Los días del fuego (La Saga de los Confines 3)

Liliana Bodoc

Fragmento

Después del Sol

EL VIENTO SECO ESTABA CERCA. EL PAÍS DEL SOL NO LO HABÍA conocido sino hasta después de la guerra, cuando la sequía dejó de caminar.

—La sequía ha perdido sus pies, vecino. Es por eso que no se va de aquí…

—Y el viento lo empeora todo.

—No hay peor para nosotros. Ni siquiera este viento que viene.

El hombre añoraba el tiempo en que eran labradores del reino de Hoh-Quiú.

—No hay peor.

Un poco antes de la llegada del viento, el calor se hacía insoportable y el aire se saturaba de tierra. Los hombres que realizaban trabajos a la intemperie corrían a buscar refugio sin que nadie los detuviera, porque también sus guardianes cabalgaban hacia sitios seguros.

Todos sabían que el viento tórrido del norte agrietaba la carne, y florecía los labios en ampollas de agua. Y había quienes aseguraban que algunas ráfagas, como trombas de fuego por el aire, podían calcinar cualquier vida a su paso.

“Hombres y animales se convierten en bultos de color ceniza”, aseguraban.

“Es imposible sepultarlos”, decían. “Se nos deshacen entre las manos.”

Y no había impiedad en seguir de largo, porque los muertos apenas eran montoncitos de polvo que el próximo viento iba a arrastrar hasta el final del mundo.

En el palacio de mando, las ventanas estaban cerradas y cubiertas con gruesos tapices. Dos mujeres empapaban paños que luego colocaban sobre el cuerpo casi desnudo de Molitzmós. Aunque renovaban con frecuencia el agua, que rápidamente se ponía tibia y oscura, el alivio para el príncipe era escaso.

—¡Canta! —ordenó Molitzmós a una de las jóvenes.

Ella se limpió la tierra de la boca, y comenzó con una letanía opaca. Como opaca era esa tarde de viento seco en la ciudad del Sol.

Un rato después, Molitzmós parecía dormitar sobre los lienzos humedecidos de sudor. Pero, en verdad, el Señor del Sol atendía a los ruidos que venían del exterior, procurando reconocer uno al que llamaba “cencerro del viento”. Le había puesto ese nombre porque el sonido llegaba y se iba, crecía y amainaba con el torbellino. Lo que Molitzmós deseaba escuchar eran los golpes del cráneo de Hoh-Quiú contra la lanza que lo sostenía.

—Suena, cencerro, suena —musitó.

Sin embargo, la osamenta del antiguo príncipe estuvo callada. Inquieto por ese silencio, Molitzmós se libró de los paños húmedos. Ató a su cintura uno de los lienzos sobre los que descansaba, y comenzó a recorrer la habitación con andar nervioso. Era incapaz de aguardar a que el viento acabara; pero debía hacerlo. Esperó bebiendo, esperó murmurando… Por fin, sintió que el viento cedía. Y se apuró a quitar el tapiz colgado en una de las ventanas. La nube de tierra era tan densa que le impedía ver el terraplén frente al portal mayor.

—¡Desciende! —pero la tierra no reconocía su voz.

El tiempo que la polvareda demoró en disiparse, Molitzmós lo pasó dando suaves golpes de puño contra el muro.

—¡Cállate! —ordenó.

Recién entonces la joven mujer dejó de entonar su melodía. Si Molitzmós olvidaba la orden, ella cantaría dormida.

Cuando la tierra regresó a su sitio, las sospechas del príncipe gobernante quedaron confirmadas. La lanza que había enarbolado durante un largo año la cabeza de Hoh-Quiú estaba arrancada de cuajo. Los huesos se habían marchado.

Molitzmós se vistió malamente. Y salió en busca de los jefes sideresios para anunciarles lo sucedido. El robo era muy reciente. Tal vez, enviando partidas que rastrearan las inmediaciones del palacio sería posible encontrar al que se había aventurado bajo el viento seco para robar el cráneo de Hoh-Quiú. Pero la preocupación de Molitzmós no tuvo eco. Y su insistencia apenas sirvió para recrudecer el trato insolente de los sideresios. Ellos no creyeron necesario interesarse por el asunto. Estaban irritados a causa del calor sofocante, y sólo deseaban bañarse en los estanques para olvidar el viento. Molitzmós, en cambio, permaneció intranquilo. Porque Molitzmós, bien dotado para el pensamiento, conocía el poder de los huesos.

Muy lentamente y detrás del viento, las calles empedradas volvían a poblarse. Hombres que avanzaban en procesiones a cavar, a estibar, a moler. Mujeres acarreando harina que no podrían amasar en las mañanas de sus chozas campesinas, como antes hacían, mientras caldeaban las piedras donde se cocía el pan diario.

Los niños del pueblo del Sol caminaban en hileras hacia los socavones estrechos de las minas, amarrados unos a otros por los tobillos. Eran muy pequeños; no alcanzaban a ver que el dolor era más vasto que ese día. Y esperaban que sus madres volvieran de los maizales a despertarlos de un sueño en el que nadie los amaba. El cielo de las Tierras Fértiles iba con ellos. El cielo que se metía bajo tierra amarrado con la misma cuerda, tobillo a tobillo, por no desampararlos.

También regresaron a las calles de la ciudad los que no eran provechosos ni siquiera para la esclavitud, debido a que ya estaban demasiado enfermos o demasiado viejos. Algunos permanecían en las orillas de las charcas y en los canales que corrían bajos, buscando algas y renacuajos con que alimentarse. Otros preferían los sacos de maíz y granos que, con frecuencia, dejaban caer algo de su contenido. Pasaban el día entero persiguiendo a los acarreadores que se dirigían al palacio. A veces, algún saco cedía más que lo habitual. Allí los hambrientos se arremolinaban. Y sus cuerpos sin carne se reanimaban brevemente con el movimiento convulso de engullir semillas.

Al atardecer, todos acudían a la explanada del palacio de mando donde el príncipe gobernante arrojaba trozos de pan para que el Sol lo viera.

El viento y el atardecer habían pasado.

Molitzmós estaba sentado frente a la ventana comiendo frutas de una bandeja rebosante y fresca. Una idea lo sorprendió, y llamó al soldado que montaba guardia en la puerta de su habitación.

Aquel soldado pertenecía al ejército que había peleado de su lado contra la Casa de Hoh-Quiú. El ejército que venció y no pudo siquiera enarbolar sus estandartes porque antes de limpiarse la sangre de sus adversarios fue desarticulado y sometido a una fuerza mucho más poderosa.

Rota la jerarquía de mando, menoscabados en su disciplina y en su orgullo, los soldados del Sol realizaban para los sideresios tareas insignificantes. Y tenían a su cargo la custodia personal del príncipe y de los nobles que permanecían en el palacio.

Desde la entrada de los sideresios a la ciudad y al palacio de mando, no había entre los soldados del Sol y la servidumbre palaciega otra diferencia que el modo de vestir.

—¡Mírame! —exigió Molitzmós. Luego preguntó—: ¿Qué dicen en los cobertizos y en los establos?

El soldado sabía que fingir ignorancia sobre el sentido de la pregunta sólo enfurecería más al príncipe.

—Dicen poco —respondió—. Sólo repiten que el robo sucedió cuando era fuerte el viento.

—¿Y sonríen…? ¿Los has visto sonreír cuando repiten eso?

—No. Nadie sonríe en los establos y en los cobertizos.

El príncipe gobernante tomó un puñado de moras de la bandeja, y apretó fuerte su mano.

—Mira tú mismo el resultado —dijo extendiendo la palma.

El soldado miró.

—Ahora ve y diles que así quedará el corazón del infeliz que celebre lo que ocurrió bajo el viento.

Más tarde, el mismo soldado fue a los cobertizos en busca de los que sonreían.

—Según parece —les anunció copiando las palabras del príncipe—, sus corazones quedarán como un puñado de moras deshechas.

Un herrero forjaba metales junto al fuego. El hombre, que había poseído alta jerarquía en el ejército del Sol, respondió mientras golpeaba con la maza.

—Es posible —dijo—. Pero entra a la selva y observa las moras… Crecen a su antojo y sin cuidado alguno. Las arrancas a machete y renacen. Piensa en eso, soldado. Sonríe tú también.

Palabras demoradas

SU ROSTRO ONDULABA CERCANO A LA LUZ DE UNA LÁMPARA DE aceite. Su rostro, la luz y un espejo. En el espejo, de nuevo la luz del aceite, de nuevo su rostro.

Acila se miraba con firmeza. Tal vez fuera bella de algún modo, pero hacía mucho tiempo que eso había dejado de importarle. Nunca usó ungüentos matizados para dulcificar el corte duro de su mentón, ni pretendió disimular con velos la anchura de su frente. Tampoco se interesó en cultivar la carnalidad, al modo de las mujeres de la nobleza. Acila no era joven, ya no era joven. Ni carnal ni joven. En cambio, la virtud entera de la inteligencia le había sido otorgada.

Algunos años atrás, antes de la guerra en la que se enfrentaron las dos Casas del país del Sol, los consejeros de la corte solían consultarla acerca de las interpretaciones de los códices. Los eruditos demoraban mucho más de lo aceptable en resolver las paradojas numéricas que ella ideaba. Y los mejores jugadores de yocoy la buscaban como adversario.

Cuando Misáianes y su mandato de oscuridad estaban lejos del continente, los nobles de la ciudad del Sol medían su grandeza en un juego de posiciones y hegemonía.

El yocoy repetía sobre los tableros el complejo entramado de aquel reino. La capacidad para anticipar las consecuencias finales de un movimiento, la audacia de declinar posiciones a la espera de recuperarlas con ganancia, y la paciencia para permanecer días y noches con las manos cruzadas bajo la barbilla eran algunas de las cualidades que debían poseer los jugadores. Ser hábil en el juego de yocoy significaba tener aptitud de mando. Por esa causa, los niños de la nobleza eran aleccionados desde pequeños. Y todos los que ocupaban altas posiciones se obsesionaban por contarse entre los jugadores favoritos.

Y, sin embargo, Acila fue capaz de vencer a hombres entrenados por años para ser los mejores. Acila, prima de alto rango del príncipe Hoh-Quiú, estaba sentada frente a un espejo trizado. Se pasó la lengua por la palma de la mano, se pasó la mano por el rostro pero la suciedad apenas se resintió.

Ella, igual que otros, había logrado permanecer en su palacio después del final de la guerra.

Todas las catástrofes tienen rincones a salvo. Y hasta los invasores más brutales suelen dejar puertas sin abrir. Así, las hordas que Misáianes había enviado para arrasar las Tierras Fértiles pasaron junto a una mata de flores sin rozarla.

Igual que las flores a un lado del camino, Acila fue olvidada en un palacio vacío, donde dormir era tan difícil como despertar.

Por los huecos de las ventanas mal tapadas con telas, Acila escuchaba las voces de los extranjeros que se habían adueñado de la ciudad del Sol el día que Molitzmós ocupó el trono. Sonrió con amargura recordando cuánto le había costado nombrarlos por primera vez. Cierto que ella se demoraba en pronunciar y repetía sonidos. Sin embargo, nunca como entonces se le atascaron las sílabas en la boca. Lo intentó toda una noche. Se lastimó la lengua entre los dientes. Sacudió la cabeza hacia abajo golpeándose la nuca como si los sonidos fueran guijarros en su garganta.

Pero tardó tanto en lograrlo que, cuando dijo “sideresios”, los sideresios estaban derribando las puertas de su palacio.

En el sitio luminoso donde había crecido no quedó nada de valor. Todo se lo llevaron; hasta los pájaros coloridos y las mujeres jóvenes.

Los sideresios arrebataban las riquezas y el placer que el Amo les concedía.

Pero Acila, ni carnal ni joven, permaneció allí junto a algunos sirvientes enfermos. Posiblemente los sideresios volverían más tarde, seguramente un día cualquiera llegarían a buscarlos. Aunque, tal vez, quienes hicieran silencio y caminaran descalzos podrían desvanecerse en medio de aquella victoria embrutecida.

La noche del ataque a su palacio, cuando los pasos y los gemidos dejaron de oírse, Acila se tendió suavemente en el suelo. No pudo evitar que las lágrimas se agolparan detrás de sus ojos. Pero no las lloró, porque Acila despreciaba el llanto. Luego se durmió para juntar la fuerza que necesitaría.

A la mañana siguiente recorrió las salas acariciando colgajos de tapices y ánforas rotas. Finalmente atravesó los jardines hasta el pabellón de los enfermos. Entró. Miró a sus sirvientes, uno a uno, sin indulgencia. Entonces, les ordenó ponerse de pie con fiebre y con inflamaciones. Acila les ordenó sanar o morir.

Enseguida regresó al salón más importante del palacio y allí esperó.

De a poco fueron llegando los sirvientes. Venían jadeando y tosiendo, tragando saliva amarga, pero dispuestos a realizar lo que Acila ordenase. Y no era por miedo sino por ternura.

La habían visto crecer; por eso no les asombró su empecinamiento. Ella era mujer y jugaba yocoy, no era bella y había desdeñado a todos los que pretendieron desposarla. Ahora, rodeada de añicos y despojos, les estaba ordenando que abrillantaran el palacio.

Acila enderezó los arcones. Para que ya no estuvieran vacíos, nombró con lentitud cada una de las piezas que habían guardado: el peine de oro que perteneció a su madre; los alhajeros engarzados y, dentro de ellos, las horquillas y los medallones labrados con miniaturas; el balsamero de plata…

Los nombró de tal modo que los sirvientes pudieron tomarlos en sus manos, pulirlos y colocarlos de nuevo en su sitio. Luego describió minuciosamente los tapices, que de inmediato fueron sacudidos y colgados de los muros. Y así fue con cada cosa, hasta que aquel grupo de alucinados vio que el palacio resplandecía.

Tiempo después, en aquel palacio, Acila se miraba en un espejo trizado a la luz de una lámpara de aceite.

Una sierva golpeó la puerta con suavidad. La anciana, que conservaba unos pocos mechones de cabello y tenía los dedos torcidos por la enfermedad, sentía veneración por su ama. La había alimentado en su pecho y guardaba para siempre ese amor.

—Mi señora —llamó.

Acila, su señora, le dijo que se acercara. La sierva entró y se detuvo a sus espaldas de los dos lados del espejo.

—¿Qué… —la siguiente palabra demoró y llegó como un golpe— traes?

—Traigo novedades de afuera —respondió la sierva.

Rápidamente Acila giró para escucharla:

—Dime…

—Vino el hombre de siempre avisando que la reunión se realizará esta madrugada. Cerca del quinto puente del canal mayor, en la orilla oeste, hay una barraca abandonada. Él dijo que allí se hará.

Acila pidió que repitiera lo que había dicho. Y volvió a enterarse de que esa madrugada, en una barraca abandonada, quinto puente del canal mayor, iba a realizarse la reunión que estaba esperando. Enseguida, le ordenó a la sierva que se retirara. Lo hizo prolongando el sonido inicial, porque solía ser ese el que más demoraba en completarse. Cuando se quedó sola, volvió a mirarse. Entre su rostro y el espejo, la llama se empequeñecía. Una medida completa de aceite se había consumido. Pero el anuncio había llegado al fin, y Acila pensó que la ocasión bien valía ese lujo.

Acabada la guerra, muchos nobles de la Casa de Hoh-Quiú lograron escapar y ocultarse fuera de la ciudad. Allí permanecieron a la espera.

Esperaban que las familias de la Casa rival se volvieran contra Molitzmós apenas pudiesen comprender que la guerra entre linajes había sido un engaño sangriento. Y que no era Molitzmós, sino Misáianes, quien en verdad ocupaba el trono. Tal como lo esperaban, sucedió… De uno y otro bando empezaron a llegar señales. Confusas primero, siempre cautelosas, pero finalmente precisas.

Las Casas del país de los Señores del Sol no iban a inclinarse ante el poder del Odio Eterno. Y aunque jamás los nobles olvidaron sus propias aspiraciones, ni dejaron de vanagloriarse de sus escudos, la alianza se hizo firme.

Había nacido la resistencia contra Misáianes en el sitio donde los sideresios eran poderosos.

Y nuevamente, los jugadores de yocoy convocaron a Acila.

Era imprescindible que las mentes más brillantes se aliaran entre ellas y con el cielo para concebir un juego definitivo. Una partida de trazos cautelosos, que no pudiesen ser advertidos ni por el discernimiento de Molitzmós ni por las pupilas de Misáianes.

Los conspiradores no se reunían nunca en el mismo sitio. Aquella madrugada sería en el quinto puente, orilla oeste del canal mayor.

El día en que los sideresios arrasaron su palacio y su vida entera, Acila tomó una determinación. Se aferró a ella y sobrevivió silenciosa entre las ruinas de su pasado. Esperó en la bruma. Esperó lo necesario, repitiéndose siempre lo mismo. “Nadie vence porque sí. Vence el que es mejor, por eso vence.” Lo decía en pedazos, pero lo pensaba intacto. “Vence el que es mejor, por eso vence.”

El llamado a participar en aquella partida de yocoy la tomó por sorpresa. Nunca imaginó Acila tanta estima por parte de los hombres eruditos del país del Sol. Y aceptó sin demoras, sabiendo que sus propósitos se fortalecían. ¡Los conspiradores le acortaban en mucho el camino que había emprendido sola!

Pensando en eso, Acila fijó los ojos en el objeto que estaba frente a ella, envuelto en una tela de lana áspera. Lo desenvolvió con anhelo: allí esperaba su corona. No la que tenía asignada por tradición familiar, y que los sideresios se llevaron. Sino la corona que ella misma había labrado por las noches a la luz mortecina del aceite, y que adornó luego con trozos de cristales rotos y cuentas de collares que se habían deshilvanado en la violencia del saqueo. Acila la colocó sobre su cabeza y se miró con detenimiento el rostro anguloso. Amaba a esa mujer que estaba frente a ella, la amaba en su sequedad de gracias femeninas, en el vello excesivo de sus brazos. Estuvo así un buen rato, perdida en sus sueños. Después se quitó la corona y la regresó a su sitio.

Con un mínimo fruncimiento de los labios apagó la llama que la separaba de sí misma. Se perdió el espejo. Acila volvió a ser una sola.

Llegaba la hora de hacer un nuevo intento… La mujer se puso de pie, alisó los harapos que la cubrían y salió de la oscuridad.

Caminó con los ojos puestos en las piedras de la calle. En parte para evitar ser reconocida por quienes no debían saber que marchaba hacia el palacio de mando. En parte por no ver los despojos de la maravillosa ciudad del Sol. Pero, a su pesar, los despojos también podían olerse. Acila recordó los poemas antiguos; decían que la sangre de la nobleza del Valle Dorado olía a flores de romero. Entonces se mordió el labio hasta lastimarlo. Cuando tuvo sangre, se untó un poco bajo la nariz e inspiró profundo. Así era en verdad, como flores de romero.

Acila tenía el tiempo justo para llegar al diario ritual de saludar al sol poniente. Único momento en el que, si tenía suerte, podía hacerse oír por Molitzmós.

Debilitados por la gran derrota del desierto, abandonados de la guía de Drimus, y sin tener todavía un nuevo mando capaz de tomar las decisiones incomprensibles pero definitivas que tomaba el Doctrinador, los jefes sideresios debían mantener ciertas consideraciones con Molitzmós. Por eso permitían realizar la ceremonia en la que el príncipe gobernante le pedía al Sol que regresara al día siguiente.

Todos los príncipes del país del Sol celebraron el ritual de idéntica manera y con las mismas palabras.

Cada atardecer, el príncipe aparecía en la explanada del palacio suntuosamente vestido y enjoyado. Con los brazos extendidos y la cabeza hacia el cielo, recitaba una plegaria inmemorial que parecía venir de los labios del primer hombre que vio atardecer y temió que la luz no regresara. Luego, el príncipe gobernante arrojaba panes de maíz como muestra de generosidad.

Siempre el pueblo del Sol se había reunido para presenciar la ceremonia.

Antes, los hombres y las mujeres se esforzaban por conseguir uno de aquellos panes porque era señal de grandes provechos para quien lo lograba. Entonces, el de la buena suerte cortaba el pan en pequeños trozos, y lo repartía entre los que estaban cerca.

Por los días del gobierno de Molitzmós, los hambrientos estiraban sus manos temblorosas y débiles. Y aquel que se apoderaba de un pan lo defendía con crueldad de quienes intentaban arrebatárselo.

Acila debía conseguir que su voz entrecortada ascendiera entre tantas voces hambrientas. Era necesario, por eso, determinar con inteligencia qué palabra decir. Una palabra que a Molitzmós no pudiera pasarle inadvertida.

Ya en dos ocasiones había fracasado. La reunión acordada para la madrugada siguiente significaba que debía intentarlo otra vez. Según los planes, meticulosamente trazados por los jugadores de yocoy, la conspiración no podría avanzar sino hasta que Acila lograra su cometido.

La firmeza de su porte le abrió paso entre la multitud, que adivinaba en ella a alguien de propósitos implacables. Gracias a eso, Acila pudo llegar cerca de Molitzmós.

El príncipe gobernante alzó sus brazos y habló con el sol. Lo hizo aun sabiendo que las palabras le eran devueltas como granos de arena contra sus ojos. Apenas concluyó, los hambrientos empezaron a rogarle pan. Acila juntó fuerza en su estómago y la empujó hacia arriba con todo el rigor de sus músculos. Si lograba decir una sola palabra, la que Molitzmós debía escuchar, la espera y el dolor quedarían recompensados.

Acila separó los labios. Dijo Ba…, muy ronco, muy bajo. Los hambrientos podían más que ella. Pujó por sacar la palabra de su garganta, dijo Bal… Peleó por sacar la palabra de su boca, dijo Balam…

Acila apretó los puños. Se tensó desde sus muslos fuertes, se irguió entre la muchedumbre y buscó el olor del romero.

—¡Balameb! —gritó.

Nadie vio palidecer a Molitzmós. Ella, sí. Nadie comprendió por qué, de inmediato, un soldado de la guardia del príncipe vino en su busca. Ella, sí. Había logrado su primer propósito. Estaba de pie frente a Molitzmós, el que enarboló la cabeza sangrante de su Casa.

—¿Quién eres?

—A… —pero se vio obligada a detenerse—. Acila.

Molitzmós recordó ese nombre. En muchas ocasiones había oído hablar de la notoria inteligencia de una mujer de la Casa adversaria, prima de Hoh-Quiú, a quien se conocía también como Lengua Demorada. El Señor del Sol no podía saber qué motivo había conducido a esa mujer hasta el palacio de mando a llamar su atención, pero debía ser una causa semejante a la vida.

—Lo hiciste bien, Lengua Demorada —dijo Molitzmós.

Acila agradeció el elogio que viniendo de una m…mente como la suya era doble honor, le dijo.

—Debería ordenar tu destino ahora mismo. ¿Lo sabes?

Ella asintió.

—Pero antes entraremos al palacio.

Mientras caminaba hacia las habitaciones privadas, separado de Acila por sus soldados de custodia, Molitzmós iba pensando que eran muy pocos los que, por esos días, sabían algo acerca del Códice Balameb. Recordó la última vez que había hablado sobre él sin nombrarlo. Había sido cuando recorría los jardines de la Casa de las Estrellas en compañía de Bor, durante los primeros días del concilio. También recordó que, justo entonces, habían encontrado a Nakín de los Búhos jugando con Elek. Los dos jóvenes competían en imitar el canto de las aves que habitaban en el estanque… ¡Pero no era momento para esos recuerdos! Ya habían llegado a la sala de mando, y estaba urgido por saber:

—¡Explícate, Acila! —ordenó.

La mujer no pudo evitar recorrer con la mirada el lugar que había conocido durante su niñez. Enseguida, el malestar de Molitzmós se hizo evidente. Acila tenía que dar cuenta de su atrevimiento.

—Habla de una vez.

Y Acila dijo lo que debía decir. Le dijo que, esa misma madrugada, cerca del quinto puente del canal mayor y en una barraca abandonada, nobles de las dos Casas iban a reunirse para comenzar una conspiración en su contra. Dijo también que ella había sido convocada para participar del alzamiento. El primer objetivo de la conspiración era Molitzmós, y luego el ejército de Misáianes.

Molitzmós la escuchó en silencio hasta el final. Y tal como ella lo había hecho con su sierva, él pidió que repitiera todo, detalle por detalle.

Acila habló con las mismas demoras y los mismos tropiezos. Recién entonces, el Señor del Sol caminó hacia ella, la tomó del brazo y le habló con furia remordida.

—Y tú, ¿en nombre de qué vienes a contármelo?

La ferocidad de Molitzmós fue inutilizada por la perfecta tranquilidad de Acila. La mujer aguardó en calma a que la mano del hombre la soltara. Sin embargo, cuando se vio libre no se alejó de él, sino que se acercó para que Molitzmós pudiera sentir el aroma a romero que corría bajo sus harapos. Molitzmós lo sintió, y no pudo apartarse.

—Quiero conocer tus razones —dijo, bajando la voz.

Las razones de Acila tenían que ver con sus más profundas convicciones.

—Nadie… —y la garganta se le llenó de piedras— vence porque sí.

Molitzmós del Sol esperó las palabras sin impacientarse; era bello aquel modo demorado de hablar.

—Vence el que es mejor… —una abeja encerrada en la boca de Acila se golpeaba contra el paladar—. Por eso vence.

Molitzmós estaba empezando a entender, pero quiso saber más. Porque tanto como conocer las verdaderas intenciones que la mujer traía, quería deleitarse con la cadencia entrecortada de su pronunciación.

Acila le dijo entonces que, desde el comienzo, ella había comprendido su pacto con Misáianes. Y que obraba ahora con sus mismas razones. Estaba segura de que Molitzmós acabaría siendo Señor de las Tierras Fértiles, y deseaba estar de su lado. No quería permanecer en un palacio ruinoso; despojada de los atributos del poder y de la dignidad del conocimiento. Tampoco quería formar parte de una conjura grotesca, ni compartir su destino con los oscuros pueblos del sur. Ella pertenecía a la nobleza, olía a romero.

—Así es en verdad —aceptó Molitzmós—. Hueles a flores de romero.

El príncipe entendió que Acila le traía como obsequio el secreto de la conspiración para recibir, a cambio, un lugar en el nuevo Orden. Años atrás, él había tomado un camino semejante y recordaba el dolor de los primeros pasos.

El Señor del Sol giró para señalar un tablero de yocoy. Las piezas de oro y jade se alineaban en sus lugares, dispuestas para el juego.

—¿Aceptas un desafío? —preguntó.

Acila no respondió de inmediato. También eso fue valorado por el príncipe.

—¿Y bien…? —insistió.

—Acepto —sonrió Acila.

Los contrincantes se sentaron frente a frente, y lejos de las horas. Jugaron en completo silencio, pensando con cuidado cada movimiento. Cuando cantó el último pájaro de la noche, Molitzmós ganó la partida.

—Habría sido la primera derrota de mi vida —dijo, estirándose hacia atrás.

Acila volvió a sonreír. Y respondió que se alegraba de no haber sido ella quien inaugurara esa pena. Molitzmós se inclinó hacia adelante para tomar a la mujer por la nuca. La atrajo hacia él:

—Vamos al quinto puente —le dijo—. Y, ¡ay de ti, si en algo mentiste!

Al amparo de los Brujos

POR ESE ENTONCES, EN LOS CONFINES, LA MEJOR NOTICIA ERA una cosecha de zapallos. Y todo buen suceso, por grande que pareciera, sólo significaba un poco más de tiempo.

La victoria que el ejército del Venado había obtenido sobre los sideresios en el desierto de los Pastores, a orillas del Lalafke, fue tiempo para las aldeas del sur y sus criaturas.

—Tiempo durante el cual no crecerán las uñas como armas —decían los Brujos.

—Tiempo durante el cual nos crecerán los niños como sueños —decían.

¿Y de dónde sacarían los Brujos mejores cosas que prometer? No las había. Ningún consuelo más que aquellas esperanzas desproporcionadas; dichas y vueltas a decir por los Brujos de la Tierra en medio del hambre y la enfermedad. Palabras que hubiesen parecido desvaríos sin el trabajo incansable que las sostenía.

Los Brujos de Los Confines iban y venían del bosque a las montañas, del sur al norte. Si se cruzaban en algún camino, apenas se detenían. Y cuando, en raras ocasiones, se acordaban de sí mismos, era para enderezarse:

—Que no te vean de espaldas vencidas —se decía Kupuka.

—Que no te distraiga el amor de la Destrenzada —recordaba Welenkín para sí mismo.

Tres Rostros llegó a Hierbas Dulces cargando sobre sus espaldas una provisión de pescado que no alcanzó para todos.

—Regresaré con una nueva carga —dijo el Brujo a las mujeres que lo miraban en silencio—. También traeré higos… ¡Recuerden que pronto podremos cosechar higueras del bosque!

Socorrer el hambre, procurar la curación de los enfermos, dibujar con unturas sagradas las vasijas para los muertos eran cosas de Brujos en aquellas aldeas infectadas por las plagas de Misáianes. Hambre, fiebres y muertos donde los Brujos de la Tierra metían sus manos y revolvían.

Solamente los bien dotados para la Magia fueron capaces de aliviar el dolor de los sufrientes sin debilitarlos; porque todo aquello que quitaban a la desesperación lo usaban como alimento de la furia.

Kupuka acudió al llamado de una madre. Llegó a la choza de madera, aspiró fuerte y no halló olor a pan, olor a leña. Pidió tomar al niño enfermo que la madre sostenía en brazos. Luego, Kupuka lo envolvió en su larga cabellera terrosa y lo apretó contra el pecho.

El Brujo caminó hasta un rincón, donde se sentó.

—Mujer —dijo—, encontrarás hierbas en mi morral. Toma un puñado y quémalas en el centro de la habitación.

—¿Sanará? —preguntó la madre.

—No lo creo —esa respuesta le costó a Kupuka una parte de su alma—. Sin embargo, se irá sin jadeos ni asfixia. ¡Y tú…! —dijo, cortando el llanto de la mujer—. Tú afila el dolor y envenena el filo, que, muy pronto, nos hará falta.

Durante largo rato, Kupuka estuvo meciendo al niño al son de una plegaria incomprensible.

Casi atardecía cuando el pequeño tomó entre sus manos calientes y sudadas un mechón de la cabellera del Brujo y lo llevó a su boca. ¿Qué sorbió el niño de aquella lana seca…?

Pudo ser el néctar de una cabra legendaria el que le abrió los caminos del pecho. El niño respiró, por primera vez en muchos días, un aire fresco y sin piedras. Cuando lo exhaló, se fue tras él.

Jinetes de la desilusión

TIEMPO DESPUÉS DE LA BATALLA DEL DESIERTO, TAL VEZ DOS estaciones, tal vez menos, un grupo de guerreros enviados por Thungür arribó a Los Confines.

La gente de las aldeas conocía con anticipación la llegada de esos hombres, y las causas que los traían desde la vanguardia.

El desierto proveía escasamente las necesidades del ejército del Venado: centenares de guerreros mal guarnecidos, con frío durante las noches, descalzos muchos de ellos, que deberían enfrentar a los sideresios, cascos, escudos y botas negras.

Por eso, además de atender a sus propios dolores, los habitantes de las aldeas del sur se esforzaron para ayudar al abastecimiento de los guerreros.

Cucub y su familia fueron los primeros en acudir al sitio donde se acopiarían las provisiones. Kuy-Kuyen traía una rama grande y repleta de hojas con la cual limpió y alisó la tierra a la sombra de los árboles.

Enseguida, se sumaron los otros. Las mujeres llegaban, cada cual con lo suyo:

—Traje dos mantas de lana de oveja.

—Estas son sandalias.

—Alforjas y odres de cuero es lo que pude hacer…

—Son paños para vendar heridas.

Y todas las que así hablaron también padecían hambre y frío.

Los hombres habían preparado herramientas, cuerdas y cuchillos.

Los Brujos de la Tierra, por su parte, se ocuparon de proveer medicinas y venenos para las puntas de flecha.

Un rato más tarde, los husihuilkes estaban sentados en círculo como siempre que debían comprender y decidir.

Una vasija con agua de menta pasó de mano en mano. Pan de maíz, carne de carpincho y agua de menta era lo único que las mujeres habían logrado reunir para agasajar a los guerreros. Ellos bebieron con los ojos cerrados y fue como si aquel sabor, y no los animales con cabellera, los hubiese traído de regreso.

—Celebro este día —dijo uno de ellos. Y comenzó—: ¿Cuánto hace que partimos de aquí, con Minché como primer jefe y Thungür a su derecha?

El guerrero tomaba el atajo de la memoria.

—Cabalgamos muchas jornadas. Luego nos detuvimos aguardando los refuerzos de la ladera este. Pero fueron muy pocos los hombres que llegaron; muchos menos de los que esperábamos…

Cucub se revolvía en su sitio, detrás de los ancianos y los Brujos. Había estado allí, conocía muy bien aquellos sucesos y se mordía los labios para no intervenir.

—Finalmente, avanzamos por el desierto —continuó el guerrero—, donde los sideresios atacaban por las noches.

Incapaz de permanecer callado, Cucub habló a oídos de Kuy-Kuyen:

—Este sería el momento de mencionar muchas otras cosas; como el color de la luna, por ejemplo, porque no fue asunto de escasa importancia para el ánimo…

—¡Calla, Cucub! —dijo su esposa, acariciándole la boca—. Calla y escucha.

El zitzahay pareció resignarse y volvió a prestar atención. El guerrero habló de las cuatro naves de Misáianes, recordó a los Pastores y a sus mujeres, mencionó con respeto la muerte de Minché.

—Y ahora —dijo—, nuestro jefe se recupera y se fortalece en el desierto, a orillas del Lalafke.

—¿Eso es todo…? —insistió Cucub con su murmullo—. ¿Sólo eso dirá acerca de una proeza que dejó pasmado al cielo?

Kuy-Kuyen lo miró con seriedad.

—¿No la has contado tú de mil maneras?

—Hay una más; siempre hay una más.

—Calla, Cucub. Calla y escucha.

Y Cucub calló, pero el guerrero ya no hablaría del pasado.

—Thungür agradece estos dones con vergüenza, pues sabe que nada sobra aquí y todo escasea. Nos pidió que mostráramos nuestras palmas extendidas como una promesa: olvidaremos para siempre lo que significa retroceder.

Luego los husihuilkes continuaron el arreglo de los detalles para la comitiva que iba a ponerse en marcha dos días más tarde. Y la conversación que había comenzado en plena claridad se prolongó tanto que fue preciso encender hogueras.

Promediaba la noche cuando los Brujos de la Tierra, que se habían apartado para deliberar a solas, volvieron a reunirse con los hombres. Kupuka tomó la voz de sus hermanos.

—Creemos bueno que uno de nosotros se sume al ejército. Uno que no es cualquiera sino el Padrecito… Nadie como él prestará servicios a la guerra, porque lo conocemos como un gran reparador, amigo de imaginar mecanismos o entrometerse con ellos. Sus manos y las herramientas se conjugan como el aire y el viento —Kupuka tomaba por la punta sus dedos huesudos y los sacudía para acompañar sus afirmaciones—. La valentía, sí. La estrategia, también. Pero el ingenio de un constructor prodigioso será indispensable en aquel desierto.

Todos asintieron de inmediato, sin preguntas ni réplicas. Solamente Cucub se mostró inquieto y preguntó a uno de los guerreros lo que ya había preguntado muchas veces en el transcurso de las últimas horas:

—Entonces, ¿Thungür ha ordenado que yo permaneciera aquí?

—Así es, Cucub. Lo dijo claramente.

—También dijo… —el pequeño zitzahay repetía la parte que lo tranquilizaba—, dijo que será hasta tanto mi partida resulte indispensable y tenga una intención.

—Así es —le respondieron.

Tal vez para aplacar su desilusión, Cucub comenzó a buscar nombres para sus cargos y responsabilidades:

—Ojos de Thungür en Los Confines, mensajero de la retaguardia, músico en las mañanas y vigía en las noches, piernas de los ancianos, padre de los niños…

Cuando Cucub terminó de enumerar, estaba solo.

Pero alguien más iba a desilusionarse aquella noche.

Una mujer se acercó al grupo de guerreros que, en esos momentos, comían su porción de carne de carpincho sentados cerca del fuego. Una mitad de su cabello caía trenzado hasta la cintura, la otra mitad, en cambio, estaba cortada a la altura del mentón.

—Soy Nanahuatli —dijo la mujer, hincándose junto a los hombres.

—Sabemos de ti, princesa —el guerrero se había limpiado la boca con el dorso de la mano antes de responder—. Y conocemos la causa por la que llevas de esa forma el cabello.

Al oír al guerrero, Nanahuatli se atrevió a preguntar.

—¿Hay algo que Thungür haya mandado decir tan sólo para que yo escuche?

Los guerreros se miraron entre sí.

—No —respondió uno, con los ojos bajos—. Creo que no.

—¿Crees que no…? —repitió Nanahuatli.

—Lo he dicho mal —respondió el guerrero. Y agregó sin ánimo—: Thungür no envió ningún mensaje para ti.

Nanahuatli quedó en silencio. Buscó con movimien- tos nerviosos la trenza que no tenía, mientras las lágrimas transformaban sus ojos en lagos negros. Uno de los guerreros quiso mitigar la pena.

—Aquello es la guerra, Nanahuatli. Thungür anda sin descanso, apenas duerme por las noches. Thungür carga el destino sobre sus hombros…

Pero la princesa del Sol se levantó y se alejó de allí sin permitirle terminar.

Dos soles después, la partida estaba dispuesta.

Los hombres de Thungür llevaban consigo todo lo que el pueblo de Los Confines había logrado reunir, más una recua de animales con cabellera, jóvenes y briosos. El Padrecito del Paso iba con ellos. Y cerrando la caravana, marchaban los que habían alcanzado, en ese tiempo, edad suficiente para ir a la guerra.

Dos del grupo de nuevos guerreros giraron la cabeza y miraron, durante largo rato, lo que quedaba atrás.

—¿Viste como yo? —preguntó un anciano del consejo a Kupuka, que estaba a su lado.

—Lo he visto, sí. Son dos que no tienen la misma estatura por fuera y por dentro.

—¿Qué sucederá con ellos?

—Yo no sé lo que sucederá —contestó el Brujo anciano—. Pero ¿quieres saber lo que presiento?

—Quiero saberlo.

—Presiento un hacha husihuilke que chorrea su misma sangre.

En Los Confines quedaba un pueblo de ancianos y mujeres, de niños y Brujos que no podían soñar con nada mejor que una cosecha de zapallos.

El quinto puente

ANTES ESTUVIERON ALLÍ LAS ABEJAS. EL AIRE DE LA ORILLA oeste del gran canal fue territorio de las abejas del país del Sol. Los colmenares ocupaban un vasto espacio rodeado de plantaciones y de huertos silvestres donde abundaban arbustos propicios para la miel. Cuando los sideresios entraron en la ciudad, las abejas abandonaron ese aire. Y se escondieron en colonias temblorosas muy adentro de la selva. Sólo una quedó encerrada en la boca de Acila.

Sin embargo, en el lugar aún persistía el tumulto de los enjambres. Algo continuaba zumbando; algo aleteaba por todas partes. Y un dulzor lejano se mezclaba en la saliva de quienes cruzaban el quinto puente.

Cuando ya no hubo jalea para llenar las calabazas secas, ni bloques de cera dorada, la barraca se quedó sola. Los sideresios no andaban por ahí; menos aún desde que el canal no traía agua. Por esa causa, los jugadores de yocoy lo eligieron como sitio para aquella reunión.

La conspiración se había fortalecido. Y aunque el número de conjurados era reducido, puesto que así fue determinado para mejor encubrir el secreto, la alianza se estrechaba. Las dos Casas comprendieron que nada sería posible para unos y otros si Misáianes se entronizaba en las Tierras Fértiles. Los conspiradores se sabían a un tiempo jugadores y piezas. El tablero era el país de los Señores del Sol.

Esa madrugada los hombres estaban reunidos a la espera de saber si uno de los movimientos decisivos se había llevado a cabo. La conversación apenas era audible. Alguien golpeó la puerta de la barraca con la secuencia establecida. Solamente faltaba Acila. Los hombres se miraron entre sí…, y sonrieron.

Lengua Demorada era esencial en el desarrollo de sus planes. Y, al parecer, había logrado cumplir con la primera parte de su cometido.

Uno de los jugadores de yocoy quitó la tranca de madera y abrió sin reparos. Hombre y mujer se hermanaron por la mirada. Ella inclinó la cabeza, y entró a la barraca. Pero Acila no estaba sola…

Detrás de ella, entraron los hombres de Molitzmós. Los jugadores de yocoy nada pudieron hacer para defenderse, puesto que eran hombres de pensamiento y no de espada. Quizás porque amanecía, la matanza fue breve y silenciosa. Todos los conspiradores, sin faltar uno, murieron mirando los ojos de Acila. Y ella, que entendió lo que esos ojos le decían, respondió con los suyos lo único posible. “Vence el que es mejor, por eso vence.”

Ya estaba el sol cuando la comitiva de Molitzmós cruzó el quinto puente arrastrando muertos. Bajo el sol, los puentes se ven más bellos y las matanzas se comprenden menos. El príncipe gobernante dio orden de exponer los cadáveres en la ciudad a modo de escarmiento.

Luego se dijo que ese justo día, en la orilla oeste del canal mayor, se apagó el zumbido, cesó el aleteo. Y si algún dulzor quedaba no era de miel, sino de sangre.

Ya de regreso en el palacio de mando, Molitzmós ordenó que Acila recibiera habitaciones y que fuera bañada y vestida. Pero Acila contradijo la orden y le anunció al Señor del Sol que regresaba a las ruinas donde vivía.

—Eso no parece estar de acuerdo con los deseos que antes expresaste —dijo Molitzmós.

Le respondió Acila que se equivocaba. Le dijo que eran las menesterosas, las miserables órdenes que acababa de dar lo que no estaba de acuerdo con sus deseos.

—¿Dices que mi ofrecimiento es menesteroso?

—Sí —Acila habló con calma—. Eso digo.

Molitzmós, que tanto dominaba el arte de engañar a los otros, no podía hacerlo consigo mismo. Enseguida admitió que ese retorcimiento en el pecho era ternura, porque sólo los desplantes del orgullo lo enternecían. El príncipe gobernante recordó su enorme soledad en el palacio de mando.

—Vivirás con lujos y placeres —insistió.

Pero la respuesta de Acila fue una cascada de frío.

Lengua Demorada dijo que no era una habitación y algunos vestidos lo que pretendía. Que no se había arriesgado por una ración de buena comida. Y que sólo cuando Molitzmós tuviese algo mejor que ofrecerle enviara por ella.

Por ese tiempo, el Señor del Sol tenía cinco esposas jóvenes y bellas que le ayudaban a mitigar los amargos días de parecer príncipe sin serlo. Cinco mujeres, primas y nobles de su propia Casa, que él había señalado y exigido para sí. Sin embargo, todas se asemejaban a los ojos del príncipe, y ninguna le resultaba imprescindible.

Pero ese no era el día en que Acila obtendría el lugar que estaba demandando. El día del destino de Lengua Demorada esperaba adelante en el tiempo. Y sería una noche de flores cerradas.

—Aún ahora podría ordenar tu muerte —le recordó Molitzmós.

—Un mezquino movimiento para tan m… magnífico jugador —dijo Acila.

El príncipe admitía su deuda, y deseaba recompensarla. Sin embargo, no estaba dispuesto a otorgarle tanto como ella exigía.

—Puedes marcharte a ese triste palacio que habitas. Y recuerda que si algún conspirador quedó con vida por no encontrarse esta madrugada en el quinto puente, querrá vengarse en ti.

Acila giró sin decir más. De pronto, Molitzmós la detuvo:

—¿Cuánto conoces del Códice Balameb?

La mujer comenzó con el texto del Códice tal como si lo tuviese frente a sus ojos.

“Aquí nosotros, los Primeros Viejos, escribimos para nadie. Decimos que una vez la Magia fue noche y día, mitad por mitad. Escribimos en predicciones; por eso escribimos para nadie. Lloraríamos si nuestro llanto pudiera hacer que la serpiente mantuviera unidas su cabeza y su cola. Pero aunque lloremos nosotros, los Primeros Viejos, la serpiente se hendió al medio. Aquí nosotros…”

Y repitiéndolo, se marchó. Molitzmós del Sol, paralizado de asombro, la dejó partir.

Dentro del palacio, los bálsamos ardían junto a cada ventana intentando disimular la fetidez que subía desde las calles. Pero tras las cortinas de seda se distinguían los espectros de los hombres y de los pájaros, los árboles sin hojas en medio del verano, y una multitud de ratas espesas que se alimentaban con pesadillas.

Los jugadores de yocoy, los que intentaron recuperar la dignidad del trono, colgaban atados por los pies. Los hombres y las mujeres del pueblo del Sol los lloraban. Muchos habían oído murmullos de una conspiración contra el hombre que los había arrastrado a una falsa guerra entre linajes, para luego entregarlos a los extranjeros.

Y los extranjeros, que no los dejaban cantar sus lamentos, fumar sus hojas, ni honrar a los muertos. ¡Que ni siquiera les permitían terminar de morir…!

Las moscas, yendo y viniendo desde la carne inflamada de los conspiradores hasta el maíz agrio que comían los hombres, eran el único vínculo entre lo que había sido una esperanza y lo que era, en esa tarde de verano, una pena infinita.

A causa del maíz agrio los hombres sufrían de largas fiebres. Pero les tardaba la suerte de morir. Porque buena dicha era estarse muerto en vez de caminar, trabajar y dormir sucios del propio estómago; que mucho dolía hacerlo, caminar, trabajar y dormir, cuando las chorreaduras entre las piernas se endurecían como cortezas y después se resquebrajaban en líneas de sangre.

—Y el Sol que ve nuestras desgracias, ¿acaso no las ve?

—¿Por qué hablas así, vecino?

—Porque regresa cada mañana para iluminar a los extranjeros.

—Pregunto por qué no te lamentaste cuando a nosotros nos iluminaba.

—Nosotros, mi vecino, somos sus hijos…

—¿Lo éramos cuando yo te mataba a ti, y tú a mí?

—Según piensas, somos culpables de los males que sufrimos.

—Según piensas tú, es culpable el Sol.

Tiempo después, cuando los conspiradores fueron descolgados de los árboles y arrojados a una fosa, llegó el día de Lengua Demorada. Las flores nocturnas acababan de cerrarse. Y por primera vez desde la caída de Hoh-Quiú sonaron las aldabas. “Son ellos”, dijeron juntas el ama y su sierva.

Los enviados de Molitzmós, soldados del país del Sol, parecían satisfechos de cumplir con la tarea de escoltar a Acila hasta el palacio de mando.

—El príncipe ordena.

Ellos no dijeron nada más; pero Acila supo que había logrado su propósito.

Solitario en un palacio que no era suyo, rodeado de sideresios que no disimulaban sus burlas y de pequeñas mujercitas temerosas, el príncipe la había añorado. Por fin, ordenó que fueran a buscarla. Ella pedía ser desposada. Él deseaba homenajear su valentía.

“No hay mayor coraje que aceptar el dolor de los remordimientos; ni mayor inteligencia que amarnos a nosotros mismos más que a nuestra virtud”, pensaba Molitzmós.

Acila sería una esposa diferente. Con ella podría jugar yocoy y hablar acerca de los antiguos códices.

Ya en el palacio, Acila fue conducida a la sala de mando. Los sideresios que la vieron pasar la insultaron con risas y palabras. A ellos no les importaba esa boda… Más todavía, era mejor que Molitzmós se entretuviese desposándose de nuevo. Mientras tanto se acercaría otra flota, con armas y hombres. Y todas las plagas de Misáianes para derramar sobre el sur rebelde que aún no aceptaba deponer el alma ante el Amo del mundo. Pero sobre todo llegaría un emisario. Uno que, como Drimus, trazara las líneas invisibles de la guerra.

Eso ocurriría cuando las naves de Misáianes lograran burlar a los navegantes de cabello rojo que apestaban las costas de las Tierras Antiguas. Ellos y sus naves ligeras, tan parecidas a las olas…

—Te debo mucho —admitió Molitzmós cuando la tuvo frente a él—. Tendrás lo que quieres.

—Eres tú —dijo Acila— quien… quien tendrá lo que quiere.

Molitzmós se rio con franqueza. Podía reconocerse en esa altanería de sangre más nítidamente que en los cristales pulidos.

De inmediato, Acila pidió que una sierva de su propiedad fuera conducida al palacio de mando para su servicio personal.

—Aquí tendrás toda la servidumbre que desees y te sea necesaria —replicó Molitzmós.

No era suficiente. Acila insistió en que trajeran a su lado a una anciana de dedos torcidos, que había sido su nodriza. Finalmente, Molitzmós del Sol aceptó el pedido.

Pero Acila quiso algo más. El día de la boda deseaba usar una corona que había hecho con sus manos. También eso le fue concedido.

Acila pasó el resto del día controlando personalmente los tocados y los vestidos que estaban confeccionando para ella.

A la mañana siguiente se presentó ante Molitzmós del todo transformada en su apariencia. Había elegido tan acertadamente un manto azul que daba la impresión de que, al revés, fuera el manto el que la había elegido. Llevaba cubierto el cabello con una red de hilos de oro sujeta por una diadema de anillos engarzados. La mujer se detuvo frente a Molitzmós, los ojos a la altura de los ojos. Y quienes los vieron pensaron que, cerca uno del otro, recordaban las alas desplegadas del kúkul. Algo entre el esplendor y la catástrofe, como un atardecer de tormenta.

Un círculo de polvo de oro adentro de un círculo de fuego perfumado. En el centro, bajo una cúpula profusamente adornada, el esposo y la esposa se sentaban sobre taburetes altos. Así se celebraban las bodas en el Valle Dorado.

Acila vestía una túnica roja ceñida en la cadera con varias vueltas de un cordón de oro. Llevaba su extraña corona como única joya.

Los sideresios pasaban cerca con animales y carcajadas. Misáianes los había despojado de cualquier vestigio de limpieza en sus corazones; por eso no eran capaces de comprender las ceremonias. Ninguna ceremonia: ni una boda, ni un amanecer, ni el nacimiento de un puma en el monte.

Acila tomó la mano de Molitzmós y la apretó con fuerza. Enseguida se acercó para hablarle al oído. Y le aseguró, con susurros entrecortados, que muy pronto aquellos hombres lo reconocerían como el nuevo emisario del Amo en las Tierras Fértiles.

Lengua Demorada no tuvo que esperar demasiado para convertirse en la esposa favorita del príncipe. Juntos se reían de cosas que nadie más lograba comprender, hablaban en voz baja acerca de las antiguas profecías y jugaban partidas de yocoy que Molitzmós ganaba cada vez con mayor dificultad.

Había otras esposas jóvenes y bellas. Pero solamente Acila vio dormir al príncipe.

Cuando eso ocurría, ella caminaba sigilosa hasta las ventanas y buscaba en el cielo las constelaciones sagradas para confesarles sus ambiciones. Los animales de luz que corren por los senderos de lo alto se detenían a escucharla.

En muchos modos, Acila y Molitzmós se hicieron inseparables. Y, sin embargo, el príncipe buscaba con frecuencia la compañía de sus esposas jóvenes. Esa tarde calurosa, jugaba con dos de ellas en uno de los estanques del palacio. Acila se acercó en silencio y se quedó observando tras un enrejado cubierto de plantas trepadoras. Las mujeres reían, el príncipe reía. Acila cortó una hoja tierna y estuvo mordiéndola sin apartar sus ojos de las risas.

El breve tiempo que llevaba Acila en el palacio de mando bastó para hacerle comprender que Molitzmós se estaba dejando envolver por los vicios de la corte. Una mitad de él estaba ganada por el aturdimiento que precede a la lujuria; la otra mitad, por la pereza que le sigue.

No era que el príncipe gobernante hubiese olvidado la promesa que había hecho un día, junto a la agonía de su abuelo. Y que repitió luego, con mayor firmeza, cuando comprendió que Misáianes no lo contaba como un dedo de su mano derecha.

Molitzmós no había resignado su anhelo de transformarse en Señor de las Tierras Fértiles. Pero, en verdad, se le perdían los días y las noches. La violenta perseverancia que lo había guiado hasta ese sitio estaba saturada de oacal, aceitosa de bálsamos aromáticos. Molitzmós quería caminar y se enredaba en sábanas; quería despertarse y una mujer le besaba los ojos. Acila sabía que aquello debía ser remediado sin demora. Todo estaba perdido si Molitzmós no recuperaba la voluntad de hacerse voz y brazo de Misáianes de aquel lado del Yentru.

Disimulada tras las enredaderas, Acila continuaba mirando. No lo hacía con envidia o dolor; no había llegado hasta allí para que Molitzmós eligiera su cintura. Su afán era otro. Por cumplirlo dio un paso adelante, para hacerse ver por los tres que jugaban en el agua. Apenas apareció, las jóvenes esposas nadaron hasta una orilla como peces asustados. Cuando Molitzmós se irguió para salir del estanque, la burla de Acila se detuvo sobre el cuerpo desnudo del príncipe. Sin piedad, casi sonriente, miró a su esposo mientras se cubría con ademanes rápidos

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