Nomeolvides Armenuhi (Edición actualizada)

Magda Tagtachian

Fragmento

Prólogo
Cinco años después…

Abuela, no sé si sabés. Te hiciste famosa en estos cinco años. Te convertiste en “la abuela de todos”. Así me lo confían los lectores después de leer tu historia. ¡Te sienten como su propia abuela! Y no me pongo celosa, eh. Al contrario. Sé que nos estás sonriendo y que nos estás abrazando, como me abrazás a mí, ahora, muy fuerte. Siento tu amor y tu fortaleza cada día. Como en las últimas páginas de este Nomeolvides, te vuelvo a dar las gracias. Infinitas gracias. Siempre serás mi ángel, mi lluvia de corazones. Mi compromiso por ahondar en la huella de la Memoria. Escribo estas palabras cinco años después de la primera edición de Nomeolvides Armenuhi. Una revolución se desató dentro y alrededor mío desde que tecleé el punto final.

Se murió Wahe, uno de los hermanos de la abuela. Desde San Pablo, Brasil, donde vivía, con su afición a la tecnología significó un gran pilar en la construcción de la Memoria. Wahe buscaba los datos de precisión que me faltaban. Era capaz de hallar cómo funcionaba una radio en Alepo en 1940, averiguar cómo lucía el reloj en la plaza principal, cómo se llegaba desde el barrio armenio Nor Kiugh (o Pueblo Nuevo) hasta ese recinto principal en la ciudad donde la familia se había refugiado después de la persecución y exterminio otomano.

Me reuní con Wahe cada vez que vino a Buenos Aires. Hablamos de literatura y de grandes y pequeñas historias como tanto nos gustaba. Conocí a sus hijos y a los hijos de sus hijos que, con 12 años, también leyeron Nomeolvides.

Nunca imaginé que poner la historia de la abuela por escrito me traería tantas resurrecciones. Se fueron muchos en este tiempo, mis fuentes en la familia, pero llegaron muchos otros con sus historias mínimas y grandes entre costuras, las mismas que portaba Armenuhi y que recopilé con voracidad ese 2015 en que almorcé cada fin de semana en casa de sus hermanas, Zarman y Hasmig, donde me recibían con los brazos abiertos, junto a la tía Alicia, mi otro pilar.

Cada domingo, a las 12, pasaba a buscar a la hija de Armenuhi, por la calle La Pampa, la misma casa donde la abuela cocinaba, y la tía mantiene el don con idéntica maestría. Como la abuela, que no hablaba de las marcas de la violencia, la persecución, el hambre y la sed, Alicia enarboló ese aliento de sobreviviente, que no es otra cosa que la lucha infiltrada entre ingredientes y sabores. Ese 2015, once años después del fallecimiento de Armenuhi, por pedido mío, se atrevió a ponerlo en palabras.

Alicia abrió el corazón y fue soltando todo, como mis tíos abuelos. El aroma del comino y el chemen, la tersura de la masa hojaldrada y la miel desbordante del baklava ayudaron a licuar las tristezas. Armenuhi se casó a los 16 años por decisión de su papá, el bisabuelo Housep “para darle un futuro a su hija”. Convivió cincuenta años con el abuelo, Yervant Tagtachian. Y cómo lo extrañaba cuando enviudó... Sin embargo, ese momento hizo virar sus días de ama de casa abnegada, sus sombras de sobreviviente, a una cocinera profesional, “una empresaria entre ollas y sartenes”, como le gustaba decir. Azuzar los fuegos sostuvo a mi abuela, preciosa y fuerte hasta que partió un otoño de 2004, a sus 90 años.

Apretar los dientes y seguir, se transmitió de generación en generación. Escribí Nomeolvides en 2015, desde la primera hasta la última página, llorando. Pensaba que me sucedía porque estaba haciendo algo muy íntimo, personal, y que de esa forma procesaba el sufrimiento y resiliencia de mi familia. Sin embargo, lo que jamás imaginé, es que, a ustedes, queridos lectores, ¡les pasaría lo mismo! La mayoría me cuenta “me lloré todo al leer, no podía parar”. Y yo no les creía. Perdón. Juro que durante los dos primeros años no les creí. Pensaba que exageraban. Que me lo decían para ¡quedar bien! Qué ridiculez la mía. ¿Quedar bien? ¿Por qué? ¿En un tema así? Esta reacción, me hizo pensar en mi propia negación y también en cómo seguí procesando esos dolores y esa resiliencia, aun después de escribirlos, y gracias justamente a la lectura de ustedes. Construimos Memoria juntos y es muy cierto.

Otra cosa que me pasó es que la mayoría me pregunta si Armenuhi y Yervant estaban enamorados. “Las cosquillas en la panza se iban a sentir al cine”, contaban en casa de la abuela y un manto piadoso caía sobre la respuesta. ¿Qué es el amor? Mi abuela tuvo que averiguar y reconstruir desde pequeña, ahora lo entiendo, esa palabra. Como también comprendo que hoy formulo las mismas preguntas y busco las mismas respuestas. El significado del verdadero amor.

En 2015 supe que, a quien conocí como mi bisabuela, técnicamente no lo era. Luego de enviudar de Satenig Kabakian, y de “enviar” a Armenuhi a la Argentina, Housep se casó con Kadar. Era alta y espigada, bellísima mujer, que lo ayudaría a criar a sus hijos, excepto a Armenuhi. La hija mayor de Housep, mi abuela, ya navegaba en medio del océano, vomitando durante tres semanas, hasta alcanzar el Río de La Plata.

En estos cinco años, también se fue Hermine, la hermana de la abuela que creció, contra la barbarie, en la panza de Satenig. Ciento seis años después, el poder turco, socio del azerí, se sigue burlando del pueblo armenio y continúa con su plan de “completar el exterminio”. No son inventos míos. Son declaraciones públicas y oficiales de los presidentes de Turquía y Azerbaiyán: “La guerra no terminó”, “hay que terminar con los armenios”.

Pudimos comprobar sus amenazas, en 2020, cuando Azerbaiyán abrió fuego en la frontera con Artsaj, el 27 de septiembre. En una guerra que duró 44 días, murieron unos cinco mil jóvenes armenios y otros diez mil permanecen heridos, mutilados, sin brazos y sin piernas. La mayor parte de una generación extinguida.

Ilham Aliyev se erigió como el “triunfador” con el apoyo expreso de Turquía y la mirada extraviada de algunas potencias internacionales. Aún mantiene cientos de prisioneros de guerra armenios y festeja en las redes sociales ante el silencio del mundo y la mayoría de los organismos de derechos humanos.

El 12 de abril de 2021, el dictador inauguró en Bakú, la capital de Azerbaiyán, un “Parque de Trofeos Militares”. El autócrata se toma fotos junto a los cascos de los soldados armenios caídos en Artsaj. Exhibe sus pertenencias en una suerte de “galería de arte” con la escenificación del odio. Sin pudor y sin que le tiemble el pulso, postea las imágenes en las redes sociales. En su parque, exhibe las fotos de los soldados armenios fabricados en maniquíes de cera a tamaño real, y ubicados en poses humillantes. Los ridiculiza en las trincheras, agonizantes en la línea de fuego. Aliyev promociona el “Parque del Horror” —como lo llamamos los armenios— con entrada libre y gratuita para menores de edad. La armenofobia, el odio y el racismo contra los armenios existe desde 1915 y no cesa. Lo comprobamos en la guerra, en los posteos y hasta en los jardines de infantes de Azerbaiyán, donde los alumnos aprenden a insultar a los armenios, alentados por sus maestros. E

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