¡Adiós!
Era la madrugada de la partida. Durante la noche, la lluvia había amainado hasta casi cesar; pero ahora, nuevamente, caía copiosa.
Todo lo necesario para el largo viaje estaba dispuesto desde la jornada anterior. No obstante, Dulkancellin repasó cada cosa con cuidado. Cuando tuvo la certeza de que nada faltaba, se volvió hacia los suyos con intención de hablarles. Tenía la garganta reseca, y la cabeza aturdida de pensamientos de los que apenas consiguió articular una parte.
—Es momento de partir. Saben que no tengo otra alternativa que abandonarlos para emprender un camino exigido. Cuídense, y esperen a Kupuka. Él les traerá noticias.
La despedida no podía demorarse. Dulkancellin, que no sabía llorar, se acercó a sus hijas. Kuy-Kuyen retenía lágrimas a fuerza de no pestañear. Wilkilén se las secaba con ruido. El padre se agachó y las besó en la frente.
—Adiós.
Después abrazó a Piukemán. El niño hubiera querido agarrarse al abrazo, y decirle que tenía miedo. Los ojos de su padre no lo dejaron.
—Hijo, asiste a Thungür en sus quehaceres, y obedécele.
—Sí, padre —respondió Piukemán.
Thungür y Dulkancellin se despidieron con las manos ciñendo los antebrazos, al modo de los guerreros.
—Se cumple el vaticinio de la oropéndola. Ya ves, hijo, el bosque no se equivoca. Apenas yo trasponga esa puerta, serás el jefe de esta casa.
—Contra mi deseo —contestó Thungür.
—La caza y la pesca, las decisiones, la vida de la aldea; nada se detendrá esperando mi regreso. Tampoco lo hagan ustedes.
—Padre, ¿qué debemos decir cuando pregunten por ti?
—Respondan que he partido. Ninguna otra cosa. El resto lo dirá Kupuka cuando lo crea conveniente.
Dulkancellin miró a su madre. La anciana se acercó a él y le tomó las manos. Vieja Kush pensaba en Kume.
—Dulkancellin, no abandones la casa sin abrazar a uno de tus hijos. No agrandes el dolor.
—Vieja Kush —respondió el guerrero—, parece que los años están enturbiando tu razón. Tengo cuatro hijos, y de cada uno me he despedido con pesar.
Todos miraron a Kume que, alejado del grupo, trenzaba tiras de cuero. El muchacho no levantó la vista de su trabajo; pero Kush vio que apretaba las mandíbulas. “Es el más bello”, pensó la anciana, buscando alivio en ese pensamiento.
—Zitzahay, démonos prisa —dijo Dulkancellin—. Hay que partir.
—Espera un momento —respondió Cucub—. Debo deshacer un rencor.
Era evidente que el zitzahay se refería a Kume, y Dulkancellin intentó detenerlo:
—Cucub, no hay más tiempo. Debemos marcharnos...
—Husihuilke, he respetado tus leyes —Cucub habló con firmeza—. Respeta, ahora, las mías. Apiñados como los granos de la arena, así debemos estar. Cualquier enemistad se volverá contra nosotros. Ese es mi pensamiento, y actuaré en consecuencia.
El zitzahay llegó hasta Kume, que ya estaba de pie.
—Tanta tierra nos separará que difícilmente volvamos a encontrarnos. No es mi culpa lo que sucede; no irrumpí en tu bosque por mi deseo. Yo hubiese preferido quedarme a cantar bajo el cielo que conozco, pero no pudo ser. Te saludo y te ofrezco mi amistad.
La mirada de Kume, negrísima y entrecerrada, se puso húmeda. La humedad se le venía a los ojos desde un lugar recóndito donde siempre estaba triste. Pero de pronto, volvió a endurecerse. Sonrió con desprecio al hombre que le hablaba, y salió de la habitación en silencio.
—Partamos —pidió Dulkancellin.
—Cuando quieras, guerrero —respondió Cucub, mirando su mano extendida y sola.
Junto a la puerta, los dos cargaron los morrales a sus espaldas y ciñeron sus mantos. Dulkancellin sabía que todos esperaban oírle pronunciar una sola palabra: “Regresaré”. Pero Dulkancellin, que no sabía llorar, tampoco sabía mentir.
—¡Adiós! —dijo solamente.
No habían dado sino unos cuantos pasos cuando la lluvia los ocultó. Las cinco miradas se empeñaron en buscarlos. Verlos una vez más, eso querían. Sonreírles y que no se agrandara el dolor.
—Adiós, Dulkancellin —Vieja Kush supo que acababa de verlo por última vez.
A través de los caminos de la lluvia, la voz de Cucub se abrió paso. El zitzahay ya estaba cantando:
Crucé al otro hombre,
y el río me cuidó
y no tuve orilla...
¡Aún escucho caer la lluvia antes que tú!
—¡Es verdad que Kupuka está muy viejo! —dijo Wilkilén—. ¡También olvidó su sombra!
—Yo creo que se fue tan rápido que ella no pudo seguirlo —opinó Kuy-Kuyen.
—¡Eso no importa! —Piukemán no estaba de acuerdo con su hermana—. Las flechas vuelan más rápido, y llevan su sombra consigo.
—Kupuka no hace las cosas sin una razón —intervino Thungür.
—Yo conozco esa razón —dijo Kume con una mueca nerviosa—. De vez en cuando le divierte asustar a los hombres.
La conversación de los niños disipó la impresión que había causado el prodigio. Dulkancellin recordó sus obligaciones y se dirigió al huésped, que en ese momento comenzaba a recorrer con la vista cada detalle de la casa.
—Muéstranos la señal para que sepamos que eres quien dices ser —pidió el guerrero. Y agregó—: Muéstranos esa pluma que, extrañamente, no nos mostraste por propia voluntad.
—¡Claro que no lo hice! —rezongó Cucub—. Recibí órdenes de no hacerlo antes de que me fuese requerido. Comprenderás que también nosotros debíamos comprobar que son ustedes quienes dicen ser. ¡No fuera yo a conducir a un impostor hasta la mismísima Casa de las Estrellas! Pero ya que Kupuka demostró conocer la existencia de la señal, y supo que la señal es una pluma de kúkul, estoy obligado a ponerla frente a tus ojos como testimonio de mi fidelidad a los Astrónomos.
Cucub arrastró su bolsa cerca de la luz de aceite y, una vez allí, se hincó para buscar con mayor comodidad. Los husihuilkes aprovecharon la ocasión para observar al zitzahay con detenimiento. Les resultaba difícil entender cómo podía moverse con soltura bajo tanta cosa que llevaba puesta. Kuy-Kuyen se quedó mirando las piedras verdes engarzadas en los aros, el brazalete y el collar de siete vueltas. “No hay piedras como esas en el bosque. Y tampoco las traen los que bajan de Wilú-Wilú”, pensó Kuy-Kuyen. Una vara muy delgada que Cucub tenía atada al cinturón, y que se arqueó sin dañarse cuando se arrodilló, llamó la atención de Thungür. Vieja Kush, por su parte, prefirió observar una sarta de semillas que aparecía y desaparecía entre los pliegues de su ropa. “Esas semillas que trae enhebradas deben ser de la planta de oacal”, dijo la anciana para sus adentros. El cabello del zitzahay, corto y de áspera textura, era la risa de Wilkilén. Dulkancellin advirtió la cerbatana que Cucub llevaba a su costado, muy cerca del bastón. Pero, aunque se esforzó, no pudo descubrir dónde ocultaba los dardos y el veneno. La asombrosa apariencia del zitzahay logró que los husihuilkes dejaran de lado la discreción del buen invitante, y se quedaran observándolo sin reservas.
Mientras tanto, Cucub había sacado casi todos los objetos de su bolsa. Las cosas no estaban bien para él; y peor se pusieron cuando Dulkancellin volvió a ocuparse del asunto.
—¿Qué sucede? No deberías dudar sobre el lugar en el que tienes guardada la pluma.
A pesar del tono de su comentario, Dulkancellin tenía por seguro que Cucub iba a encontrar la señal de un momento a otro. Pero su seguridad desapareció cuando el zitzahay levantó el rostro empalidecido. Y desde la posición en la que se hallaba, le habló de a pedazos:
—Estaba aquí... Sé que estaba... en este lugar. Yo la guardé con cuidado pero... Pero ahora no puedo encontrarla.
—¿Dices que no puedes encontrarla? —repitió Dulkancellin—. Me estás diciendo que perdiste la señal del verdadero enviado, que la pluma estaba allí y ya no está, que ha desaparecido. ¿Y tú esperas que yo crea eso?
—Sí. Quiero decir, no —balbuceó Cucub—. No lo espero. Tú tienes razón, toda la razón. Entiendo que no es fácil creerme. Pero, por favor, déjame intentarlo de nuevo. Esa pluma de kúkul tiene que aparecer.
El zitzahay volvió a buscar en todos los rincones de su bolsa. Revisó, objeto por objeto, todo lo que en ella llevaba; la puso boca abajo y la sacudió con fuerza. Pero no obtuvo ningún resultado. “Tiene que estar aquí... tiene que estar aquí”, repetía sin parar. Se secó la frente con la mano, se palpó a sí mismo sin ninguna esperanza y recomenzó la búsqueda. Finalmente, después de comprobar lo que parecía imposible, Cucub se dio por vencido: la pluma se había esfumado y él no era capaz de dar ninguna explicación sensata. Nada excusaba la pérdida de la señal que los Astrónomos le habían entregado para que fuese reconocido como el legítimo mensajero. Cucub sabía que no poseerla lo ponía en una situación temible, y tornaba incierto su destino. Miró a su alrededor con la ilusión última de reconocer, en algún lugar de la casa, el particular color verde de una pluma de kúkul. Tampoco tuvo suerte. Entonces se puso de pie y, frente al gesto grave de los husihuilkes, hizo un esfuerzo por sonreír.
—Escúchame, Dulkancellin —pidió Cucub—. No sé decirte cómo ha sucedido esto. No sé si un mal viento se la llevó lejos, o si una voluntad enemiga la transformó en granos de polvo. Pero lo que haya sido debió pasar muy cerca de aquí, porque poco antes de llegar a esta casa me aseguré de tenerla. En ese momento la pluma seguía guardada en su lugar. ¡La vi con mis propios ojos! Créeme, guerrero, yo soy el mensajero que Kupuka y tú estaban esperando.
—No voy a creerte —dijo Dulkancellin—. No debo creerte. El Brujo de la Tierra habló con claridad. Tú estabas obligado a presentarnos una pluma de kúkul para probar que tus palabras y tus intenciones son la misma cosa. No has podido hacerlo, y todo lo que digas en adelante podría decirlo un traidor.
—Deberíamos esperar a Kupuka —Cucub intentaba demorar la decisión que Dulkancellin ya había tomado.
—Sabes que Kupuka no regresará aquí por ahora. Escuchaste, como yo escuché, que saldrá a encontrarnos en el camino —el guerrero respiró profundo. Comprendía lo que era necesario hacer y demorarlo, lo sabía bien, resultaría para Cucub una cruel concesión—. Me ordenaron aceptar esta misión y así lo hice. Quieren que piense y que actúe en nombre de toda la gente husihuilke. Para eso, no tengo más que pensar y obrar como ellos lo harían. Ya que mi solo discernimiento debe reemplazar al Consejo de ancianos y guerreros, no diré palabras diferentes a las que saldrían de sus bocas. Te sentencio como hemos sentenciado a los traidores desde que el sol nos ve despertar en Los Confines. La muerte es justicia para ti, zitzahay. Y tardará el tiempo que nos lleve caminar hasta el bosque.
La sentencia sonó desapasionada en la voz de Dulkancellin. No se reconocía en ella el acento del odio pero tampoco el de la debilidad. Estaba claro que nada de lo que Cucub pudiese hacer o decir cambiaría las cosas. El zitzahay, fijos los ojos en la tibia presencia de Kush, fue desmoronándose hasta quedar inmóvil en el suelo como uno de los tantos objetos extravagantes que había desparramado.
Dulkancellin se alejó de él, sin decir nada. Cuando Cucub vio que el guerrero salía de la habitación, la idea de salvarse tomó forma en su cabeza. Tenía libres las manos y los pies... Tal vez fuera posible escapar de allí y correr en dirección al bosque. Entonces recordó la pesada tranca que cerraba la puerta. Eso, más la segura intervención de Thungür y de Kume, era suficiente para detenerlo mientras Dulkancellin llegara. Nada conseguiría por la fuerza, pero le quedaba la sorpresa. Si alcanzaba a cargar la cerbatana antes de que el husihuilke regresara... Un dardo certero dejaría paralizado a Dulkancellin. El resto sería fácil. Cucub seguía muy quieto. Nada en su aspecto hacía sospechar la agitación de sus pensamientos, que se atropellaban unos a otros y se enredaban en direcciones desordenadas. La decisión del condenado llegó por el camino más sencillo: no tenía nada que perder. El zitzahay se inclinó sobre sí mismo para evitar que Kush y los niños advirtieran la maniobra. Al tacto, buscó los dardos envenenados y extrajo uno de la dura vaina vegetal que lo resguardaba. Con un movimiento inapreciable, fue acercando su mano a la cerbatana. Sin embargo, antes de alcanzar a rozarla, mucho antes. Antes de decidir que no tenía nada que perder. Antes, aun, de abandonar Beleram con destino a Los Confines el plazo se le había acabado. Dulkancellin estaba junto a él, sosteniéndolo de un brazo.
La desesperación se metió en el pecho de Cucub. Y tanto lo oprimió y ocupó el lugar del aire, que el pequeño hombre tuvo que respirar a bocanadas para no perder el sentido.
—Levántate y camina por ti mismo —le dijo Dulkancellin.
Permitirle llegar sin ataduras al lugar de la muerte era un signo de respeto que Cucub no pudo valorar.
—Llévate contigo lo que trajiste, te hará buena compañía —volvió a decir el guerrero.
Tembloroso, Cucub guardó todas sus cosas en la bolsa y se levantó despacio.
—Permíteme ir a buscar el resto —pidió el zitzahay, señalando lo que Kush y Kuy-Kuyen habían separado.
Algo debió cambiar en el espíritu de Cucub mientras caminaba en busca de sus pertenencias, porque cuando se volvió hacia los husihuilkes ya no temblaba. Avanzó con la cabeza erguida y el rostro, en alguna forma, embellecido. Todos comprendieron que había aceptado morir.
—Podemos irnos —fue lo único que dijo, parado frente a Dulkancellin.
Su ánimo no se doblegó ni siquiera después de adivinar la forma de un hacha bajo la capa que el guerrero traía puesta.
—No sufrirás —dijo Dulkancellin. Su mirada había seguido la de Cucub—. Y luego estarás a salvo del tiempo. Buscaré un árbol que pueda sostenerte entre sus ramas, y usaré esta capa para proteger tu cuerpo de la rapiña.
Los dos hombres se dispusieron a partir. Justo entonces, Kume dio un paso adelante.
—¡Padre, espera! —pidió el muchacho.
Con la palma de su mano extendida, Vieja Kush le indicó a Kume que se detuviera y pronunció sus propias palabras:
—¡Dulkancellin, no lleves al zitzahay al bosque! Déjalo con vida, y emprende con él tu viaje al norte. No habrás abandonado el camino que conoces cuando encuentres a Kupuka. ¡Que el Brujo de la Tierra decida la suerte del que dice llamarse Cucub!
—Sabes que no puedo hacer eso —respondió Dulkancellin, sin comprender todavía que su madre no estaba suplicando.
—Estoy invocando mi derecho —dijo la anciana suavemente—. Aún escucho caer la lluvia antes que tú. Y digo, con amargura, que es este el momento de negar tu decisión.
—Niegas las leyes —murmuró el hijo.
—Son leyes, también, las que me otorgan el derecho que estoy invocando. He sido la primera de esta casa que escuchó el sonido del agua sobre la fronda.
Cada temporada, desde que Dulkancellin tenía memoria, Vieja Kush ganaba el derecho de la lluvia. Sin embargo, nunca antes lo había hecho valer. El desconcierto era grande en el alma del guerrero. ¿Por qué su madre se entrometía en sucesos tan graves?
—Anciana, también niegas la justicia.
—¿Acaso esta anciana ha pedido que no lo ajusticies? —replicó Kush—. No he dicho eso, sino que aguardes hasta que Kupuka conozca lo ocurrido y apruebe la sentencia. Nuestra justicia no es potestad de un solo hombre. Y quien ha dispuesto la muerte de Cucub no es el Consejo, es uno que ha obrado como si lo fuera.
—No encuentro mejor manera de obrar —dijo Dulkancellin.
—Haz lo que dijiste: observa las leyes —respondió su madre—. Por una vez, impondré mi voluntad contra la tuya. Me asiste el derecho de la lluvia. ¿Piensas que raramente los husihuilkes lo reclamamos? ¿Piensas que yo misma jamás lo hice? Pues lo hago ahora, porque así me lo demanda la voz de adentro.
Dulkancellin vacilaba entre las razones de Kush y sus razones.
—Hijo, ten cuidado. No es bueno que un hombre y sus leyes sean cosas distintas.
—Respetaré tu derecho —dijo el guerrero.
El zitzahay tenía los ojos cerrados y parecía ausente, como si todo aquello le resultara ajeno. Tanto que Dulkancellin lo sacudió con fuerza:
—¡Escucha! No sé que sortilegios usaste para ensombrecer el entendimiento de esta mujer. Pero ni esos, ni todos los que seas capaz de realizar, confundirán a Kupuka. Partirás conmigo como prisionero.
Dulkancellin despojó a Cucub de algunas de sus prendas y de casi todos los objetos que llevaba encima.
—¡Siéntate allí! —ordenó—. Nos iremos cuando el sol salga tres veces. Y, entiende esto, tienes la vida pero no tienes la libertad.
La expresión del zitzahay en nada se asemejaba a la alegría. Caminó despacio, y se desplomó en el sitio que Dulkancellin le había señalado.
—¡Vamos, hijas! —dijo Vieja Kush—. Hay un viaje que preparar.
La anciana estaba empezando a sentir las punzadas de la duda. Comprendió que sus palabras habían torcido el rumbo de grandes acontecimientos, y tuvo miedo de haberse equivocado. Dulkancellin, por su parte, no quiso averiguar si era de alivio aquel deseo de respirar hondo el aire húmedo de la noche.

LILIANA BODOC
Nació en Santa Fe en 1958 y vivió desde muy chica en Mendoza, donde estudió la carrera de Letras en la Universidad de Cuyo. En el año 2000 publicó su primera novela, Los días del Venado, una auténtica sorpresa en el mundo editorial que tuvo, además, un impresionante éxito de ventas y de crítica. Le siguieron en 2002 Los días de la Sombra y en 2004 el tercer y último libro de LA SAGA DE LOS CONFINES, Los días del Fuego. Con un estilo original y poético, Liliana Bodoc inventa un mundo completo donde la lucha entre el bien y el mal toma cuerpo en un territorio imaginario con el que todos nos podemos sentir identificados. Por LA SAGA DE LOS CONFINES ha recibido numerosos e importantes premios, como el de la Fundación El Libro en el año 2000, la Lista de Honor IBBY (International Board on Books for Young People) en 2001, la Mención Especial White Ravens 2002 de la Biblioteca Internacional de la Juventud de Munich, Alemania y en 2003, el Premio Calidoscopio Ganadores Juveniles, de Venezuela. Y ha sido publicada en países como Brasil, Alemania, Holanda, España o Francia y se lanzará próximamente en Japón, Inglaterra e Italia. También es autora de los libros infantiles El espejo africano, Sucedió en colores y El mapa imposible y de las novelas Memorias impuras y Presagio de carnaval.

De músico a mensajero
Largo rato después, los husihuilkes y Cucub comían tunas rojas sentados en círculos sobre sus alfombras. Kume no estaba con ellos. Él ya no podía compartir el fuego familiar. ¡Qué distinta era aquella de tantas otras noches pasadas! Noches amigables, olorosas a laurel, cuando Kush contaba cuentos o tocaba, hasta muy tarde, su flauta de caña. ¿Volverían alguna vez?
Cucub hubiese intercedido de buena gana en favor de Kume; sin embargo, no lo hizo. Había aprendido lo suficiente sobre los husihuilkes como para saber de antemano que su defensa fracasaría. El zitzahay pensó de qué modo podía aligerar la amargura de aquella buena gente, y decidió que hablar de cosas pequeñas era lo adecuado.
—Es posible que ustedes quieran enterarse de ciertos detalles —dijo—. Gustoso les relataré cómo fue que me convertí de músico en mensajero. Y, si alcanza la noche, elegiré los mejores episodios de mi viaje.
Nadie tenía sueño, y el zitzahay merecía ser compensado por el injusto trato que había recibido.
—Cuéntanos, si es de tu agrado hacerlo —aceptó Dulkancellin.
Y Cucub contó sin que lo interrumpieran:
“Estando yo en la ciudad que llamamos Amarilla del Ciempiés, recibí la orden de acudir a la Casa de las Estrellas. Como la Casa de las Estrellas está situada en Beleram, a dos soles de marcha de donde me hallaba, tomé el camino de inmediato. Sentí mucho abandonar Amarilla del Ciempiés sin acudir a la boda de la que éramos invitados de honor mi flauta y yo. ¡Bien, me dije, no tienes alternativa! Alguien más le pondrá música al festejo. Caminé día y noche, y divisé Beleram antes de lo razonable. ¿Creerán si les digo que ni siquiera me entretuve en el río? Atravesé dos poblaciones cercanas a la ciudad, atravesé el naranjal que la rodea. Tomé la calle del mercado, crucé el terreno de juegos, luego la plaza. Y me detuve a respirar frente a la Casa de las Estrellas. No me detuve porque sí, todavía faltaba subir la escalera que lleva hasta su puerta. ¡Pronto vas a conocerla, Dulkancellin! Tiene trece veces veinte peldaños, y está esculpida en una ladera de monte. Necesité hacer en aquella subida más pausas de las que había hecho durante todo el trayecto, pero llegué a la cima y me anuncié. ¡Deberían ver ese lugar! En parte, cavado en la roca. En parte, levantado con muros de piedra ensamblada. La puerta principal de la Casa de las Estrellas se abre a una enorme sala vacía, sin otro artificio que los haces de luz que entran por muchas pequeñas ventanas y se reflejan en los matices de la piedra. Mientras esperaba el regreso de uno de los centinelas que había salido a anunciarme, varios jóvenes aprendices pasaron por allí. A todos se los veía muy apurados: bajaban una escalera y subían la del costado opuesto, aparecían por una puerta interior y desaparecían por otra. Y, debo decir la verdad, ninguno se interesó en mí. Finalmente, el centinela volvió. ‘Vamos, Zabralkán te espera’, recuerdo que me dijo.
”Tomamos por una de las escaleras laterales. Subimos, subimos, subimos. Cada tanto, el centinela se detenía para permitirme descansar. Por la forma de mirarme, debía estar calculando que el vigor que me quedaba no iba a alcanzarme para llegar. Me dejaba tomar aliento y volvíamos a subir. ¿Hasta cuándo? ¿Cómo convencía a mis rodillas de que me sostuvieran un poco más? Cada rellano de la escalera servía de acceso a una habitación. Pude entrever algunas, mientras recobraba el aliento, pero la mayoría tenía cerradas sus puertas. No sé si a causa de mi cansancio o de las muchas sinuosidades del ascenso no logré comprender aquella construcción que, para más, se angostaba y oscurecía a cada paso. ¿Nos estábamos adentrado en el cuerpo del monte? Y si era así, ¿cómo, de un lado y de otro, aparecía el cielo detrás de pequeñas aberturas hechas en la roca? En un momento, el asunto dejó de importarme. El centinela y yo continuábamos trepando escalones. Se habían terminado los rellanos y las habitaciones, las paredes se apretaban contra la escalera cada vez más empinada. Y este pobre Cucub soñaba con el aire de afuera. ‘Llegamos’ fue lo último que oí. Venía de muchos días de caminata y de subir una escalera interminable, así que me derrumbé.
”Abrí los ojos en un recinto amplio, con ventanas salientes. Cuando estuve del todo despierto, comprendí que el tal recinto era un observatorio. Y las que creí ventanas eran puntos de mira. Disfrutaría describiéndoles minuciosamente aquel magnífico lugar. Pero, ¡vean!, Wilkilén ya se ha dormido. Mi experiencia de buen contador me aconseja abreviar el cuento.
”Habíamos quedado en que el recinto era un observatorio. Ahora debo agregar que la única persona que estaba a mi lado, observándome despertar, era Zabralkán. En anteriores ocasiones, él y yo nos habíamos visto las caras. Déjenme aclarar que esto no tiene nada de raro, pues es costumbre en Beleram que músicos, malabaristas y