto— y nos vendió por televisión que el programa “Cristal” iba a transparentar las contrataciones públicas. Otro déjà vu: muchos de los mismos jueces y fiscales que, por acción u omisión, fueron cómplices de la corrupción de los años noventa comenzaron a activar causas contra varios funcionarios menemistas apenas se produjo el cambio de gobierno en diciembre de 1999. ¿Les suena? Ya estuvimos aquí, hace apenas veinte años. En ese momento, y como en una película de terror, hicimos todo mal. La pregunta relevante es, desde luego, qué haremos esta vez ante la fuerte demanda ciudadana de transparencia y lucha contra la corrupción que se observa desde fines del gobierno kirchnerista.

Empecé a escribir sin querer este libro hace diez años atrás, cuando cursaba una materia sobre corrupción y democracia que dictaba Susan Rose-Ackerman en la maestría en derecho de la Universidad de Yale, donde en 2018 obtuve el título de doctora en Ciencias Jurídicas por la tesis en la que se basa este trabajo. Todavía recuerdo el impacto que me produjo que hubiera un curso sobre corrupción. La Argentina tiene un problema evidentemente serio en la materia y, sin embargo, hasta el día de hoy las facultades de derecho del país no incluyen cursos regulares sobre el tema. Que la profesora fuera economista y no abogada me resultó incomprensible. Para mí, la corrupción era un problema de leyes. Y, específicamente, del derecho penal. Eso había aprendido en la Argentina. Eso es lo que hacía mi país, desde siempre, con el problema de la corrupción.

Por supuesto, como entendí rápidamente en el ejercicio de la profesión, lo hacíamos muy mal. A poco de recibirme, trabajé dos años como abogada en causas vinculadas a delitos económicos complejos. Nunca quise ser penalista y, por cierto, sigo sin pensarme de ese modo aunque practico el derecho penal. Como estudiante, me había formado en la tradición de la filosofía del derecho y el constitucionalismo de Carlos Santiago Nino, el asesor estrella de Raúl Ricardo Alfonsín en la transición democrática. También había trabajado en programas y casos de lo que por entonces llamábamos “derecho de interés público”, que litigábamos desde las clínicas jurídicas de las universidades o desde las ONG, relacionados con derechos económicos y sociales, derechos sexuales y reproductivos, temas de usuarios y consumidores y otros similares.

No es que hiciera falta litigar en Comodoro Py para advertir que la investigación de delitos económicos graves —incluyendo la corrupción— era ineficiente y poco seria. Bastaba con leer los diarios. Todavía recuerdo la frustración que sentí al advertir que los argumentos, las razones y las normas tenían poco que ver con ganar o perder casos. Todo dependía, en esencia, de qué juez nos tocaba y, sobre todo, qué sala de la Cámara Federal. A los fiscales les pasaba lo mismo, claro. La complejidad de las causas y la posibilidad de aprender de los mejores hicieron de esta mi mejor experiencia profesional. Pero enfrentarme a la irrelevancia del derecho y, en especial, sentir que estaba del lado equivocado del mostrador me llevaron finalmente a abandonarlo.

Fue entonces que, luego de un año de volver a la academia, en particular a investigar sobre cómo podían aplicarse las políticas globales de recupero de activos de la corrupción en la Argentina —allá lejos, en 2008, cuando todavía no estaba de moda hablar de “extinción de dominio”—, terminé en aquel curso de Susan Rose-Ackerman. Ya en esa época, dos ONG argentinas litigaban para acceder a los expedientes de corrupción y demostrar lo que hoy sabemos todos: que las causas demoran en promedio quince años, que tardan una década en estar en condiciones de ser elevadas a juicio, al que solo el 8% llega y apenas el 2% tiene condena. Un fracaso estrepitoso.

El curso de Rose-Ackerman cambió para siempre mi visión del problema. Su enfoque institucionalista, resumido en la idea de que la corrupción no es la enfermedad sino el síntoma de debilidades institucionales subyacentes, representa todo lo contrario de las perspectivas culturales que imperan en la Argentina, sintetizadas en la impresión de que los argentinos somos por naturaleza corruptos o, en el mejor de los casos, tolerantes con la corrupción. Bajo la mirada institucional, el fracaso de la persecución penal empezaba a tener más sentido. Ya no se trataba de una consecuencia de la falta de recursos humanos o presupuestarios suficientes, sino que el Poder Judicial formaba parte de un sistema esencialmente corrupto. Esto, por supuesto, era mucho más coherente con lo que yo había experimentado en el ejercicio de la profesión. La corrupción se me aparecía como un problema estructural, un plato del que comían todos los sectores: la política, los empresarios, los medios de comunicación, los jueces, los fiscales y, claro, los abogados.

La visión de Rose-Ackerman también tenía un aspecto positivo, pues me permitió advertir que la corrupción puede ser atacada significativamente si cambiamos de paradigma y nos concentramos en las debilidades institucionales que subyacen a ella. Este enfoque me hizo pensar en uno de los principales esquemas institucionales de nuestro país, que había estudiado como problemático en relación con las preocupaciones por la inestabilidad política de los constitucionalistas durante la transición democrática de los años ochenta: el hiperpresidencialismo. Fue entonces que me puse a analizar en detalle cada uno de los grandes casos de presunta corrupción desde 1989 hasta 2009, y encontré que, en efecto, tenían patrones institucionales en común derivados de la enorme concentración de poder del presidencialismo criollo, tales como la discrecionalidad para efectuar nombramientos, reorganizar organismos y administrar las finanzas públicas.

Más allá de las conclusiones académicas, algunos casos me movilizaron para siempre. El que elijo como paradigmático es el de Ibrahim al Ibrahim, esposo de Amira Yoma, cuñada de Carlos Saúl Menem y su secretaria de Audiencias. Aunque era ciudadano sirio y apenas podía hablar español, fue nombrado director de Aduanas. Para designarlo hubo que dictar dos decretos presidenciales bastante especiales. El primero, firmado por Menem, modificó el régimen del empleo público. El segundo, firmado por el vicepresidente Eduardo Duhalde, nombró a Al Ibrahim. Debajo de la firma de Duhalde había tres letras (FCA), que según algunos medios significaban “Feliz cumpleaños Amira” porque Al Ibrahim fue designado el día del cumpleaños de su esposa. Pocos meses después estallaría el “Yomagate”, también conocido como “las valijas de Amira”, vinculado al ingreso por Ezeiza de

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