El rey medio ahogado

Linnea Hartsuyker

Fragmento

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Contenido

Portada

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Personajes y lugares

Nota de la autora

Agradecimientos

Créditos


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Ragnvald danzaba, saltando de un remo a otro, mientras la tripulación bogaba. Algunos mantenían los remos firmes para ponérselo más fácil; otros trataban de hacerlo caer cuando aterrizaba en los suyos. El viento de las montañas, un soplo del persistente invierno, arreciaba desde el fiordo, silbando entre los árboles que se alineaban a lo largo de los acantilados. Sin embargo, bajo aquel sol radiante, Ragnvald tenía calor con su camisa de lana y sus gruesos pantalones. Había llevado esa ropa a lo largo de toda la travesía de regreso por el mar del Norte, a través de las tormentas y las brumas que separaban Irlanda de su hogar.

Se asió al mascarón de proa y se tomó un instante para recuperar el aliento.

—¡Vuelve! —le gritó Solvi—. ¡Te agarras a ese dragón como una mujer!

Ragnvald respiró hondo y saltó una vez más hasta el primer remo. En esa posición bogaba su amigo Egil, con su cabello blanqueado brillando al sol. Egil le sonrió: no lo dejaría caer. Ragnvald perdió un poco el equilibrio al saltar hacia la popa, contra la dirección del movimiento de los remos y deslumbrado por el sol. Avanzó más deprisa esta vez, tambaleándose, resbalando; cada movimiento ascendente lo atrapaba y lo impulsaba hacia el siguiente remo, hasta que volvió a alcanzar la popa y se columpió en la regala para alcanzar la estabilidad de la cubierta.

Solvi había ofrecido un brazalete de oro a quien consiguiera hacer todo el camino de ida y vuelta por el exterior de la eslora del barco, saltando de remo en remo mientras los hombres bogaban. Ragnvald había sido el primero en intentarlo; sabía que Solvi valoraba la audacia. Ya a salvo en cubierta, pensó que su exhibición estaría entre las mejores, difícil de batir, y sonrió. Una estrella de la suerte había iluminado su camino durante toda la travesía, guiándolo por fin lejos de su severo padrastro. No había sucumbido a la enfermedad en Irlanda, donde tantos otros habían muerto, y se había ganado un lugar en el barco de Solvi para otra expedición estival. Durante el invierno, sus largas piernas habían crecido aún más, pero ya no tropezaba a cada paso. A ver quién era capaz de igualar su carrera.

—Bien hecho —lo felicitó Solvi, dándole una palmada en la espalda—. ¿Quién retará a Ragnvald Eysteinsson?

Uno de los hombres de la toldilla de proa saltó a continuación. Ulfarr era un guerrero hecho y derecho, de hombros mucho más anchos que los de Ragnvald, con una larga melena rubia por la sustancia que usaba para aclararse el cabello.

—¡Éste es un juego para jóvenes, Ulfarr! —le gritó Solvi—. Llevas demasiadas joyas. La diosa Ran te querrá para ella.

Ulfarr apenas pudo dar unos pasos sobre los remos antes de resbalar y caer al agua con estrépito. Salió a la superficie resoplando por el frío y se aferró a uno de los remos. Solvi se echó a reír.

—¡Subidme, maldita sea! —gritó Ulfarr.

Ragnvald le tendió la mano y lo ayudó a subir a bordo. Ulfarr se sacudió el agua del mar como un perro mojado y dejó empapado a Ragnvald.

El siguiente en probar suerte fue Egil. Al trepar a la borda, operación que requería cierta habilidad, parecía una grulla desgarbada y torpe. Mientras lo observaba, Ragnvald hizo una mueca. Pero Egil no perdió pie hasta casi alcanzar la proa, y aun entonces consiguió agarrarse y sólo se mojó las botas antes de que Ragnvald lo ayudara a subir de nuevo a bordo.

Ragnvald se acomodó sobre una pila de pieles para observar cómo iban tropezando y remojándose el resto de sus competidores.

Las altas paredes del fiordo desfilaban ante ellos. La nieve de la gran cordillera de Noruega se fundía y se precipitaba por las paredes de los acantilados en cascadas que captaban la luz solar en una sucesión de arcoíris. Las focas, rechonchas y lustrosas, tomaban el sol en las rocas, al pie de los peñascos. Observaban el paso de los barcos con curiosidad y sin temor alguno. Los drakkar cazaban hombres, no pieles.

Solvi permanecía de pie en la popa. Aplaudía las buenas intentonas y se reía de las mediocres. Sin embargo, daba la impresión de estar dedicando sólo la mitad de su atención a la carrera; sus ojos no dejaban de vigilar los acantilados y las cascadas. Había mostrado la misma cautela durante las incursiones, y eso había salvado en más de una ocasión a sus hombres de los guerreros irlandeses, que peleaban casi tan bien como los nórdicos.

Ragnvald se había pasado todo el viaje estudiando a Solvi, pues en verdad era digno de estudio: era listo y, al mismo tiempo, sabía ganarse el afecto de sus hombres. Ragnvald nunca había pensado que encontraría esas cualidades en un solo hombre; los fanfarrones y los bebedores casi siempre contaban con numerosos amigos, pero eran demasiado descuidados para sobrevivir mucho tiempo como guerreros. El padre de Ragnvald, Eystein, había sido así. Durante la travesía, todos los hombres de Solvi habían contado historias de Eystein, aparentemente decepcionados por el hecho de que Ragnvald no se pareciera más a él; un hombre cuyas historias todavía se recordaban después de una década, un hombre que abandonaba su deber cuando lo creía oportuno.

Solvi se rió al ver que, tras otra intentona y otra caída, uno de sus hombres trepaba chorreando por la borda y se derrumbaba en la cubierta jadeando por el frío. Solvi tenía el rostro enjuto y atractivo, con pómulos prominentes, colorados como manzanas maduras. De niño había sufrido graves quemaduras en las piernas al derramársele encima el contenido de un caldero que, según se rumoreaba, había dejado caer una de las otras esposas del rey Hunthiof, celosa de la consideración que éste mostraba hacia la madre de Solvi. Sus piernas se habían curado bien —Solvi se contaba entre los más fieros luchadores que Ragnvald había visto jamás—, pero las tenía un tanto arqueadas y torcidas, y más cortas de lo normal. Los hombres lo llamaban Solvi Klofe, Solvi el Paticorto, un apelativo que le hacía sonreír con orgullo, al menos cuando lo utilizaban sus amigos.

Al otro lado del barco, otro guerrero saltó y estuvo a punto de caer. Solvi rió y movió uno de los remos para tratar de desequilibrarlo. Quedaban p

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