El fin de la fiesta

Rubén Amón

Fragmento

Introducción

Introducción

Recuerdo haber compartido con Carmen Calvo —vicepresidenta del Gobierno— un homenaje a Ignacio Sánchez Mejías que organizó en Sevilla el diestro Miguel Ángel Perera. Y haberla escuchado definir la tauromaquia como un arte transgresor y vanguardista. Un espejo de la modernidad.

Había un motivo para evocar a Sánchez Mejías: el centenario del «contubernio» que originó la generación del 27. Porque el torero ilustrado fue el benefactor y el mecenas del movimiento. Representaba el prestigio cultural de la tauromaquia en el contexto de un movimiento literario al que se adhirió el propio Sánchez Mejías con algunas obras teatrales y unos textos meritorios.

Murió en el ruedo el torero sevillano. Lo desguazaron en Manzanares los pitones de Granadino. Y terminó de canonizarlo la elegía del compadre Lorca. Una conmoción que ponderaba y reconocía la radicalidad de la tauromaquia. «Un arte transgresor y vanguardista.»

No va a resultarle sencillo a Calvo defender semejante punto de vista en las sesiones del Consejo de Ministros. El presidente es antitaurino. Y antitaurinos son la vicepresidenta Ribera y el vicepresidente Iglesias, más todavía después de haber asumido las responsabilidades del bienestar animal en una nueva legislación y de haberse recreado en los aforismos adanistas de Gandhi.

Es la perspectiva desde la que la tauromaquia se expone a una amenaza ideológica, cultural y normativa. Ideológica porque se vinculan los toros a la derecha y la España cavernaria. Cultural porque van a esgrimirse razones civilizadoras para exterminar la tauromaquia. Y normativa porque el Gobierno del progreso y del bien recrea un paquete de reglamentos y medidas tutelares que pretenden desnutrir y acosar el segundo espectáculo de masas de España.

Hay un cuarto motivo de preocupación: el contratiempo trágico del coronavirus, el parón de la temporada, la situación crítica de los subalternos y de los ganaderos, discriminados unos y otros de las ayudas de acuerdo con criterios de exclusión que redundan en la prevaricación.

Malos tiempos para la tauromaquia. Los toros son un escándalo, conviene reconocerlo y hasta celebrarlo. Un escándalo porque exponen la muerte. O porque la subliman desde la estética y el arrojo. No vamos a una plaza para gozar con la sangre ni a excitarnos con el miedo del torero o con la agonía de la fiera, pero los toros son un acontecimiento cruento.

La sangre los identifica, pero también representa su camino de trascendencia y de catarsis. La violencia redime a la violencia, de tal manera que la muerte termina adquiriendo una noción estética, lúdica, festiva.

Los toros son un escándalo porque reivindican la liturgia y el rito en una sociedad enfermizamente secularizada, desprovista de ceremonias. Los pantalones vaqueros con que Pablo Iglesias se presentó en el Consejo de Ministros sobrentienden una trivialización de las instituciones y de las formas. La peculiaridad de Wimbledon como el torneo más reputado de tenis se la proporcionan la tradición, la hierba y la obligación de vestir de blanco. Un juez no se pone una toga o una peluca para disfrazarse, sino para solemnizar la noción suprema de las leyes.

Es una manera de comprender la relación entre la tauromaquia y el misterio eucarístico (pagano) que la convoca. No hay indumentaria más incómoda que un vestido de luces, pero la seda y el oro revisten al torero de una misión excepcional. No se puede torear en chándal, igual que un obispo no puede oler a oveja, le guste o no le guste a Bergoglio el estupor litúrgico.

Los toros son un escándalo porque discriminan al verdadero héroe del héroe accidental. Proliferan estos últimos en los vídeos virales. Se ha democratizado el heroísmo. Cualquiera puede convertirse en Hércules después de haber salvado una mascota de una cornisa o de haberse quedado en casa durante la pandemia, pero el torero concibe su misión desde la conciencia del peligro y de la muerte. Se ha preparado para el uno y para la otra. José Tomás es un personaje homérico en medio de héroes de pacotilla.

Los toros son un escándalo porque exponen el sufrimiento de un animal en tiempos de animalismo sectario y dogmático. No es el motivo que nos reúne en una plaza, pero el sadismo que nos pueda atribuir Pablo Iglesias o una concursante de Operación Triunfo —«nazis», llamó a los taurinos, con lo buen animalista que fue Himmler— subordina la devoción totémica que profesamos al uro. Se idolatra al toro. Y se adora su imagen en los campos y las carreteras en la publicidad sin publicidad del toro de Osborne.

El toro es la dehesa y la marisma. El amo del territorio. Al toro no se lo degüella en un siniestro matadero. Se lo sacrifica con el trance de la «suerte suprema». La espada y el riesgo del desenlace implican un compromiso ético. Una muerte no ya digna, sino expuesta al hálito de la última cornada.

Los toros son un escándalo porque identifican un acontecimiento masculino. Masculino no quiere decir machista. Si la tauromaquia lo fuera —machista—, lo haría como un reflejo de la realidad, no como un rasgo característico ni específico de cuanto pueda suceder en las plazas. Los toros celebran la virilidad. En la acepción de la testosterona, desde luego, pero también en la noción latina de la virtud.

Los toros son un escándalo porque constituyen el arte al que aspiran todas las demás artes, igual que todos los deportes aspiran al boxeo. La coreografía del erotismo y la muerte predisponen una dialéctica arrebatadora. La creatividad efímera e irrecuperable. Es la razón por la que Calvo ponderaba la transgresión y la vanguardia como argumentos inequívocos de la tauromaquia. Los toros son un arte extremo, incómodo. E impropio de una sociedad inodora, incolora e insípida.

Los toros son un escándalo porque suscitan la pulsión prohibicionista de los estados protectores. Sánchez e Iglesias quieren abolirlos para remarcar el intervencionismo y la doctrina. Claro que una sociedad puede abjurar de la tauromaquia. Y suprimirla de sus hábitos, de sus costumbres, pero no porque un gobierno se entrometa en las libertades e imponga el catecismo laico.

No es la única perversión política. También intoxica la tauromaquia Vox cada vez que la tergiversa como una tradición celtibérica e identitaria. La máxima figura del toreo es un peruano. Y la plaza de Las Ventas la gestiona un lúcido empresario francés, Simón Casas. La tauromaquia es mediterránea y trasatlántica. Y españolísima, pero no como una canción de Manolo Escobar, sino como un reflejo cultural descarado y subversivo.

El torero a pie nace como un desafío al aristócrata del caballo. Los toros son populares en la acepción más heterogénea y más abierta. Vincularlos a la derecha es tan ridículo como condenarlos desde la izquierda. O como amarlos o refutarlos desde el nacionalismo. La prohibición pionera de Cataluña sometía la tauromaquia a una contorsión identitaria. La españolidad condenaba su porvenir. Y constreñía a los aficionados catalanes a cruzar la frontera para asistir a las corridas en... Francia, como sucedía en los tiempos de los libros prohi

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