Venezuela

José Natanson

Fragmento

Venezuela. Ensayo sobre la descomposición

Introducción

Un océano terracota, como una ola gigante formada por cientos de miles de casas construidas con ladrillos sin revocar, veteado de verde, las grietas por donde se escapa obstinada la vegetación tropical, y salpicado por los círculos azules de los tanques de agua y los puntos grises más chiquitos de las antenas de la televisión satelital. Hasta donde alcanza la vista se puede observar este laberinto interminable de casas precarias encaramadas sobre la ladera del monte, con sus escaleras endiabladas de recorridos largos, una curva y una contracurva y luego otra, y a veces espacios planos como mesetas, que funcionan a la manera de nodos comerciales surcados, debajo de las sogas de ropa secándose al sol y los mil cables de los colgados a la luz, por cientos de negocios en las ramas más diversas, venta de empanadas, productos de aseo y limpieza, repuestos para autos —el parque automotor está muy envejecido y obliga a la magia restauradora de la mecánica—, barberías, “despachos de abogados”, lotería, arepas al paso, panaderías, puestos de venta de frutas y verduras de todos los colores que ofrecen “combos” por un dólar —una bolsa de plástico que contiene yuca, pepino, cebollas, papas, medio repollo blanco, maíz y un atadito de condimento—, juguetes para los chicos, crocs usadas prolijamente clasificadas por número, cogotes de pollo para hacer caldo, chuletas de cerdo y carne de res que se ofrecen directamente sobre tablones sin refrigeración, cuyo vendedor espanta las moscas con una especie de plumero pequeño, y un poco más allá, en los mismos tablones sin frío, pescado. El apuro inexplicable de los vendedores compite con las motos que esquivan con habilidad de Fórmula 1 a las personas, las tiendas y los árboles, que crecen con voluptuosidad caribeña en los lugares más insólitos, en el ángulo que forman la vereda y una pared, detrás de un poste de luz, en un bache al costado del camino. Cada treinta metros, a dos dólares el litro, se ofrecen las botellas de Empresario, un ron popular que reemplazó al cocuy de penca, una de las tantas “gasolinas de avión”, destilados caseros que se habían popularizado durante los momentos de mayor escasez, cuando faltaba la caña para fabricar ron, y que se vendían con el sistema de “recarga”, llevabas tu vaso y te lo llenaban directamente de un tanque, con la consecuencia de una crisis de intoxicación que produjo varios muertos. A la entrada del barrio, jeeps viejos estacionados en filas, los únicos con la tracción suficiente para subir las cuestas más empinadas; una farmacia de la Aviación Militar Bolivariana; dos tanquetas de la Guardia Nacional —“para disuadir”, me aclaran— y pequeñas mesas bajas que alquilan celulares para llamadas —cobran por minuto—. Conforme uno va ascendiendo, el panorama, como en las favelas brasileñas, se vuelve más y más pobre, aunque siguen siendo casi todas casas de ladrillo y cemento con techo de chapa, viviendas más consolidadas que las precarias construcciones de villas y asentamientos en los conurbanos llanos de la Argentina. Aparecen las montañas de basura apiladas en las esquinas, a la espera de que el servicio de recolección pase con palas mecánicas a cargarlas en un camión. Y se ven los primeros “gariteros”, centinelas de las bandas criminales.

Antigua zona de residencia de los indígenas mariches, que la llamaban “de cara al río” por su ubicación frente al Guaire, Petare fue durante la colonia el nodo de las rutas que conectaban el valle de Caracas con el oriente del país, y más tarde, una zona de producción de azúcar, cacao, tabaco, añil y, luego, café.

Los migrantes fueron llegando poco a poco durante el siglo XX, como parte del acelerado proceso de modernización y urbanización que atravesó el país, provenientes de los estados andinos más pobres, de Europa, sobre todo españoles y portugueses, y de Colombia, a tal punto que hacia los años noventa se calculaba que la mitad de los habitantes de Petare correspondía a colombianos o hijos de colombianos.

La irrupción de Hugo Chávez produjo una ebullición en el barrio, que se abrazó al comandante como pocos lugares de Venezuela, pero hoy la política parece ausente, y solo se ve en los puestos de servicios de la municipalidad. Con una población que el Instituto Nacional de Estadísticas calcula en 448.000 personas amontonadas en 40 kilómetros cuadrados, Petare compite con Rocinha, en Río de Janeiro, por el título de la favela más grande de América Latina.

Dos cuestiones organizan la vida del barrio. La primera es la inseguridad, y la segunda, el agua.

Las redes criminales controlan partes enteras de la zona. Organizan el comercio cobrándoles una tasa (“vacuna”) a comerciantes y puesteros, se ocupan del microtráfico de drogas y se diversifican hacia otros rubros. Por ejemplo, cuentan con pequeños ejércitos de personas que revuelven la basura en busca de cobre, bronce y hojalata, que reciclan y venden. La expansión criminal es parte del proceso más general de aumento de la inseguridad que comenzó antes de la llegada de Chávez al gobierno, con la crisis socioeconómica de los años ochenta, pero que se acentuó durante la etapa bolivariana, a veces como consecuencia de decisiones intempestivas. Después del fallido intento de golpe de 2002, por ejemplo, Chávez distribuyó armas en los barrios populares con el objetivo de preparar frentes de autodefensa para el caso de que se produjera un nuevo punch. Pero las armas son como los diamantes, viven cien años, y se fueron reciclando, vendiendo y revendiendo, y hoy circulan masivamente. Con el paso del tiempo y el aumento de la pobreza y la desigualdad, la inseguridad se agudizó. En 2018, en el peor año de la crisis económica, Petare registró una tasa de 112 asesinatos cada 100.000 habitantes, más que el promedio de Caracas, que ya era —con 91 homicidios cada 100.000 personas—1 la ciudad con más muertes violentas del mundo. Esto ubicó a Petare en un lugar único: el barrio más peligroso de la ciudad más peligrosa del planeta.2

Para enfrentar el problema, el gobierno lanzó el plan Patria Segura, que buscaba crear “zonas de paz”, es decir, lugares adonde la policía no entraba y en los que las bandas podían actuar más o menos a su antojo, a cambio de terminar con los secuestros y los asesinatos. En este marco se creó el movimiento “El hampa quiere cambiar” —así, literalmente, se llamaba—, un intento por entablar un diálogo con las organizaciones delictivas que a cambio de entregar sus armas se insertarían en programas socioproductivos financiados por el Estado; algunos de sus líderes incluso viajaron a Cuba como parte de este proyecto de reinserción. Pero las “zonas de paz” se transformaron en zonas liberadas, que las bandas usaron como retaguardia para articularse con otros grupos y proyectar su actividad hacia otras partes de la ciudad. El gobierno respondió con la Operación de Liberación del Pueblo, que consistía básicamente en la ocupación policial de áreas clave, una especie de bukelismo antes de Nayib Bukele, pero la brutalidad de los operativos y la multiplicación de ejecuciones extrajudiciales fueron tales que los mismos habitantes de los barrios que habían reclamado una respuesta del Estado pidieron el retiro de las fuerzas de seguridad. Aunque los delitos han disminuido, en Petare, como en muchas otras zonas de Venezuela, el gobierno disputa con los grupos criminales, que disponen de fusiles de asalto, granadas e incluso ametralladoras,3 el monopolio del uso de la fuerza.

El agua es un drama de todos los días. El sistema hídrico de Caracas está formado por una serie de embalses y plantas de tratamiento para una posterior distribución a través de tuberías. Eso, en teoría. Sucede que la ciudad se fue construyendo desde la parte más baja del valle hacia arriba, por lo que amplias zonas quedaron ubicadas por encima de la cota, lo que hizo necesario crear un complejo esquema de bombeo de catorce estaciones para elevar el agua, que consume alrededor de un cuarto del total de la energía eléctrica que se utiliza en Caracas.4 Aunque Venezuela dispone de una de las principales reservas de agua dulce del planeta, el problema es antiguo. De hecho, ahí está la gran crónica que escribió Gabriel García Márquez en 1958, cuando vivía en Caracas, acerca del corte general de suministro el 6 de junio de ese año: las ratas muriendo de sed, los autos recalentados abandonados en mitad de las avenidas y un ingeniero alemán —“con su cerebro perfectamente cuadriculado”— que no puede soportar dejar de afeitarse esa mañana y lo intenta con una gaseosa de limón, pero descubre que el limón corta el jabón, y entonces prueba con durazno.

Aunque a fines de los años noventa, luego de una serie de megaobras de infraestructura, el abastecimiento había logrado normalizarse, la falta de mantenimiento y los apagones lo pusieron nuevamente en crisis. En amplias zonas de Petare, igual que en otras partes del país, el agua de cañería llega solo uno o dos días por semana, puede faltar semanas enteras —o directamente puede no haber cañerías—. Los “ciclos del agua”, como llaman a este ir y venir, no siempre están prefijados; en algunos lugares hay agua de lunes a miércoles; en otros, los jueves, y en otros, no se sabe cuándo “viene el agua”. Pero la gente se las ingenia. Cuando hay agua, se aprovecha para lavar, y en esos días se ve a los motoqueros llevando lavarropas que se alquilan por hora —tiene sentido, ¿para qué invertir 500 dólares en un aparato que se utilizará solo una o dos veces por semana?—. En Petare la gente se aprovisiona de agua a través de los camiones cisterna: el oficial del Ministerio del Poder Popular de Atención de las Aguas, que pasa de vez en cuando y la ofrece gratis —“Nunca sabemos cuándo va a pasar”, me explican—, y los privados, que cobran 30 dólares los 1000 litros y cuentan con una bomba manual que se enciende tirando de un cable, como el motor de una lancha. Los habitantes de Petare conectan su tanque de 500 litros —que puede estar ubicado en el techo de la casa, en el patio e incluso en la cocina o la sala— y lo llenan. O sacan a la calle los “pipones” (grandes tanques cilíndricos) y luego trasladan el agua fraccionada en bidones más chicos hasta el interior (no hace falta explicar la pérdida de tiempo que todo esto supone).

Aunque la falta de agua afecta principalmente a los sectores más pobres, ningún grupo social está al margen. El elegante departamento de Chacao en el que me quedé hace un par de años, ubicado en un edificio con dos ascensores, tres porteros y salón de fiestas, sufría escasez crónica de agua. El dueño había instalado un tanque auxiliar en el placard del baño, al que había que acordarse de alimentar moviendo una llave todas las noches, a las nueve, cuando en el edificio “daban el agua”, para tener para el día siguiente. Si querías bañarte, tenías que abrir la llave del tanque y encender un motor con una pequeña bomba que llevaba el agua hasta la ducha y hacía un ruido infernal. Como la angustia es una víbora extraña que se cuela por los lugares menos pensados, varias noches me desperté sobresaltado de madrugada y fui a comprobar si el tanque se había llenado.

Pero volvamos a Petare. Una tarde soleada de agosto conversé en el Barrio 1º de Noviembre, uno de los tantos que integran la parroquia, con Jackie y Sabrina, dos docentes que trabajan en escuelas primarias cercanas. Hablamos del agua, de la inseguridad y de educación. Me contaron que después de la pandemia, cuando la situación sanitaria empezó a normalizarse, los docentes comenzaron a dictar un día de clase presencial a la semana, luego dos, hasta llegar a tres, pero en 2023, las huelgas y protestas organizadas por los sindicatos —Jackie y Sabrina cobran 24 dólares al mes— redujeron nuevamente el ritmo de las clases. Así, buena parte de los estudiantes de primaria de Venezuela asiste a la escuela solo un par de veces por semana. “El problema es que cada maestra tiene su día, por lo que a las familias se les hace muy difícil organizarse. A veces toca dar clases a segundo; otro día, a cuarto o tercero, y los que tienen varios niños deben ir y venir de la escuela y dejar a los otros en la casa”, me explica Jackie mientras charlamos en el patio de su casa, entre jaulas de cotorras y tortugas que caminan lentamente en un refugio detrás de una reja.

Para paliar la situación, se multiplican las clases de apoyo. Las “clases dirigidas”, como se conocen, existieron siempre, pero después de la pandemia se convirtieron en un verdadero sistema educativo paralelo. Funciona así: los padres coordinan con la maestra —a veces la misma de la “escuela oficial”— y envían a sus hijos a un aula improvisada, generalmente, en la casa del docente, que cobra una tarifa de 2 a 5 dólares por semana y por niño. El aula de Jackie está ubicada en el segundo piso de su vivienda, con sillas de colores, pizarrón, libros infantiles. No hace falta ser Piaget para entender que, más allá del esfuerzo heroico de maestras y madres, el sistema está lejos de ser ideal. Y que se trata de una especie de privatización de hecho, que no es resultado de un plan gestado en las oficinas del Banco Mundial, sino del modo en que muchas veces suceden las cosas en Venezuela, espontáneamente, sin que nadie, y mucho menos el gobierno, se lo proponga. “A veces la madre no tiene dinero esa semana y me paga a la siguiente, o ayuda con algo para la casa”, dice Sabrina. “Son chicos de diferentes edades y tenemos que adaptar los contenidos a cada uno, se quedan dos o tres horas. Es un sistema más personalizado y menos estructurado que el de la escuela”, agrega. Cuando las visité, había dos niñas de primero y un chico de tercero, que miraba todo con ojos de plato. “Algunas semanas llego a tener hasta doce chicos. Pasa que también es una manera de que la familia resuelva qué hace con los niños. Aquí hay mucha gente que emigró, a veces el padre y la madre, y los chicos se quedaron con la abuela, que de repente está viejita y no puede cuidarlos, así que no solo les enseñamos los contenidos educativos, sino también los cuidamos y los ayudamos a que se vayan formando”, completa Sabrina.

La charla con las maestras, recortada sobre las laderas del cerro, condensa algunos de los rasgos más sobresalientes de la situación venezolana actual, la crisis económica y la dolarización, el desmoronamiento del Estado y el colapso de los servicios públicos, la desorganización de la vida y la necesidad de “resolver” para seguir subsistiendo. Pero también muestra la vitalidad que conserva la sociedad, herencia de décadas de prosperidad petrolera y estabilidad democrática y del entramado militante creado durante los años dorados del chavismo.

ALGUNAS IDEAS ANTES DE COMENZAR

Este libro busca entender el “problema venezolano” a partir de diferentes ángulos, ponerlo en contexto, reconstruir su historia y definir su singularidad. En efecto, hay algo muy propio, un rasgo verdaderamente excepcional, en la forma en que procesa su drama Venezuela, el único país del mundo cuyo PBI se redujo a una cuarta parte en cinco años sin que mediara una guerra, el único que expulsó al 24% de su población en menos de una década —el único país latinoamericano con decrecimiento demográfico—,5 el único de América Latina con hiperinflación, el único —salvo Nicaragua— que admite la reelección indefinida del presidente, el único —salvo Cuba— gobernado por un régimen cívico-militar y el único país del mundo que se animó a declararse explícitamente socialista desde la caída del Muro de Berlín. También, el único país de la región que cambió de nombre —el adjetivo “Bolivariana” se agregó en 1999— y el único que vivió durante ocho años con un huso horario de media hora; en 2007, Chávez sentía que amanecía tarde, pero no tanto como atrasar los relojes una hora entera, entonces ordenó cambiar la hora oficial a –4.3 GMT, hasta que Nicolás Maduro la llevó nuevamente a huso horario habitual de –4 GMT en 2014.

La singularidad de la crisis venezolana resulta más notable por tratarse de un país importante. Quizás estemos acostumbrados a que de tanto en tanto naciones pequeñas nos sorprendan con alguna excentricidad; hemos visto el hundimiento de países como, digamos, Haití, de castigadas naciones africanas o de mínimas repúblicas de Europa del Este, pero no es frecuente que colapse de esta manera un país como Venezuela, con casi 30 millones de habitantes, que tuvo el cuarto PBI de América Latina, que durante años disfrutó de los niveles de bienestar más altos de la región, que supo contar con una clase media ilustrada y próspera y que ejerció una influencia geopolítica importante en el Caribe. Venezuela cuenta con cinco ciudades de más de un millón de habitantes —tres de las cuales tienen metro—, gigantescos puertos de exportación, grandes complejos de industrias básicas y cientos de miles de hectáreas fértiles, además del detalle de las reservas de petróleo más importantes del mundo. Su capital, Caracas, es una urbe moderna con avenidas llenas de rascacielos vidriados y cruzada por autopistas, más parecida a San Pablo o Buenos Aires que a Lima o Guatemala; una metrópolis tropical de arquitectura brutalista vigilada por esa hermosa pared verde que es El Ávila, “una muralla china con las faldas llenas de flores y culebras”, al decir de Tomás Eloy Martínez, uno de los tantos intelectuales latinoamericanos que en el pasado disfrutaron de la vida en Venezuela.6

Los rascacielos permanecen, la estela de riqueza no se ha apagado del todo y las huellas de la Venezuela de antaño resurgen de tanto en tanto; un país no se destruye en dos minutos. Todo eso sigue ahí, aunque últimamente se haya ido encogiendo, aunque inevitablemente funcione solo uno de los tres ascensores, aunque todo luzca un poco oxidado y la infraestructura se desaproveche. Una de las cosas que aprendí de visita en Venezuela es que, en un país del que en pocos años emigró casi un cuarto de su población, allí sobra espacio; el aeropuerto de Maiquetía se ve siempre desolado; en el centro de Caracas hay grandes oficinas semivacías, departamentos que se venden a precio de saldo y la “externalidad positiva”, dirían esos poetas del lenguaje que son los economistas, de que la vivienda, gran drama de muchos países de América Latina, ha dejado de ser un problema.

Pero no elegí Venezuela solo por lo que tiene de distinto, sino también por el modo en que ayuda a entender algo más grande, el proceso de ascenso, caída y dificultoso resurgimiento de la izquierda latinoamericana. En 2008 publiqué La nueva izquierda,7 libro que, hasta donde tengo registro, fue el primero en enfocar a los presidentes progresistas de la región —Chávez, Lula, Evo Morales, Néstor Kirchner, Rafael Correa— como miembros de una misma familia, protagonistas de una larga década de crecimiento económico, gobernabilidad política y progreso social. Chávez, de hecho, fu

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