La audacia de la esperanza

Barack Obama

Fragmento

cap-1

Prólogo

Ha pasado casi una década desde la primera vez que me presenté a unas elecciones a cargo público. Tenía entonces treinta y cinco años, hacía cuatro que me había licenciado en Derecho, acababa de casarme y en general me mostraba impaciente ante la vida. Se abrió una vacante en la legislatura de Illinois y muchos de mis amigos me animaron a presentarme, convencidos de que mi trabajo como abogado de derecho civil y la red de contactos que había creado trabajando como organizador comunitario me convertían en un candidato viable. Después de hablarlo con mi mujer, entré en la carrera electoral e hice lo que todo candidato novato hace: hablé con cualquiera que quisiera escucharme. Acudí a reuniones de vecinos y a fiestas de iglesia, a salones de belleza y a barberías. Si había dos tipos charlando en una esquina, yo cruzaba la calle para entregarles folletos de mi campaña. Y fuera donde fuera, siempre me encontraba con una u otra versión de las mismas dos preguntas. La primera:

—¿De dónde es ese nombre tan curioso?

Y la segunda:

—Parece usted un tipo decente. ¿Por qué quiere meterse en algo tan sucio y desagradable como la política?

Estaba acostumbrado a esa pregunta, me la habían hecho muchas veces años atrás, cuando llegué a Chicago y empecé a trabajar en los barrios de bajos recursos. Era una pregunta que sugería una desconfianza profunda no solo en la política, sino en la misma noción de vida pública. Una desconfianza que —al menos en algunos de los barrios del sur de la ciudad que intentaba representar— se alimentaba de toda una generación de promesas incumplidas. Yo sonreía y contestaba que comprendía su escepticismo, pero que había —y siempre había habido— otra forma de hacer política, una tradición que venía de los tiempos en que se fundó nuestra nación y llegaba a la gloria del movimiento por los derechos civiles. Una tradición basada en la sencilla idea de que lo que le suceda a nuestro vecino no debe sernos indiferente, en la noción básica de que lo que nos une es mucho más importante que lo que nos separa, y en el convencimiento de que si suficientes personas creen realmente en esto y viven según esos preceptos, es posible que aunque no podamos resolver todos los problemas, sí podamos avanzar en cosas importantes.

Era un discurso bastante convincente, o al menos eso creía yo. Y aunque no estoy seguro de que impresionase mucho a quienes lo escucharon, a bastantes de ellos debió gustarles mi sinceridad o mi arrogancia juvenil, porque alcancé la legislatura de Illinois.

Seis años después, cuando decidí presentarme como candidato al Senado de los Estados Unidos, no estaba tan seguro de mí mismo.

Parecía ser que había acertado al escoger mi carrera. Después de dos legislaturas en que trabajé con la minoría, los demócratas tomaron el control del Senado estatal, lo que hizo posible que se aprobaran muchas de mis propuestas de ley, desde reformas del sistema de pena capital de Illinois hasta una expansión del programa estatal de sanidad pública para niños. Seguía dando clases en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, un trabajo que disfrutaba enormemente, y a menudo me invitaban a pronunciar conferencias en la ciudad. Conservaba mi independencia, mi buena reputación y mi matrimonio, tres cosas que, al menos estadísticamente, había arriesgado desde el instante en que puse pie en la capital del estado.

Pero esos años habían tenido un precio. Supongo que parte de ese precio puede atribuirse a que me fui haciendo mayor. Si presta atención, cada año que pasa establece un contacto más íntimo con todas sus imperfecciones, con esos puntos ciegos y esas formas de pensar recurrentes que puede que sean genéticas o creadas por el entorno, pero que casi con toda seguridad empeorarán con el tiempo, al igual que ese ligero problema al caminar acaba convirtiéndose en un dolor persistente en la cadera. En mi caso, una de esas imperfecciones era una inquietud crónica; una incapacidad para apreciar, sin importar lo bien que me fuera, las bendiciones que la vida me ofrecía. Creo que se trata de un defecto endémico de la vida moderna —endémico también al carácter americano— que en ningún otro campo es tan evidente como en la política. No está claro si la política acentúa ese rasgo o si simplemente atrae a quienes ya lo poseen. Alguien dijo una vez que todo hombre está siempre tratando de no decepcionar a su padre o de no repetir los errores de su progenitor, y supongo que en lo que a mí se refería, esa explicación es tan válida como cualquier otra.

En cualquier caso, fue por esa inquietud que decidí enfrentarme al congresista demócrata en las elecciones del año 2000. Fue una mala decisión y perdí estrepitosamente. Fue el tipo de paliza que nos recuerda que la vida no tiene por qué salir como la hemos planeado. Un año y medio después, con las heridas de esa derrota ya curadas, comí con un consultor de medios que me venía animando desde hacía un tiempo a presentarme a un cargo estatal. La comida tuvo lugar a finales de septiembre de 2001.

—Espero que te des cuenta de que las dinámicas políticas han cambiado —dijo mientras picaba en su plato de ensalada.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sabiendo perfectamente a qué se refería. Ambos miramos el periódico que él tenía a su lado. Allí, en primera página, estaba Osama bin Laden.

—Es algo terrible, ¿no? —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es auténtica mala suerte. No puedes cambiarte el nombre, claro. Los votantes siempre desconfían de ese tipo de cosas. Si estuvieras al principio de tu carrera quizá podrías usar algún apodo o algo. Pero ahora... —Su voz se apagó y se encogió de hombros como disculpándose antes de pedirle al camarero que nos trajera la cuenta.

Supuse que el consultor tenía razón y esa idea me carcomía por dentro. Por primera vez en mi carrera empecé a sentir la envidia de ver cómo políticos más jóvenes que yo tenían éxito donde yo había fracasado, alcanzando puestos más altos y consiguiendo poner más cosas en marcha. Los placeres de la política —la adrenalina de los debates, el calor animal de los apretones de manos entre la multitud— empezaron a palidecer ante los aspectos más desagradables del trabajo: el mendigar dinero, el largo trayecto de vuelta a casa después de una cena que se había prolongado dos horas más de lo previsto, el comer mal, el aire viciado y las conversaciones telefónicas demasiado cortas con una esposa que hasta entonces me había apoyado, pero que estaba harta de tener que criar sola a nuestras hijas y que empezaba a preguntarse si mis prioridades eran las adecuadas. Incluso la labor legislativa, la capacidad de diseñar e implementar nuevas políticas, que fue en un principio el principal motivo que me impulsó a presentarme a las elecciones, empezó a parecerme poca cosa, algo demasiado alejado de las auténticas grandes batallas —sobre los impuestos, la seguridad, la salud y el empleo— que se luchaban a nivel nacional. Empecé a albergar dudas sobre el camino que había escogido. Empecé a sentirme como supongo que se siente un actor o un atleta cuando, tras años de esfuerzo y trabajo para conseguir su sueño, tras años de trabajar de camarero entre audiciones o de arañar bateos en las ligas menores, se da cuenta de que su talento o su suerte ya no lo llevarán más lejos. Su sueño no se cumplirá y ahora se enfrenta

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