Perón y la raza argentina

Marcelo García

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Los grandes cambios que enfrentaron diferentes movimientos científicos, políticos, culturales, económicos y sociales a fines del siglo XIX y luego marcaron el pulso del mundo occidental en los años por venir llevaron a las clases dominantes de entonces a advertir no solo el riesgo al que exponían su —hasta entonces intocable— hegemonía, sino también a hacerles creer que debían implementarse medidas que aseguraran el mejoramiento de la raza y el control sobre la reproducción de determinados grupos humanos que, según ellos, eran un peligroso caldo de cultivo de imperfecciones cuya herencia indeseada habría que impedir y exterminar.

El surgimiento de naciones apuntaladas en la especialización científica, técnica e industrial (tal el caso del Imperio alemán de Otto von Bismarck)3 y el afianzamiento de Estados fuertes que favorecieron el avance de la esfera pública sobre lo privado y lo individual (la Italia fascista de Benito Mussolini y la Alemania nazi de Adolf Hitler fueron representativas de ese estricto control social) llevaron a la idea de un trabajo mancomunado y a la total unidad de acción entre el mundo de la política, la ciencia y el ámbito militar.

También fueron de la partida organismos, instituciones privadas y representantes de grandes intereses económicos internacionales cuya finalidad era una y solo una: tener un control absoluto sobre la sociedad. Para quienes pretendían ser líderes y dominadores del mundo era necesaria gente útil y dócil, pero, por sobre todo, “sana” y “normal”. Irían tras la salud del cuerpo, la limpieza del espíritu y la pureza racial.

Así las cosas, la teoría darwiniana sobre la evolución de las especies dio el puntapié inicial a un ambicioso proyecto surgido en la Inglaterra del siglo XIX que, instaurado de arriba hacia abajo y muchas veces confundido con campañas sanitarias, leyes de profilaxis y moderna legislación para la asistencia social, presagiaba la idea oculta de un plan que con los años tendría alcance global.

De hecho, era común y corriente que muchos pensaran que había que dejar de lado a aquellos cuya vida “no merecía ser vivida”. La postura hizo que enfermos incurables, pacientes con discapacidad física y mental, ancianos seniles, e incluso homosexuales y personas consideradas como “peligrosas” por cuestiones políticas y por su modo de pensar, encabezaran la larga lista de “inservibles” a quienes habría que neutralizar o directamente eliminar. Eran los “inútiles”, “asociales” y “degenerados” que conspiraban contra la sanidad. Las elites dominantes se debatieron entonces entre dos posturas sobre la eugenesia (una disciplina mediante la cual se procuraba mejorar los rasgos hereditarios humanos implementando las más diversas formas de manipulación y métodos selectivos de las personas, muy ligada al darwinismo social) que posiblemente buscaban objetivos similares, aunque para conseguirlos tomaran caminos muy distintos e imposibles de conciliar. De un lado la eugenesia positiva, que proponía la creación de un ambiente propicio como mejor camino hacia el bienestar, y del otro la eugenesia negativa, que promovía el aislamiento, la castración, el cautiverio y —en muchos casos— la eliminación física de los “defectuosos” que atentaban contra el porvenir de la raza y el fortalecimiento de la nacionalidad.

Con ese marco, en muchos lugares del mundo llegaron a lo más alto del poder quienes estaban dispuestos a dar impulso a sus propósitos de dominación mediante la investigación médica y la experimentación científica, pero también a través de curiosas teorías raciales y políticas sanitarias que no solo fueron aceptadas, sino también muy bienvenidas por la inmensa mayoría de esa misma sociedad a la que se pretendía controlar y dominar.

El caso de la Alemania nazi fue emblemático. Con la llegada del nacionalsocialismo al gobierno, respetados hombres de ciencia y médicos prestigiosos se convirtieron en las caras no tan visibles de un sistema de exclusión y exterminio del “raro”, el “diferente” y el “anormal”, que escondió sus verdaderas intenciones bajo la cubierta de un inasible bien común cuyo real objetivo era, sin embargo, el control del poder absoluto y total. Pero esos médicos (muchos con grado de mando en la estructura criminal de las SS de Heinrich Himmler durante los años de apogeo del III Reich) fueron nada menos que el fiel reflejo y la lógica consecuencia de un pensamiento colectivo que había calado hondo desde mucho tiempo antes del nombramiento de Adolf Hitler como canciller alemán.

Hablamos de la manipulación genética disimulada bajo las formas científicas de la eugenesia, la idea utópica de la pureza racial por la aplicación sistemática y organizada de la eutanasia, los experimentos en busca de la fórmula para la vida eterna, y luego la búsqueda ciertamente delirante de la “cura” a la homosexualidad.

Entre los más destacados de ese aparato médico-criminal alemán estuvieron los doctores Josef Mengele y Carl Peter Vaernet. Pero no fueron los únicos. Junto a otros, han sido fuente de inspiración para médicos, pensadores, políticos, militares, funcionarios de migraciones y diplomáticos argentinos lanzados contra los “degenerados”, que buscaron realizar un trabajo mancomunado en pos de la pureza racial y se convencieron de que muchos de los métodos “sanitarios” implementados en la Alemania nazi eran —cuanto menos— dignos de exportar o de imitar. Tal vez fuera, para muchos, otra extraña manera de concretar el viejo anhelo racista de principios de siglo XX, de reemplazar a las poblaciones originarias por inmigración “blanca-europea” y dar paso a una utópica “raza argentina”.

Mengele y Vaernet ingresaron clandestinamente a la Argentina peronista, aunque la lista no se limitó a ellos. También incluyó a nazis como Walther Rauff, Gerhard Bohne, Hans Friedrich Hefelmann, Hans Reiter, Heinrich Bunke y Aribert Heim, entre otros involucrados en las mortíferas operaciones de la Aktion T4, una secreta y extendida red de exterminio criminal que había regado de sangre y muerte a la Alemania nazi del III Reich.

Cuando las fuerzas de ocupación de los Aliados en Europa miraron hacia otro lado permitiéndoles escapar, esos cuestionables agentes de la salud salvaron su pellejo. Pero mientras en casi todo el mundo de posguerra caían en desuso los viejos experimentos eugenésicos, muchos teóricos influenciados por oscuras prácticas de manipulación genética y medicina racial ocuparían altos cargos políticos y gubernamentales una vez más en la Argentina.

Vale preguntarse entonces: ¿cuál fue el caldo de cultivo? ¿Qué sucedió previamente para que llegaran al país? ¿Quiénes los ayudaron a eludir la persecución de tribunales internacionales y cazadores de nazis? ¿Querían emular las prácticas eugenésicas de la Alemania de Hitler? Luego, otros interrogantes, tal vez más inquietantes. ¿Qué papel jugó el Dr. Ramón Carrillo, ministro de Salud de los dos primeros gobiernos justicialistas, en la llegada de muchos de estos médicos a la Argentina? ¿Qué un

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