Prólogo
La noche apestaba a hombre.
El cambiapieles se detuvo al pie de un árbol y olisqueó, con el pelaje pardusco moteado de sombras. Una ráfaga del viento que soplaba entre los pinos llevó hasta él el olor del hombre, por encima de otros más sutiles que hablaban del zorro y la liebre, de la foca y el venado, incluso del lobo. Sabía que estos también eran olores del hombre: el hedor de pieles viejas, muertas, agriadas, casi sofocado por otros más intensos: los del humo, la sangre y la putrefacción. Solo el hombre despojaba a otras bestias de su piel y usaba sus cueros y pelajes para vestirse.
Los cambiapieles no temían al hombre como lo temían los lobos. El odio y el hambre se le agolparon en el vientre, y dejó escapar un gruñido grave para llamar a su hermano tuerto y a su hermana menuda y astuta. Se lanzó corriendo entre los árboles, y su manada lo siguió de cerca. Los otros también habían captado el olor. Mientras corrían, veía por los ojos de sus acompañantes y se divisaba a sí mismo al frente. El aliento de la manada se alzaba en bocanadas cálidas y blancas que brotaban de las alargadas fauces grises. Se les había formado hielo entre los dedos, duro como la piedra, pero había empezado la cacería; la presa aguardaba.
«Carne», pensó el cambiapieles.
Por sí mismo, el hombre era poca cosa. Grande y fuerte, sí, y con buena vista, pero corto de oído e insensible a los olores. El ciervo, el alce y hasta la liebre eran más veloces; el oso y el jabalí, más fieros. Sin embargo, en manada, los hombres eran peligrosos. Cuando estuvieron más cerca de la presa, el cambiapieles oyó el berrido de un cachorro, el crujido de la nieve caída la noche anterior al quebrarse bajo las torpes patas del hombre, el tableteo de las pieles duras y las largas zarpas grises que llevaban los hombres.
«Espadas —le susurró una voz en su interior—. Lanzas.»
A los árboles les habían salido dientes de hielo que los amenazaban desde las ramas desnudas. Un ojo avanzó veloz por la maleza, levantando la nieve a su paso. La manada lo siguió colina arriba, ladera abajo, hasta que ya no hubo más bosque y tuvo a los hombres ante sí. Uno era hembra, y el bulto envuelto en pieles al que se aferraba era su cachorro.
«Déjala para después; los peligrosos son los machos», le susurró la voz. Se rugían entre sí como era habitual en los hombres, pero el cambiapieles olió su terror. Uno llevaba un colmillo de madera tan alto como él mismo. Se lo lanzó, pero le temblaba la mano, y el colmillo le pasó volando por encima de él.
La manada cayó sobre ellos.
Su hermano tuerto derribó al lanzadientes contra un ventisquero y le desgarró el cuello mientras se debatía. Su hermana, sigilosa, se situó tras el otro macho y lo atacó por la espalda. De esa manera solo quedaron para él la hembra y el cachorro.
La hembra también tenía un colmillo, pequeño y de hueso, pero lo soltó en cuanto las fauces del cambiapieles se cerraron alrededor de su pierna. Cayó rodeando con ambos brazos al escandaloso cachorro. No era más que piel y huesos bajo la ropa, pero tenía las mamas llenas de leche. La carne más tierna era la del cachorro. El lobo guardó los trozos más sabrosos para su hermano. La nieve helada fue tiñéndose de rosa y rojo en torno a los cadáveres a medida que la manada se llenaba la barriga.
A leguas de allí, en una choza de adobe y hierba seca sin paredes interiores, con suelo de tierra batida y techo de paja con un agujero para el humo, Varamyr se estremeció, tosió y se humedeció los labios. Tenía los ojos enrojecidos, los labios agrietados y la garganta seca como la arena, pero el sabor de sangre y grasa le impregnaba la boca aunque su vientre hinchado pedía comida a gritos.
«Carne de bebé —pensó acordándose de Chichón—. Carne humana.»
¿Había caído tan bajo como para ansiar carne humana? Casi le parecía oír la voz gruñona de Haggon: «El hombre come carne de animales y los animales comen carne de hombre, pero el hombre que come carne de hombre es una abominación».
«Abominación. —La palabra favorita de Haggon—. Abominación, abominación, abominación.» Comer carne humana era una abominación; aparearse como lobo con otro lobo era una abominación; apoderarse del cuerpo de otra persona era la peor abominación posible.
«Haggon era débil y tenía miedo de su propio poder. Murió solo y lloriqueando, y no hasta que le arranqué la segunda vida. —El propio Varamyr había devorado su corazón—. Fue mucho lo que me enseñó, sin duda. Lo último que aprendí de él fue el sabor de la carne humana.»
Pero eso había sido como lobo. Nunca había comido carne humana con dientes de hombre. Aun así, no reprochaba a la manada el banquete que se había dado. Los lobos estaban tan hambrientos como él: flacos, helados, famélicos; en cuanto a su presa...
«Dos hombres y una mujer con un bebé; huían de la derrota a la muerte. De cualquier manera, no habrían tardado en morir de frío o inanición. Esto ha sido mejor, más rápido. Misericordioso.»
—Misericordioso —repitió en voz alta.
Tenía la garganta seca, pero era agradable oír una voz humana, aunque fuera la suya. El aire apestaba a moho y humedad; el suelo era frío y duro, y la hoguera proporcionaba más humo que calor. Se acercó a las llamas tanto como se atrevió, entre toses y estremecimientos. Le dolía el costado, allí donde se le había abierto la herida. La sangre le había empapado los calzones hasta la rodilla antes de secarse para formar una costra dura y pardusca.
—Te he cosido como mejor he podido —le había advertido Abrojo—, pero ahora tienes que reposar para que cicatrice, o se te volverán a abrir las carnes.
Abrojo había sido su última acompañante: una mujer de las lanzas, dura como una raíz recrecida, llena de verrugas, de piel curtida. Los demás los habían ido abandonando por el camino: uno a uno se fueron quedando atrás, o se les adelantaron rumbo a sus antiguas aldeas, o hacia el Agualechosa, o a Casa Austera, o hacia una solitaria muerte en el bosque. No le importaba gran cosa qué suerte hubieran corrido.
«Debería haberme apoderado de alguno. De uno de los gemelos, o del grandullón de las cicatrices, o del joven pelirrojo.» Pero le había dado miedo. otra persona podría haberse dado cuenta, y entonces se habrían vuelto contra él y lo habrían matado. Las palabras de Haggon pesaban demasiado, y dejó escapar la ocasión.
Habían sido millares los que llegaron al bosque tras la batalla: hombres y mujeres tambaleantes, hambrientos, asustados, que huían de la carnicería del Muro. Algunos hablaban de volver a las casas que habían dejado atrás y otros de preparar un segundo ataque contra la puerta, pero casi todos estaban perdidos, desorientados, sin la menor idea de adónde ir ni qué hacer. Habían logrado escapar de los cuervos de capa negra y de los caballeros de acero gris, pero en el bosque los acechaban enemigos mucho más implacables. Cada día que pasaba dejaba más cadáveres a lo largo de los senderos. Unos morían de hambre; otros, de frío; otros sucumbían a la enfermedad. A algunos los mataban quienes habían sido sus hermanos de armas en el viaje hacia el sur con Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro.
«Mance ha caído», se decían los supervivientes con desesperación. «Mance está prisionero.» «Mance ha muerto.»
—Harma ha muerto y a Mance lo han capturado; los demás huyeron y nos abandonaron —le había explicado Abrojo mientras le cosía la herida—. Tormund, el Llorón, Seispieles, todos esos valientes... ¿Dónde están?
«No sabe quién soy —comprendió Varamyr en aquel momento—. Claro, ¿cómo iba a reconocerme? —Sin sus bestias no tenía nada de grandioso—. Yo era Varamyr Seispieles; compartí el pan con Mance Rayder. —Había elegido para sí el nombre de Varamyr a los diez años—. Un nombre digno de un señor, un nombre para las canciones, un nombre poderoso y temible.» Y aun así había huido de los cuervos como un conejo aterrado. El temible lord Varamyr se había acobardado, pero no estaba dispuesto a permitir que ella lo supiera, así que le dijo a la mujer de las lanzas que se llamaba Haggon. Más tarde se preguntaría por qué había elegido aquel nombre de entre todos los posibles. «Me comí su corazón y me bebí su sangre, y aun así sigue persiguiéndome.»
Un día, mientras huían, llegó un flaco caballo blanco al galope, y su jinete les gritó que tenían que dirigirse hacia el Agualechosa, que el Llorón estaba organizando un grupo de guerreros para cruzar el puente de las Calaveras y tomar la Torre Sombría. Muchos lo siguieron; muchos más, no. Más adelante, un guerrero de gesto adusto cubierto de pieles y ámbar fue de hoguera en hoguera para instar a los supervivientes a que se dirigieran al norte y se refugiaran en el valle de los thenitas. Varamyr no llegó a saber por qué se suponía que el valle era un lugar seguro cuando sus propios habitantes lo habían abandonado, pero tuvo cientos de seguidores. otros cientos fueron en pos de la bruja de los bosques, que había tenido una visión de una flota arribada para trasladar al pueblo libre hacia el sur.
—¡Tenemos que buscar el mar! —había gritado Madre Topo, y sus seguidores se encaminaron hacia el este.
De haber tenido más fuerzas, Varamyr habría ido con ellos. Pero el mar era frío y gris, y estaba muy lejos, y sabía que no viviría para verlo. Había estado muerto o moribundo nueve veces, y esa muerte sería la verdadera.
«Una capa de piel de ardilla —recordó—. Me apuñaló por una capa de piel de ardilla.»
Su propietaria había muerto, con la parte trasera de la cabeza destrozada, convertida en pulpa roja y astillas de hueso, pero la capa parecía gruesa y cálida. Estaba nevando y Varamyr había perdido la ropa en el Muro: las pieles con que se arrebujaba para dormir, las prendas interiores de lana, las botas de cuero de oveja, los guantes con forro de pelo, sus reservas de comida e hidromiel, los mechones de cabello que guardaba de las mujeres con las que se acostaba y hasta las pulseras de oro que le había regalado Mance... Lo había perdido todo; todo había tenido que dejarlo atrás.
«Ardí, morí, y luego hui enloquecido de dolor y de miedo. —El mero recuerdo hacía que volviera a avergonzarse, pero no había sido el único en huir. Habían sido muchos otros, cientos, miles—. Habíamos perdido el combate. Habían llegado los caballeros, invulnerables con sus armaduras de acero, y mataban a todo aquel que prefería quedarse y seguir luchando. Había que elegir entre la huida y la muerte.» Pero no había resultado tan fácil escapar de la muerte. Al encontrarse en el bosque con el cadáver de la mujer, Varamyr se arrodilló para quitarle la capa y no vio al niño hasta que saltó de su escondrijo para clavarle en el costado el largo cuchillo de hueso y arrancarle la capa de las manos.
—Era su madre —le explicó Abrojo más adelante, después de que el chico escapara—. Era la capa de su madre, y al ver que se la estabas robando...
—Estaba muerta —replicó Varamyr. Entrecerró los ojos cuando la aguja de hueso le perforó la carne—. Le habían machacado la cabeza; debió ser cosa de un cuervo.
—No fue ningún cuervo, fueron unos pies de cuerno, que lo vi yo.
—Tiró de la aguja para cerrarle el tajo del costado—. Son unos salvajes. ¿Quién va a doblegarlos ahora?
«Nadie. Si Mance ha muerto, el pueblo libre está perdido.» Los thenitas, los gigantes, los pies de cuerno, los moradores de las cuevas con sus dientes afilados, los hombres de la orilla oeste con sus carros de hueso... Todos estaban perdidos, hasta los cuervos. Tal vez aquellos cabrones de capa negra no lo supieran aún, pero morirían igual que los demás. El enemigo estaba cada vez más cerca.
La voz rasposa de Haggon volvió a resonar en su mente: «Morirás una docena de muertes, chico, y te dolerán todas, desde la primera hasta la última. Pero, cuando te llegue la muerte verdadera, vivirás de nuevo. Tengo entendido que la segunda vida es más sencilla, más grata».
Varamyr Seispieles no tardaría en comprobarlo personalmente. Notaba el sabor de la muerte verdadera en el humo acre que impregnaba el aire; la sentía en la calidez que palpaban sus dedos cuando se introducía una mano bajo la ropa para tocarse la herida. Además, tenía el frío dentro, un frío implacable que se le había metido en los huesos. En esa ocasión iba a matarlo el frío.
Su última muerte la había causado el fuego.
«Ardí.» Al principio, confuso, creyó que un arquero del Muro le había acertado con una flecha llameante, pero el fuego ya estaba en su interior, consumiéndolo desde dentro. Y el dolor...
Ya había muerto nueve veces. En una ocasión lo atravesó una lanza; en otra fueron los dientes de un oso en el cuello; en otra, la pérdida de sangre al dar a luz a un cachorro muerto. La primera muerte le sobrevino con solo seis años, cuando su padre le destrozó el cráneo con un hacha; pero ni aquello había sido tan atroz como el fuego en las entrañas, chisporroteándole en las alas, devorándolo. Trató de huir volando, pero el pánico avivó las llamas, que ardieron con más virulencia. Un momento atrás estaba muy por encima del Muro, controlando los movimientos de los hombres del suelo con sus ojos de águila. De repente, las llamas le transformaron el corazón en cenizas ennegrecidas y le devolvieron el espíritu a su propia piel entre aullidos. Llegó a perder la razón durante un rato. El mero recuerdo lo hacía estremecer.
Fue entonces cuando advirtió que se había apagado la hoguera.
Solo quedaban unos restos carbonizados de madera con unas pocas ascuas entre las cenizas.
«Aún sale humo; solo falta leña.» Apretando los dientes para contener el dolor, se arrastró hasta el montón de ramas rotas que había juntado Abrojo antes de irse a cazar y echó unos palos a las cenizas.
—Prende —graznó—. Arde, ¡arde!
Sopló sobre las brasas al tiempo que elevaba una plegaria muda a los dioses sin nombre del bosque, la colina y el campo.
Los dioses no respondieron. Poco más tarde, el humo también desapareció. La choza estaba enfriándose por momentos. Varamyr no tenía yesca, pedernal ni incendaja. Le resultaría imposible volver a encender la hoguera.
—Abrojo —llamó con la voz ronca, quebrada por el dolor—. ¡Abrojo! Era una mujer de barbilla puntiaguda y nariz aplastada, con un enorme lunar en la mejilla del que crecían cuatro cerdas negras. Era un rostro feo, hosco, pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por verlo asomar por la puerta de la choza.
«Tendría que haberme apoderado de ella antes de que se marchara.» ¿Cuánto hacía que se había ido? ¿Dos días? ¿Tres? No lo sabía a ciencia cierta. Dentro de la choza reinaba la oscuridad, y se había dejado llevar por el sueño en más de una ocasión, de modo que no podía estar seguro de si era de día o de noche.
—Espera aquí —le había dicho la mujer—. Voy a buscar comida.
Así que se había quedado esperando como un imbécil, soñando con Haggon, con Chichón y con todas las cosas malas que había hecho en su ya larga vida, pero habían pasado días y noches sin que Abrojo regresara.
«No va a volver.» Se preguntó si no lo habría traicionado. Tal vez supiera qué pensaba con solo mirarlo, o quizá él hubiera hablado en sus sueños febriles.
—Abominación —oyó decir a Haggon.
Era casi como si estuviera allí, en la choza con él.
—No es nada más que una mujer de las lanzas, y fea para más señas —replicó—. Yo soy un gran hombre. Soy Varamyr, el cambiapieles. No es justo que ella viva y yo tenga que morir. —Nadie respondió, puesto que no había nadie. Abrojo se había ido. Lo había abandonado, como todos los demás.
Hasta su propia madre lo había abandonado. «Lloró por Chichón, pero no por mí.» La mañana en que su padre lo sacó de la cama para entregarlo a Haggon, su madre no quiso ni mirarlo. El niño chilló y pataleó mientras su padre lo arrastraba por el bosque, hasta que lo abofeteó y le dijo que se callara.
—Tu sitio está entre los de tu calaña —fue lo único que le dijo antes de soltarlo a los pies de Haggon.
«Y era verdad —pensó, tiritando—. Haggon me enseñó mucho, mucho. Me enseñó a cazar y pescar, a despiezar un animal muerto, a quitar las espinas del pescado y a orientarme en el bosque. Me enseñó las costumbres y secretos de los cambiapieles, aunque mi don era mucho más fuerte que el suyo.»
Años más tarde había tratado de dar con sus padres para decirles que su pequeño Bulto se había convertido en el gran Varamyr Seispieles, pero los dos estaban ya muertos e incinerados. Ya formaban parte de los árboles y los arroyos, de las rocas y la tierra. Polvo y cenizas. Eso era lo que le había dicho la bruja de los bosques a su madre el día de la muerte de Chichón. Bulto no quería convertirse en un puñado de tierra. El niño soñaba con el día en el que los bardos cantarían sus hazañas y las mujeres hermosas lo cubrirían de besos.
«Cuando me haga mayor seré el Rey-más-allá-del-Muro —se había prometido. No llegó a tanto, pero estuvo cerca. Los hombres temían el nombre de Varamyr Seispieles. Acudía a la batalla a lomos de una osa de las nieves de casi cinco varas de altura, seguido por tres lobos y un gatosombra, y se sentaba a la derecha de Mance Rayder—. Por culpa de Mance estoy aquí. No debería haberle hecho caso. Debería haberme metido en mi osa para despedazarlo.»
Hasta la llegada de Mance, Varamyr Seispieles era un señor, en cierto modo. Vivía solo, servido por sus bestias, en la cabaña de barro, musgo y troncos que había pertenecido a Haggon. Cobraba tributo en pan, sal y sidra a una docena de aldeas, que también le proporcionaban frutas y verduras de sus huertos. La carne se la procuraba él. Cada vez que deseaba a una mujer, enviaba a su gatosombra a acecharla, y la muchacha en la que hubiera puesto el ojo lo seguía dócilmente a la cama. Alguna que otra llegaba llorando, sí, pero llegaba. Varamyr les daba su semilla, se quedaba con un mechón de su pelo para recordarlas y las mandaba de regreso a casa. De cuando en cuando, un héroe de pueblo se le acercaba lanza en ristre con intención de acabar con la bestia y salvar a una hermana, una amante o una hija. A esos los mataba, pero a las mujeres nunca les hizo daño. Incluso bendijo con hijos a más de una.
«Mocosos. Críos menudos y flacos, como Bulto. Ninguno de ellos tenía el don.»
El miedo hizo que se pusiera en pie, tambaleante. Se sujetó el costado para detener la sangre que le rezumaba de la herida, caminó como pudo hasta la puerta, apartó la harapienta piel de la entrada y se encontró frente a una muralla blanca. Nieve. No era de extrañar que el interior de la choza estuviera tan oscuro y lleno de humo: la nieve la había cubierto por completo.
Varamyr empujó la nieve, que se desmoronó aún blanda y húmeda. En el exterior, la noche era blanca como la muerte. Jirones de nubes pálidas rendían pleitesía a la luna de plata ante la mirada fría de miles de estrellas. Divisó los montículos de otras chozas enterradas en ventisqueros y, más allá, la sombra de un arciano con su armadura de hielo. Al sur y al oeste, las colinas eran una vasta extensión blanca donde lo único que se movía era la nieve agitada por el viento.
—Abrojo —llamó Varamyr con voz débil. ¿Cuánto podía haberse alejado?—. Abrojo. Mujer. ¿Dónde estás?
A lo lejos, un lobo aulló.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Varamyr. Conocía bien aquel aullido, tanto como Bulto conocía la voz de su madre. Un ojo. Era el mayor de sus tres lobos, el más grande, el más fiero. Cazador era más esbelto, más rápido, más joven; Astuta, más taimada. Pero los dos temían a Un ojo, porque el viejo lobo era indómito, despiadado, feroz.
Varamyr había perdido el control sobre sus otras bestias durante la agonía del águila. Su gatosombra había huido al bosque, mientras que su osa de las nieves se había vuelto contra los que la rodeaban y destrozado a cuatro hombres a zarpazos antes de que la mataran de una lanzada. Habría acabado con el propio Varamyr si se hubiera puesto a su alcance. Aquella osa lo odiaba a muerte; se resistía rabiosa cada vez que se metía en su piel o la usaba de montura. En cambio, sus lobos...
«Mis hermanos. Mi manada. —Había pasado más de una noche fría durmiendo entre sus lobos, que le proporcionaban calor con los cuerpos peludos—. Cuando muera, devorarán mi carne; el deshielo de la primavera solo encontrará mis huesos.» Curiosamente, la idea le resultaba reconfortante. Sus lobos le habían proporcionado alimento muchas veces en sus expediciones, de modo que era justo que él les proporcionara alimento a su vez. Hasta era posible que empezara la segunda vida arrancando a dentelladas la carne cálida y muerta de su propio cadáver.
El animal al que más fácil resultaba unirse era el perro. Vivía tan próximo al hombre que parecía casi humano. Entrar en la piel de un perro era como ponerse una bota vieja, un calzado de cuero ablandado tras mucho uso. La bota se adaptaba al pie y el perro se adaptaba al collar, aunque fuera un collar invisible para el ojo humano. Los lobos eran más difíciles: el hombre podía trabar amistad con el lobo, podía incluso dominarlo, pero no domesticarlo de verdad.
—Los lobos y las mujeres se casan para toda la vida —solía decir Haggon—. Si te metes en uno, es como un matrimonio. A partir de ese momento el lobo formará parte de ti, y tú de él. Los dos cambiaréis.
A otras bestias era mejor ni acercarse, le había asegurado el cazador. El gato era vanidoso y cruel, y se volvía contra el cambiapieles a la menor ocasión. El alce y el venado eran presas: hasta el hombre más valiente se volvía cobarde si pasaba demasiado tiempo en su piel. Haggon tampoco era partidario de osos, jabalíes, tejones ni comadrejas.
—Hay pieles que no te conviene usar, chico. Te convertirías en algo que no te gustaría.
Por lo visto, las aves eran lo peor.
—El hombre no ha nacido para despegarse de la tierra. Si se pasa mucho tiempo en las nubes, ya no quiere volver a bajar. He conocido a cambiapieles que probaron halcones, búhos o cuervos, y luego, incluso con sus propios cuerpos, se quedaban sentados, embobados, mirando al puto cielo.
Pero no todos los cambiapieles eran de la misma opinión. En cierta ocasión, cuando Bulto tenía diez años, Haggon lo llevó a una reunión de gente como ellos y similares. Los hermanos del lobo eran los más numerosos, pero los otros le parecieron más extraños y fascinantes. Borroq se parecía tanto a su jabalí que solo le faltaban los colmillos; orell tenía su águila; Briar, su gatosombra. En cuanto le puso la vista encima, Bulto supo que él también quería un gatosombra. Además estaba Grisella, la mujer cabra...
Pero ninguno era tan fuerte como Varamyr Seispieles. Ni siquiera Haggon, tan alto y sombrío, con manos duras como la piedra. El cazador murió entre sollozos después de que Varamyr le arrebatara a Pielgrís y lo echara de su piel para apoderarse de la bestia.
«No tendrás una segunda vida, viejo.» En aquellos tiempos se hacía llamar Varamyr Trespieles. Con Pielgrís eran cuatro, aunque era un lobo decrépito, frágil y casi desdentado que no tardó en seguir los pasos de Haggon.
Varamyr podía apoderarse de cualquier bestia y doblegarla a su voluntad, apropiarse de su carne: perro, lobo, oso, tejón...
«Abrojo —pensó. Según Haggon, era una abominación y el peor de los pecados, pero Haggon estaba muerto, devorado e incinerado. Mance también lo habría maldecido, pero estaba muerto o prisionero—. Nadie lo sabrá nunca. Seré Abrojo, la mujer de las lanzas; Varamyr Seispieles habrá muerto. —Daba por sentado que su don perecería con aquel cuerpo, que perdería a sus lobos y viviría el resto de sus días con la forma de una mujer flaca y llena de verrugas... pero viviría—. Eso, si vuelve. Eso, si tengo fuerzas para apoderarme de ella.»
Una oleada de debilidad le recorrió el cuerpo. Cayó de rodillas, con las manos enterradas en un ventisquero. Cogió un puñado de nieve y se lo l evó a la boca, se lo frotó contra la barba y se restregó los labios para sorber la humedad. El agua estaba tan fría que casi no pudo forzarse a tragarla, y de nuevo fue consciente de que estaba ardiendo. La nieve derretida no hizo más que acentuar el hambre. Lo que su estómago pedía a gritos era comida, no agua. Ya no nevaba, pero se estaba levantando un viento que convertía el aire en cristal y le azotaba la cara mientras avanzaba como podía y se le volvía a abrir la herida del costado. El aliento se le condensaba en una nube blanca. Cuando llegó junto al arciano, dio con una rama caída que podía servirle de muleta y cargó todo su peso sobre ella para dirigirse, tambaleante, hacia la choza más cercana. Tal vez los aldeanos hubieran dejado algo atrás al emprender la huida: un saco de manzanas, un trozo de tasajo, cualquier cosa que lo mantuviera con vida hasta el regreso de Abrojo.
Casi había llegado cuando se rompió la muleta y le fal aron las piernas.
No habría sabido decir cuánto tiempo pasó allí tendido, tiñendo la nieve de rojo con su sangre.
«La nieve me cubrirá. —Sería una muerte tranquila—. Dicen que al final entra calor. Calor y sueño.»
Sería agradable volver a sentir calor, aunque lo entristecía pensar que nunca vería las tierras verdes, las tierras cálidas de más allá del Muro sobre las que tantas canciones cantaba Mance.
—El mundo de más allá del Muro no es para la gente como nosotros —solía decir Haggon—. El pueblo libre tiene miedo de los cambiapieles, pero también nos honra. Al sur del Muro, los arrodillados nos dan caza y nos sacrifican como a cerdos.
«Me lo advertiste —pensó Varamyr—, pero también fuiste tú quien me llevó a Guardiaoriente.» Por aquel entonces, Bulto no tendría más de diez años. Haggon cambió una docena de sartas de ámbar y un trineo cargado de pieles por seis odres de vino, una piedra de sal y una cazuela de cobre. Guardiaoriente era mejor que el Castillo Negro para el comercio: era allí donde atracaban los barcos cargados con mercancías de las fabulosas tierras de allende el mar. Los cuervos conocían a Haggon; sabían que era buen cazador y lo consideraban amigo de la Guardia de la Noche, además de recibir con gratitud las noticias que les transmitía sobre los sucesos del otro lado de su Muro. Algunos también sabían que era cambiapieles, pero eso no se comentaba en voz alta. Fue allí, en Guardiaoriente del Mar, donde el niño que había sido empezó a soñar con el cálido sur.
Varamyr sentía cómo se le derretían en la frente los copos de nieve.
«Esto no es tan malo como morir quemado. Me dormiré y no despertaré, y empezará mi segunda vida. —Sus lobos ya estaban cerca. Los sentía. Podría abandonar aquella carne débil, ser uno con ellos, cazar de noche y aullar a la luna. El cambiapieles se convertiría en un lobo de verdad—. Pero ¿en cuál?» En Astuta no, desde luego. Haggon lo habría considerado una abominación, pero Varamyr se había metido muchas veces en la piel de la loba cuando Un ojo la estaba montando. De todos modos, no quería pasarse su nueva vida en aquel cuerpo a menos que no le quedara otro remedio. Cazador, el macho joven, le convenía más... Aunque Un ojo era más corpulento y feroz, y Un ojo era el que montaba a Astuta cuando entraba en celo.
«Dicen que se olvida todo —le había dicho Haggon pocas semanas antes de morir—. Cuando muere la carne del hombre, su espíritu vive dentro de la bestia, pero día tras día va perdiendo la memoria, y la bestia es cada vez menos cambiapieles y más lobo, hasta que no queda ni rastro del hombre, solo el animal.»
Varamyr sabía hasta qué punto era cierto aquello. Cuando se apoderó del águila que había pertenecido a orell sintió la rabia del otro cambiapieles, que se rebelaba contra su presencia. A orell lo había matado Jon Nieve, el cuervo cambiacapas, y el odio hacia su asesino era tan brutal que el propio Varamyr odió también al chico bestia. Supo qué era Nieve en cuanto vio al gran huargo blanco que caminaba en silencio junto a él. Los cambiapieles siempre se reconocían entre sí.
«Mance tendría que haber dejado que me adueñara del huargo. Esa sí que habría sido una segunda vida digna de un rey.» Y no le cabía duda de que habría podido. El don era fuerte en Nieve, pero no había recibido entrenamiento y aún se debatía contra su naturaleza en lugar de enorgullecerse de ella.
Varamyr veía los ojos rojos del arciano que lo miraban desde el tronco blanco.
«Los dioses me están juzgando. —Sintió un escalofrío. Había hecho cosas malas, cosas horribles. Había robado, había matado, había violado. Había comido carne humana y había lamido la sangre de los moribundos mientras les manaba roja y caliente de la yugular desgarrada. Había acechado a sus enemigos por el bosque y había caído sobre ellos mientras dormían para arrancarles las entrañas a zarpazos y esparcirlas por el barro—. Y lo deliciosa que era su carne.»
—Lo hizo la bestia, no yo —dijo en un susurro ronco—. Ese fue el don que me disteis.
Los dioses no respondieron. Su aliento se condensaba blanquecino y nebuloso, y sintió como se le formaban carámbanos en la barba. Varamyr Seispieles cerró los ojos. Soñó un sueño antiguo, un sueño en el que aparecían una cabaña junto al mar, tres perros gimoteantes y las lágrimas de una mujer.
«Era por Chichón. Lloraba por Chichón; por mí no lloró nunca.»
Bulto había nacido un mes antes de lo debido y era tan enfermizo que nadie creía que fuera a sobrevivir. Su madre esperó hasta que tuvo casi cuatro años para ponerle un nombre de verdad, y entonces ya era demasiado tarde. Toda la aldea se había acostumbrado a llamarlo Bulto, el mote que le había puesto su hermana Meha cuando aún estaba en el vientre de su madre. Meha también le había puesto el mote a Chichón, pero el hermanito de Bulto nació a término y llegó al mundo grande, rosado, robusto, mamando con glotonería de la teta de su madre, que iba a ponerle el nombre de su progenitor.
«Pero Chichón murió. Murió cuando yo tenía seis años y él dos, tres días antes del día de su nombre.»
—Tu pequeño está ya con los dioses —le había dicho la bruja de los bosques a su madre, que no paraba de llorar—. No volverá a sufrir; para él no habrá más hambre ni lágrimas. Los dioses se lo han llevado a la tierra, a los árboles. Los dioses están a nuestro alrededor, en las rocas y en los arroyos, en los pájaros y en las bestias. Tu Chichón ha ido a reunirse con ellos. Será el mundo y todo lo que hay en él.
Las palabras de la vieja se clavaron en Bulto como un cuchillo.
«Chichón me ve. Está mirándome. Lo sabe. —Bulto no podía esconderse de él, no podía ocultarse tras las faldas de su madre ni fugarse con los perros para huir de la ira de su padre—. Los perros. —Colamocha, Hocico, Gruñón—. Eran buenos perros. Eran mis amigos.» Cuando su padre los encontró olfateando en torno al cadáver de Chichón no tuvo manera de saber cuál había sido, así que los mató a los tres a hachazos. Le temblaban tanto las manos que le hicieron falta dos golpes para acallar a Hocico, y cuatro para Gruñón. El olor de la sangre impregnaba el aire y los estertores de los perros eran espantosos, pero Colamocha acudió cuando lo llamó su amo. Era el perro más viejo, y el adiestramiento pudo más que el pánico. Cuando Bulto se metió en su piel, ya era demasiado tarde. «No, padre, por favor», trató de decir. Pero los perros no hablan la lengua de los hombres, de modo que lo único que emitió fue un gemido lastimero. El hacha acertó al viejo perro en pleno cráneo, y dentro de la cabaña, el niño lanzó un alarido.
«Así fue como se enteraron.» Dos días después, su padre se lo llevó al bosque a rastras. Portaba el hacha consigo, así que Bulto pensó que tenía intención de acabar con él del mismo modo que había acabado con los perros. Pero lo que hizo fue entregárselo a Haggon.
Varamyr se despertó de repente, sobresaltado, tembloroso.
—¡Levántate! —le gritaba una voz—. ¡Levántate! ¡Tenemos que marcharnos! ¡Vienen! ¡Son cientos! —La nieve lo había cubierto con un espeso manto blanco. Hacía tanto frío... Intentó moverse y se dio cuenta de que la mano se le había quedado pegada al suelo. Se arrancó un buen trozo de piel al despegarla—. ¡Que te levantes! —le gritó de nuevo la mujer—. ¡Ya vienen!
Abrojo había regresado, lo tenía agarrado por los hombros y lo sacudía al tiempo que le gritaba a la cara. Varamyr olió su aliento y sintió su calidez contra las mejillas entumecidas por el frío.
«Ahora —pensó—. Hazlo ahora o muere.»
Reunió las fuerzas que le quedaban, salió de su piel y se introdujo violentamente en la de Abrojo, que arqueó la espalda y gritó.
«Abominación.» ¿De quién era el pensamiento? ¿De Abrojo, de Varamyr, de Haggon? No tenía manera de saberlo. Su viejo cuerpo cayó en la nieve cuando los dedos de la mujer lo soltaron. La mujer de las lanzas se retorció con violencia y chilló. Su gatosombra también lo rechazaba con fiereza al principio, y la osa de las nieves había pasado un tiempo enloquecida, lanzando zarpazos a los árboles, a las rocas, al aire.
Pero aquello era mucho peor.
—¡Sal de mí! ¡Sal de mí! —oyó gritar a su propia boca.
El cuerpo de la mujer se tambaleaba, caía y volvía a levantarse, agitaba las manos y las piernas en movimientos convulsivos, como en un baile grotesco, mientras los dos espíritus luchaban por la misma carne. Inhaló una bocanada de aire gélido, y Varamyr vivió un instante de gloria en su sabor, en la fuerza de aquel cuerpo joven, hasta que los dientes de Abrojo se cerraron con fuerza y la boca se le llenó de sangre. Se llevó las manos a la cara. Él trató de bajarlas, pero aquellas manos, resistiéndose a obedecerlo, le arrancaron los ojos.
«Abominación», recordó mientras se ahogaba en sangre, dolor y locura. Cuando Varamyr intentó gritar, Abrojo escupió la lengua que habían compartido.
El mundo blanco se volvió del revés y se desmoronó. Durante un momento fue como si estuviera dentro del arciano y, a través de los ojos rojos tallados en la madera, contemplase al hombre que agonizaba en el suelo y a la demente que bailaba ciega y ensangrentada bajo la luna, llorando lágrimas rojas y arrancándose la ropa. Pronto, ambos desaparecieron y él se elevó, se fundió, su espíritu cabalgó a lomos de una ráfaga de viento frío. Estaba en la nieve y en las nubes; era un gorrión, una ardil a, un roble. Un búho real volaba sigiloso entre los árboles, en pos de una liebre; Varamyr estaba dentro del búho, dentro de la liebre, dentro de los árboles. Bajo la tierra helada, las lombrices cavaban sus túneles a ciegas, y también estaba en ellas.
«Soy el bosque y todo lo que hay en él», pensó exultante. Un centenar de grajos levantaron el vuelo entre graznidos al sentir su paso. Un gran alce berreó, inquietando a los niños que se aferraban a su lomo. Un huargo que dormía levantó la cabeza para gruñir a la nada. Antes de que volvieran a latirle los corazones, ya había pasado de largo en busca de los suyos, en busca de Un ojo, Astuta y Cazador, su manada. Sus lobos lo salvarían, se dijo.
Aquel fue su último pensamiento humano.
La muerte verdadera llegó de repente. Sintió un golpe frío, como si se hubiera zambul ido de súbito en las aguas de un lago helado, y lo siguiente que supo fue que corría por la nieve, bajo la luna, seguido de cerca por sus compañeros de manada. La mitad del mundo era negrura. «Un ojo», pensó. Aulló, y Astuta y Cazador aullaron con él.
Cuando llegaron a una cima, los lobos se detuvieron.
«Abrojo», recordó. Una parte de él lamentaba lo que había perdido, y otra parte, lo que había hecho. Abajo, el mundo se había transformado en hielo. Las lenguas de escarcha reptaban y se unían subiendo por el tronco del arciano. La aldea desierta ya no estaba desierta. Sombras de ojos azules vagaban entre los ventisqueros. Unas vestían de marrón; otras, de negro; otras iban desnudas y mostraban una carne blanca como la nieve. El viento suspiraba entre las colinas y transportaba su olor hasta los lobos: olor de carne muerta, de sangre seca, de pieles que hedían a moho, putrefacción y orina. Astuta lanzó un gruñido y enseñó los dientes con el lomo erizado.
«No hombres. No presa. Estos no.»
Las cosas de abajo se movían, pero no estaban vivas. Una a una fueron alzando la cabeza hacia los tres lobos de la colina. La última en mirar fue la cosa que había sido Abrojo. Vestía prendas de lana, piel y cuero, y sobre ellas, una capa de escarcha que crujía cuando se movía y brillaba a la luz de la luna. De las yemas de sus dedos colgaban carámbanos rosados, diez largos cuchillos de sangre helada. Y en las cuencas insondables donde habían estado sus ojos brillaba una luz azulada que confería a sus rasgos bastos una belleza escalofriante que no habían tenido en vida.
«Me ve.»
Tyrion
No dejó de beber en todo lo que duró la travesía del mar Angosto.
El barco era pequeño, y su camarote, todavía más, y el capitán no le permitía subir a cubierta. El balanceo del barco le revolvía el estómago, y la puñetera comida sabía aún peor cuando la vomitaba. Pero ¿para qué quería tasajo de buey, queso duro y pan agusanado si se podía alimentar de vino? Era un tinto avinagrado y contundente, y a veces hasta eso lo vomitaba, pero siempre había más.
—El mundo está lleno de vino —masculló en la humedad de su camarote. Su padre siempre había despreciado a los borrachos, pero ¿qué importaba? Estaba muerto. Él lo había matado. «Una saeta en el bajo vientre, mi señor, toda para ti. Si llego a tener mejor puntería, te la meto por la polla con la que me hiciste, hijoputa de mierda.»
Bajo la cubierta nunca era de día ni de noche. Tyrion medía el paso del tiempo por las visitas del grumete que le llevaba comidas que no probaba. El chico aparecía siempre con un cepillo y un cubo para limpiar.
—¿Este vino es dorniense? —le preguntó Tyrion en cierta ocasión al tiempo que le quitaba el tapón al odre—. Me recuerda a una serpiente que conocía. El tipo era de lo más divertido, hasta que le cayó encima una montaña.
El grumete no respondió. Era un chaval feúcho, aunque sin duda más atractivo que cierto enano con media nariz y una cicatriz que le cruzaba la cara del ojo a la barbilla.
—¿Te he ofendido en algo? —le preguntó mientras el muchacho se afanaba cepillando el suelo—. ¿Te han dicho que no hables conmigo? ¿o es que un enano se tiró a tu madre? —También aquello quedó sin respuesta—. ¿Hacia dónde vamos? Al menos dime eso. —Jaime había mencionado las Ciudades Libres, pero ninguna en concreto—. ¿A Braavos? ¿A Tyrosh? ¿A Myr? —Tyrion habría preferido ir a Dorne. «Myrcella es mayor que Tommen; según las leyes dornienses, le corresponde a ella subir al Trono de Hierro. La ayudaré a reclamar lo que le corresponde, como sugirió el príncipe Oberyn.»
Pero Oberyn había muerto con la cabeza destrozada bajo el guantelete de ser Gregor Clegane. Y sin el apoyo de la Víbora Roja, ¿Doran Martell querría considerar siquiera un plan tan arriesgado?
«A lo mejor, lo que hace es cargarme de cadenas y devolverme a mi querida hermana. —Tal vez el Muro fuera mejor lugar. Mormont, el Viejo oso, le había dicho que la Guardia de la Noche siempre tenía necesidad de hombres como Tyrion—. Pero puede que Mormont ya esté muerto. Puede que, a estas alturas, Slynt sea el lord comandante. —Seguro que el hijo del carnicero no habría olvidado quién lo mandó al Muro—. Además, ¿de verdad quiero pasarme el resto de mi vida comiendo tasajo y gachas entre ladrones y asesinos?» También era cierto que el resto de su vida no sería muy largo. Janos Slynt se encargaría de eso.
El grumete mojó el cepillo en el cubo y restregó con energía.
—¿Has ido alguna vez a las casas de placer de Lys? —preguntó el enano—. A lo mejor es ahí adonde van las putas.
Tyrion no se acordaba de cómo se decía puta en valyrio, y en cualquier caso, ya era tarde. El muchacho echó el cepillo al cubo y se marchó.
«El vino me ha reblandecido los sesos. —Había aprendido de su maestre a leer alto valyrio, pero lo que hablaban en las Nueve Ciudades Libres... En fin, no era exactamente un dialecto, sino más bien nueve dialectos que no tardarían en convertirse en idiomas bien diferenciados. Tyrion sabía un poco de braavosi y tenía nociones básicas de myriense. En Tyrosh sería capaz de blasfemar, llamar tramposo a cualquiera y pedir una cerveza, todo gracias a un mercenario que había conocido en la Roca—. En Dorne, al menos, hablan la lengua común. —Al igual que sucedía con las leyes y la comida dornienses, el idioma estaba bien condimentado por el rhoynar, pero se entendía—. Dorne, sí. Lo mío es Dorne.» Se acostó en su camastro, aferrado a aquel pensamiento como un niño a su muñeco.
A Tyrion Lannister siempre le había costado conciliar el sueño; en aquel barco, la mayor parte del tiempo le resultaba directamente imposible, aunque en ocasiones conseguía beber lo suficiente para perder un rato el conocimiento. Por lo menos no soñaba. Estaba hasta la coronilla de sueños, aunque también era cierto que no tenía la coronil a a mucha altura.
«¡Y con qué tonterías he soñado! Amor, justicia, amistad, gloria...
Tanto me habría dado soñar con ser alto.»
Todo aquello estaba fuera de su alcance; por fin se había dado cuenta. Ya lo sabía. Lo que seguía sin saber era adónde iban las putas. «Adonde quiera que vayan las putas —había dicho su padre—. Esas fueron sus últimas palabras. —La ballesta vibró, lord Tywin cayó sentado y Tyrion Lannister tuvo que anadear por la oscuridad acompañado por Varys. Seguramente había vuelto a bajar por el hueco, los doscientos treinta peldaños, hasta el lugar donde resplandecían las brasas anaranjadas en la boca de un dragón de hierro. No recordaba nada, solo el ruido vibrante que había hecho la ballesta y el hedor de cuando a su padre se le aflojaron los intestinos—. Hasta moribundo fue capaz de llenarme la vida de mierda.»
Varys lo había acompañado por los túneles, pero no cruzaron palabra hasta que hubieron salido junto al Aguasnegras, donde Tyrion había ganado una batalla y perdido una nariz. Entonces el enano se giró hacia el eunuco.
—He matado a mi padre —le dijo en el mismo tono con que habría podido decirle: «Me he dado un golpe en el dedo gordo».
El consejero de los rumores iba vestido de hermano mendicante, con una apolillada túnica marrón de tela basta y una capucha que le ocultaba las regordetas mejillas imberbes y la calva.
—No deberíais haber subido por esa escalera —le reprochó.
«Adonde quiera que vayan las putas.» Tyrion le había advertido a su padre que no repitiera aquella palabra.
«Si no llego a disparar, se habría dado cuenta de que mis amenazas no valían nada. Me habría quitado la ballesta de las manos, igual que me arrancó a Tysha de los brazos. Estaba levantándose cuando lo maté.»
—También he matado a Shae —confesó a Varys.
—Ya erais consciente de qué era.
—Sí. Pero no sabía qué era él.
—Pues ya lo sabéis. —Varys disimuló una risita.
«Tendría que haber matado al eunuco, ya puestos. —¿Qué más daba un poco de sangre adicional en las manos? No habría sabido decir qué detuvo su puñal. No fue la gratitud, desde luego. Varys lo había salvado de la espada del verdugo, pero solo porque Jaime se lo había ordenado—. Jaime... No, es mejor que no piense en Jaime.»
Para evitarlo abrió otro odre de vino y bebió ansioso como si fuera la teta de una mujer. El tinto le resbaló por la barbilla y le empapó la sucia túnica, la misma que llevaba cuando estaba en la celda. La cubierta se mecía bajo él, y cuando trató de ponerse en pie, se ladeó y lo lanzó contra un mamparo.
«Debe de haber tormenta —pensó—. o a lo mejor estoy más borracho de lo que creía. —Vomitó el vino y se quedó tendido sobre él, sin saber si el barco iba a hundirse—. ¿Esta es tu venganza, padre? ¿Es que el Padre Supremo te ha nombrado su mano?»
—Es el pago que recibe aquel que mata a la sangre de su sangre —dijo mientras el viento aullaba en el exterior.
No era justo ahogar de paso al grumete, al capitán y a toda la tripulación, claro, pero ¿cuándo habían sido justos los dioses? Aquel era el pensamiento que rondaba por su mente cuando lo engulló la oscuridad.
Cuando empezó a recuperar el conocimiento, la cabeza le ardía y el barco daba vueltas a su alrededor, aunque según el capitán habían llegado a puerto. Tyrion le dijo que se callara y se debatió sin energías cuando un corpulento marinero calvo lo cogió debajo del brazo y lo llevó a cubierta, donde lo aguardaba una cuba de vino vacía. Era pequeña y baja, con poco espacio hasta para un enano. Tyrion se resistió tan enconadamente que se meó encima, pero no le sirvió de nada: lo metieron de cabeza en la cuba y le empujaron las piernas hasta que las rodillas le llegaron a las orejas. Lo poco que le quedaba de nariz le picaba de una manera espantosa, pero tenía los brazos tan encajonados que no llegaba a rascarse.
«Un palanquín digno de un hombre de mi altura», pensó mientras clavaban la tapa. Siguió oyendo las voces cuando lo levantaron en vilo. Cada movimiento brusco hacía que su cabeza se golpeara contra el fondo de la cuba. El mundo giró enloquecido cuando hicieron rodar el pequeño tonel, hasta que se detuvo con un golpe que lo obligó a contener un grito. Otra cuba chocó contra la suya, y Tyrion se mordió la lengua.
Fue el viaje más largo de su vida, aunque no duró más de media hora. Lo levantaron y lo bajaron, lo hicieron rodar, lo amontonaron, lo volvieron del derecho y del revés, y volvieron a hacerlo rodar. Oía los gritos de los hombres por entre las duelas de madera, y le llegó también el relincho de un caballo cerca de donde estaba. Empezó a tener calambres en las piernas atrofiadas, que pronto le dolieron tanto que hasta dejó de notar los golpes en la cabeza.
Todo terminó tal como había empezado, con el barril rodando y deteniéndose de repente. Fuera, unas voces desconocidas hablaban en un idioma también desconocido. Empezaron a golpear la tapa de la cuba, que se rajó de repente. La luz entró a raudales, acompañada de aire fresco. Tyrion inhaló una bocanada con ansiedad y trató de incorporarse, pero lo único que consiguió fue hacer caer la cuba y quedar tendido en la tierra prensada del suelo.
Ante él se alzaba un hombre grotesco de puro gordo, con barba amarilla de dos puntas, que llevaba un mazo de madera en una mano y un escoplo en la otra. La túnica que vestía era tan amplia que habría servido de pabellón en un torneo, pero el cordón con que se la ceñía a la cintura se había desanudado, dejando al descubierto la enorme barriga blanca y unas tetas tan pesadas que oscilaban como sacos de grasa cubiertos de espeso vello rubio. A Tyrion le recordó a una morsa muerta que la marea había arrastrado hasta las cuevas de Roca Casterly. El gordo lo miró desde arriba con una sonrisa.
—Un enano borracho —dijo en la lengua común de Poniente.
—Una morsa podrida. —Tyrion tenía la boca llena de sangre y la escupió a los pies del otro.
Estaban en la penumbra de un sótano alargado, con techo abovedado y muros de piedra descolorida por el salitre. A su alrededor había cubas de vino y cerveza, suficientes para que un enano sediento pudiera beber durante toda la noche. o durante toda la vida.
—Sois insolente. Eso me gusta en un enano. —El gordo se rio, y las carnes se le agitaron con tal violencia que Tyrion temió durante un momento que cayera encima de él y lo aplastara—. ¿Tenéis hambre, mi pequeño amigo? ¿Estáis cansado?
—Tengo sed. —Tyrion se incorporó y logró ponerse de rodillas—. Y estoy sucio.
—Un baño primero, sí —asintió el gordo tras olfatearlo—. Luego, comida y una buena cama, ¿sí? Mis criados se encargarán de todo. —Su anfitrión dejó a un lado el mazo y el escoplo—. Mi casa es vuestra. Cualquier amigo de mi amigo del otro lado del agua es amigo de Illyrio Mopatis, sí.
«Y cualquier amigo de la Araña Varys es alguien en quien deposito una confianza muy limitada.» Pese a todo, el gordo cumplió su promesa de proporcionarle un baño. En cuanto Tyrion se introdujo en el agua caliente y cerró los ojos, se quedó profundamente dormido. Despertó desnudo en un lecho de plumón de ganso tan blando que se sentía como si se lo hubiera tragado una nube, pero tenía la polla dura como una barra de hierro. Rodó en la cama para saltar de ella, buscó un orinal y, con un gruñido de placer, empezó a llenarlo.
La habitación estaba en penumbra, pero entre las tablillas de los postigos se colaban haces de luz solar. Tyrion se sacudió las últimas gotas y anadeó por las ornamentadas alfombras myrienses, suaves como la hierba fresca de la primavera. Se subió como pudo al asiento situado bajo la ventana y abrió los postigos para ver adónde lo habían enviado Varys y los dioses.
Bajo su ventana, seis cerezos de esbeltas ramas sin hojas montaban guardia en torno a un estanque de mármol. Junto al agua había un muchacho desnudo en posición de ataque, con una espada de jaque en la mano. Era ágil y atractivo, de dieciséis años como mucho, con una melena rubia y lisa por los hombros. Parecía tan real que el enano tardó largos segundos en darse cuenta de que era una estatua de mármol pintado, aunque la espada brillaba como el acero auténtico.
Al otro lado del estanque había un muro de ladrillo de cuatro varas de altura con púas de hierro en la parte superior. Más allá se extendía la ciudad, un mar de tejados apiñados alrededor de una bahía. Divisó torres cuadradas de ladrillo, un gran templo rojo y una mansión en la cima de una colina. A lo lejos, la luz del sol resplandecía en las aguas más profundas del mar abierto. En la bahía navegaban barcas de pesca cuyas velas ondeaban al viento, y también alcanzó a ver en el horizonte los mástiles de barcos de mayor tamaño.
«Seguro que alguno va a Dorne, o a Guardiaoriente del Mar. —Lo malo era que no tenía dinero para pagar el pasaje ni estaba hecho para manejar un remo—. Siempre puedo enrolarme como grumete y dejar que la tripulación me dé por culo todo el viaje por el mar Angosto.»
¿Dónde estaba?
«Aquí hasta el aire huele diferente. —El gélido viento otoñal transportaba el aroma de especias extrañas, y alcanzó a oír voces lejanas que procedían de las calles, al otro lado del muro de ladrillo. Hablaban en algo parecido al valyrio, pero solo entendía una palabra de cada cinco—. Esto no es Braavos —concluyó—. Ni Tyrosh.» Las ramas deshojadas y la baja temperatura descartaban también Lys, Myr y Volantis.
Cuando la puerta se abrió a sus espaldas, Tyrion dio media vuelta para enfrentarse a su obeso anfitrión.
—Estoy en Pentos, ¿no?
—Claro. ¿Dónde si no?
«Pentos.» En fin, al menos no era Desembarco del Rey. Algo era algo.
—¿Adónde van las putas? —preguntó casi sin querer.
—Las putas están en los burdeles, igual que en Poniente, mi pequeño amigo. Pero a vos no os hacen ninguna falta. Elegid a la que queráis de entre mis criadas; ninguna os rechazará.
—¿Son esclavas? —preguntó el enano con ironía.
El gordo se acarició una punta de la aceitada barba amarilla en un gesto que a Tyrion le pareció de lo más obsceno.
—Según el tratado que nos impusieron los braavosi hace cien años, la esclavitud está prohibida en Pentos. Pero no os rechazarán. —Illyrio hizo una laboriosa reverencia—. Ahora, mi pequeño amigo tendrá que disculparme. Tengo el honor de ser uno de los magísteres de esta gran ciudad, y el príncipe nos ha convocado. —Le mostró los dientes torcidos y amarillentos al sonreír—. Recorred a voluntad la mansión y los jardines, pero no os aventuréis más allá de la muralla bajo ningún concepto. No conviene que nadie sepa que estuvisteis aquí.
—¿Que estuve? ¿Ya me he ido a otro lugar?
—Habrá tiempo para hablar de esto por la noche. Mi pequeño amigo y yo cenaremos, beberemos y haremos grandes planes, ¿sí?
—Sí, mi gordo amigo —respondió Tyrion.
«Quiere sacar provecho de mí.»
Los beneficios lo eran todo para los príncipes mercaderes de las Ciudades Libres, soldados de las especias y señores del queso, como los llamaba su padre con desprecio. Si una buena mañana Illyrio Mopatis llegaba a creer que un enano muerto era más valioso que un enano vivo, Tyrion estaría metido en una cuba de vino antes del anochecer.
«Más vale que ese día me pille lejos de aquí.» Porque no le cabía duda de que tal día iba a l egar más tarde o más temprano. Cersei se olvidaría de él, y hasta a Jaime le habría molestado encontrarse a su padre con una saeta en la barriga.
Una suave brisa hacía ondular las aguas del estanque en torno al espadachín desnudo. Le evocó los momentos en que Tysha le acariciaba el pelo durante la falsa primavera de su matrimonio, antes de que él ayudara a los hombres de su padre a violarla. Durante la huida había pensado muchas veces en aquellos hombres, tratando de recordar cuántos eran. Cualquiera diría que era de esas cosas que no se borraban de la memoria, pero lo había olvidado. ¿Cuántos fueron? ¿Doce? ¿Veinte? ¿Ciento? No habría sabido decirlo. Sí recordaba que eran todos adultos, altos y fuertes..., aunque a ojos de un enano de trece años, cualquier hombre era alto y fuerte.
«Tysha supo cuántos eran. —Cada uno le había dado un venado, así que solo habría tenido que contar las monedas—. Una moneda de plata por cada hombre y una de oro por mí.» Su padre se había empeñado en que él también pagara: «Un Lannister siempre paga sus deudas».
«Adonde quiera que vayan las putas», oyó decir a lord Tywin una vez más, y una vez más vibró la ballesta.
El magíster le había dicho que recorriera a voluntad la mansión y los jardines. En un arcón con incrustaciones de lapislázuli y madreperla había ropa limpia para él, y se la puso no sin dificultades: obviamente, la habían hecho para un niño y era de telas buenas, aunque habría sido mejor que la airearan antes de dársela. Las perneras le quedaban largas; las mangas, cortas, y si hubiera conseguido abrocharse el cuel o, la cara se le habría puesto más negra que a Joffrey. También había sufrido el asedio de las polillas. «Por lo menos no huele a vómito.»
Tyrion empezó el recorrido por la cocina, donde dos mujeres gordas y un mozo lo miraron con desconfianza mientras se servía higos, queso y pan.
—Buenos días os deseo, hermosas damas —les dijo con una reverencia—. ¿Sabéis por un casual adónde van las putas?
No respondieron, de modo que repitió la pregunta en alto valyrio, aunque tuvo que decir «cortesanas» en lugar de «putas.» A aquello, la cocinera más joven y gorda respondió encogiéndose de hombros. ¿Qué harían si las cogiera de la mano y las llevara a rastras a su dormitorio? «Ninguna te rechazará», le había asegurado Illyrio, pero Tyrion no creía que incluyese a aquellas dos. La joven tenía edad suficiente para ser su madre, y la otra parecía la madre de la primera. Ambas estaban casi tan gordas como Illyrio y tenían las tetas más grandes que la cabeza del enano.
«Podría ahogarme en carne. —Había peores maneras de morir. La de su padre, por ejemplo—. Tendría que haberle hecho cagar un poco de oro antes de que expirase. —Lord Tywin había escatimado siempre cariño y aprobación, pero el oro lo repartía a manos l enas—. Solo hay una cosa más patética que un enano desnarigado: un enano desnarigado y sin fondos.»
Tyrion dejó a las gordas en la cocina, con sus ollas y sus hogazas, y buscó la bodega donde lo había decantado Illyrio la noche anterior. No le costó dar con ella. Allí había vino más que suficiente para mantenerlo borracho cien años: tintos dulces del Dominio y tintos recios de Dorne; pentoshi ambarinos y el néctar verde de Myr; sesenta cubas del oro del Rejo y hasta vinos del legendario oriente, de Qarth, Yi Ti y Asshai de la Sombra. Al final se decidió por una cuba de vino fuerte de la cosecha privada de lord Runceford Redwyne, abuelo del entonces señor del Rejo. Tenía un paladar lánguido y temerario a la vez, y era de un rojo tan oscuro que casi parecía negro a la escasa luz de la bodega. Tyrion llenó una copa, y también una frasca para no quedarse corto, y subió a los jardines para beber bajo los cerezos que había visto por la ventana.
Pero salió por la puerta que no era y no llegó al estanque, aunque tampoco le importó demasiado. Los jardines de la parte trasera de la mansión eran igual de hermosos y mucho más extensos. Los recorrió un rato mientras bebía. Los muros habrían dejado en mantillas a los de cualquier castil o, y las púas de hierro de la parte superior le resultaban extrañas sin cabezas que las adornaran. Tyrion se imaginó la cabeza de su hermana en una de ellas, con la cabellera dorada cubierta de brea y la boca llena de moscas.
«Eso, y la de Jaime justo al lado. Que nada se interponga entre mis hermanos.»
Con una cuerda y un arpeo sería muy capaz de salvar aquel muro. Tenía brazos fuertes y no pesaba demasiado, así que podría escalar y saltar, siempre que no se ensartara en una púa.
«Mañana mismo busco una cuerda», decidió.
Durante su recorrido vio tres puertas de entrada a los terrenos de la mansión: la principal, con su caseta de guardia; una poterna junto a las perreras, y una portezuela oculta tras una maraña de hiedra de color claro. La última estaba cerrada con una cadena, y las otras dos, vigiladas por guardias. Los guardias eran regordetes, con la cara lampiña como las nalgas de un bebé, y cada uno llevaba un casco de bronce con una púa. Tyrion reconocía a un eunuco en cuanto lo veía, y de aquellos conocía además la reputación: se decía que no tenían miedo a nada, que no sentían dolor y que eran leales a sus amos hasta la muerte.
«No me iría mal tener unos cientos —pensó—. Lástima que no se me ocurriera antes de quedar en la miseria.»
Paseó por una galería flanqueada por columnas y pasó bajo un arco ojival hasta llegar a un patio de baldosas donde una mujer lavaba ropa junto a un pozo. Parecía de su misma edad, y tenía el pelo de un rojo apagado y la cara ancha cubierta de pecas.
—¿Quieres vino? —le ofreció. Ella se quedó mirándolo, insegura—.
No hay otra copa, así que tendremos que compartir esta—. La lavandera siguió retorciendo túnicas para escurrirlas y colgarlas. Tyrion se sentó en un banco de piedra y dejó la frasca al lado—. Dime una cosa: ¿hasta qué punto puedo confiar en el magíster Illyrio? —Aquel nombre hizo que la criada alzara la vista—. ¿Tanto? —Soltó una risita, cruzó las piernas atrofiadas y bebió un trago—. Me resisto a representar el papel que me tiene preparado el quesero, sea el que sea, pero ¿cómo voy a negarme? Las puertas están vigiladas. A lo mejor tú podrías sacarme a escondidas bajo las faldas. Te estaría muy agradecido; hasta podría casarme contigo. Ya tengo dos esposas, ¿por qué no tres? Aunque claro, ¿dónde viviríamos? —Le dedicó la sonrisa más amable que podía esbozar un hombre con solo media nariz—. ¿Te he dicho ya que tengo una sobrina en Lanza del Sol? En Dorne, con Myrcella, podría hacer muchas travesuras. Podría enfrentarla a su hermano en una guerra. ¿A que sería tronchante? —La lavandera colgó una túnica de Illyrio, tan grande que habría servido de vela para un barco—. Tienes razón, debería darme vergüenza pensar esas cosas. Sería mejor que me fuera al Muro. Se dice que, cuando un hombre se une a la Guardia de la Noche, todos sus crímenes quedan borrados. Pero no te dejarían quedarte conmigo, preciosa. En la Guardia no hay mujeres, no hay ninguna linda pecosa que caliente la cama por la noche, solo viento frío, bacalao salado y cerveza aguada. Aunque a lo mejor el negro me hace más alto. ¿Tú qué opinas, mi señora? —Volvió a llenarse la copa—. ¿Qué te parece? ¿Norte o sur? ¿Debería expiar mis antiguos pecados o cometer otros nuevos?
La lavandera le lanzó una última mirada, cogió el cesto de ropa y se alejó.
«Las esposas no me duran nada —reflexionó Tyrion. Sin que supiera cómo, la frasca se había quedado vacía—. Parece que es hora de volver a la bodega.» Pero el vino fuerte hacía que le diera vueltas la cabeza, y los peldaños de la bodega eran muy empinados.
—¿Adónde van las putas? —preguntó a la colada tendida. Tal vez debería habérselo preguntado a la lavandera. «No estoy insinuando que seas una puta, cariño, pero a lo mejor sabes adónde van. —Mejor incluso, tendría que habérselo preguntado a su padre. “Adonde quiera que vayan las putas”, había dicho lord Tywin—. Me quería. Era la hija de un campesino, me quería y se casó conmigo. Depositó su confianza en mí.»
La frasca vacía se le cayó de la mano y rodó por el patio. Tyrion se dio impulso para bajar del banco y fue a recogerla. Fue entonces cuando vio unas setas que crecían en una grieta, entre las baldosas: eran muy blancas, con el sombrero moteado por arriba y ribeteado de rojo sangre por debajo. Arrancó una y la olió.
«Deliciosa —pensó—. Y letal.» Había siete setas; tal vez los Siete quisieran decirle algo. Las cogió todas, arrancó un guante del tendedero, las envolvió con cuidado y se las guardó en el bolsillo. El esfuerzo lo mareó, así que volvió a subirse al banco, se ovilló y cerró los ojos.
Cuando volvió a despertar estaba de nuevo en su dormitorio, otra vez hundido en el lecho de plumón de ganso, y una chica rubia lo sacudía por el hombro.
—El baño os aguarda, mi señor. El magíster Illyrio cenará con vos en una hora.
Tyrion se incorporó y se sujetó la cabeza con las manos.
—¿Estoy soñando, o hablas la lengua común?
—Sí, mi señor. Me compraron para complacer al rey. —Tenía los ojos azules y la piel muy blanca; era joven y grácil.
—Y seguro que lo lograste. Me hace falta una copa de vino.
—El magíster Illyrio me ha dicho que tengo que frotaros la espalda y calentaros la cama. —Le sirvió el vino—. Me llamo...
—Eso es completamente irrelevante. ¿Sabes adónde van las putas?
—Las putas se venden por dinero. —La chica se había sonrojado.
—O por joyas, o por vestidos, o por castillos. Pero ¿adónde van?
—¿Es una adivinanza, mi señor? —No acababa de comprenderlo—.
No se me dan bien las adivinanzas. ¿Vais a darme la respuesta?
«No —pensó él—, yo también detesto las adivinanzas.»
—No voy a decirte nada. Y tú devuélveme el favor y haz lo mismo.
«Lo único que me interesa de ti es lo que tienes entre las piernas», estuvo a punto de decirle. Pero las palabras se le atascaron en la lengua y no le llegaron a los labios.
«No es Shae, no es más que una tonta cualquiera que cree que hablo con acertijos. —A decir verdad, ni siquiera estaba demasiado interesado en su coño—. Debo de estar enfermo. o muerto.»
—¿Qué me decías de un baño? No hay que hacer esperar al gran quesero.
Mientras se bañaba, la muchacha le lavó los pies, le frotó la espalda y le cepilló el pelo. Después le aplicó un ungüento aromático en las pantorrillas para aliviarle los calambres, y lo vistió de nuevo con ropa de niño: unos polvorientos calzones rojo vino y una casaca de terciopelo azul con ribete de hilo de oro.
—¿Me querrá mi señor después de cenar? —le preguntó mientras le ataba los cordones de las botas.
—No. Estoy harto de mujeres. —«Putas.»
La chica se tomó el rechazo demasiado bien para su gusto.
—Si mi señor prefiere un muchachito, me encargaré de que tenga uno esperándole en la cama.
«Mi señor preferiría a su esposa. Mi señor preferiría a una chica llamada Tysha.»
—Solo si sabe adónde van las putas.
La chica apretó los labios. «Me desprecia —comprendió Tyrion—, aunque no más de lo que me desprecio yo. —No le cabía duda de que se había follado a más de una mujer que aborrecía su mera visión, pero al menos las otras habían tenido la amabilidad de simular afecto—. Un poco de desprecio sincero podría resultar refrescante, como un vino ácido después de beber demasiado vino dulce.»
—He cambiado de opinión —dijo—. Espérame en la cama. Desnuda, por favor. Estaré demasiado borracho para pelearme con tu ropa. Tú ten la boca cerrada y las piernas abiertas, y nos irá muy bien. —Le lanzó una mirada lasciva con la esperanza de que lo recompensara con un atisbo de miedo, pero todo lo que vio fue repulsión.
«Nadie tiene miedo de los enanos.» Ni siquiera lord Tywin se había asustado, y eso que Tyrion tenía una ballesta.
—¿Tú gimes cuando te follan? —preguntó a la calientacamas.
—Si mi señor lo desea...
—Puede que tu señor desee estrangularte. Es lo que hice con mi última puta. ¿Crees que tu amo me pondría algún problema? Seguro que no.
Tiene cien más como tú, pero solo a uno como yo.
Sonrió, y en esa ocasión obtuvo de ella el miedo que esperaba.
Illyrio estaba tumbado en un diván, comiendo cebollitas y guindillas de un cuenco de madera. Tenía la frente perlada de sudor, y los ojillos porcinos le brillaban por encima de las gruesas mejillas. Con cada movimiento de sus manos refulgía una piedra preciosa diferente: ónice, ópalo, apatita, turmalina, rubí, amatista, zafiro, esmeralda, azabache y jade; un diamante negro y una perla verde.
«Sus anillos me darían para vivir años y años —pensó Tyrion—, aunque claro, tendría que quitárselos con un cuchillo.»
—Sentaos junto a mí, mi pequeño amigo.
Illiyrio le hizo gestos para que se acercara. El enano se subió a una silla. Era muy grande para él, demasiado, un trono acolchado para acomodar las gigantescas nalgas del magíster con gruesas patas para soportar su peso. Tyrion Lannister había vivido siempre en un mundo demasiado grande para él, pero en la mansión de Illyrio Mopatis, las desproporciones llegaban a un nivel grotesco.
«Soy un ratón en la guarida de un mamut, pero al menos el mamut tiene una bodega excelente.» Solo con pensarlo le entró sed, y pidió vino.
—¿Habéis disfrutado de la chica que os envié? —preguntó Illyrio.
—Si hubiera querido una chica la habría pedido.
—En caso de que no os haya complacido...
—Ha hecho todo lo que le he pedido.
—Eso espero. La entrenaron en Lys, donde han hecho del amor un arte. El rey la disfrutó mucho.
—Yo mato reyes, ¿no os habíais enterado? —Tyrion esbozó una sonrisa malévola por encima de la copa de vino—. No quiero las sobras reales.
—Como gustéis. Comamos.
Illyrio dio unas palmadas y los sirvientes se apresuraron a acercarse. Empezaron con un caldo de cangrejo y rape, seguido por una sopa fría de huevo y lima. A continuación les sirvieron codornices a la miel, pierna de cordero, hígados de ganso con salsa de vino, chirivías con mantequilla y cochinillo asado. Tyrion sintió náuseas con solo ver las fuentes, pero se forzó a probar una cucharada de sopa por pura educación, y aquello lo perdió. Las cocineras eran viejas y gordas, pero sabían lo que se hacían. En su vida había comido tan bien, ni siquiera en la corte.
Mientras mondaba los huesos de su codorniz preguntó a Illyrio por la reunión que había tenido por la mañana. El gordo se encogió de hombros.
—Hay problemas en el este. Astapor ha caído, igual que Meereen. Las ciudades esclavistas ghiscarias, que ya eran viejas cuando el mundo era joven. —Los criados trincharon el cochinillo. Illyrio cogió un trozo de la piel crujiente, lo mojó en salsa de ciruelas y se lo comió con los dedos.
—La bahía de los Esclavos está muy lejos de Pentos. —Tyrion ensartó un hígado de ganso con la punta del cuchillo. «No hay hombre más maldito que aquel que mata a la sangre de su sangre, pero podría hacerme a la idea de vivir en este infierno.»
—Cierto —convino Illyrio—, pero el mundo no es sino una gran telaraña, y basta con tocar un hilo para que los demás vibren. ¿Más vino?
—Se llevó una guindilla a la boca—. No, algo aún mejor. —Volvió a darunas palmadas. Al momento entró un criado con una fuente cubierta y la puso delante de Tyrion. Illyrio se inclinó sobre la mesa para quitar la tapa—. Setas —anunció al tiempo que se elevaba el aroma—. Con un toque de ajo y bañadas en mantequilla. Me han dicho que tienen un sabor exquisito. Tomad una, amigo mío. Tomad dos.
Tyrion ya había pinchado una oronda seta negra y estaba llevándosela a la boca cuando detectó en la voz de Illiyrio algo lo hizo detenerse en seco.
—Vos primero, mi señor. —Empujó la fuente hacia su anfitrión.
—No, no. —El magíster Illyrio volvió a empujar las setas hacia él.Durante un brevísimo instante, los ojos de un niño travieso parecieron asomar de la mole de carne que era el quesero—. Vos primero. Insisto. La cocinera os las ha preparado especialmente.
—¿De verdad? —Recordó a la cocinera, sus manos llenas de harina,los grandes pechos surcados de varices—. Qué amable por su parte,pero... no. —Tyrion volvió a dejar la seta en el estanque de mantequilla de donde la había sacado.
—Sois muy desconfiado. —Illyrio sonrió tras la barba amarilla.
Tyrion supuso que se la untaba con aceite cada mañana para que brillara como el oro—. ¿Sois cobarde? No es eso lo que tenía entendido.
—En los Siete Reinos, envenenar a un invitado durante la cena se considera una pésima muestra de hospitalidad.
—Aquí también. —Illyrio Mopatis cogió su copa de vino—. Pero cuando es tan obvio que el invitado quiere acabar con su propia vida, el anfitrión debe acomodarse a sus deseos, ¿no? —Bebió un trago—. Al magíster ordello lo envenenaron con setas hace menos de medio año. Por lo que me han contado, no duele mucho: unos calambres en el estómago, un pinchazo repentino detrás de los ojos y se acabó. Es mejor una seta que una espada en el cuel o, ¿no? ¿Por qué morir con la boca llena de sangre, y no de ajo y mantequilla?
El enano clavó los ojos en la fuente. El olor le hacía la boca agua. Por un lado quería comerse aquellas setas, aun sabiendo qué eran. No tenía valor para clavarse un acero frío en el vientre, pero no le costaría tanto comer un trocito de seta, y cuando se dio cuenta sintió un miedo atroz.
—os equivocáis respecto a mí —se oyó decir.
—¿De verdad? No estoy tan seguro. Si preferís ahogaros en vino, solo tenéis que decirlo y os complaceré al instante, pero ahogaros copa a copa es un desperdicio de tiempo y de vino.
—os equivocáis respecto a mí —repitió Tyrion en voz más alta. Las setas barnizadas de mantequilla brillaban oscuras, seductoras—. os aseguro que no quiero morir. Tengo... —La voz se le apagó en un mar de inseguridad.
«¿Qué tengo? ¿Una vida que vivir? ¿Un trabajo que hacer? ¿Hijos que criar? ¿Tierras que gobernar? ¿Una mujer que amar?»
—No tenéis nada —terminó el magíster Illyrio por él—, pero eso puede cambiar. —Sacó una seta de la mantequilla y la masticó con deleite—. Exquisita.
—¿No son venenosas? —se enfadó Tyrion.
—No. ¿Por qué iba a desearos mal alguno? —El magíster Illyrio se comió otra seta—. Vos y yo vamos a tener que empezar a confiar más el uno en el otro. Venga, comed. —Volvió a dar unas palmadas—. Tenemos trabajo por delante. Mi pequeño amigo debe conservar las fuerzas.
Los criados llevaron a la mesa una garza rellena de higos, chuletas de ternera blanqueadas en leche de almendras, arenques en nata, cebollitas confitadas, quesos hediondos, fuentes de caracoles y mollejas, y un cisne negro con todo el plumaje. Tyrion no quiso probar el cisne porque le recordaba una cena con su hermana, pero se sirvió generosas porciones de garza y arenques, y también unas cebollitas. Cada vez que vaciaba la copa, un criado volvía a llenársela.
—Bebéis mucho vino para vuestra estatura.
—Matar a la sangre de la propia sangre es un trabajo duro; da mucha sed.
Los ojillos del gordo brillaron como las piedras preciosas de sus dedos.
—En Poniente hay quien diría que matar a lord Lannister no fue más que un buen comienzo.
—Pues más vale que no lo digan muy alto, no sea que los oiga mi hermana; se quedarían sin lengua. —El enano partió en dos una hogaza de pan—. Y tened más cuidado con lo que decís de mi familia, magíster. Puede que haya matado a mi padre, pero sigo siendo un león.
Aquello le pareció graciosísimo al señor del queso, que se palmeó un enorme muslo.
—Los ponientis sois todos iguales: bordáis un animal en un trozo de seda y de repente os convertís en leones, dragones o águilas. Si queréis puedo mostraros leones de verdad, mi pequeño amigo. El príncipe está muy orgulloso de su pequeño zoo. ¿os gustaría compartir la jaula con ellos? Tyrion tuvo que reconocer que los señores de los Siete Reinos se ufanaban demasiado de sus blasones.
—De acuerdo —admitió—. Los Lannister no somos leones, pero sigo siendo hijo de mi padre, y a Jaime y a Cersei solo los puedo matar yo.
—Qué curioso que mencionéis a vuestra bella hermana —comentó Illyrio entre caracol y caracol—. La reina ha dicho que otorgará un señorío a quienquiera que le lleve vuestra cabeza, por humilde que sea su linaje.
Tyrion no habría esperado menos.
—Si estáis pensando hacer que cumpla su palabra, pedidle también que se abra de piernas para vos. Es lo justo: la mejor parte de ella por la mejor parte de mí.
—Preferiría mi propio peso en oro. —El quesero se rio con tantas ganas que Tyrion pensó que se le iba a reventar la barriga—. Todo el oro de Roca Casterly, ¿por qué no?
—El oro os lo garantizo yo —dijo el enano, aliviado al ver que no le iba a caer encima una tonelada de anguilas y mollejas a medio digerir—, pero la Roca es mía.
—Claro. —El magíster se tapó la boca y eructó—. ¿Creéis que lord Stannis os la entregará? Tengo entendido que es enormemente legalista, y vuestro hermano viste la capa blanca, así que según las leyes de Poniente sois el heredero.
—Sí, Stannis me entregaría Roca Casterly si no fuera por esos asuntillos del regicidio y el parricidio; pero dadas las circunstancias, me cortaría la cabeza, y ya soy bastante bajito, gracias. ¿Por qué creéis que querría unirme a lord Stannis?
—¿Por qué si no pensabais ir al Muro?
—¿Stannis está en el Muro? —Tyrion se frotó la nariz—. Por los siete putos infiernos, ¿qué hace allí?
—Me imagino que tiritar. En cambio, en Dorne hace más calor. Tal vez debería haber puesto rumbo hacia allí.
Tyrion empezaba a sospechar que cierta lavandera pecosa dominaba la lengua común mejor de lo que aparentaba.
—Da la casualidad de que mi sobrina Myrcella está en Dorne, y me estoy planteando la posibilidad de coronarla.
Illyrio sonrió mientras los criados les servían cuencos de nata dulce con cerezas.
—¿Qué os ha hecho esa pobre niña para que le deseéis la muerte?
—Ni aquel que mata a la sangre de su sangre tiene que matar a todos sus consanguíneos —replicó Tyrion, ofendido—. He hablado de coronarla, no de matarla.
—En Volantis tienen una moneda que lleva una corona en una cara yuna calavera en la otra. —El quesero cogió una cucharada de cerezas—.Pero es la misma moneda. Coronarla es matarla. Dorne podría levantarse por Myrcella, pero con Dorne no basta. Si sois tan listo como dice nuestro amigo, ya lo sabéis.
«Tiene razón en las dos cosas. —Tyrion contempló al gordo con renovado interés—. Coronarla es matarla. Y yo lo sabía.»
—Solo me quedan gestos fútiles, y al menos este haría llorar lágrimas amargas a mi hermana.
—El camino de Roca Casterly no pasa por Dorne, mi pequeño amigo.
—El magíster Illyrio se limpió la nata de los labios con el dorso de una mano carnosa—. Tampoco pasa por debajo del Muro. Pero os aseguro que hay un camino.
—Me han declarado traidor; soy un regicida y he matado a la sangre de mi sangre. —Tanta palabrería sobre caminos le molestaba. «¿Qué se cree que es esto? ¿Un juego?»
—Lo que un rey hace, el siguiente lo puede deshacer. En Pentos tenemos un príncipe, amigo mío. Preside los bailes y los banquetes, y se pasea por la ciudad en un palanquín de oro y marfil. Siempre lo preceden tres heraldos que portan la balanza de oro del comercio, la espada de hierro de la guerra y el látigo de plata de la justicia. El primer día de cada año debe desflorar a la doncella de los campos y a la doncella de los mares. —Illyrio se inclinó hacia delante con los codos en la mesa—. Pero si hay una mala cosecha, si perdemos una guerra, le cortamos el cuello para apaciguar a los dioses y elegimos a un nuevo príncipe entre las cuarenta familias.
—Recordadme que no ocupe nunca ese cargo.
—¿Tan diferentes son vuestros Siete Reinos? En Poniente no hay paz, no hay justicia, no hay fe... Y pronto no habrá tampoco comida. Cuando el pueblo tiene hambre y miedo, busca un salvador.
—Puede que lo busque, pero si lo único que encuentra es a Stannis...
—No me refiero a Stannis. No me refiero a Myrcella. —La sonrisa amarillenta se hizo aún más amplia—. Hablo de alguien diferente. Más fuerte que Tommen, más afable que Stannis, con más derechos que Myrcella. El salvador llegará desde el otro lado del mar para limpiar la sangre de Poniente.
—Hermosas palabras. —Tyrion no parecía nada impresionado—. Pero las palabras se las lleva el viento. ¿Quién será ese salvador?
—Un dragón. —El quesero vio su expresión atónita y se echó a reír de buena gana—. Un dragón con tres cabezas.
Daenerys
Oía al muerto que subía por las escaleras. Lo precedía el sonido lento y acompasado de las pisadas que resonaban entre las columnas violáceas del vestíbulo. Daenerys Targaryen lo aguardaba sentada en el banco de ébano que había designado como trono. Tenía los ojos cargados de sueño, y la melena de oro y plata, revuelta.
—No hace falta que veáis esto, alteza —dijo ser Barristan Selmy, lord comandante de la Guardia de la Reina.
—Ha muerto por mí.
Dany se apretó la piel de león contra el pecho. Debajo solo llevaba una túnica de lino blanco que le llegaba por medio muslo. Cuando Missandei la despertó estaba soñando con una casa que tenía una puerta roja. No había tenido tiempo de vestirse.
— Khaleesi —le susurró Irri—, no toquéis al muerto. Tocar a los muertos trae mala suerte.
—A no ser que los toque quien los ha matado. —Jhiqui era de constitución más corpulenta que Irri; tenía caderas anchas y pecho generoso—. Lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Irri.
En cuestión de caballos, los dothrakis no tenían rival, pero en otros temas podían llegar a ser completos idiotas. «Además, no son más que unas niñas.» Sus doncellas tenían su misma edad; parecían mujeres adultas, con melena negra, piel cobriza y ojos rasgados, pero en el fondo no eran sino chiquillas. Se las habían regalado cuando se casó con Khal Drogo, y el propio Drogo fue quien le regaló la piel que vestía, la cabeza y el cuero de un hrakkar, el león blanco del mar dothraki. Le quedaba demasiado grande y olía a moho, pero la hacía sentir como si su sol y estrellas estuviera aún a su lado.
Gusano Gris fue el primero en llegar por las escaleras, con una tea en la mano. Tres púas remataban su casco de bronce. Lo seguían cuatro inmaculados, que llevaban sobre los hombros al muerto. Los cascos de estos solo lucían una púa, y tenían los rostros tan inexpresivos que parecían también repujados en bronce. Depositaron el cadáver a sus pies. Ser Barristan retiró la mortaja ensangrentada, y Gusano Gris bajó la tea para que pudiera verlo.
El rostro del muerto era suave y lampiño, aunque le habían rajado las mejillas de oreja a oreja. En vida había sido alto, con los ojos azules y la piel clara.
«Debió de nacer en Lys o en Volantis; seguro que los corsarios lo capturaron en algún barco y lo vendieron como esclavo en Astapor.» Tenía los ojos abiertos, pero eran sus heridas las que lloraban. Y las heridas eran incontables.
—Alteza —empezó ser Barristan—, en los muros del callejón donde lo encontramos había una arpía pintada...
—... con su sangre. —Para entonces Daenerys ya se lo sabía de memoria. Los Hijos de la Arpía asesinaban de noche, y dejaban su marca junto a cada muerto—. ¿Por qué estaba solo este hombre, Gusano Gris? ¿No tenía compañero? —Había dado orden de que los inmaculados que recorrieran las calles de Meereen de noche fueran siempre por parejas.
—Mi reina —respondió el capitán—, vuestro siervo Escudo Fornido no estaba de servicio anoche. Había ido a... cierto lugar..., a beber y a buscar compañía.
—¿Qué quiere decir eso de «cierto lugar»?
—Una casa de placer, alteza.
«Un burdel. —La mitad de sus libertos procedía de Yunkai, donde los sabios amos eran famosos por el entrenamiento que proporcionaban a los esclavos de cama—. El camino de los siete suspiros. —Los burdeles habían brotado como hongos por todo Meereen—. No saben hacer otra cosa. Tienen que sobrevivir. —La comida se encarecía a diario, y la carne humana se abarataba. Sabía que en los barrios más pobres, entre las pirámides escalonadas de la nobleza esclavista, había burdeles para satisfacer cualquier gusto erótico imaginable—. Pero...»
—¿Qué buscaba un eunuco en un burdel?
—Hasta aquellos que no tienen las partes del hombre pueden tener el corazón del hombre, alteza —respondió Gusano Gris—. Uno ha averiguado que vuestro siervo Escudo Fornido tenía por costumbre pagar a las mujeres de los burdeles para que se tendieran a su lado y lo abrazaran.
«La sangre del dragón no llora.»
—Escudo Fornido. —Tenía los ojos secos—. ¿Se llamaba así?
—Si a vuestra alteza le place.
—Es un buen nombre. —Los bondadosos amos de Astapor no permitían que sus soldados esclavos tuvieran nada, ni siquiera nombre. Después de que los liberase, algunos de sus inmaculados habían vuelto a adoptar el nombre que les pusieron al nacer, y otros habían elegido uno nuevo—. ¿Se sabe cuántos hombres atacaron a Escudo Fornido?
—Uno lo ignora. Muchos.
—Seis o más —intervino ser Barristan—. Por el aspecto de las heridas, cayeron sobre él desde todos lados. Cuando lo encontraron no tenía la espada, solo la vaina. Es posible que hiriera a algún atacante.
Dany rezó en silencio por que uno de ellos estuviera agonizando en aquel momento, sujetándose el vientre y retorciéndose de dolor.
—¿Por qué le han cortado así las mejillas?
—Graciosa majestad —dijo Gusano Gris—, los asesinos le habían metido a vuestro siervo Escudo Fornido los genitales de una cabra en la garganta. Uno se los quitó antes de traerlo aquí.
«No podían hacerle tragar sus propios genitales; los astapori se los habían cortado de raíz.»
—Los Hijos son cada vez más osados —señaló Dany. Hasta aquel momento se habían limitado a atacar a libertos desarmados, emboscándolos en las calles desiertas o irrumpiendo en sus casas amparados por la noche para matarlos mientras dormían—. Es el primer soldado mío que asesinan.
—El primero, pero no el último —le advirtió ser Barristan.
«Sigo en guerra —comprendió Dany—, solo que ahora me enfrento a sombras.» Había albergado la esperanza de descansar de tantas matanzas, de tener tiempo para la reconstrucción, para la curación. Se quitó la piel de león, se arrodilló junto al cadáver y le cerró los ojos sin hacer caso del gritito de Jhiqui.
—No olvidaremos a Escudo Fornido. ordenad que lo laven y lo vistan para la batalla, y enterradlo con el casco, el escudo y las lanzas.
—Se hará como deseáis, alteza —dijo Gusano Gris.
—Enviad a una docena de hombres al templo de las Gracias y preguntadles a las gracias azules si ha ido alguien a pedir que le curen una herida de espada. —Dany se levantó—. Haced que corra la voz de que pagaré mucho oro por la espada corta de Escudo Fornido. Interrogad también a los carniceros y a los pastores; averiguad si alguien se ha dedicado últimamente a capar cabras. —Con un poco de suerte, algún cabrero asustado confesaría—. De ahora en adelante, no quiero que ninguno de mis hombres se quede a solas en las calles después del anochecer, tanto si está de servicio como si no.
—Unos obedecerán.
—Dad con esos cobardes; hacedlo por mí —ordenó Dany con tono fiero. Se echó el pelo hacia atrás—. Dad con ellos para que les demuestre a los Hijos de la Arpía qué significa despertar al dragón.
Gusano Gris hizo una reverencia para despedirse. Los inmaculados volvieron a cubrir el cadáver con la mortaja, lo alzaron sobre sus hombros y lo sacaron de la estancia. Ser Barristan Selmy se quedó allí. Tenía el pelo blanco, y arrugas profundas en las comisuras de los claros ojos azules, pero mantenía la espalda erguida, y los años no le habían arrebatado la habilidad con las armas.
—Alteza —dijo—, mucho me temo que vuestros eunucos no están a la altura de las tareas que les encomendáis.
Dany se sentó en el banco y volvió a cubrirse los hombros con la piel de león.
—Los Inmaculados son mis mejores guerreros.
—Si a vuestra alteza no le molesta que se lo señale, son soldados, no guerreros. Los hicieron para el campo de batalla, para apuntar hacia delante con las lanzas y resistir hombro con hombro tras los escudos. El entrenamiento los enseña a obedecer a la perfección, sin temer, sin pensar, sin dudar... no a desentrañar secretos ni a hacer preguntas.
—¿Me resultarían más útiles unos caballeros?
Selmy estaba entrenando caballeros para que la sirvieran: enseñaba a los hijos de los esclavos a luchar con la lanza y la espada al estilo de Poniente. Pero ¿de qué servían las lanzas contra unos cobardes que se refugiaban entre las sombras para asesinar?
—Para esto no —reconoció el anciano—. Además, vuestra alteza no tiene más caballeros que yo. Los muchachos tardarán años en estar preparados.
—¿Y a quién voy a utilizar, si no es a los Inmaculados? Los dothrakis lo harían peor aún.
Los dothrakis luchaban a caballo, y los jinetes eran más útiles en el campo abierto y en las colinas que en las calles angostas y los callejones de la ciudad. Más allá de la muralla de ladrillos multicolores de Meereen, su autoridad era, en el mejor de los casos, débil. Miles de esclavos seguían afanándose en las vastas fincas de las colinas, donde cultivaban trigo y olivos, pastoreaban ovejas y cabras, y extraían sal y cobre de las minas. En los almacenes de Meereen seguía habiendo cereales, aceite, aceitunas, fruta seca y carne en salazón, pero las reservas eran cada vez más exiguas, de manera que Dany había enviado a su menguado khalasar, bajo el mando de sus tres jinetes de sangre, para que sojuzgara tierras más distantes, mientras que Ben Plumm el Moreno se había llevado hacia el sur a los Segundos Hijos para defenderse de las incursiones yunkias.
La misión más crucial se la había encomendado a Daario Naharis, el de la lengua de miel, con su diente de oro, su barbita de tres puntas, su sonrisa traviesa bajo los bigotes morados... Más allá de las colinas orientales había una cadena de montañas de arenisca, de cumbres redondeadas; después llegaba el paso Khyzai, y al otro lado estaba Lhazar. Si Daario conseguía convencer a los lhazareenos para reabrir las rutas comerciales, sería posible que les llegaran cereales por el río o por las colinas, pero los hombres cordero no albergaban la menor simpatía hacia Meereen.
—Cuando los cuervos de tormenta vuelvan de Lhazar decidiré si los pongo a patrullar las calles —le dijo a ser Barristan—, pero hasta entonces solo cuento con los Inmaculados. —Se levantó—. Vais a tener que perdonarme —dijo—. Los peticionarios no tardarán en estar ante las puertas. He de ponerme las orejas largas y convertirme otra vez en su reina. Llamad a Reznak y al Cabeza Afeitada; los recibiré en cuanto me vista.
—Como ordene vuestra alteza. —Selmy hizo una reverencia.
La Gran Pirámide se alzaba hasta una altura de trescientas varas desde la enorme base cuadrada hasta la elevada cima donde se encontraban las estancias privadas de la reina, rodeadas de follaje verde y estanques aromáticos. El fresco amanecer azul se abría ya sobre la ciudad cuando Dany salió a la amplia terraza. Hacia el oeste, la luz arrancaba destellos de las cúpulas doradas del templo de las Gracias y proyectaba sombras oscuras tras las pirámides escalonadas de los poderosos.
«En algunas de esas pirámides, los Hijos de la Arpía planean en este momento nuevos asesinatos, y no puedo hacer nada para detenerlos.» Viserion percibió su desasosiego. El dragón blanco estaba enroscado en un peral, con la cabeza apoyada en la cola. Cuando Dany pasó junto a él abrió los ojos, dos estanques de oro fundido. Sus cuernos también eran dorados, al igual que las escamas que le bajaban por el lomo desde la cabeza hasta la cola.
—Eres un perezoso —le dijo al tiempo que lo rascaba bajo la quijada. Las escamas estaban calientes, como una armadura que hubiera quedado demasiado tiempo al sol. «Los dragones son fuego hecho carne.» Lo había leído en uno de los libros que le había regalado ser Jorah por su boda—. ¿Qué haces que no estás cazando con tus hermanos? ¿Es que te has peleado con Drogon otra vez?
Últimamente, sus dragones estaban cada vez más indómitos. Rhaegal le había lanzado una dentellada a Irri, y Viserion había prendido fuego al tokar del senescal Reznak durante su última visita.
«Los he tenido muy abandonados, pero ¿de dónde voy a sacar tiempo para ellos?»
Viserion dio un coletazo y golpeó el tronco con tal fuerza que una pera cayó de la rama y rodó hasta los pies de Dany. El dragón desplegó las alas y, en una mezcla de vuelo y salto, se posó en el pretil.
«Está creciendo —pensó mientras veía como el dragón remontaba el vuelo—. Los tres están creciendo. No tardarán en tener tamaño suficiente para soportar mi peso.» Entonces volaría, igual que había volado Aegon el Conquistador, alto, muy alto, hasta que Meereen fuera apenas una manchita que se pudiera ocultar con el pulgar.
Observó como Viserion ascendía en círculos cada vez más amplios hasta que se perdió de vista más allá de las aguas turbias del Skahazadhan. Dany volvió al interior de la pirámide, donde Irri y Jhiqui la esperaban para desenredarle la cabellera y vestirla como correspondía a la reina de Meereen, con un tokar ghiscario.
Era un atuendo engorroso: una tela larga y suelta que tenía que ponerse en torno a las caderas, bajo un brazo y por encima de un hombro, con los flecos colgantes dispuestos en esmeradas capas. Si no se lo apretaba lo suficiente, se le caería; si se lo apretaba demasiado, se arrugaría y la haría tropezar. Incluso bien puesto el tokar, era imprescindible mantenerlo en su sitio con la mano izquierda. Caminar así vestida la obligaba a dar pasos cortos y remilgados, con un equilibrio exquisito, para no enredarse los pies con los pesados flecos. No era atuendo para nadie que tuviera que trabajar: el tokar era la vestimenta de los amos, y lucirlo se consideraba señal de poder y riqueza.
Tras la toma de Meereen, Dany quiso prohibir el tokar, pero el consejo la disuadió.
—La Madre de Dragones tiene que vestir el tokar, o se granjeará el odio eterno de sus súbditos —le advirtió Galazza Galare, la gracia verde—. Con las prendas de lana de Poniente o con una túnica de encaje myriense, vuestro esplendor será siempre una forastera entre nosotros, una extranjera grotesca, una bárbara conquistadora. La reina de Meereen tiene que ser una dama del Antiguo Ghis.
Ben Plumm el Moreno, el capitán de los Segundos Hijos, lo había expresado de manera más sucinta.
—Para ser el rey de los conejos hay que ponerse unas orejas largas. Las orejas largas que vistió aquel día eran de puro lino blanco con un ribete de flecos rematados en borlas doradas. Con la ayuda de Jhiqui consiguió envolverse correctamente en el tokar al tercer intento. Irri le llevó la corona, forjada con la forma del dragón tricéfalo de su casa. El cuerpo era de oro; las alas, de plata, y las tres cabezas, de marfil, ónice y jade. Antes de que terminara la jornada, su peso le dejaría los hombros rígidos y doloridos. «La corona no debe ser cómoda», había dicho un antepasado suyo.
«Un Aegon, seguro, pero ¿cuál?»
Cinco Aegons habían gobernado los Siete Reinos de Poniente, y habría habido un sexto si los perros del Usurpador no hubieran asesinado al hijo de su hermano cuando no era más que un niño de pecho.
«Si hubiera vivido, tal vez me habría casado con él. Aegon era más o menos de mi edad, no como Viserys.» La madre de Dany apenas la había concebido cuando Aegon y su hermana fueron asesinados. Rhaegar, padre de ambos y hermano de Dany, había muerto antes, a manos del Usurpador, en el Tridente. Viserys, su otro hermano, había muerto entre aullidos en Vaes Dothrak, con una corona de oro fundido en la cabeza.
«Y también me matarán a mí si lo permito. Los cuchillos que acabaron con mi Escudo Fornido iban dirigidos a mi corazón.»
No había olvidado a los niños esclavos que habían clavado los grandes amos a lo largo del camino de Yunkai. Los había contado: ciento sesenta y tres, un niño cada legua, clavados a los mojones con un brazo extendido para señalarle el camino. Tras la caída de Meereen, Dany había clavado al mismo número de grandes amos. Enjambres de moscas los acompañaron durante la lenta agonía, y el hedor tardó mucho en desaparecer de la plaza. Pero en ciertas ocasiones tenía la sensación de que debería haber llegado más lejos. Los meereenos eran un pueblo artero y testarudo, y se le oponían a cada paso. Habían liberado a los esclavos, sí, pero solo para volver a contratarlos como siervos con salarios tan escasos que muchos no se podían pagar ni la comida. Los libertos que eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para resultar útiles habían quedado en las calles, al igual que los enfermos y los tullidos. Aun así, los grandes amos se reunían en sus pirámides para quejarse porque la reina dragón había llenado las calles de tan noble ciudad de hordas de mendigos, ladrones y prostitutas.
«Para reinar en Meereen tengo que ganarme a los meereenos, por mucho que los desprecie.»
—Ya estoy preparada —le dijo a Irri.
Reznak y Skahaz aguardaban ante las escaleras de mármol.
—oh, gran reina —declamó Reznak mo Reznak—, hoy estáis tan radiante que temo miraros.
El senescal vestía un tokar de seda marrón con flecos dorados. Era un hombre menudo y pringoso que olía como si se bañara en perfume y hablaba un dialecto infame de alto valyrio, muy corrompido y maltratado por el ronco gruñido ghiscario.
—Sois muy amable —respondió Dany en el mismo idioma.
—Mi reina —gruñó Skahaz mo Kandaq, el de la cabeza afeitada. El cabello ghiscario era espeso y fuerte; durante mucho tiempo, la moda había impuesto que los hombres de las ciudades esclavistas se lo peinaran en forma de cuernos, de púas o alas. Al rasurarse, Skahaz había dejado atrás al antiguo Meereen para aceptar el nuevo. Los suyos siguieron su ejemplo y otros los imitaron, aunque Dany no habría sabido decir si fue por miedo, por moda o por ambición. Los llamaban cabezas afeitadas. Skahaz era el Cabeza Afeitada... y, para los Hijos de la Arpía y los de su calaña, era también el peor de los traidores—. Nos hemos enterado de lo del eunuco.
—Se llamaba Escudo Fornido.
—Si no se castiga a los asesinos, habrá muchos más crímenes.
Hasta con la cabeza rasurada, el rostro de Skahaz era repulsivo: frente simiesca; ojos diminutos con enormes bolsas; nariz grande llena de puntos negros; piel grasienta, que tendía más al amarillo que al ámbar habitual en los ghiscarios... Era un rostro tosco, inhumano, airado. La única esperanza que le cabía a Dany era que fuera, además, un rostro sincero.
—¿Cómo puedo castigarlos si no sé quiénes son? —replicó—. Decidme eso, valeroso Skahaz.
—Enemigos no os faltan, alteza. Desde vuestra terraza se ven sus pirámides. Zhak, Hazkar, Ghazeen, Merreq, Loraq... Todas las antiguas familias de esclavistas. La familia Pahl es la peor. Ahora es una casa de mujeres, de mujeres viejas y amargadas que quieren sangre. Las mujeres no olvidan. Las mujeres no perdonan.
«No —pensó Dany—, y los perros del Usurpador lo descubrirán cuando vuelva a Poniente.»
Pero era verdad que la sangre se interponía entre la casa de Pahl y ella. Belwas el Fuerte había matado a oznak zo Pahl en combate singular. Su padre, comandante de la guardia de la ciudad, había muerto defen diendo las puertas cuando la Polla de Joso las hizo astillas. Tres de sus tíos habían estado entre los ciento sesenta y tres de la plaza.
—¿Cuánto oro hemos ofrecido por cualquier información sobre los Hijos de la Arpía? —preguntó a Reznak.
—Cien honores, si a vuestro esplendor le parece bien.
—Mil me parecería mejor. Encargaos de ello.
—Vuestra alteza no me ha pedido consejo —intervino Skahaz, el Cabeza Afeitada—, pero, en mi opinión, la sangre se paga con sangre. Elegid a un hombre de cada una de las familias que he nombrado y matadlo. La próxima vez que asesinen a uno de los vuestros, elegid a dos de cada casa importante y matadlos. No habrá un tercer crimen.
—Nooo... —gritó Reznak, horrorizado—. No, bondadosa reina, tamaña crueldad desencadenaría la ira de los dioses. Daremos con los asesinos, os lo prometo, y ya veréis como son gentuza de baja ralea.
El senescal era tan calvo como Skahaz, pero en su caso, los culpables eran los dioses. «Si un solo cabello tuviera la insolencia de aparecer, se encontraría a mi barbero con la navaja lista», le había dicho cuando lo eligió. En ocasiones, Dany se preguntaba si no sería mejor utilizar aque lla navaja en la garganta de Reznak. Le resultaba útil, pero le disgustaba profundamente y, desde luego, no confiaba en él. Los Eternos de Qarth le habían dicho que sufriría tres traiciones. Mirri Maz Duur había sido la primera, y ser Jorah, el segundo. ¿Sería Reznak el tercero? ¿o el Cabeza Afeitada? ¿o Daario?
«¿o será alguien de quien jamás he sospechado? ¿Ser Barristan? ¿Gusano Gris? ¿Missandei?»
—os agradezco vuestro consejo, Skahaz —le dijo al Cabeza Afei tada—. Reznak, a ver qué conseguimos con mil honores.
Daenerys se sujetó el tokar, pasó ante ellos y emprendió el descenso por la amplia escalinata de mármol. Iba pasito a pasito; de lo contrario se enredaría con los flecos y caería rodando hasta el patio.
Missandei era la encargada de anunciarla. La pequeña escriba tenía una voz dulce y potente.
—¡De rodillas todos para recibir a Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, khaleesi del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones!
La sala estaba abarrotada. Los inmaculados estaban firmes, con la espalda contra las columnas, escudos y lanzas en ristre, las púas de los cascos enhiestas como una hilera de cuchillos. Los meereenos se habían agrupado bajo las cristaleras del lado este, y los libertos de Dany, tan lejos como podían de sus antiguos amos.
«Mientras no se mezclen, Meereen no conocerá la paz.»
—Levantaos.
Dany se acomodó en su banco. En la sala, todos se incorporaron.
«Mira, al menos una cosa que hacen igual.»
Reznak mo Reznak tenía una lista. La tradición exigía que la reina empezara con el enviado astapori, un antiguo esclavo que se hacía llamar lord Ghael, aunque nadie sabía de qué era señor.
Lord Ghael tenía los dientes negros y cariados, y el rostro amarillento y afilado de una comadreja. También tenía un regalo.
—Cleon el Grande envía estas zapatillas como prueba de su amor hacia Daenerys de la Tormenta, la Madre de Dragones —anunció.
Irri tomó las zapatillas y se las puso a Dany. Eran de cuero laminado en oro, con adornos de perlas verdes de agua dulce.
«¿Acaso cree el Rey Carnicero que conseguirá mi mano a cambio de un par de zapatillas?»
—Qué generoso es el rey Cleon —dijo—. Dadle las gracias por tan hermoso regalo.
«Hermoso, pero de la talla de una niña.» Dany tenía los pies pequeños, e incluso así, las puntiagudas zapatillas le apretaban los dedos.
—Cleon el Grande estará satisfecho de que os hayan gustado —dijo lord Ghael—. Su magnificencia me ordena deciros que está preparado para defender a la Madre de Dragones de todos sus enemigos.
«Como me vuelva a proponer que me case con Cleon, le tiro una zapatilla a la cabeza», pensó Dany; pero por una vez, el enviado astapori no mencionó el matrimonio.
—Ha llegado la hora de que Astapor y Meereen pongan fin al cruel dominio de los sabios amos de Yunkai, enemigos acérrimos de todos aquellos que viven en libertad. El Gran Cleon me ordena deciros que pronto atacará con sus nuevos Inmaculados.
«Sus nuevos Inmaculados son un chiste obsceno.»
—El rey Cleon haría mejor en cuidar de sus jardines y dejar que los yunkios se ocupen de los suyos. —No era que sintiera el menor cariño por Yunkai. Cada día lamentaba más no haber tomado la Ciudad Amarilla después de derrotar a su ejército en el campo de batalla. Los sabios amos habían vuelto a capturar esclavos en cuanto les dio la espalda, y estaban muy ocupados recaudando impuestos, contratando mercenarios y pactando alianzas contra ella. Pero Cleon, autodeno minado el Grande, no les iba a la zaga. El Rey Carnicero había reinstaurado la esclavitud en Astapor; el único cambio consistía en que los antiguos esclavos eran los amos y los amos se habían convertido en sus esclavos.
—Solo soy una niña y desconozco el arte de la guerra —dijo a lord Ghael—, pero ha llegado a nuestros oídos que Astapor se muere de hambre. Que el rey Cleon alimente a su pueblo antes de llevarlo a la batalla. —Hizo un gesto con la mano, y Ghael se retiró.
—Magnificencia —entonó Reznak mo Reznak—, ¿queréis escuchar al noble Hizdahr zo Loraq?
«¿Otra vez?» Dany asintió, e Hizdahr dio unos pasos adelante; era un hombre alto, muy esbelto, con la piel ambarina impoluta. Hizo una reve rencia en el mismo lugar donde no mucho antes yacía Escudo Fornido. «Necesito a este hombre», tuvo que recordarse. Hizdahr era un comerciante adinerado que tenía muchos amigos, tanto en Meereen como al otro lado del mar. Había estado en Volantis, en Lys, en Qarth; tenía parientes en Tolos y en Elyria; incluso se decía que contaba con ciertas influencias en el Nuevo Ghis, donde los yunkios estaban intentando reavivar la enemistad hacia Dany y su reinado.
Y era rico. Increíble, espeluznantemente rico.
«Y será aún más rico si accedo a su petición.» Después de que Dany cerrara las arenas de combate de la ciudad, el valor de los títulos de propiedad de los reñideros había caído en picado. Hizdahr zo Loraq los había comprado a manos llenas, y en aquel momento era propietario de la mayor parte de las arenas de Meereen.
El noble tenía el cabello peinado en forma de alas que le brotaban de las sienes, de tal modo que su cabeza parecía a punto de emprender el vuelo. El rostro alargado resaltaba más aún a causa de la barba adornada con anillos de oro. Los flecos de su tokar morado eran de perlas y amatistas.
—Vuestro esplendor ya conocerá el motivo de mi presencia.
—Desde luego —respondió ella—. El motivo es que no tenéis nada que hacer aparte de importunarme. ¿Cuántas veces os he dicho que no?
—Cinco, magnificencia.
—Con esta serán seis. No pienso permitir la reapertura de las arenas de combate.
—Si vuestra majestad tuviera la benevolencia de escuchar mis argu mentos...
—Ya los he escuchado. Cinco veces. ¿o traéis argumentos nuevos?
—Los argumentos no cambian —reconoció Hizdahr—, pero sí su exposición. os traigo palabras hermosas, corteses, más adecuadas para inclinar el ánimo de una reina.
—El problema está en la causa que defendéis, no en la cortesía que empleáis. He oído tantas veces esos argumentos que yo misma podría defender el caso. ¿os lo demuestro? —Se inclinó hacia delante—. Los reñideros forman parte de Meereen desde su fundación. Los combates tienen una naturaleza esencialmente religiosa: son un sacrificio de sangre a los dioses de Ghis. El «arte mortal» de Ghis no es una simple matanza, sino una exhibición de valor, fuerza y habilidad que complace sobremanera a vuestros dioses. Los luchadores victoriosos reciben agasajos y homenajes; a los héroes caídos se los honra y recuerda. Si permitiera la reapertura de las arenas, demostraría al pueblo de Meereen que respeto sus costumbres y tradiciones. Estas arenas son famosas en todo el mundo: atraen comercio a Meereen y llenan las arcas de la ciudad de moneda procedente de los lugares más distantes. Todo hombre tiene sed de sangre, y los reñideros contribuyen a saciarla, lo que hace de Meereen un lugar más pacífico. Para los criminales condenados a morir en las arenas representan un juicio por combate, una última oportunidad de demostrar su inocencia.
—Volvió a apoyarse en el respaldo—. Ya está. ¿Qué tal he estado?
—Vuestro esplendor ha presentado el caso mucho mejor de lo que yo mismo lo habría hecho. Salta a la vista que sois tan elocuente como her mosa. Me habéis convencido.
—Lástima que a mí no. —Dany no pudo por menos que reírse.
—Magnificencia —le susurró al oído Reznak mo Reznak—, permitidme que os recuerde que, según la costumbre, a la ciudad le corresponde una décima parte de todos los beneficios que se generen en las arenas de combate, tras descontar los gastos. Es un impuesto. Se podrían dar muchos usos nobles a ese dinero.
—Es posible —reconoció—, aunque si decidiéramos reabrir los reñideros, deberíamos cobrar el diezmo antes de descontar gastos. Solo soy una niña y desconozco el arte del comercio, pero he tratado con Illyrio Mopatis y Xaro Xhoan Daxos lo suficiente para saber al menos eso. Hizdahr, si dominarais los ejércitos igual que domináis los argumentos, podríais con quistar el mundo..., pero la respuesta vuelve a ser que no. Por sexta vez.
El hombre hizo una reverencia tan pronunciada como la primera. Las perlas y las amatistas tintinearon suavemente contra el suelo de mármol. Hizdahr zo Loraq era, también, muy flexible.
—La reina ha hablado.
«Si no fuera por ese peinado tan ridículo, sería atractivo.» Reznak y la gracia verde habían intentado persuadirla para que tomara como esposo a un noble meereeno, cosa que la reconciliaría con la ciudad. Si al final se veía obligada a transigir, valdría la pena tener en cuenta a Hizdahr zo Loraq. «Mucho mejor que Skahaz.» El Cabeza Afeitada le había ofrecido repudiar a su esposa para casarse con ella, pero la sola idea le provocaba escalofríos. Al menos Hizdahr sabía sonreír.
—Magnificencia —dijo Reznak tras consultar su lista—, el noble Grazdan zo Galare quiere dirigirse a vos. ¿Deseáis escucharlo?
—Será un placer —dijo Dany mientras contemplaba el brillo del oro y el lustre de las perlas verdes de las zapatillas de Cleon y hacía lo posible por no pensar en cómo le apretaban los dedos.
Ya le habían advertido que Grazdan era primo de la gracia verde, cuyo apoyo le estaba resultando de gran valor. La sacerdotisa era la voz de la paz, la tolerancia y la obediencia a la autoridad legal.
«Quiera lo que quiera su primo, lo escucharé con respeto.»
Resultó que lo que quería era oro. Dany se había negado a resarcir a ninguno de los grandes amos por el precio de los esclavos que había libe rado, pero los meereenos no dejaban de idear maneras de arañar unas monedas. El noble Grazdan pertenecía a aquella categoría. Según le explicó, en otros tiempos había sido dueño de una esclava que era una teje dora maravillosa; los productos de su telar se valoraban enormemente, y no solo en Meereen, sino también en el Nuevo Ghis, en Astapor y en Qarth. Cuando la mujer se hacía mayor, Grazdan compró media docena de chicas y le ordenó que las instruyera en los secretos de su arte. La anciana ya había muerto, y las jóvenes, una vez libres, habían abierto un taller junto al puerto, donde vendían sus telas. Grazdan zo Galare quería que se le concediera un porcentaje de sus beneficios.
—Si tienen esa capacidad, es gracias a mí —recalcó—. Yo las saqué del mercado de esclavos y las senté ante el telar.
Dany lo escuchó en silencio, con el rostro impenetrable.
—¿Cómo se llamaba la anciana tejedora? —le preguntó cuando hubo terminado.
—¿La esclava? —preguntó Grazdan, oscilando, con el ceño fruncido—. Creo que era... Elza, me parece. o Ella. Hace ya seis años que murió. He tenido muchos esclavos, alteza.
—Pongamos que se llamaba Elza. —Dany alzó una mano—. Este es nuestro veredicto: las chicas no tienen que pagaros nada. Fue Elza quien las enseñó a tejer, no vos. Sin embargo, les entregaréis un telar nuevo, el mejor que podáis encontrar. Eso, por haber olvidado el nombre de la anciana. Podéis retiraros.
Reznak iba a llamar a continuación a otro tokar, pero Dany ordenó que compareciera un liberto. A partir de aquel momento fue alternando entre antiguos amos y antiguos esclavos. La mayoría de los asuntos que le planteaban tenían que ver con desagravios e indemnizaciones. Tras la caída de Meereen, el saqueo había sido brutal. Las pirámides escalonadas de los poderosos se habían librado de lo peor, pero en las zonas más humildes hubo una auténtica orgía de pil aje y asesinatos cuando se levantaron los esclavos y las hordas hambrientas que la habían seguido desde Yunkai y Astapor entraron como una avalancha por las puertas derribadas. Al final, sus Inmaculados habían restablecido el orden, pero el saqueo había dejado a su paso todo un reguero de problemas. Por tanto, la gente iba a ver a la reina.
Se presentó ante ella una mujer adinerada cuyo esposo e hijos habían muerto defendiendo la muralla de la ciudad. Durante el saqueo, impulsada por el miedo, había huido a casa de su hermano. Al regresar se encontró con que habían convertido su hogar en un burdel, y las pros titutas se engalanaban con sus joyas y vestidos. Quería recuperar la casa y las joyas.
—La ropa se la pueden quedar —concedió.
Dany ordenó que le devolvieran las joyas, pero dictaminó que al huir había abandonado la casa y ya no tenía derecho a ella.
Un antiguo esclavo se presentó para acusar a un hombre de la familia Zhak. Se había casado poco tiempo atrás con una liberta que, antes de la caída de la ciudad, servía al noble de calientacamas. El noble la había desvirgado, la había utilizado a su gusto y la había dejado embarazada. Su nuevo marido quería que se castrara al noble por el delito de violación, y también una bolsa de oro como pago por criar al bastardo como si fuera su propio hijo. Dany le concedió el oro, pero no la castración.
—Cuando se acostó con ella, vuestra esposa era de su propiedad; podía hacer lo que quisiera. Según la ley, no hubo violación.
Le resultó obvio que la decisión no lo dejaba satisfecho, pero si cas traba a todos los hombres que alguna vez se habían acostado con una esclava, no tardaría en reinar sobre una ciudad de eunucos.
A continuación se adelantó un muchachito más joven que Dany, flaco y lleno de cicatrices, que vestía un tokar raído con flecos plateados que arrastraban por el suelo. Se le quebró la voz al relatar cómo dos esclavos de la casa de su padre se habían rebelado la noche en que cayó la puerta. Uno asesinó a su padre, y el otro, a su hermano mayor. Ambos violaron a su madre antes de matarla también. El muchacho había conseguido huir con tan solo una cicatriz en la cara, pero uno de los asesinos seguía viviendo en la casa de su padre, y el otro se había alistado con los soldados de la reina y era uno de los Hombres de la Madre. Quería que los ahorcaran a los dos.
«Reino en una ciudad con cimientos de polvo y muerte.» Dany no tuvo más remedio que negarse. Había decretado un indulto general para todos los delitos cometidos durante el saqueo, y desde luego, no iba a castigar a un esclavo por alzarse contra sus amos.
Cuando se lo dijo, el muchacho se abalanzó hacia ella, pero se le enredaron los pies con el tokar y cayó de bruces contra el suelo de mármol. Belwas el Fuerte se echó sobre él. El corpulento eunuco de piel oscura lo levantó en vilo con una sola mano y lo sacudió como un mastín a una rata.
—Ya basta, Belwas —ordenó Dany—. Suéltalo. —Se volvió hacia el chico—. Conserva ese tokar como un tesoro, porque te ha salvado la vida. No eres más que un niño, así que olvidaré lo sucedido hoy aquí. Te recomiendo que hagas lo mismo.
Pero mientras salía, el chico miró hacia atrás, y al verle los ojos, Dany supo que la Arpía había ganado otro hijo.
A mediodía, Daenerys sentía ya el peso de la corona en la cabeza, y la dureza del banco en las posaderas. Había tanta gente esperando sus veredictos que, en vez de retirarse a comer, envió a Jhiqui a la cocina para que fuera a buscar una bandeja con una torta de pan, aceitunas, higos y queso. Fue comiendo a mordisquitos mientras escuchaba, y a ratos bebía de una copa de vino aguado. Los higos eran buenos, y las aceitunas, aún mejores, pero el vino le dejaba en la boca un regusto ácido y metálico. Las uvas pequeñas y amarillas que se daban en aquella zona producían caldos de escasa calidad.
«No tendremos comercio de vino.» Además, los grandes amos habían quemado los mejores viñedos junto con los olivos.
Por la tarde se presentó un escultor que le propuso sustituir la cabeza de la gran arpía de bronce de la plaza de la Purificación por otra a imagen de Dany. Ella rechazó la sugerencia con tanta cortesía como pudo. En el Skahazadhan habían pescado una trucha de dimensiones sin precedentes, y el pescador quería regalársela a la reina. No escatimó elogios para el pescado, recompensó al hombre con una buena bolsa de plata e hizo que llevaran la trucha a las cocinas. Un artesano del cobre le había hecho una cota de brillantes anillas para que la vistiera en el combate. La aceptó con grandes muestras de gratitud: era una prenda muy hermosa, y el sol arrancaría bonitos destellos del cobre bruñido, pero si había una batalla de verdad, era más recomendable enfundarse en acero; lo sabía hasta una niña que desconocía el arte de la guerra.
Las zapatillas que le había regalado el Rey Carnicero le resultaban ya insoportables de puro incómodas. Se las quitó y se sentó sobre un pie mientras mecía el otro. No era una pose nada regia, pero estaba harta de ser regia. La corona le daba dolor de cabeza, y tenía las nalgas entumecidas.
—Ser Barristan —comentó—, ya sé qué cualidad debe tener todo rey.
—¿Valor, alteza?
—No —bromeó—, un culo de acero. Lo único que hago es pasarme el día sentada.
—Vuestra alteza carga con demasiadas obligaciones. Tendríais que delegar algunas en vuestros consejeros.
—Consejeros me sobran; lo que necesito son cojines. —Se volvió hacia Reznak—. ¿Cuántos quedan?
—Veintitrés, si a su magnificencia le parece bien. Con otras tantas reclamaciones. —El senescal consultó unos cuantos documentos—. Un ternero y tres cabras. Sin duda, el resto serán ovejas o corderos.
—Veintitrés —suspiró Dany—. Desde que empezamos a pagar a los pastores por los animales que perdían, mis dragones han desarrollado un apetito increíble. ¿Han aportado pruebas?
—Algunos traen huesos quemados.
—Los hombres encienden hogueras. Los hombres asan corderos. Unos huesos quemados no demuestran nada. Ben el Moreno dice que en las Colinas cercanas hay lobos de pelo rojo, y también chacales y perros salvajes. ¿Es que vamos a tener que pagar con plata todos los corderos que se descarríen entre Yunkai y el Skahazadhan?
—No, magnificencia. —Reznak hizo una reverencia—. ¿ordeno a estos granujas que se marchen, o preferís que los haga azotar?
Daenerys cambió de postura en el banco.
—Nadie debe tener miedo de acudir a mi presencia. Pagadles. —Sin duda, algunas reclamaciones serían falsas, pero en su mayor parte eran justificadas. Sus dragones habían crecido demasiado para conformarse con ratas, gatos y perros. «Cuanto más coman, más grandes se harán —le había advertido ser Barristan—, y cuanto más grandes sean, más comerán.» Drogon, sobre todo, se alejaba mucho para cazar, y devoraba un cordero cada día—. Pagadles los animales —dijo a Reznak—, pero de ahora en adelante, los que tengan alguna reclamación tendrán que presentarse en el templo de las Gracias y hacer un juramento sagrado ante los dioses de Ghis.
—Así se hará. —Reznak se volvió hacia los demandantes—. Su magnificencia la reina ha accedido a compensaros a todos por los animales que habéis perdido —les dijo en ghiscario—. Presentaos mañana ante mis factores y se os pagará en moneda o en especie, como elijáis. Un silencio hosco recibió el anuncio.
«Deberían estar más contentos —pensó Dany—. Ya tienen lo que venían a buscar. ¿Es que no hay manera de satisfacer a esta gente?»
Un hombre se quedó en el sitio mientras los demás iban saliendo. Era achaparrado, con el rostro curtido por la intemperie y ropa andrajosa. Llevaba el hirsuto pelo rojinegro cortado como un casco sobre las orejas, y en una mano tenía una saca de tela. Estaba de pie, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo de mármol, como si hubiera olvidado dónde se encontraba.
«Y este, ¿qué querrá?», se preguntó Dany con el ceño fruncido.
—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, khaleesi del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei con su voz aguda y dulce.
Dany se levantó, y el tokar empezó a resbalársele. Lo atrapó rápida mente y volvió a ponérselo en su sitio.
—Vos, el del saco —llamó—, ¿queríais audiencia? Podéis acercaros. El hombre alzó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos como heridas abiertas. Dany vio por el rabillo del ojo como ser Barristan se acercaba más a ella, una sombra blanca siempre a su lado. El hombre se acercó arrastrando los pies, un paso, luego otro, con la saca aferrada.
«¿Estará borracho o enfermo?», se preguntó Dany. Tenía tierra bajo las uñas rotas y amarillentas.
—¿Qué sucede? —preguntó Dany—. ¿Queréis exponernos algún agravio, alguna petición? ¿Qué deseáis?
El hombre, nervioso, se humedeció los labios agrietados.
—Traigo... Traigo...
—¿Huesos? —interrumpió con impaciencia—. ¿Huesos quemados? Él alzó la saca y derramó su contenido sobre el mármol. Eran huesos, sí, huesos quebrados y ennegrecidos. Los más largos estaban rotos; les habían sacado la médula.
—Fue el negro —dijo el hombre en el gutural idioma ghiscario—. La sombra alada. Bajó del cielo y... y...
«No. —Dany se estremeció—. No, no, oh, no.»
—¿Acaso estáis sordo, idiota? —espetó Reznak mo Reznak al hombre—. ¿Es que no me habéis oído? Id mañana a ver a mis factores y os pagarán la oveja.
—Reznak —intervino ser Barristan con voz queda—, contened la lengua y abrid los ojos. No son huesos de oveja.
«No —pensó Dany—. Esos huesos son de niño.»
Jon
El lobo blanco corría por un bosque negro, bajo un acantilado de piedra clara tan alto como el cielo. La luna lo acompañaba, colándose entre las ramas desnudas y enmarañadas, cruzando el cielo estrellado.
—Nieve —murmuró la luna. El lobo hizo oídos sordos. La nieve crujía bajo sus patas. El viento suspiraba entre los árboles.
A lo lejos, muy lejos, alcanzaba a oír la llamada de sus compañeros demanada, de hermano a hermano. También cazaban. Una lluvia torrencial azotaba a su hermano negro mientras despedazaba una cabra enorme,limpiando la sangre ahí donde el animal le había clavado su largo cuerno.En otro lugar, su hermana alzaba la cabeza para aullar a la luna, y cientos de pequeños primos grises interrumpieron la caza para cantar con ella.Las colinas eran más cálidas allí, y estaban repletas de comida. Muchas noches, su hermana y su manada se atiborraban de carne de oveja, vaca y caballo, las presas de los hombres, y a veces, incluso de la de los propios hombres.
—Nieve —volvió a advertir la luna, socarrona. El lobo blanco caminó por el sendero humano, bajo el precipicio helado. Sentía el sabor de la sangre en la lengua, y la canción de cientos de primos le resonaba en los oídos. Habían sido seis: cinco cachorros ciegos y gimoteantes en la nieve, que mamaban la leche fría de los pezones duros del cadáver de su madre, y él, que se alejaba arrastrándose, solo. Quedaban cuatro..., y había uno al que el lobo blanco ya no podía sentir.
—Nieve —insistió la luna.
El lobo blanco huyó de ella y corrió hacia la cueva de noche donde el sol ya se había escondido. El aliento se le congelaba en el aire. En las noches sin estrellas, el gran acantilado era negro como un tizón, una muralla de oscuridad sobre el vasto mundo. Pero cuando salía la luna, brillaba blanco y glacial como un arroyo helado. El pelaje del lobo era grueso y abundante, pero cuando el viento soplaba sobre el hielo, no había piel que pudiera alejar el frío. Al otro lado, el viento era aún más gélido; el lobo lo sabía. Allí era donde estaba su hermano, el hermano gris que olía a verano.
—Nieve. —Un carámbano cayó de una rama. El lobo blanco se volvió y enseñó los dientes—. ¡Nieve! —Se le erizó el pelaje, y el bosque desapareció a su alrededor—. ¡Nieve, nieve, nieve! —oyó un batir de alas.
Un cuervo atravesaba la penumbra.
Aterrizó en el pecho de Jon con un sonoro golpe.
—¡Nieve! —le gritó a la cara.
—Ya te oigo—. La habitación era oscura, y su camastro, duro. Una luz grisácea se filtraba por las contraventanas, augurando otro día lóbrego y frío—. ¿Así despertabas a Mormont? Quítame esas plumas de la cara. —Jon sacó un brazo de las sábanas para espantar al cuervo. Era un ave grande, vieja, impertinente y desaliñada, que no tenía ni asomo de miedo.
—Nieve —chilló, volando hasta la cabecera de la cama—. Nieve, Nieve.
Jon agarró una almohada y se la tiró, pero el cuervo la esquivó de un salto. La almohada se estrelló contra la pared, esparciendo todo su relleno justo cuando Edd Tollett el Penas asomaba la cabeza por la puerta.
—Disculpad —dijo, sin prestar atención a la nube de plumas—. ¿Desearía mi señor algo de desayunar?
—Maíz —gritó el cuervo—. Maíz, maíz.
—Cuervo asado —sugirió Jon—. Y media pinta de cerveza.
Todavía le resultaba extraño tener sirvientes; no hacía tanto que era él quien preparaba el desayuno para el lord comandante Mormont.
—Tres raciones de maíz y un cuervo asado —dijo Edd el Penas—. Excelente, mi señor. Hobb acaba de preparar huevos duros, morcilla y manzanas estofadas con ciruelas. Las manzanas estofadas están deliciosas, salvo por las ciruelas. Yo no como ciruelas. Bueno, salvo una vez que Hobb las mezcló con castañas y zanahorias y las escondió en una gallina. Nunca confiéis en un cocinero, mi señor. os dará ciruelas cuando menos lo esperéis.
—Lo tomaré más tarde. —El desayuno podía esperar, pero Stannis, no—. ¿Algún problema anoche con las empalizadas?
—No ha vuelto a haberlos desde que pusisteis guardias a los guardias, mi señor.
—Bien. —Los caballeros de Stannis Baratheon habían aniquilado a las huestes de Mance Rayder y apresado a mil salvajes más allá del Muro. Muchos prisioneros eran mujeres, y más de un guardia se habían llevado a alguna a hurtadillas para que le calentase la cama. Hombres del rey, hombres de la reina, incluso algún hermano negro: todos lo habían intentado. Los hombres eran hombres, y no había más mujeres en mil leguas a la redonda.
—Dos salvajes más se entregaron anoche —continuó Edd—. Una madre con una niña agarrada a las faldas. También llevaba un niño, un bebé envuelto en pieles, pero estaba muerto.
—Muerto —repitió el cuervo. Era una de sus palabras favoritas—. Muerto, muerto, muerto.
Casi todas las noches llegaba gente del pueblo libre: criaturas ateridas y hambrientas que habían escapado de la batalla que se libraba bajo el Muro solo para dar la vuelta a toda prisa al comprender que no había adónde huir.
—¿Han interrogado a la madre? —preguntó Jon. Stannis Baratheon había acabado con las hordas de Mance Rayder y había apresado al Reymás-allá-del-Muro, pero los salvajes todavía estaban fuera: el Llorón, Tormund Matagigantes y mil más.
—Sí, mi señor —dijo Edd—. Pero todo lo que sabía es que huyó durante la batalla y se escondió en el bosque. Le dimos gachas, la encerramos, e incineramos al niño.
A Jon ya no lo preocupaban los bebés muertos y quemados, pero los vivos eran otro asunto.
«Dos reyes para despertar al dragón. Primero el padre y luego el hijo, y ambos morirán reyes. —Uno de los hombres de la reina había murmurado esas palabras mientras el maestre Aemon le limpiaba las heridas—. “Hay poder en la sangre de un rey —le había advertido el viejo maestre—, y hombres mejores que Stannis han hecho cosas peores”—. El rey puede ser duro e implacable, sí, pero ¿un recién nacido? Solo un monstruo entregaría un niño vivo a las llamas.»
Jon meó en el orinal, en la oscuridad de su alcoba, mientras el cuervo del Viejo oso mascullaba protestas. Cada vez soñaba con los lobos más a menudo, y recordaba los sueños aun en la vigilia.
«Fantasma sabe que Viento Gris murió. —Robb había perdido la vida en los Gemelos, traicionado por hombres a los que creía amigos, y su lobo había caído con él. Bran y Rickon también habían muerto, decapitados por orden de Theon Greyjoy, otrora pupilo de su padre... Pero, si los sueños no mentían, los huargos habían conseguido escapar. En Corona de la Reina, uno de ellos había salido de la oscuridad y le había salvado la vida—. Verano, tuvo que ser Verano. Tenía el pelaje gris, y Peludo es negro.» Se preguntó si una parte de sus hermanos muertos vivía aún en sus lobos.
Llenó la jofaina con agua de la jarra que había junto a la cama, se lavó la cara y las manos, se vistió de lana negra, se ató el jubón y se calzó un par de botas gastadas. El cuervo de Mormont lo observó con fieros ojos negros y revoloteó hasta la ventana.
—¿Crees que soy tu esclavo?
Cuando abrió las ventanas de celosía con cristales amarillos, el frío de la mañana lo golpeó en la cara. Respiró a fondo para sacudirse las telarañas de la noche mientras el ave se alejaba volando.
«Ese bicho es demasiado listo». Había pasado años y años con el Viejo oso, pero eso no le impidió devorarle el rostro cuando murió.
Tras la puerta de su dormitorio, las escaleras descendían hasta una estancia más grande, amueblada con una vieja mesa de pino y una docena de sillas de roble y cuero. Stannis prefirió ocupar la Torre del Rey, y la Torre del Lord Comandante había ardido hasta los cimientos, con lo que Jon no tuvo más remedio que establecerse en las modestas habitaciones de Donal Noye, detrás de la armería. Sin duda, con el tiempo necesitaría algo más grande, pero mientras se acostumbraba a su nuevo cargo, aquello era más que suficiente.
El documento que le había entregado el rey para firmar estaba en la mesa, bajo una copa de plata que había pertenecido a Donal Noye. El herrero manco había dejado pocos efectos personales: aquella copa, seis peniques y una estrella de cobre, un broche nielado con el cierre roto, y un polvoriento jubón de brocado con el ciervo de Bastión de Tormentas.
«Sus tesoros eran sus herramientas, y las espadas y los cuchillos que fabricaba. Su vida era la forja. —Jon apartó la copa y leyó una vez más el pergamino—. Si firmo esto, se me recordará para siempre como el lord comandante que entregó el Muro, pero si me niego...»
Stannis Baratheon estaba resultando un invitado bastante quisquilloso, además de inquieto. Había recorrido el camino Real casi hasta Corona de la Reina, merodeado por las chozas vacías de Villa Topo e inspeccionado las ruinas de las fortificaciones de Puerta de la Reina y Castillo de Roble. Todas las noches subía a la cima del Muro con lady Melisandre; durante el día visitaba las empalizadas para que la mujer roja interrogase a los prisioneros.
«No le gusta que le lleven la contraria.» No iba a ser una mañana muy agradable.
Desde la armería llegó un entrechocar de escudos y espadas cuando los nuevos reclutas cogieron sus armas. Alcanzó a oír la voz de Férreo Emmett metiéndoles prisa. Cotter Pyke había lamentado mucho prescindir de él, pero el joven explorador tenía talento para entrenar a otros hombres.
«Le apasiona luchar, y conseguirá que a los chicos también les apasione.» o eso esperaba.
La capa de Jon estaba colgada de un clavo al lado de la puerta; el cinturón de su espada, de otro. Se puso ambos y se dirigió a la armería. Vio que la alfombra donde dormía Fantasma estaba vacía. Tras las puertas había apostados dos guardias, lanza en mano, ataviados con capa negra y yelmo de hierro.
—¿Mi señor necesitará escolta? —preguntó Garse.
—Creo que sabré llegar a la Torre del Rey yo solo. —Jon no soportaba tener guardas siguiéndolo a todas partes. Se sentía como mamá pato a la cabeza de una procesión de patitos.
Los muchachos de Férreo Emmett ya estaban en el patio, con las espadas embotadas en la mano, descargándolas contra los escudos. Jon se paró un momento a observar cómo Caballo arrinconaba a Petirrojo Saltarín contra el pozo. Caballo tenía madera de luchador. Era cada día más fuerte, y poseía instinto. No se podía decir lo mismo de Petirrojo Saltarín: por si el pie zambo no fuera suficiente, tenía miedo de los golpes.
«Quizá sería mejor hacerlo mayordomo.» La pelea terminó de repente, con Petirrojo Saltarín en el suelo.
—Bien peleado —le dijo a Caballo—, pero bajas demasiado el escudo cuando atacas. Deberías corregir eso, o te matarán.
—Bien, mi señor. La próxima vez lo mantendré más alto. —Caballo ayudó al menudo Petirrojo Saltarín a levantarse, y el muchacho hizo una reverencia torpe.
Unos cuantos caballeros de Stannis estaban entrenándose al otro lado del patio. Jon se percató de que los hombres del rey estaban en una esquina, y los de la reina, en la otra.
«Pero son unos pocos. Hace demasiado frío para los demás.» Cuando pasó junto a ellos, una voz atronadora lo llamó.
—¡Eh, chico! ¡Tú! ¡Chico! —No era lo peor que le habían llamado desde que era lord comandante. Hizo caso omiso del grito.
—Nieve —insistió la voz—. Lord comandante. —Se detuvo.
—¿Sí?
El caballero le sacaba casi un palmo de altura.
—Un hombre que lleva acero valyrio debería usarlo para algo más que rascarse el culo.
Jon lo había visto por el castillo: un cabal ero de renombre, según él mismo proclamaba. Durante la batalla, bajo el Muro, ser Godry Farring había matado a un gigante que huía, atravesándole la espalda con una lanza desde el caballo para después cortarle la cabeza. Los hombres de la reina empezaron a llamarlo Godry Masacragigantes.
Jon recordó el llanto de Ygritte.
«Soy el último gigante.»
—Uso a Garra cuando debo.
—¿Y la usáis bien? —Ser Godry desenvainó su propia hoja—. Demostrádnoslo. Prometo no haceros daño, muchacho.
«Qué amable.»
—Tendrá que ser en otra ocasión; por desgracia, ahora tengo otras tareas pendientes.
—Ya veo que lo que tenéis es miedo. —Ser Godry hizo un gesto hacia sus amigos—. Tiene miedo —repitió, por si alguien no lo había oído.
—Disculpadme. —Jon les dio la espalda.
El Castillo Negro tenía un aspecto desolado e inhóspito bajo la débil luz del amanecer.
«Mis dominios tienen tanto de ruina como de fortaleza», reflexionó Jon con pesar. De la Torre del Lord Comandante solo quedaba el esqueleto; la sala común era poco más que una pila de vigas negras, y la Torre de Hardin parecía a punto de desmoronarse con la menor ráfaga de viento... aunque siempre lo había parecido. El Muro se alzaba detrás, inmenso, imponente, impasible, atestado de constructores que subían un nuevo tramo de escalera zizagueante para unirlo a los restos de la anterior. Trabajaban día y noche. Sin la escalera no había forma de alcanzar la parte superior, excepto usando la jaula, pero no les serviría de nada si volvían a atacar los salvajes.
El gran estandarte dorado de batalla de la casa Baratheon restallaba como un látigo sobre la Torre del Rey, desde el mismo tejado por el que Jon merodeaba con su arco no hacía tanto tiempo, en compañía de Seda y Dick Follard el Sordo, matando thenitas y gente del pueblo libre. Había dos hombres de la reina tiritando en las escaleras, con las manos bajo las axilas y las lanzas apoyadas en las puertas.
—Esos guantes de paño no os servirán de gran cosa aquí —les dijo Jon—. Id a ver a Bowen Marsh mañana, y os dará unos de cuero con forro de piel.
—Iremos, mi señor, gracias —dijo el mayor.
—Si no se nos congelan antes las putas manos —añadió el más joven, exhalando una bocanada de aliento blanquecino—. Y creía que hacía frío en las Marcas de Dorne. ¿Qué sabía yo?
«Nada —pensó Jon Nieve—. Como yo.»
A medio camino escalera arriba se encontró a Samwell Tardy, que bajaba.
—¿Vienes de ver al rey? —le preguntó.
—El maestre Aemon me ha mandado a entregarle una carta.
—Ya veo. —Algunos señores confiaban la lectura de las cartas a sus maestres para que les transmitieran el contenido, pero Stannis insistía en romper el lacre personalmente—. ¿Cómo se lo ha tomado Stannis?
—Por su cara, no muy bien. —Sam bajó la voz—. Se supone que no debo hablar de ello.
—Pues no hables. —Jon se preguntó cuál de los señores vasallos de su padre se había negado doblegarse a Stannis en aquella ocasión. «Cuando Bastión Kar se puso de su parte no guardó el secreto, precisamente.»
—¿Qué tal te va con el arco?
—Encontré un buen libro sobre el tema —contestó Sam con el ceño fruncido—. Pero es más difícil practicarlo que leerlo. Tengo ampollas.
—Sigue en ello. Puede que necesitemos tu arco en el Muro si aparecen los otros en una noche oscura.
—oh, espero que no.
Había más guardias ante los aposentos del rey.
—No se permite portar armas en presencia de su alteza, mi señor —dijo su sargento—. Tendréis que dejarme la espada, y también los cuchillos. —Jon sabía que era inútil protestar, así que se los entregó.
El aire era cálido en la estancia. Lady Melisandre estaba sentada junto al fuego, y su rubí brillaba contrastando con la piel blanca del cuello. Ygritte había recibido el beso del fuego, pero la sacerdotisa roja era fuego puro; su pelo, sangre y llamas. Stannis estaba tras la tosca mesa donde el Viejo oso se sentaba a comer. La cubría un gran mapa del Norte, dibujado en un trozo de piel desgastado. Una vela de sebo en un extremo y un guante de cuero en el otro lo mantenían extendido.
Aunque el rey vestía calzones de lana y jubón guateado, tenía un aspecto tan incómodo y rígido como si llevase cota de malla y armadura. Tenía la piel blancuzca, apergaminada, y lucía una barba tan corta que parecía pintada. Todo lo que le quedaba del pelo negro eran unos flecos en las sienes. En la mano llevaba un pergamino con el sello de lacre verde oscuro abierto.
Jon hincó la rodilla. El rey lo miró con el ceño fruncido y agitó el pergamino.
—Levantaos. Decidme, ¿quién es Lyanna Mormont?
—Una de las hijas de lady Maege, Señor. La menor. Lleva el nombre de la hermana de mi padre.
—Para buscar el favor de vuestro padre, sin duda. Ya conozco ese juego. ¿Qué edad tiene esa despreciable chiquilla?
—Alrededor de diez años —respondió Jon después de pensar un momento—. ¿Puedo saber en qué ha ofendido a vuestra alteza?
Stannis tomó la carta y leyó:
—«La Isla del oso no conoce otro rey que el Rey en el Norte, cuyo nombre es Stark.» Diez años, decís, y ya se atreve a desafiar a su rey. —La barba recortadísima adornaba como una sombra las mejillas hundidas—. No quiero que esta noticia corra por ahí, lord Nieve. Bastión Kar está de mi parte, y eso es todo lo que hace falta divulgar. Prefiero que vuestros hermanos no vayan por ahí contando historias sobre cómo esta niña me ha escupido a la cara.
—Como ordenéis, mi señor. —Jon sabía que Maege Mormont había cabalgado hacia el sur con Robb. Su hija mayor también se había aliado con el Joven Lobo. Aunque ambas hubieran muerto, lady Maege tenía otras hijas; algunas, madres a su vez. ¿Habían partido también con Robb? Sin duda, lady Maege habría dejado al menos a una de las mayores de castellana. No entendía por qué era Lyanna quien escribía a Stannis, y no podía evitar preguntarse si la respuesta habría sido distinta en caso de que la misiva hubiera ido sellada con un huargo en lugar de un venado coronado y firmada por Jon Stark, señor de Invernalia.
«Es demasiado tarde para estas consideraciones. Ya tomé mi decisión».
—Hemos enviado cuarenta cuervos —se quejó el rey—, y no hemos recibido más que silencio y desafíos. Todo individuo leal debe rendir pleitesía a su rey, pero los vasallos de vuestro padre no hacen más que darme la espalda, con excepción de los Karstark. ¿Arnolf Karstark es el único hombre de honor que queda en el norte?
Arnolf Karstark era el tío mayor de lord Rickard. Se convirtió en castellano de Bastión Kar cuando su sobrino y sus hijos partieron hacia el sur con Robb, y fue el primero en responder a Stannis enviando un cuervo con que juraba su lealtad.
«Los Karstark no tenían más remedio», podría haber repuesto Jon. Rickard Karstark había traicionado al huargo y derramado sangre de leones. El venado era la única esperanza de Bastión Kar.
—En estos tiempos tan confusos, incluso los hombres de honor dudan sobre a quién deben lealtad. Vuestra alteza no es el único que reclama pleitesía en el reino.
—Decidme, lord Nieve —intervino Melisandre—, ¿dónde estaban esos otros reyes cuando los salvajes atacaron vuestro Muro?
—A mil leguas y sordos a nuestras demandas —contestó Jon—. No lo he olvidado, mi señora, ni lo haré. Pero los vasallos de mi padre tienen esposas e hijos que proteger, y vasallos que morirán si se toma la decisión equivocada. Vuestra alteza les pide mucho. Dadles tiempo y tendréis sus respuestas.
—¿Respuestas como esta? —Stannis estrujó la carta de Lyanna en el puño. —Los hombres temen la furia de Tywin Lannister incluso en el norte. Los Bolton también son enemigos temibles. No en vano, su emblema es un hombre desollado. El Norte cabalgó con Robb, sangró con él, murió por él. Ha apurado la copa del dolor y la muerte, y ahora venís a ofrecerle otra ronda. ¿os extraña que no acepten gustosos? Disculpadme, alteza, pero algunos os miran y solo ven otro aspirante condenado al fracaso.
—Si vuestra alteza está condenado al fracaso, también lo está vuestro reino —dijo lady Melisandre—. Recordad eso, lord Nieve. Es al verdadero rey de Poniente a quien tenéis ante vos.
—Como digáis, mi señora. —Jon mantuvo el rostro inescrutable.
—Ahorráis palabras como si cada una fuese un dragón dorado —resopló Stannis—. Por cierto, ¿cuánto oro tenéis guardado?
—¿oro? —«¿Estos son los dragones que pretende despertar la mujer roja? ¿Dragones de oro?»—. Los impuestos se nos pagan en especie, alteza. La Guardia de la Noche tiene abundancia de nabos, pero no de monedas.
—Con nabos no aplacaremos a Salladhor Saan. Necesito oro o plata.
—Entonces necesitáis Puerto Blanco. No es Antigua ni Desembarco del Rey, pero es un puerto próspero. Lord Manderly es el más rico de los vasallos de mi padre.
—Lord «Estoy tan gordo que no puedo montar a caballo». —La carta de respuesta recibida desde Puerto Blanco hablaba de poco más que la edad y los achaques de su señor. Stannis también había ordenado a Jon que no hablara de eso.
—Quizá a su señoría le gustaría tener una esposa salvaje —dijo lady Melisandre—. ¿Ese gordo está casado, lord Nieve?
—Su esposa murió hace tiempo. Lord Wyman tiene dos hijos mayores, y el de más edad ya le ha dado nietos. Y sí, está demasiado gordo para montar: pesa al menos cuatro quintales. Val no lo aceptaría.
—¿Podríais, al menos por una vez, darme una respuesta que me complaciera, Lord Nieve? —gruñó Stannis.
—Esperaba que os complaciese la verdad. Vuestros hombres dicen que Val es princesa, pero para el pueblo libre no es más que la hermana de la esposa muerta de su rey. Si la forzáis a casarse con un hombre a quien no desea, es probable que le rebane el cuello en la noche de bodas. Y aun en el caso de que lo aceptara como marido, eso no significaría que los salvajes fueran a seguirlo, ni que fueran a seguiros a vos. El único hombre que puede atraerlos a vuestra causa es Mance Rayder.
—Lo sé —contestó Stannis con tristeza—. He pasado horas hablando con él. Lo sabe todo y mucho más de nuestro verdadero enemigo, y no cabe duda de que es un hombre astuto. Pero incluso si renunciase a ser rey, seguiría siendo un perjuro. Si se deja con vida a un desertor, se incita a los demás a que lo imiten. No. Las leyes son de hierro, no de arcilla. Lo que hizo Mance Rayder está castigado en todas las legislaciones de los Siete Reinos.
—Pero la ley termina en el Muro, alteza. Mance podría seros de mucha utilidad.
—Lo será. Pienso quemarlo, y el norte verá cómo trato a los cambiacapas y traidores. Cuento con otros hombres para gobernar a los salvajes, y no olvidéis que también tengo al hijo de Rayder. Cuando muera el padre, el cachorro será el Rey-más-allá-del-Muro.
—Vuestra alteza se equivoca. —«No sabes nada, Jon Nieve», le decía a menudo Ygritte; pero Jon había aprendido—. El chico tiene tanto de príncipe como Val de princesa. Nadie se convierte en Rey-más-allá-del-Muro por herencia.
—Mejor —replicó Stannis—. No quiero más reyes en Poniente. ¿Habéis firmado el acuerdo?
—No, alteza. —«Allá vamos.» Jon cerró los dedos quemados y volvió a abrirlos—. Me pedís demasiado.
—¿Pediros? os pido que seáis señor de Invernalia y Guardián del Norte. Los castillos os los exijo.
—os hemos cedido el Fuerte de la Noche.
—Ratas y ruinas. Es un pobre regalo que no cuesta nada a quien lo da. Uno de los vuestros, Yarwyck, dice que hará falta medio año de trabajos para hacer habitable ese castillo.
—Los otros no están en mejores condiciones.
—Lo sé, y no importa. Son todo lo que tenemos. Hay diecinueve fuertes a lo largo del Muro, y solo tenéis hombres en tres. Mi intención es tenerlos todos guarnecidos antes de que acabe el año.
—No discutiré eso, mi señor, pero se dice que también pretendéis dar estos castillos a vuestros caballeros y señores, para que gobiernen desde ellos como vasallos de vuestra alteza.
—Los reyes son generosos con sus adeptos. ¿Es que lord Eddard no le enseñó nada a su bastardo? Muchos de mis caballeros y señores abandonaron tierras fértiles y castillos recios en el sur. ¿Acaso no merecen una recompensa por su lealtad?
—Si deseáis perder a todos los vasallos de mi padre, no se me ocurre mejor manera que entregar las fortalezas del norte a señores del sur.
—¿Cómo voy a perder a unos hombres que no tengo? Quise entregar Invernalia a un hombre del norte; quizá lo recordéis: al hijo de Eddard Stark. Y me tiró la oferta a la cara. —Dar un motivo de queja a Stannis Baratheon era como echar un hueso a un mastín: lo roería hasta reducirlo a astillas.
—Invernalia corresponde por derecho a mi hermana Sansa.
—¿Os referís a lady Lannister? ¿Tan impaciente estáis por ver al Gnomo aupado al trono de vuestro padre? os prometo una cosa, lord Nieve: eso no sucederá mientras yo viva.
Jon no era tan idiota como para insistir.
—Hay quien dice que pretendéis dar tierras y castillos a Casaca de Matraca y al magnar de Thenn.
—¿De dónde habéis sacado eso?
El rumor circulaba por todo el Castillo Negro.
—Si queréis saberlo, fue Elí quien me lo contó.
—¿Y quién es Elí?
—La nodriza —aclaró lady Melisandre—. Vuestra alteza le concedió libertad para recorrer el castillo.
—No para contar chismes. Se la necesita por sus tetas, no por su lengua. Más leche y menos cotilleos.
—El Castillo Negro no necesita bocas inútiles —asintió Jon—. Enviaré a Elí a Guardiaoriente con el próximo barco.
—Elí está amamantando al hijo de Dalla además de al suyo. —Melisandre jugueteó con su colgante de rubí—. Me parece una crueldad que apartéis a nuestro pequeño príncipe de su hermano de leche, mi señor.
«Cuidado, mucho cuidado ahora.»
—La leche de la madre es lo único que comparten. El hijo de Elí es más grande y robusto. Se pasa el día pellizcando al príncipe y dándole patadas, y se queda con toda la leche. Su padre era Craster, un hombre cruel y taimado..., y eso se hereda.
—Yo creía que la nodriza era hija de Craster —señaló el rey, confuso.
—Hija y esposa a la vez, alteza. Craster se casó con todas sus hijas. El hijo de Elí es fruto de su unión.
—¿Su propio padre tuvo un hijo con ella? —Stannis estaba escandalizado—. Hacemos bien en librarnos de esa mujer. No estoy dispuesto a permitir semejantes abominaciones; no estamos en Desembarco del Rey.
—Puedo traer otra nodriza. Si no hay ninguna entre los salvajes, la buscaré en los clanes de las montañas. Hasta entonces bastará con leche de cabra, si a vuestra alteza le parece bien.
—Magro alimento para un príncipe, pero será mejor que la leche de puta, sí. —Stannis tamborileó con los dedos en el mapa—. Volvamos al asunto de los castillos...
—Alteza, he alojado a vuestros hombres y les he dado de comer, en grave detrimento de nuestros suministros —replicó Jon con cortesía gélida—. Les he dado ropa para que no se congelasen. —Aquello no apaciguó a Stannis.
—Sí, habéis compartido vuestro cerdo en salazón y vuestras gachas, y nos habéis dejado unos cuantos harapos negros para mantenernos calientes. Harapos que los salvajes habrían arrancado de vuestros cadáveres si yo no hubiese venido al norte.
—Os he dado pienso para vuestros caballos —continuó Jon, sin darse por enterado—, y cuando esté terminada la escalera os dejaré constructores para restaurar el Fuerte de la Noche. Incluso os he permitido instalar a los salvajes en el Agasajo, que fue donado a la Guardia de la Noche en perpetuidad.
—Me ofrecéis tierras yermas y parajes desolados, pero me negáis los castillos que necesito para compensar a mis señores y vasallos.
—Fue la Guardia de la Noche la que construyó esos castillos...
—Y fue la Guardia de la Noche la que los abandonó.
—... para defender el Muro —concluyó Jon con testarudez—, no para que se convirtieran en tronos de sureños. La argamasa que mantiene en pie esos castillos se hizo con sangre y huesos de mis hermanos ya muertos. No puedo entregároslos.
—¿No podéis o no queréis? —En el cuello del rey, los tendones resaltaban como espadas—. os ofrecí un apellido.
—Ya tengo apellido, alteza.
—Nieve. ¿Conocéis apellido más funesto? —Stannis se llevó la mano al puño de la espada—. ¿Quién os creéis que sois?
—El vigilante del Muro. La espada en la oscuridad.
—No me vengáis ahora con vuestro lema. —Stannis desenvainó la espada a la que llamaba Dueña de Luz—. Aquí está vuestra espada en la oscuridad. —La luz recorrió la espada, primero azul, luego roja, luego amarilla, luego naranja, iluminando la cara del rey con colores vívidos—. Hasta un novato lo vería. ¿Acaso estáis ciego?
—No, mi señor. Estoy de acuerdo en que los castillos deberían guarnecerse...
—El niño comandante está de acuerdo. Qué suerte tengo.
—... con hombres de la Guardia de la Noche.
—No tenéis suficientes.
—Pues dádmelos, mi señor. Pondré oficiales en todos los castillos abandonados, comandantes experimentados que conozcan el Muro y las tierras de más allá y sepan sobrevivir al invierno que se avecina. A cambio de todo lo que os he dado, concededme los hombres necesarios para las guarniciones. Hombres armados, arqueros, reclutas... Aceptaré hasta lisiados y heridos.
Stannis se quedó mirándolo con incredulidad y después se echó a reír.
—Sois osado, Nieve, pero estáis loco si creéis que mis hombres vestirán el negro.
—Pueden llevar la capa del color que prefieran, mientras obedezcan a mis oficiales como si fueran los vuestros.
El rey no se inmutó.
—Los caballeros y señores que tengo a mi servicio son vástagos de casas nobles, antiguas y honorables. Ni soñéis con que vayan a servir a cazadores furtivos, campesinos y criminales.
«Ni a bastardos.»
—Vuestra mano es contrabandista.
—Lo fue, y por eso le corté los dedos. Tengo entendido que sois el comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche, lord Nieve. ¿Qué creéis que opinará de esos castillos el novecientos noventa y nueve? Quizá la visión de vuestra cabeza en una pica lo inspire para cooperar. —El rey dejó la espada en el mapa, siguiendo la línea del Muro. El acero brillaba como la luz del sol en el agua—. Si sois lord comandante es porque yo lo permito. Haríais bien en recordarlo.
—Soy lord comandante porque me eligieron mis hermanos.
Había mañanas en las que Jon Nieve casi no se lo creía; despertaba pensando que todo aquello era un sueño demencial. «Es como estrenar ropa —le había dicho Sam—. Al principio te sientes un poco raro, pero cuando pasa un tiempo empiezas a estar cómodo.»
—Alliser Thorne se queja de la forma en que fuisteis elegido, y lo cierto es que no le falta razón. —El mapa se extendía como un campo de batalla entre ambos, iluminado por los colores de la espada centelleante—. El recuento lo hizo un ciego con ayuda de vuestro amigo el gordo, y Slynt dice que sois un cambiacapas.
«¿Y quién va a saberlo mejor que Slynt?»
—Un cambiacapas os diría lo que queréis oír y después os traicionaría. Vuestra alteza sabe que fui elegido con justicia. Mi padre dijo siempre que erais un hombre justo.
Las palabras exactas de Eddard eran «Justo pero implacable», pero Jon no consideró necesario dar tanta información.
—Lord Eddard no era mi amigo, pero tenía sentido común. Y me habría dado esos castillos.
«Eso, jamás.»
—No puedo hablar por mi padre, pero yo hice un juramento, alteza. El Muro es mío.
—Por ahora. Ya veremos si podéis defenderlo. —Stannis lo señaló con el dedo—. Quedaos con vuestras ruinas, ya que tanto significan para vos. No obstante, os aseguro que si algún castillo sigue vacío antes de que acabe el año, lo tomaré con vuestro permiso o sin él. Y si uno solo cae en manos enemigas, lo siguiente en caer será vuestra cabeza. Podéis retiraros.
Lady Melisandre se levantó de su sitio junto a la chimenea.
—Con vuestro permiso, mi señor, acompañaré a lord Nieve de vuelta a sus habitaciones.
—¿Por qué? Ya conoce el camino. —Stannis les hizo un ademán para que se fueran—. Haced como os plazca. Devan, comida. Huevos cocidos y limonada.
Tras el calor de las habitaciones del rey, en la escalera de caracol hacía un frío que se clavaba en los huesos.
—Se está levantando viento, mi señora —advirtió el sargento a Melisandre al tiempo que le devolvía las armas a Jon—. Sería mejor que os pusierais una capa más gruesa.
—Mi fe me da suficiente calor. —La mujer roja bajó las escaleras con Jon—. Su alteza os está cobrando afecto.
—Se nota. Solo ha amenazado con decapitarme un par de veces.
Melisandre rio.
—Son sus silencios lo que debéis temer, no sus palabras. —Cuando salieron al patio, el viento hinchó la capa de Jon y la azotó con ella. La sacerdotisa roja apartó la lana negra y lo cogió del brazo—. Puede que tengáis razón sobre el rey de los salvajes. Rezaré al Señor de la Luz para que me guíe. Cuando observo las llamas, puedo ver más allá de la piedra y la tierra, y encontrar la verdad en el alma de los hombres. Puedo hablar con reyes muertos y con niños nonatos, y ver cómo pasan los años y las estaciones hasta el final de los tiempos.
—¿Vuestros fuegos no se equivocan nunca?
—Nunca... Aunque los sacerdotes somos mortales y a veces erramos, confundiendo lo que ha de suceder con lo que puede suceder.
Jon sentía el calor que emanaba de ella incluso a través de la lana y el cuero. La visión de ambos entrelazados atraía miradas curiosas.
«Esta noche habrá susurros en las barracas.» Jon se liberó de su brazo.
—Si de verdad podéis ver el mañana en vuestras llamas, decidme cuándo y dónde tendrá lugar el próximo ataque de los salvajes.
—R’hllor nos envía las visiones que considera oportunas, pero buscaré a Tormund en las llamas. —Una sonrisa se dibujó en los labios de Melisandre—. os he visto a vos en mis llamas, Jon Nieve.
—¿Es una amenaza, mi señora? ¿Pensáis quemarme a mí también?
—Me malinterpretáis. —Lo escrutó con la mirada—. Me parece que mi presencia os incomoda, lord Nieve.
Jon no lo negó.
—El Muro no es lugar para una mujer.
—Os equivocáis de nuevo. He soñado con vuestro Muro, Jon Nieve. La sabiduría que lo levantó fue grande, y grandes son los hechizos encerrados bajo su hielo. Caminamos a la sombra de uno de los ejes del mundo. —Melisandre alzó la vista para mirarlo, y su aliento formó una nube cálida en el aire—. Este lugar es tan mío como vuestro, y puede que pronto me necesitéis apremiantemente. No rechacéis mi amistad, Jon. Os he visto en la tormenta, en apuros, rodeado de enemigos por todas partes. Tenéis muchos enemigos. ¿Queréis saber sus nombres?
—Ya sé sus nombres.
—No estéis tan seguro. —El rubí rojo de su cuello centelleaba con un resplandor rojo—. No debéis temer a los que os maldicen a la cara, sino a los que os sonríen cuando miráis y afilan sus cuchillos cuando dais media vuelta. Haríais bien en mantener cerca a vuestro lobo. Lo que veo es hielo y cuchillos en la oscuridad. Sangre helada y roja, y acero desnudo. Mucho frío.
—Siempre hace frío en el Muro.
—¿Eso creéis?
—Lo sé, mi señora.
—Entonces no sabes nada, Jon Nieve —susurró ella.
Bran
«¿Cuánto falta?»
Bran no llegó a decirlo en voz alta, pero las palabras le alcanzaban una y otra vez la punta de la lengua mientras la desastrada compañía recorría dificultosamente antiguos bosques de robles y gigantescos centinelas verdigrises, y pasaba junto a lóbregos pinos soldado y castaños sin hojas.
«¿Cuánto faltará? —se preguntaba el chico cuando Hodor trepaba por pendientes rocosas, o cuando descendía por hondonadas oscuras donde regueros de nieve sucia se rompían debajo de sus pies—. ¿Cuánto queda?—pensaba mientras el gran alce chapoteaba en un arroyo medio congelado—. ¿Cuánto falta? Qué frío hace. ¿Dónde está el cuervo de tres ojos?»
Iba balanceándose en la cesta de mimbre que Hodor llevaba a la espalda, y debía agachar la cabeza cada vez que el mozo de cuadra pasaba bajo una rama de roble. Estaba nevando otra vez, una nieve húmeda y pesada. Hodor tenía un ojo tan helado que no podía abrirlo. Su espesa barba marrón era una maraña de escarcha, y le colgaban carámbanos de las puntas del bigote. Con una mano enguantada agarraba aún la herrumbrosa espada que había cogido de la cripta de Invernalia, y en ocasiones la utilizaba para cortar alguna rama, provocando un pequeño alud.
—Hod-d-d-dor —decía, tiritando.
Era un sonido extrañamente reconfortante. En el viaje desde Invernalia hasta el Muro, Bran y sus compañeros habían matado el tiempo y las leguas charlando y contándose historias, pero allí era diferente. Hasta Hodor lo percibía. Sus hodor eran menos frecuentes que al sur del Muro. De aquel bosque emanaba una quietud que Bran desconocía. Antes de la nieve, el viento del norte formaba remolinos a su alrededor y levantaba nubes de hojas marchitas con un crujido suave que le recordaba el ruido de las cucarachas correteando por una alacena, pero después, una sábana blanca había enterrado las hojas. A veces los sobrevolaba un cuervo que batía el aire frío con enormes alas negras. Por lo demás, reinaba el silencio.
Un poco más adelante, el alce avanzó entre los ventisqueros con la cabeza gacha y las astas cubiertas de hielo. El explorador iba a horcajadas sobre su ancho lomo, silencioso y taciturno. El joven gordo, Sam, le había puesto de nombre Manosfrías porque, aunque su rostro era blancuzco, tenía las manos negras y duras como el hierro, e igual de frías. Llevaba el resto del cuerpo envuelto en varias capas de lana, cuero endurecido y cota de malla, y le ocultaban los rasgos la capucha de la capa y una bufanda de lana negra que le cubría la mitad de la cara.
Tras él iba Meera Reed, que abrazaba a su hermano para protegerlo del frío y el viento. A Jojen le colgaba de la nariz un moco congelado, y tiritaba de manera incontrolable.
«¡Parece tan pequeño...! —pensó Bran al verlo tambalearse—. Casi más pequeño que yo, y más débil. Y yo soy el tullido.»
Verano cerraba la marcha del pequeño grupo. El aliento del huargo se condensaba en el aire del bosque. Aún cojeaba de la pata trasera, donde lo había alcanzado una flecha en Corona de la Reina. Bran sentía el dolor de la vieja herida cada vez que se introducía en la piel del lobo. Últimamente pasaba más tiempo en el cuerpo de Verano que en el propio. Sentía el frío a pesar del grueso pelaje, pero también podía ver a más distancia, oír mejor y captar más olores que el chico que iba en la cesta arropado como un bebé.
Otras veces, cuando se cansaba de ser lobo, Bran se metía en la piel de Hodor. El tierno gigante se quejaba cuando lo sentía, y agitaba la greñuda cabeza, pero no con tanta fuerza como aquella primera vez en Corona de la Reina.
«Sabe que soy yo —se decía como si tratara de convencerse—, y ya está acostumbrado. —De todas maneras, nunca se sentía cómodo del todo en la piel de Hodor. El mozo de cuadras no entendía qué pasaba, y Bran podía percibir el regusto del miedo. Se sentía mejor dentro de Verano—. Yo soy él, y él es yo. Siente lo que yo siento.»
A veces advertía como el huargo olfateaba al alce, preguntándose si podía derribar a semejante bestia. Verano estaba acostumbrado a los caballos de Invernalia, pero aquello era un alce, una presa. El huargo percibía la sangre caliente que hervía bajo el manto de pelo. Ese olor era suficiente para despertar su apetito, y Bran también salivaba al pensar en la carne roja y suculenta.
Un cuervo graznó desde un roble cercano, y Bran oyó las alas de otro que se posaba a su lado. Durante el día solo los acompañaba media docena de cuervos, que saltaban de árbol en árbol o viajaban en la cornamenta del alce. El resto de la bandada volaba delante o se quedaba rezagado en la retaguardia. Pero cuando el sol empezaba a ocultarse volvían: bajaban del cielo con alas negras como la noche, hasta cubrir cada rama de cada árbol en leguas a la redonda. Algunos volaban hasta el explorador y le hablaban al oído, y a Bran le parecía que este entendía sus graznidos.
«Son sus ojos y oídos. Exploran por él, y le hablan de los peligros que acechan por delante y los que hemos dejado atrás.»
Como sucedía en aquel momento. El alce se detuvo de repente, y el explorador bajó con presteza a la nieve que lo cubría hasta las rodillas. Verano le gruñó, con el pelaje erizado. No le gustaba el olor de Manosfrías.
«Carne muerta, sangre seca, un atisbo a podrido. Y frío, sobre todo frío.»
—¿Qué pasa? —quiso saber Meera.
—Detrás de nosotros —avisó Manosfrías, con la voz apagada bajo la bufanda de lana negra que le cubría nariz y boca.
—¿Son lobos? —preguntó Bran. Sabían que los seguían desde hacía varios días. Noche tras noche oían el aullido triste de la manada, y cada noche parecía más cercano.
«Cazadores, y hambrientos. Huelen nuestra debilidad. —Bran solía despertarse temblando varias horas antes del amanecer, y escuchaba las llamadas distantes mientras esperaba a que saliera el sol—. Para que haya lobos, tiene que haber presas», pensó, hasta que se dio cuenta de que ellos eran la presa.
El explorador negó con la cabeza.
—Son hombres. Los lobos aún guardan las distancias, pero estos hombres no son tan recatados.
Meera Reed se quitó la capucha. La nieve húmeda que la cubría cayó al suelo.
—¿Cuántos son? ¿Quiénes son?
—Enemigos. Ya me encargo yo.
—Voy contigo.
—Tú te quedas. Hay que proteger al chico. Hay un lago helado un poco más adelante. Cuando lleguéis, girad al norte y seguid por la orilla. Llegaréis a una aldea de pescadores. Refugiaos allí hasta que me reúna con vosotros.
Bran pensó que Meera iba a discutir, pero su hermano lo evitó.
—Hazle caso; él conoce este terreno. —Los ojos de Jojen eran de un verde oscuro, del color del musgo, pero mostraban un cansancio que Bran no había visto hasta entonces. «El pequeño abuelo.» Al sur del Muro, el chico de los pantanos le parecía más sabio de lo que le correspondía por edad, pero allí estaba tan perdido y asustado como el resto. Aun así, Meera siempre le hacía caso.
Y así fue una vez más. Manosfrías se escabulló entre los árboles para volver por donde habían llegado, seguido por cuatro cuervos. Meera, con las mejillas rojas de frío y dos nubes de aliento condensado en las ventanas de la nariz, lo vio alejarse. Volvió a ponerse la capucha y dio un empujón al alce, y reanudaron la marcha. Pero no habían recorrido ni veinte pasos cuando se volvió hacia ellos.
—Dice que son hombres. ¿Qué hombres? ¿Salvajes? ¿Por qué no nos ha explicado quiénes son?
—Ha dicho que él se encarga —apuntó Bran.
—Ya, eso ha dicho. También dijo que nos llevaría hasta el cuervo de tres ojos. El río que hemos cruzado esta mañana es el mismo que cruzamos hace cuatro días, estoy segura. Estamos dando vueltas.
—Los ríos tienen muchas curvas —dijo Bran, dubitativo—, y cuando hay lagos y colinas, hay que dar rodeos.
—Pues yo veo demasiados rodeos —insistió Meera—, y demasiados secretos. Esto no me gusta. No me gusta él, y tampoco me inspira confianza. Tiene unas manos horribles. Esconde el rostro y nunca dice nada. ¿Quién es? ¿Qué es? Cualquiera puede ponerse una capa negra; cualquier persona o cualquier cosa. No come, no bebe, no lo afecta el frío...
«Es cierto.» Bran no se había atrevido a comentarlo, pero se había dado cuenta. Cuando encontraban refugio para la noche, Hodor, los Reed y él se juntaban para darse calor, pero el explorador se mantenía apartado. A veces cerraba los ojos, pero Bran no creía que durmiese. Y había algo más...
—La bufanda. —Bran miró a su alrededor incómodo, pero no había ningún cuervo. Todos los pájaros negros se habían ido con el explorador. Nadie más escuchaba. Aun así, habló en voz baja—: Esa bufanda que le tapa la boca nunca se queda rígida, helada, como le pasa a la barba de Hodor. Ni siquiera cuando habla.
—Tienes razón. —Meera clavó los ojos en él—. Nunca le hemos visto el aliento, ¿a que no?
—No. —Una bocanada blanca precedía cada hodor de Hodor. Cuando Jojen o su hermana hablaban, las palabras también tomaban forma. Hasta el alce dejaba una nube en el aire al resoplar—. Pero si no respira...
Bran recordó los cuentos que le contaba la Vieja Tata cuando era un crío: «Más allá del Muro hay monstruos, gigantes y gules, sombras que acechan y muertos que caminan —decía mientras lo arropaba con una áspera manta de lana—, pero no podrán pasar mientras el Muro se mantenga firme y existan los hombres de la Guardia de la Noche. Así que duerme, mi pequeño Brandon, mi niño, y sueña con cosas bonitas. Aquí no hay monstruos». El explorador vestía el negro de la Guardia de la Noche, pero ¿y si ni siquiera era un hombre? ¿Y si era una especie de monstruo que los guiaba hacia otros monstruos que los devorarían?
—El explorador salvó de los espectros a Sam y a la chica —señaló Bran, dubitativo—, y va a llevarme hasta el cuervo de tres ojos.
—¿Y por qué no viene el cuervo de tres ojos a nosotros? ¿Por qué no puede venir al Muro? Los cuervos tienen alas. Mi hermano está cada día más débil; no sé hasta cuándo podremos aguantar.
—Hasta que lleguemos —tosió Jojen.
Poco más adelante dieron con el lago prometido y torcieron hacia el norte, siguiendo las instrucciones del explorador. Aquella fue la parte fácil.
El agua estaba congelada, y Bran ya había perdido la cuenta de los días que llevaba nevando, con lo que el lago era un amplio páramo blanco. Era fácil caminar por hielo liso y terreno desigual, pero en los lugares donde el viento había formado montículos de nieve costaba distinguir dónde acababa el lago y dónde empezaba la orilla. Ni siquiera los árboles les servían de guía, porque abundaban en las islas, mientras que en muchas zonas de tierra firme no crecía ninguno.
El alce iba por donde quería, a pesar de los esfuerzos de Meera y de Jojen, que lo montaba. Caminaba bajo los árboles la mayor parte del tiempo, pero cuando la orilla se desviaba hacia el oeste, atajaba por el lago helado, rodeando ventisqueros más altos que Bran y resquebrajando el hielo bajo las patas. Allí, el viento era más fuerte: un viento frío del norte que aullaba a lo largo del lago, atravesaba como un cuchillo sus prendas de lana y cuero, y los hacía tiritar. Cuando les soplaba en la cara, les llenaba los ojos de nieve y los dejaba medio ciegos.
Pasaron horas y horas en silencio. Las sombras, los largos dedos del crepúsculo, empezaron a colarse entre los árboles. La oscuridad llegaba muy pronto tan al norte, y Bran había aprendido a temerla. Cada día parecía más corto que el anterior, y si ya los días eran fríos, las noches eran atroces.
—Ya tendríamos que haber llegado a la aldea. —Meera los detuvo de nuevo. Su voz sonaba extraña, amortiguada.
—¿Nos la habremos pasado? —preguntó Bran.
—Espero que no; tenemos que encontrar refugio antes de que llegue la noche.
No se equivocaba. Jojen tenía los labios azules, y ella, las mejillas carmesí. Bran no se sentía la cara. La barba de Hodor era hielo sólido. La nieve le llegaba casi por las rodillas, y el niño lo había sentido tambalearse en más de una ocasión. Nadie era tan fuerte como Hodor, nadie. Si hasta él flaqueaba...
—Verano puede buscar la aldea —dijo de repente, empañando el aire con sus palabras. No esperó a oír la posible respuesta de Meera, sino que cerró los ojos y salió de su cuerpo roto.
Cuando entró en la piel de Verano, el bosque muerto cobró una nueva vida. Donde antes había silencio, de pronto podía oírlo todo: el viento en los árboles, la respiración de Hodor, el alce escarbando en busca de comida... Sus fosas nasales se llenaron de olores familiares: las hojas húmedas, la hierba muerta, el cadáver de una ardilla que se descomponía en la maleza, el apestoso sudor rancio de los hombres, el tufo almizclado del alce...
«Comida. Carne. —El alce percibió su interés. Se volvió hacia el huargo con cautela y bajó la enorme cornamenta—. No es presa —le susurró Bran a la bestia con que compartía piel—. Déjalo. Corre.»
Verano echó a correr por el borde del lago a toda velocidad, levantando una polvareda de nieve a su paso. Los árboles crecían muy juntos, como hombres alineados para la batalla, todos con sus capas blancas. Corrió sobre raíces y rocas y atravesó un ventisquero de nieve vieja, quebrando el hielo a su paso. Tenía las patas mojadas y frías. La colina cercana estaba plagada de pinos, y el aire, saturado del intenso olor de sus hojas. Cuando llegó arriba dio una vuelta, olfateando el aire. Luego alzó la cabeza y aulló.
Ahí estaba el olor. olor de hombres.
«Cenizas —pensó Bran—. Viejas y tenues, pero cenizas.» Era el olor de madera quemada, carbón y hollín. Una hoguera apagada.
Se sacudió la nieve del hocico. Las ráfagas de viento hacían difícil seguir el rastro, y el lobo dio vueltas sin dejar de olfatear. Estaba rodeado de montículos de nieve y altos árboles cubiertos de blanco. Con la lengua entre los dientes saboreó el aire glacial, y los copos de nieve se derritieron en su boca y le condensaron el aliento. Cuando trotó hacia el olor, Hodor lo siguió con paso torpe. El alce no se decidía, de modo que Bran se vio obligado a volver a su cuerpo para avisarlos.
—Es por ahí. Seguid a Verano. Lo he olido.
Encontraron la aldea junto al lago cuando la luna creciente empezaba a asomar entre las nubes. Habían pasado muy cerca. Desde el lago, la aldea no difería en gran cosa de otra docena de lugares dispersos a lo largo de la orilla. Estaba enterrada bajo montañas de nieve, y las casas de piedra redondeadas podrían haber sido rocas, montículos o leños caídos, como la trampa que Jojen había confundido con una construcción el día anterior, hasta que excavaron para descubrir tan solo ramas muertas y troncos podridos.
La aldea estaba desierta, abandonada por los salvajes que la habían habitado, como todas las demás. Antes de irse solían prenderles fuego, como si quisieran cerrarse el camino de vuelta, pero aquella se había salvado de la antorcha. Bajo la nieve encontraron una docena de chozas y una edificación con tejado de hierba y gruesas paredes de troncos.
—Por lo menos no da el viento —dijo Bran.
—Hodor —dijo Hodor.
Meera bajó del alce y, con ayuda de su hermano, sacó a Bran de la cesta.
—Puede que los salvajes hayan dejado algo de comida —aventuró.
La esperanza resultó vana. Solo encontraron restos de una hoguera, un suelo de tierra compactada y un frío que se les colaba hasta los huesos. Pero al menos tenían un techo bajo el que cobijarse, y la madera de las paredes los guarecía del viento. Cerca encontraron un arroyo cubierto por una capa de hielo, que el alce tuvo que romper con el hocico para beber. Cuando Bran, Jojen y Hodor estuvieron instalados, Meera se hizo con unos pedazos de hielo para chupar el agua. Estaba tan fría que Bran empezó a tiritar.
Verano no entró en la edificación. El niño percibía el hambre del animal, una sombra de la suya.
—Ve a cazar —le dijo—, pero deja al alce en paz. —Una parte de él también quería ir a cazar. Tal vez más tarde.
La cena consistió en un puñado de bellotas aplastadas y convertidas en una pasta. Estaban tan amargas que Bran tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Jojen Reed ni siquiera intentó comerlas. Era más joven y frágil que su hermana, y se debilitaba a ojos vistas.
—Tienes que comer algo, Jojen —le dijo Meera.
—Luego. Ahora solo quiero descansar. —Esbozó una sonrisa triste—. Este no será el día de mi muerte, hermana. Te lo prometo.
—Casi te caes del alce.
—Casi. Tengo frío y hambre, nada más.
—Pues entonces, come.
—¿Pasta de bellotas? Me duele la tripa; eso me pondrá peor. Déjame, hermana. Voy a soñar con pollo asado.
—Los sueños no te mantendrán con vida. Ni siquiera los sueños verdes.
—Pues sueños son lo que tenemos.
«Todo lo que tenemos.» La comida que habían llevado desde el sur se había terminado hacía diez días. Desde entonces tenían hambre en todo momento. Ni siquiera