A LOS CONEJOS DE MI VIDA
A LOS CONEJOS DE AGUA, EN SU TAI SUI (AÑO CELESTIAL)
Andy Fuchs
Sandra y Giselle Herdener
José Luis Vigil
Sheila Cremaschi
Javier López Llovet
Conrado Armando Ugon
Gustavo Elía
Sebastián Borensztein
Claudio Guerrero
A LOS CONEJOS DE MADERA
Sebastián Maggio
Julián Ubiría
Florencia Cambariere
Liliana B. Kovat
A LOS CONEJOS DE FUEGO
Lionel Messi
Mirtha Legrand
Hernán Quesada
Pedro Grinberg
A LOS CONEJOS DE TIERRA
Andrés Percivale
Enrique Pinti
María Von Quintiero De Fino
Flor Moreno Quintana
A LOS CONEJOS DE METAL
Charly García
José María Santobuono
Y especialmente al conejo atemporal: Esteban Villarreal

PRÓLOGO: AÑO DEL CONEJO DE AGUA
Abrí los ojos cuando vislumbré la claridad detrás de los vidrios del pasillo del templo porteño.
Desde la invasión a Ucrania, los sueños de las noches están teñidos de ese clima agobiante, letal, trágico, en el que soy parte de las protagonistas que huyen, pelean, cobijan a sus niños entre bombas y puentes destruidos.
Sé que estoy sana y salva, en mi país, y comienzo con los rituales que acompañan mis días y noches hace años luz.
El ángel de la guarda que encontré hace un katún (veinte años) en el mercado de Chichicastenango, en Guatemala, me da ánimo para comenzar un nuevo KIN (TOOJ 7).
Coincide con el Día Internacional de la Mujer.
Celebro serlo.
Y comienzan a encenderse como luciérnagas los mensajes de amigas, más que de amigos, por un día que se instituyó como homenaje a las obreras textiles que en noviembre de 1909 se animaron a protestar y a pedir mejor salario, reducción de la jornada laboral, condiciones de trabajo dignas. Las trabajadoras fueron combatidas y reprimidas, pero continuaron su lucha. En 1911 hubo un incendio en una fábrica de camisas; casi ninguno de los trabajadores pudo escapar porque las puertas de las escaleras de incendio habían sido cerradas, y así fallecieron 123 mujeres y 23 hombres.
“¿Algo cambió?”, me pregunto.
Sí.
La condición humana queda desnuda: mujeres ucranianas con fusiles, armando bombas caseras, cuidando a sus hijos o dando de comer y sanando heridas a sus hombres, vecinos, desconocidos. Voluntarias que dejan atrás familia, trabajo, seguridad, y arriesgan sus vidas.
EMPODERARSE sin hacer alarde del sexo; igualar el dolor y ser parte de la metamorfosis de un mundo que nos despabiló ante el sopor de la “insoportable levedad del no ser”.
¿Hacia dónde va la humanidad?
¿Despertará o seguirá navegando su destino sin conciencia?
Intuí que el inicio del año del tigre sería caótico, impredecible, feroz.
El 4-12-2021, en una ceremonia multitudinaria llevada a cabo en el campo fundacional −en Ojo de Agua, Nono− con un zoológico atento, abierto, federal, celebramos el cambio inexorable que nos deparaba el nuevo tiempo, con los fundanautas de siempre y los que se van sumando. Tuvimos también en el valle una semana de seminarios que renovaron células, prana y entusiasmo para seguir con la misión en la comunidad de los hombres.
Por la variante Ómicron, que despertó nuevos brotes, no hice gira por la Argentina a pesar del esfuerzo de la editorial para apoyar el romance de hace más de tres décadas de LSD con el zoológico humano, que me esperaba en la costa y en los entrañables MADRYN y PIRÁMIDES, donde las ballenas y los delfines me saludan al llegar.
Pude pasar el verano en Feng Shui; hacía quince años que no estaba allí en la temporada debido a las benditas giras por Latinoamérica, Miami y España.
Compás de espera. Reloj de arena. Otro tiempo.
Renací. Dormí largas siestas y noches.
Disfruté cada amanecer, aún fresco, observando las liebres que aparecen y desaparecen en el jardín, las golondrinas que anidan en mi alero, los picaflores que en segundos me dan piquitos y anuncian el cambio del tiempo. Abrí agendas, atenta a los tips de cada día, a la sensación de evaporarme del sistema solar sin dejar rastros.
Ola de calor en enero sofocante; nuevos bichos voladores, también alacranes, arañas, y en Traslasierra la epidemia de yararás overas, que salieron de las piedras y madrigueras para advertir a perros y humanos que se cuiden de su presencia y tengan suero antiofídico cerca.
Descubrí a NOVAK DJOKOVIC en enero, en medio del escándalo en Sidney. Me apasioné por este tenista número uno y sus convicciones.
Pues sigo observando desde la palmera este experimento en el que la humanidad fue globalizada, con exclusión más que inclusión, para seguir “eligiendo” lo que unos pocos podemos.
Aparecieron amigos en Córdoba que descifraban mensajes y los transmitían.
Novak “el mensajero o enviado”; Djokovic “no covid”.
Mi sorpresa fue aún mayor cuando vi que su posición contra el “establishment” consiste en no vacunarse, aunque pierda torneos, patrocinadores, fama, lingotes de oro, credibilidad.
Busqué su signo en el zodíaco chino: conejo de fuego 1987, como Messi, que tampoco tuvo un buen fin de año o inicio del año del tigre.
Y este libro será del signo de dos hombres íntegros, que son ejemplo en el planeta por su esfuerzo, vocación, talento e integridad.
CORRIENTES.
Desde principios de enero supe que estaba complicada la querida provincia guaraní. El agobiante calor y la sequía eran caldo de una tragedia anunciada.
Pedidos sordos de auxilio y mensajes entre focos que ya cubrían vastas regiones y no eran apagados por la gran DESIDIA, FALTA DE INTERÉS EN INVERSIONES PREVENTIVAS PARA COMBATIR EL FUEGO QUE ABARCA A LA ARGENTINA EN TODA SU EXTENSIÓN.
UN ENERO FATÍDICO EN EL SUR. FLORA Y FAUNA DIEZMADAS EN CHUBUT. MILES DE BOSQUES DE ALERCES, PINOS, CIPRESES en el Oeste y en el Este no despertaron la compasión de gobernadores, intendentes ni de los responsables de medio ambiente, que desde sus tronos de barro no acuden a proteger el ecosistema, que es lo único que tenemos para sobrevivir como especie.
En el inicio del feroz tigre de agua, Corrientes fue devorada por el fuego.
Imágenes del fin del mundo, de los Esteros del Iberá, de los bosques de eucaliptos, árboles centenarios, casas, pueblos, aldeas alejadas de ríos y lagunas que no pudieron ser salvadas.
AUXILIO. AUXILIO. AUXILIO.
ACÁ ESTAMOS, PAÍS.
Y, de pronto, el tigre de agua ALFREDO CASERO con su rugido en TV logró −junto a SANTI MARATEA− movilizar camiones, ayuda real y concreta del país para apaciguar las pérdidas de productores, campesinos, hombres, mujeres y niños que seguían dentro del horror sin ser mirados por quienes DEBERÍAN HABER ESTADO ALLÍ antes que la sociedad civil.
A esta altura de marzo, ¿alguien recordará Corrientes?
Hago la comparación con la gente desolada por la invasión rusa en Ucrania; gente que perdió TODO, y hasta la vida.
Qué rápido olvidamos las tragedias en la Argentina.
Cada día es un siglo en experiencias vitales. Y NO RESUELTAS.
Estamos surfeando la ola más grande en el año del tigre de agua.
Imposible borrar las imágenes de los niños llorando al atravesar puentes destruidos, o las ancianas haciendo equilibrio para no caer al abismo donde se encuentran.
Vivimos a la intemperie de un mundo indiferente, que está enfocado en apurarse para no perder LO IMPRESCINDIBLE Y LO PRESCINDIBLE.
El exterminio de la raza humana, de los reinos animal y vegetal y de los recursos naturales está en plena transmutación.
DICE EL I CHING: “LO QUE ES ARRIBA ES ABAJO. LO QUE ES ADENTRO ES AFUERA”.
Tantos satélites, antenas, cohetes al espacio dañaron la noosfera, la biosfera y la atmósfera.
Es similar a los bombardeos a humanos, animales, centrales nucleares en la Tierra. Interferir en el cosmos es tan criminal como invadir Ucrania.
Nos hemos alejado de los dioses, de los planetas que rigen, de los millones de sistemas solares que existen, además del nuestro.
Las leyes cósmicas actúan en la Tierra.
Todo se ha trastocado; desde los valores morales, éticos, los roles en la familia, los puestos de jerarquías laborales, maestros y discípulos, jueces y presos, gobernantes y pueblo.
Este TRASTORNO DE LA VIDA tiene consecuencias nefastas, sin retorno. UNA CIVILIZACIÓN ESTÁ DESAPARECIENDO rumbo a otra que está GERMINANDO.
Sacudidos desde la coronilla hasta la planta de los pies, el impacto llega a todo el sistema neurológico y produce somatizaciones que afectan la salud y el bienestar holístico.
Náufragos de un nuevo mundo.
EL RETORNO A LA INOCENCIA INTUITIVA.
Durante el verano en las sierras, sentí que tenía ganas de recordar especialmente mi infancia, pues la felicidad, ese instante sagrado que nos da el envión para crecer, la viví plenamente en LAS RABONAS gracias a MUNA, mi abuela materna que en sus últimos años de vida ancló en este paraje paradisíaco, junto a PIERRE, su segundo marido francés.
Compró NOMAI (notre maison), la casa que nos cobijó a mi madre, a mi hermana y a mí, a algunos parientes cercanos o lejanos y amigos, para pasar temporadas de abundancia estival, caminatas hasta el nacimiento del arroyo que es límite del terreno, siestas de indigestión de uvas chinche, damascos, ciruelas corazón de buey, lecturas de los clásicos de la literatura, efervescencia hormonal, sueños eróticos mientras estaba despierta que inspiraban mi imaginación precoz de escritora, exquisitos manjares, sagrada hora del té con tortas caseras, tostadas y dulces hechos por MUNA en sus inmensas vasijas de cobre, en el patio que daba al Este, donde las sierras cambiaban de color según el caleidoscopio.
Sabía que ese lugar de piedras milenarias que hervían con el sol, ríos de agua dulce en los que nadábamos como sirenas, aire tan puro que nos embriagaba y producía estados psicodélicos, me susurraba: “Quedate aquí, sos nuestra”.
De noche sentía que podía dormir bajo el tapiz de estrellas que titilaban sobre mi cuerpo, y recibía mensajes que hasta hoy sigo descifrando.
Me sentía contenta, radiante, llena de ideas originales que compartía con el zoo en almuerzos, desayunos, meriendas y manjares nocturnos. Tenía la fuerza del sol, la luna, el viento, el fuego, el agua dentro de mí. Estaba erguida, pisaba con firmeza la tierra y observaba a cuises, liebres y algunas víboras que se atrevían a nadar en la manga que daba a la pileta.
Desafinando, cantaba Sapo cancionero y Zamba de mi esperanza para los vecinos del otro lado del arroyo, y así despertaba mi vocación escénica y cosmicotelúrica.
Recibía aplausos que con la reverberación del lugar nutrían mi ego. Estaba activa desde que despertaba con el murmullo del arroyo en mi ventana, o con los cacareos de gallinas, patos, gansos que vivían cerca de la casa de huéspedes que MUNA nos hizo a MAGUI, a mí, a mamá y papá para nuestras estadías estivales.
El origen germánico criollo de MUNA y su experiencia previa de estanciera le permitieron crear una granja en la que todo se producía allí mismo, sin necesidad de salir de la casa.
ABRAHAM fue el alma real, y junto con ELVIRA hacían tareas de campo y domésticas que eran para diez empleados más.
Él asistía además a caballos, chanchos, pavos, conejos; sembraba maíz y papas, cultivaba rosas, dalias, claveles que MUNA cortaba para el living comedor con orgullo, y embellecían cada rincón de NOMAI.
Flotábamos en el jardín de las delicias como princesas sin apuro para salir a la vida real, esa que también fue parte de mi niñez y que sin duda marcó a fuego mi personalidad.
Desde muy niña sentía que de día y de noche tenía un ángel guardián que me protegía.
Fui curiosa, necesitaba explorar lo que me atraía y lo que visualizaba. Tenía premoniciones que se cumplían; por ejemplo, aparecía una carta de un tío o tía en el extranjero anunciando algún cambio en su vida… y unos días antes yo me había anticipado a comentarlo en algún almuerzo o copetín en la galería mítica de NOMAI.
Si soñaba que alguien perdía dinero porque le habían robado la billetera o lo habían asaltado en la calle, ocurría.
Presentía también la complicada relación de mis padres. La tendencia de papá a la satiriasis (proviene de sátiro) con cualquier mujer que rondara. Dentro y fuera de la familia; algo que me marcó sin duda en la entrega total al hombre.
Me gustaba estar con gente más grande. Somos, o fuimos, seis hermanos: cuatro del primer matrimonio de mamá: Inés, Verónica, María Eugenia y Miguel; y Margarita y yo de su segundo matrimonio, con mi papá Eduardo.
Inés, mi hermana mayor, se dedicó al teatro, a la TV, a la vida bohemia y de vanguardia de la década de los 60.
A través de su acercamiento a actores como Carlitos Perciavalle, Antonio Gasalla, Nacha Guevara, Marilú Marini, Rodríguez Arias, mis tíos Charly y Dalila, fui influenciada para desarrollar mi vocación de actriz, escritora, show woman, pues estar a diario en ensayos, estrenos, viendo la cocina de la actuación, los egos danzando con peleas épicas que dejaban atónitos a quienes estuvieran cerca −y en general SIEMPRE ERA YO− moldeó mi NEPTUNO EN PISCIS.
Qué artistas visitaban nuestra quinta de Parque Leloir: Alfredo Alcón, Norma Aleandro, Claudia Lapacó, Oscar Araiz, además de pintores como Berni, Pettoruti, Spilimbergo, Roux, Polesello, Raquel Forner, Pérez Celis, y tantos otros que en nuestra quinta Los Sardos (Squirru es un apellido sardo) se inspiraban entre bosques de eucaliptos, calles de tierra y cielos diáfanos. Algunos de estos artistas recién asomaban como futuros genios.
Tuve una infancia clorofílica.
Mi padre fue una mezcla de criollo amante del país, gran jinete y criador de caballos para cabalgar, un intelectual superdotado, lector en varios idiomas de libros de filosofía, religión, política, economía, historia, antropología y clásicos de la literatura universal. Recuerdo su gran biblioteca en su dormitorio (además de la del living) en la que los estantes estaban colmados de libros de arte, de novelas en francés, inglés e italiano, de la enciclopedia completa Espasa, y en el último estante la colección de Las mil y una noches, que logré alcanzar subiéndome a varias sillas y que me inició en el mundo erótico.
Desde entonces encarné en Sherezade en cada relación con el sexo masculino, disfrutando del tao del amor y del sexo, a veces con cierto estupor por algunas reacciones ante mi seguridad en distintos roles, que practico desde la infancia, niñez, adolescencia y madurez.
Fui una niña sobreestimulada en sensaciones, vivencias, percepción, maestros, ejemplos, vivencias de déjà vu, vidas pasadas, ubicuidad. Me sentía cómoda cuando en casa se hablaba de reencarnación, budismo, taoísmo y confucianismo.
En reportajes –y también amigos o desconocidos– me han preguntado muchas veces por qué, si he nacido y vivo en la Argentina, me dediqué la astrología china.
La respuesta es que ya venía con la semilla cuando fui concebida en ese óvulo y espermatozoide. Nací abierta y receptiva, atenta y dispuesta a crecer con lo que me nutrieron en mi hogar.
Sabía que venía de lejos, de otras galaxias, como EL PRINCIPITO.
Tenía que nacer, a pesar de que mamá se encargó de decirme que casi fui un aborto, pero les pareció bien darle una hermanita a Margarita para que no relinchara tanto.
He trascendido mandatos, sentencias y dictámenes para transmutar de crisálida a mariposa. La fuerza vital me acompañó siempre.
Nací en el Sanatorio Otamendi, el 9 de mayo de 1956, a las doce en punto del mediodía.
Aparecí enroscada en el cordón umbilical rumbo a la incubadora por una semana, y de allí a la inmensidad de los árboles de nuestro jardín, donde me dejaron llorando un día entero debajo de la mora, hasta que se secaron todas las lágrimas que traía en esta vida; fueron hitos que moldearon mi templanza.
La decisión de papá de criarnos “a campo” en el far west bonaerense −la avenida Gaona era de tierra− marcó nuestra niñez y casi adolescencia, e hizo que con Magui nos sintiéramos unas pajueranas respecto de los amigos que nos visitaban desde Capital, que eran hijos de amigos de nuestros padres.
Hicimos la escuela primaria en el establecimiento Almirante Brown, en Castelar, y la secundaria en Nuestra Señora de Lourdes, en Villa Udaondo.
Mi último año de secundaria lo cursé en una escuela pública entre Castelar y Morón.
Siempre me gustó estudiar y no faltar a clase, salvo algún día opaco en la vida familiar o a causa de alguna angina que me acosaba, hasta que me operaron de las amígdalas.
Papá nos prohibía ver TV a la tarde, y recién podíamos gratificarnos de 7 a 9 pm viendo Lassie, Bonanza, Viaje al fondo del mar, y Los locos Addams. Tampoco podíamos escuchar radio AM; me crie escuchando conciertos en Radio Nacional que combinaban con la sinfonía de pájaros que poblaban el parque: benteveos, pechos amarillos, gorriones, pájaros carpinteros, calandrias y el venerado hornero, que construía su casa delante de la nuestra.
El universo, la naturaleza en sus cuatro marcadas estaciones, la vida campestre me dieron seguridad, espíritu aventurero, despertaron mis sentidos, mi imaginación, la vocación de ser discípula y maestra al unísono, de prestar atención a lo que hablaban en casa y tomarlo con aplomo para enfrentar situaciones en el futuro.
Era pelirroja y muy flaquita.
Ambas cualidades me acomplejaron en la primaria, donde me bautizaron OLIVIA, por la novia de POPEYE, y me soplaban en recreos y escaleras.
Algo estaba mal en mi organismo; transpiraba mucho en invierno, me agitaba, tenía palpitaciones, estaba con estrés físico y suponía que era un mal que me acompañaría en la vida.
Mi mamá nunca se dio cuenta.
Hasta que a los veinticinco años estudié canto con SUSANA NAIDICH, gran maestra de los mejores actores del país. Ella me observó y me dijo: “TENÉS BOCIO DIFUSO; hacete un examen en la tiroides”.
Y dio en la tecla.
FUI HIPERTIROIDEA un cuarto de siglo.
Hice un tratamiento que me cambió la vida.
De OLIVIA pasé a ser ANJELICA HOUSTON.
La amé. Recordaré siempre a SUSANA, que no logró que no desafinara en cada canción, pero me devolvió la estabilidad emocional y fisiológica en la flor de la juventud.
Con cuántos traumas y obstáculos convivimos en la infancia. Y, si nuestros padres no se daban cuenta, cuánto pudor y vergüenza sentíamos para hablar de ellos.
También tenía y tengo pie plano. Plantillas, kinesiólogos, traumatólogos por una endeble columna vertebral que sostenía una constelación familiar antisistémica.
El mandato de papá, inspirado en su estadía en China, “LA MUJER NO DEBE MOLESTAR, Y EN LO POSIBLE HACERSE ÚTIL”, fue y sigue siendo una sentencia que cumplo hasta el día de hoy.
Soñaba con un hijo varón para transmitirle su amor por los caballos, la caza, los viajes pampeanos y su herencia sarda.
Fuimos dos mujeres que tuvimos que atravesar varias reencarnaciones en esta vida para adaptarnos a sus antojos y deseos.
Él nos decía: “Tengo corazón de atleta, moriré joven. Quiero transmitirles todo lo que sé y pueda antes de morir. No trabajaré para que me hereden”.
Con ese dictamen convivimos hasta que murió, a los cuarenta y ocho años. Yo tenía quince y estaba preparada para salir al mundo con esta herencia espiritual YIN-YANG.
Mientras estoy inmersa en los recuerdos de la infancia, me atraviesan las imágenes más desgarradoras de la guerra: el genocidio feroz de niños, mujeres, población civil, todos librados al azar, a una vida dentro de otra vida de la que son eyectados, como cuando matamos hormigas en el jardín con venenos letales y nos sentimos poderosos.
Esa niñez, esa ruptura volcánica e inesperada que los sorprendió en el invierno del Norte, revive el incendio de la casa de la infancia en Parque Leloir, cuando me acosté con una vida y amanecí despojada de todo lo afectivo y material para SIEMPRE.
Desde el 19 de septiembre de 1973, mamá, Margarita y yo fuimos destronadas de una vida hacia otra que no podíamos imaginar.
Las llamas del incendio devoraron nuestra casa prefabricada con paredes de madera, bibliotecas de libros incunables, cuadros de los grandes pintores argentinos, y se llevaron nuestra vida cotidiana con una velocidad digna de un rayo exterminador.
Ocurrió entre la medianoche y el alba. Caminábamos como ahora veo que lo hacen las mujeres ucranianas, entre escombros, estupor, sensación de pesadilla o de brutal pérdida de la razón; esa noche cambió nuestra vida PARA SIEMPRE.
Desde adolescente supe lo que es pasar como por arte de magia a otro estado: TRANSMUTACIÓN, y a diferencia de mi hermana, eso me dio fuerza para seguir viviendo con la escuela de vida de la infancia, que agradezco, a pesar del cambio tan feroz que me deparaba la existencia.
La infancia es la base de nuestra vida. En ella ocurren los episodios que formarán nuestra personalidad, los traumas que, si no los tomamos a tiempo, al crecer nos bloquearán el ki, chi, prana que nos permite desarrollarnos y ser creativos.
En esa etapa nuestra percepción y nuestra intuición están en su esplendor. Somos esponjas de algas marinas; convivimos entre el mundo acuático y el terrenal.
Siempre estuvo presente el apoyo de mamá, su mirada hacia LUDOVICA, nombre que nos marcó. Así fue bautizada ella en Alemania, donde nació, y con el argumento de que no estaba permitido en el santoral la despojaron impiadosamente de él al anclar el barco en Buenos Aires; mi abuela pudo traducir su nombre como María Luisa al empleado de migraciones. Y de algún modo, mamá recuperó su identidad cuando mi papá, al inscribirme, se impuso ante otro mediocre en el registro civil:
–Se llamará Ludovica, solo Ludovica.
–Pero si no le gusta, pongámosle otro nombre −musitó mamá.
–No; solo Ludovica Squirru.
Hace unos años agregué Dari, el apellido de mi mamá, quien fue la inspiración para crear la muñeca MARILÚ.
Padecí con: “LUDO ¿QUÉ?”. “LUDOMATIC”.
Sí, fue un gran trauma en la escuela primaria y secundaria. Muchos profesores creían que era mi apellido y preguntaban: “¿Cuál es tu nombre?”.
Omomom.
Recién cuando comencé mi carrera de actriz y salté a la fama con TATO BORES, en la década de los 80, amé mi nombre; muchos creen hasta el día de hoy que es el nombre “artístico”.
Otro trauma que tuve es que me decían “PERFECTA LEW”, como las camisas que estaban de moda entonces, porque era buena alumna, hacendosa, resolvía temas domésticos e intelectuales, y no molestaba.
De Lew a Lo.
Mis amigos, familiares, conocidos me decían: Lo.
Creo que ser un artículo neutro marcó mi adolescencia.
“¿Lo qué?”. Tenía en la niñez un espíritu curioso, audaz, aventurero.
Atraía tanto a las chicas como a los varones.
Tal vez mi faceta histriónica, imaginativa para narrar cuentos, actuar en cada acto escolar con soltura, mi conexión con gente mayor y de mi edad me hacían brillar.
No me sentía igual a mis compañeros de grado; las maestras en los recreos me retenían en el aula para contarme sus historias de amor, para pedirme consejos…
Era una niña de diez, once o doce años.
Fui elegida de confidente desde siempre.
Era, sin saberlo, un oráculo, un confesionario, un recipiente en el que depositaban tristezas, temas tabúes, cataratas de lágrimas, residuos tóxicos de otras relaciones… todo en mi caja de Pandora.
Estaba germinando LSD con capacidad de escuchar y contener; me pregunto hoy cómo me veían entonces los demás para darme un rol tan confiable.
Sabía que había problemas en nuestra casa; papá era abogado, pero no le gustaba ir a Tribunales, madrugar, estar con saco y corbata; nos transmitía su fastidio por el mandato de mi abuelo CARLOS, un cirujano notable que tuvo tres varones para esculpir, a pesar de sus rebeliones.
Mi papá y mi mamá pertenecieron a una generación cuyos padres y abuelos habían hecho LA AMÉRICA con inmensos sacrificios, después de cruzar el océano escapando de la Primera Guerra Mundial.
Una generación que se patinó la fortuna de sus ancestros viviendo LA DOLCE VITA.
No tuve un padre proveedor, con disciplina para el trabajo, y que nos diera seguridad emocional.
Fue mamá, perro de agua, quien libró cada batalla en el far west bonaerense para criarnos con sobriedad, sentido común, y administrando la libreta del almacén. El burro para llegar a fin de mes.
Heredé la mitad de cada uno: me gustaba desde niña generar mi dinero, no depender de nadie para comprar mis revistas favoritas: La pequeña Lulú, Red Ryder, Susy. Secretos del corazón, mis golosinas, mi yoyó, monedómetro y lo que aparecía en esas décadas tan simbólicas.
Cortaba menta que crecía en la tierra fértil del parque, juntaba frambuesas y moras y ponía una alfombra en la calle para venderlas.
Volvía a casa con monedas en los bolsillos.
Presentía que jamás dependería económicamente de ningún hombre.
Mamá sufría con ese marido que no generaba dinero y además se endeudaba para darse gustos: comprar caballos criollos, perros de caza, escopetas, rifles para cazar, en las estancias de sus amigos, liebres y perdices que traía para que peláramos Magui y yo, antes de que mamá las cocinara.
Nunca nos faltó nada: tampoco fuimos chicas con sobreabundancia de ropa, juguetes, salidas excepcionales o viajes fuera de Parque Leloir.
La bohemia de ambos padres me gustaba, eran distintos a otros que veía en la escuela o en la vida.
Mamá nos tejía suéteres para el crudo invierno, cuando la escarcha se congelaba y pisábamos tiritando el camino desde nuestra casa hasta la parada del colectivo que nos llevaba a la escuela, mientras el sol comenzaba a entibiarnos las pantorrillas y el corazón.
Tenía noción de que nuestra vida era privilegiada.
Tal vez, esa quinta que papá amaba, de la que decía: “Es el casco sin la estancia”, pese a las dos hectáreas que nos parecían inmensas para recorrerlas, escondernos, jugar a la mancha, a la rayuela, al bádminton, al croquet, o dar unas vueltas en nuestros caballos, fue lo que nutrió mi infancia para decidirme a invertir en Traslasierra después de los cuarenta años, buscando un horizonte más amplio, más sinuoso, en comunión con la montaña, el cielo, el lago, el viento, el fuego, el trueno, el agua y la tierra.
El I CHING y sus trigramas en mi interior concretaron mi CIELO POSTERIOR.
Hoy es el cumpleaños maya de mami: AQABAL 8.
Empecé el día con los frentes serranos del campo que no dan changüí.
Le pedí que lo que me pasara hoy lo tomara con sentido del humor, ese que ella tenía, más ácido que el mío, pero que la protegió ante las catástrofes que la visitaron en su vida.
Su olor –una mezcla de nicotina con perfume francés– aparece como una ráfaga en este mañana gris.
Siempre la quise proteger; captaba desde chica que trataba de disimular los malos tragos que papá le hacía pasar, la falta de dinero para pagar cuentas a fin de mes, los amigos cantores y trasnochados que dejaban el comedor y el living lleno de botellas de vino, whisky, los puchos sin limpiar. También los celos de nuestra amada Lassie, abotonada con todos los canes del vecindario que nos trastornaban de noche, además de la intriga que nos producía ver desde niñas el sexo tan real de perros y caballos, con preguntas difíciles de responder.
Crecimos a campo y cielo abierto, con padres que también vivían cada día aprendiendo algo que no sabían.
Con goteras en el techo, tubos de gas que se congelaban en invierno, con la experiencia de salir corriendo para que nos dieran la vacuna contra la rabia cuando un perro nos mordía.
Siempre sentí otra protección: la etérea, angélica, la