La sociedad desnuda

Sergio Sinay

Fragmento

Ansiosos

Circula un breve chiste según el cual un hombre llega a un lugar y anuncia: “Vengo al curso sobre ansiedad”. Y la recepcionista le responde: “Es mañana”. Como todo chiste, en su núcleo contiene una buena dosis de verdad (eso es un chiste, la aguda y oportuna exageración de un hecho cierto). La brevedad de este diálogo lo hace más sustancioso. La ansiedad no es más que la desesperación por anticipar el futuro. Y, en lo posible, por controlarlo. Quien escriba la palabra “ansiedad” en un buscador de internet se encontrará, y esto es real, con más de 20 millones de entradas. Habría que contar con una enorme paciencia para recorrerlas, y no hay ansioso que disponga de ella.

Vivimos en la Era de la Ansiedad, y se multiplican los estímulos para prolongarla. Nombremos algunos. El exceso de información, por ejemplo. La multiplicación de vías informativas (no todas confiables), a lo que se suman los simples chismes, corrillos y radio pasillo, ametralla a las personas con una cantidad de datos, cifras y rumores cuya veracidad se vuelve imposible, y se pierde así la capacidad para distinguir lo verdaderamente importante de lo superfluo o prescindible. La sensación final es la de vivir en una realidad apabullante e ingobernable. Otra fuente es la permanente incitación a consumir, los mensajes directos y subliminales que urgen a tenerlo ya, a “disfrutar” de lo ilimitado (que suele tener el brutal límite de la factura a fin de mes), a no quedarse afuera, a no pecar de obsoleto. Resultado: verse rodeado de objetos, posesiones y supuestos servicios que no se pueden usar por falta de tiempo, que se deben pagar aumentando el ritmo y las horas de trabajo o que no devuelven las prestaciones prometidas. Otra fuente generadora de ansiedad es la presión laboral por el rendimiento y los resultados antes que la valoración de los procesos, el aprendizaje y la excelencia (que es opuesta a la exigencia). La imposición del éxito como única posibilidad, aunque no se sepa en qué consiste y termine por ser efímero y superficial, también la motoriza.

Millones de pastillas

En definitiva, los motores de la ansiedad se multiplican. Y algo que la provoca y acelera es, paradójicamente… el temor a la ansiedad. Así, según informaba el Sindicato Argentino de Farmacéuticos y Bioquímicos, ya a mediados de esta década en el país se vendían aproximadamente un millón de comprimidos de ansiolíticos por día, consumidos por unos ocho millones de personas (más las automedicadas, que las estadísticas no registran). La cifra es casi imposible de seguir, pues aumenta día a día y acaso hoy sea obsoleta. Estos psicofármacos prometen aplacar los trastornos de ansiedad y sus derivados: insomnio, nerviosismo, estados depresivos. Y suelen traer aparejado el riesgo de la dependencia.

El miedo incrementa el miedo, sostenía el médico y psicoterapeuta Viktor Frankl (1905-1997) apuntando al mecanismo de la ansiedad. ¿Miedo a qué? A no llegar, a no tener, a no poder, a no saber, a quedar afuera, a que no me alcance, a que se me note, a que no se me vea, etcétera. Miedo a lo que no se controla, a lo azaroso, al imponderable, al futuro, a salir de noche, a verse rodeado de extraños o ajenos, miedo al que habla otro idioma o exhibe otras costumbres. Curiosamente, en la Era de la Ansiedad esos miedos corren parejos con la soberbia científico-tecnológica difusora de la creencia de que el ser humano se impondrá a la Naturaleza y eliminará peligros, enfermedades, imposibilidades, distancias e incluso, por qué no, la muerte. Porque, en definitiva, ese es el padre de todos los miedos. El miedo a la muerte. Con él lucran quienes, desde falacias tecnológicas, científicas, espirituales, metafísicas o tecnológicas prometen que la muerte no será el final. O no será inevitable.

Con todo, la ansiedad no es un invento moderno. Entendida como un estado de alerta, expectativa y prevención existe desde que nació la especie humana, y contribuyó a la supervivencia de esta. Sin ese estado habría indefensión ante los múltiples riesgos de la existencia. En su expresión natural permite una más aceitada adaptación al medio ambiente y sus circunstancias, ayuda a mejorar o descubrir recursos para la vida, no afecta a la capacidad de discernir y decidir y, finalmente, se trata de una reacción natural ante estímulos externos. Pero la Era de la Ansiedad impone características patológicas (y casi epidémicas). Entonces una reacción adaptativa natural se convierte en una disfunción que impide pensar y comprender con claridad, tomar decisiones eficaces y sencillas, aplicar capacidades propias a las tareas cotidianas, además de provocar descompensaciones físicas.

La explosión del fenómeno ansiolítico no está vinculada únicamente a la multiplicación de estímulos externos. La Era de la Ansiedad coincide no casualmente con lo que también se define como Era del Vacío. Un extraordinario desarrollo tecnológico y científico, muchas veces divorciado de necesidades reales, se manifiesta en consonancia con una pérdida de la capacidad de introspección, de explorarse a sí mismo, de bucear en las respuestas a interrogantes exclusivos del ser humano y pertenecientes a su condición. ¿Para qué vivimos? ¿Qué huella dejaremos? ¿Cuáles son los propósitos que nos impulsan más allá de la mera satisfacción de deseos?

Razones de fondo

El propio Frankl insistía en que el vacío existencial (caldo de cultivo de la angustia, la ansiedad y muchas depresiones) solo se llena de sentido cuando una persona puede cumplir dos cometidos: vivir para algo y vivir para alguien. Ese algo nunca es material (vivir para hacer dinero, por ejemplo, es una inagotable fuente de ansiedad e insatisfacción, porque el barril nunca se llena), es ir más allá de sí mismo, ser capaz de una acción por la cual otra vida haya tenido un instante de plenitud porque uno existió. Y vivir para alguien no significa estar pendiente o ser dependiente de nadie, sino mirar más allá del propio ombligo y ofrecer a otros una antorcha inspiradora, que se encienda en pequeños actos de la vida cotidiana. Cuando se encuentran esos gérmenes de sentido, decía el gran médico vienés autor de El hombre en busca de sentido1 y La presencia ignorada de Dios2, entre otras obras invalorables, también aparecen los modos de hacerlos florecer.

Parafraseando al filósofo alemán Friedrich Nietzsche, Frankl recordaba que quien tiene un para qué siempre encuentra un cómo. Cuando no es así, lo aguardan la ansiedad desbocada y los ansiolíticos. Al respecto, Alfredo Cía, presidente de la Asociación Psiquiátrica de América Latina, advirtió en su momento: “En los últimos años, creció mucho la automedicación y la gente tiende a utilizarla para combatir situaciones cotidianas estresantes, de tensión o de incertidumbre. Buscan soluciones inmediatas, con la ilusión de que unas ‘pastillas mágicas’ les harán olvidar sus problemas”. Cuando eso no ocurre la ansiedad produce más ansiedad. Una inflación más peligrosa que la económica.<

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos