Medio mundo (El mar Quebrado 2)

Joe Abercrombie

Fragmento

cap-2

LOS SIGNOS

Vaciló tan solo un instante, pero fue suficiente para que Espina le atizara en sus partes con el brocal de su escudo.

Aunque los otros chicos armaban barullo y aullaban en su contra, Espina oyó perfectamente el gemido sordo de Brand.

El padre de Espina siempre le decía: «El momento en el que pares será el momento en el que mueras», y ella siempre se había guiado por aquel consejo, para bien y sobre todo para mal. De modo que enseñó los dientes con un gruñido desafiante —era su expresión favorita, a fin de cuentas—, levantó las rodillas del suelo y se abalanzó sobre Brand con más ímpetu que nunca.

Arremetió con el hombro por delante, entrechocaron y rasparon los escudos, y obligó a Brand a retroceder trastabillando playa abajo, con la cara todavía descompuesta de dolor y levantando arena con los talones. El chico lanzó un tajo, pero Espina se agachó para esquivar la espada de madera, hizo un barrido con la suya y lo alcanzó en la pantorrilla, justo por debajo del borde aleteante de su cota de mallas.

Había que reconocer a Brand que no se dejó derribar y ni siquiera gritó; se limitó a retroceder con el sufrimiento patente en el rostro. Espina hizo rodar los hombros, aguardando por si el maestro Hunnan le concedía la victoria, pero el hombre permaneció tan callado como las estatuas del Salón de los Dioses.

A algunos maestros de armas les gustaba considerar las espadas de entrenamiento como si fuesen reales, y detenían los combates si alguien propinaba lo que con un filo de acero habría sido un golpe mortal. Pero Hunnan prefería que sus discípulos se derrumbaran del todo, sufrieran y aprendieran por las malas. Los dioses sabían que Espina había aprendido bastantes lecciones por las malas en el cuadrado de Hunnan. Se alegraba de poder impartir también alguna.

Dedicó a Brand una sonrisa burlona —era su segunda expresión favorita, a fin de cuentas— y gritó:

—¡Venga, cobarde!

Brand era fuerte como un buey y aún le quedaban muchas ganas de pelea, pero cojeaba y empezaba a notar el cansancio, además de que Espina se había asegurado de tener la pendiente de la playa a su favor. Mantuvo la mirada fija en él, esquivó un espadazo, esquivó otro y se apartó a un lado al ver llegar un tosco ataque desde arriba, con lo que quedó frente al costado expuesto de Brand. «El mejor lugar para envainar un arma es la espalda de tu enemigo», decía siempre su padre, pero el costado servía casi igual de bien. Dio un porrazo con su espada de madera en las costillas de Brand que sonó como un tronco al partirse y dejó al chico tambaleante e indefenso, mientras ella sonreía más que nunca. No hay mejor sensación en el mundo que la de asestar un golpe perfecto a alguien.

Una patada en el culo con la suela de la bota hizo que Brand cayera a cuatro patas contra la ola más reciente, que al retirarse con un susurro arrastró su espada playa abajo y la dejó enredada en unas algas.

Espina se acercó y vio a Brand torcer el gesto, con el pelo mojado pegado a una mejilla y los dientes llenos de sangre por el golpe con el puño de la espada que se había llevado antes. A lo mejor habría debido sentir lástima, pero ya hacía mucho tiempo que Espina no podía permitírselo.

Lo que hizo fue apretar su filo de madera lleno de muescas contra el cuello del chico y decir:

—¿Y bien?

—De acuerdo. —Brand hizo un débil ademán para apartarla, casi incapaz de vocalizar—. Me rindo.

—¡Ja! —le gritó Espina en la cara—. ¡Ja! —gritó a los cabizbajos compañeros que rodeaban el cuadrado—. ¡Ja! —gritó al maestro Hunnan, antes de alzar su espada y su escudo en un gesto triunfal para desafiar al cielo lloroso.

Unos pocos aplausos desganados, cuatro murmullos y se acabó. Espina había escuchado vítores mucho más enardecidos por victorias mucho más miserables, pero no estaba allí para llevarse aplausos.

Estaba allí para ganar.

De vez en cuando una niña recibía el don de la Madre Guerra, y entonces acudía junto a los chicos al cuadrado de entrenamiento para aprender a luchar. Siempre había unas cuantas entre los niños más pequeños, pero con el tiempo iban dejándolo para dedicarse a quehaceres más apropiados, o luego se las convencía para dejarlo, o luego se las obligaba a dejarlo a base de gritos y abusos y golpes hasta que todas aquellas lamentables malas hierbas quedaban erradicadas y solo permanecía en el cuadrado la gloriosa flor de la masculinidad.

Si los vansterlandeses cruzaban la frontera, o si los isleños desembarcaban para una incursión, o si llegaban ladrones en plena noche, las mujeres de Gettlandia empuñaban el acero sin titubeos y luchaban hasta la muerte, muchas de ellas con una destreza del demonio. Siempre había sido así. Pero ¿cuándo fue la última vez que una mujer superó las pruebas, pronunció los juramentos y se ganó su puesto en una incursión?

Había historias. Había canciones. Pero ni siquiera la vieja Fen, la persona más anciana de Thorlby, y, según algunos, del mundo, había visto nada similar en todos sus incontables días.

Hasta ese momento.

Cuánto trabajo. Cuántas burlas. Cuánto dolor. Pero Espina los había derrotado. Cerró los ojos, sintió el beso salado que le daba el viento de la Madre Mar en la cara sudada y pensó en lo orgulloso que estaría su padre.

—He pasado la prueba —susurró.

—Aún no. —Espina nunca había visto sonreír al maestro Hunnan, pero tampoco lo había visto nunca con un ceño tan sombrío—. Soy yo quien elige a qué desafíos te enfrentas. Yo decido cuándo pasas las pruebas. —Echó un vistazo a los chicos de la edad de Espina, dieciséis años, algunos de ellos inflados ya de orgullo por haber superado sus propias pruebas—. Rauk, ahora luchas tú contra ella.

Las cejas de Rauk se alzaron un momento, pero luego miró a Espina y se encogió de hombros.

—¿Por qué no? —dijo, y pasó entre dos compañeros para entrar en el cuadrado, se ciñó el escudo al brazo y recogió una espada de entrenamiento.

Era un chico cruel, además de diestro. Ni por asomo tenía la fuerza de Brand, pero en cambio era mucho menos propenso a vacilar. Aun así, Espina había podido con él alguna vez, de modo que...

—Rauk —dijo Hunnan, apuntando todavía hacia los chicos con un dedo nudoso—, Sordaf y Edwal.

La brillante sensación de triunfo se escurrió de Espina como el agua de una bañera agrietada. Hubo murmullos entre los chicos mientras Sordaf, grandote, lento y obtuso pero la mejor elección a la hora de pisotear a un adversario caído, salía con pesadez a la arena y tensaba las correas de su malla con dedos regordetes.

Edwal, un chico rápido, de hombros estrechos y con una maraña de rizos castaños, no obedeció al instante. Espina siempre lo había considerado uno de los mejores del grupo.

—Maestro Hunnan, siendo tres...

—Si quieres un puesto en la incursión del rey —atajó Hunnan—, harás lo que se te ordena.

Todos querían un puesto. Lo anhelaban casi tanto como Espina. Edwal miró a su alrededor con la frente arrugada, pero nadie más protestó. A regañadientes, se separó del grupo y recogió una espada de madera.

—No es justo.

Espina estaba acostumbrada a poner siempre una cara valiente, por malas que fueran las perspectivas, pero su voz sonó como un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos