Lejos del arbol

Andrew Solomon

Fragmento

1. Hijo

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Hijo

No existe lo que llamamos «reproducción». Cuando dos personas deciden tener un bebé, se comprometen a realizar un acto de producción, y el uso generalizado de la palabra «reproducción» para esta acción, en la que se implican dos personas, es en el mejor de los casos un eufemismo para consolar a los futuros padres antes de implicarse en algo que está por encima de ellos. Es frecuente que en las fantasías subconscientes que hacen tan seductora la concepción seamos nosotros mismos los que queremos vivir para siempre, no un otro con una personalidad propia. Cuando anticipamos así el avance de nuestros genes egoístas, muchos de nosotros no estamos preparados para tener hijos que presentan necesidades desconocidas. La paternidad nos catapulta bruscamente a una relación permanente con un extraño, y cuanto más singular es el extraño, más fuerte es el olor de la negatividad. Queremos ver en los rostros de nuestros hijos la garantía de que no moriremos. Los hijos cuyas peculiaridades definitorias borran la fantasía de la inmortalidad son como un insulto; tenemos que amarlos por ellos mismos, no por el bien que nos hagan, y este es un reto de difícil respuesta. Amar a nuestros hijos es un ejercicio de imaginación.

Pero en las sociedades modernas, lo mismo que en las antiguas, la sangre es más densa que el agua. Pocas cosas son tan gratificantes como los hijos sanos y queridos, y pocas situaciones tan infortunadas como el fracaso o el rechazo filial. Nosotros no somos nuestros hijos; ellos portan genes atávicos y rasgos recesivos, y están sometidos desde el principio a estímulos ambientales que escapan a nuestro control. Pero también somos nuestros hijos; la realidad de la paternidad jamás abandona a quienes han afrontado la metamorfosis. El psicoanalista D. W. Winnicott dijo una vez que «no existe lo que llamamos “un bebé”; si nos proponemos describir a un bebé, lo haremos asociándolo con alguien. Un bebé no puede existir solo, sino que es esencialmente parte de una relación».1 En la medida en que se parecen a nosotros, nuestros hijos son nuestros más preciados admiradores, y en la medida en que no se parecen, pueden ser nuestros más vehementes detractores. Desde el principio les inducimos a que nos imiten y anhelamos lo que podría ser el mayor halago de nuestras vidas: que elijan vivir conforme a nuestro sistema de valores. Aunque muchos de nosotros nos sentimos orgullosos de lo diferentes que somos de nuestros padres, nos entristece lo diferentes que nuestros hijos son de nosotros.

Debido a la transmisión de identidades de una generación a la siguiente, la mayoría de los hijos comparten al menos algunos rasgos con sus padres. Son estas identidades verticales. Caracteres y valores pasan de padres a hijos a lo largo de las generaciones no solo a través de hebras de ADN, sino también a través de normas culturales compartidas. La identidad étnica, por ejemplo, es vertical. Los niños de color son por lo general hijos de padres de color; el hecho genético de la pigmentación de la piel se transmite a lo largo de generaciones junto con una autoimagen de persona de color aunque esta autoimagen pueda estar sometida a fluctuaciones generacionales. El lenguaje es generalmente vertical, pues la mayoría de las personas que hablan griego quieren que sus hijos hablen también griego, aunque lo declinen de otra forma o hablen otra variante más moderna. La religión es medianamente vertical: los padres católicos tenderán a dar a sus hijos una educación católica, aunque estos puedan volverse irreligiosos o convertirse a otra fe. La nacionalidad es vertical excepto en el caso de los inmigrantes. El cabello rubio y la miopía se transmiten a menudo de padres a hijos, pero en la mayoría de los casos no constituyen una base importante para la identidad (el cabello rubio porque es realmente insignificante, y la miopía porque tiene fácil corrección).

Pero es frecuente que alguien posea un rasgo inherente o adquirido que sea extraño a sus padres y tenga que adquirir su identidad de un grupo de personas que sean iguales que él. Esta es una identidad horizontal. Las identidades horizontales pueden ser expresión de genes recesivos, mutaciones azarosas, influencias prenatales o valores y preferencias que un hijo no comparte con sus progenitores. Ser gay es una identidad horizontal; la mayoría de los niños que lo son nacen de padres heterosexuales, y mientras su sexualidad no venga determinada por sus iguales, conocen su identidad gay observando una subcultura exterior a la familia y participando en ella. La discapacidad física tiende a ser horizontal, al igual que el genio. También la psicopatía es frecuentemente horizontal; la mayoría de los criminales no han sido reclutados por mafiosos, y deben concebir sus propias fechorías. Igualmente lo son padecimientos como el autismo y la discapacidad intelectual. Un niño concebido como resultado de una violación sufrirá problemas emocionales que su madre no puede conocer, aunque sean secuelas de su trauma.

En 1993, el New York Times me encargó investigar la cultura de los sordos.2 De la sordera tenía la idea de que era una deficiencia y nada más. Durante meses me encerré en el mundo de los sordos. La mayoría de los niños sordos nacen de padres oyentes, y estos padres frecuentemente priorizan la adaptación al mundo de los oyentes, concentrando todos sus esfuerzos en el habla y en la lectura labial. De este modo pueden descuidar otras áreas de la educación de sus hijos. Mientras que algunos sordos leen bien los labios y se les entiende cuando hablan, muchos otros no tienen esta habilidad, y durante interminables años son tratados por audiólogos y logopedas en vez de estudiar historia, matemáticas y filosofía. Muchos asumen su identidad en la adolescencia, y esto es para ellos una gran liberación. Entran en un mundo que utiliza un lenguaje de signos y en él se descubren a sí mismos. Algunos padres oyentes aceptan este nuevo y potente desarrollo, pero otros se oponen a él.

Esta situación me es de todo punto familiar, porque yo soy gay. Los gays suelen crecer en un ambiente propio de padres heterosexuales que piensan que sus hijos vivirían mejor como heterosexuales y que los presionan para que se comporten como tales, con lo cual solo consiguen atormentarlos. A menudo descubren su identidad gay en la adolescencia o más tarde, experimentando entonces un gran alivio. Cuando empecé a escribir sobre los sordos, el implante coclear, que puede proporcionar cierta audición, era una innovación reciente.3 Los progenitores la saludaron como una cura milagrosa para un defecto terrible, mientras que la comunidad sorda la condenó como un ataque genocida a una comunidad unida y satisfecha. Desde entonces, ambas partes han moderado su retórica, pero el caso se complica por el hecho de que los implantes cocleares son más eficaces cuando su implantación quirúrgica se efectúa tempranamente —lo ideal es hacerlo en infantes—, por lo que es frecuente que los padres decidan realizarlo antes de que el niño pueda tener o expresar una opinión informada al respecto.4 Asistiendo a este debate, me da

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