Te amaré eternamente

Diana Wang

Fragmento

INTRODUCCIÓN
HABLEMOS DEL AMOR

El amor es un sentimiento que compartimos todos los mamíferos, como seres gregarios. Asegura el apego, el cuidado y la protección de los que tenemos cerca, de la cría y los miembros de la tribu. Es condición de supervivencia. Segregamos oxitocina a la hora de cuidar y proteger, alimentar y cubrir, abrazar y consolar. Lo que vemos como “espiritual”, “trascendente”, “misterioso” o “mágico” tiene sustento hormonal.

Las hormonas actúan sobre nuestra conducta. Bien lo sabemos las mujeres durante el período del síndrome de tensión premenstrual, con sus días de llanto, irritación o angustia, esas tormentas arrasadoras que nos cubren con imágenes oscuras y pesimistas.

En la infatuación y el enamoramiento, la presencia del otro, sus besos y sus abrazos generan una inundación de oxitocina en nuestro torrente sanguíneo. Puro placer, felicidad y violines. Adictivo y total. Tenemos la misma sensación cuando, puérperas, segregamos a mares esta hormona del amor junto a nuestro recién nacido. La oxitocina estimula la lactancia, genera las contracciones del útero durante el parto y las de la vagina en el orgasmo. Éxtasis total que obnubila, emborracha y fascina, abre el buen humor y la sociabilidad e inhibe la agresión y la ira. Al igual que otras drogas adictivas, libera varios neurotransmisores ligados con el placer, la dopamina, la noradrenalina y la serotonina y al mismo tiempo, reduce los niveles de cortisol, o sea, baja el estrés, el miedo y la ansiedad. No en vano el Prozac se llama la droga de la felicidad.

Cuando nos enamoramos vemos todo con brillo y color, estamos llenos de energía y optimismo, nos sentimos capaces de todo. Pero con el paso del tiempo el efecto acostumbramiento va disminuyendo el caudal de liberación hormonal. Baja la oxitocina, se eleva el cortisol y con ello la ansiedad, el miedo y el pesimismo. Perdido el brillo del amor apasionado, este descenso hormonal puede ser leído y vivido como pérdida del amor.

Somos tan vanidosos que nos creemos dueños de nosotros mismos y de nuestras emociones. Nos resistimos a creer cuántas de nuestras emociones y estados de ánimo son dictados por los neuroquímicos. Cuando nos inundan, le ponemos palabras a ese sentimiento para darle un sentido y comprender lo que nos pasa.

Pero no seamos reduccionistas. No todo es hormonal. Es mucho, eso sí, pero no todo. Somos una unidad neuro-hormono-psicológica, no estamos divididos en físico o psicológico, está todo junto y cada aspecto parcial potencia o tiene efectos en la totalidad. Podemos tener emociones placenteras también con pensamientos, relaciones y experiencias positivas, y suelen ser los persistentes.

Decía Borges que enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible. Creemos que el amor es exterior a nosotros, perteneciente a la esfera “espiritual”, y que nos es dado mágicamente. Y que, cuando desaparece, nos ha sido quitado, también por arte de magia. El Cupido mitológico es una clara representación de la idea de que no somos responsables por el amor, el flechazo vino de afuera y no pudimos más que entregarnos.

La cultura, las novelas románticas, las películas, las canciones nos instilan sin cesar esa idea del amor maravilloso con la misma cantinela: Si hay amor todo lo demás se arregla, incorporada como una verdad incontrovertible. Pero, nos enamoramos y decidimos unirnos y al tiempo, el fuego del comienzo se transforma en tibieza y, aterrados ante la idea de que se apague, advertimos que no era así, que el amor no bastaba.

Hasta que uno no está en la pista de baile no sabe cuáles son sus habilidades y cuáles sus debilidades, no sabe qué necesita y qué espera de su partenaire para bailar un buen tango. Uno está lejos de imaginar que la coreografía es más de lo que parece a simple vista, que los grandes pasos son el resultado de cosas mucho más sutiles: miradas, sobreentendidos, pequeños gestos, movimientos y roces con las manos, los hombros, las caderas. ¿Cómo entenderse con el otro? ¿Alcanzará la química, la piel?  

¿Dicha o desdicha?

Por todo eso, ¿qué es ese sentimiento que llamamos amor? Compartimos como especie su sustento hormonal, pero en tanto sentimiento ¿es igual para todos? ¿Una vez que está, seguirá estando? ¿Hay algo que podamos hacer para sostenerlo?

Hay muchas formas de amor, pero solemos pensar al amor en pareja como ese sentimiento que determinará que quien lo produce será el centro de nuestra vida, el dador y posibilitador de toda la felicidad posible. Sexualidad satisfactoria, reconocimiento personal y familia feliz estarán garantizados de por vida si hay amor. El sexo siempre será ardiente y apasionado, la convivencia eternamente armónica, los hijos y la familia un oasis de paz y realización, y cada uno se sentirá necesitado, elegido y altamente valorado.

De la infatuación del comienzo, al enamoramiento que pudiera seguir y luego al amor, si es que sucede, se pasa a la convivencia, al todos los días, a las rutinas y estructuras, a la caída de los velos que nos iban cubriendo mientras duraba el entusiasmo y nadábamos en oxitocina. El otro se nos empieza a aparecer tal como es y nosotros nos mostramos al otro tal como somos.

Aquel brillo esplendoroso del enamoramiento con la promesa de la conjunción armónica y perfecta inevitablemente se termina y en el mejor de los casos dejará paso al buen amor. Es un amor diferente de aquel del comienzo que nos encuentra un tanto desvalidos porque la vida continuó después de las doce y el encantamiento se esfumó, y no siempre nos gusta lo que hay, ni las cosas resultan ser como lo soñábamos. Y, lo que es peor, no siempre responde a nuestras necesidades ni nos protege de nuestros rincones oscuros y temores.

Años de convivencia

La vida cotidiana es un gran estructurador y organizador. Las rutinas, las obligaciones, la esfera social y familiar, los hijos, van construyendo una forma de amor diferente que no estamos seguros de que se siga llamando amor. Eso nuevo que aparece, y que nos acompaña cada vez que nos sentamos a la mesa o que seguimos los pasos conocidos del todos los días, es una nueva forma de amor. Pero no es una compensación suficiente en caso de que no nos guste cómo nos vemos en los ojos del otro, cuando lo que estamos viviendo nos hace sufrir.

Dentro del gran marco que llamamos amor, ya entraron la infatuación y el enamoramiento. Falta todavía que las narrativas sociales y culturales, las novelas y las canciones —esos constructores y modeladores culturales—, se ocupen de este período de la convivencia continuada para que también sea incorporado al amor. Con la extensión de la expectativa de vida, la pareja de larga data comienza a ser una constante, y hasta ahora, ha recibido poca atención en nuestra sociedad. Se sigue pensando en el amor de la infatuación y el enamoramiento y ese otro amor que sobreviene más tarde, no tiene boleros ni poemas que lo enaltezcan, como si fuera una consecuenci

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