LOS SIGNOS
Vaciló tan solo un instante, pero fue suficiente para que Espina le atizara en sus partes con el brocal de su escudo.
Aunque los otros chicos armaban barullo y aullaban en su contra, Espina oyó perfectamente el gemido sordo de Brand.
El padre de Espina siempre le decía: «El momento en el que pares será el momento en el que mueras», y ella siempre se había guiado por aquel consejo, para bien y sobre todo para mal. De modo que enseñó los dientes con un gruñido desafiante —era su expresión favorita, a fin de cuentas—, levantó las rodillas del suelo y se abalanzó sobre Brand con más ímpetu que nunca.
Arremetió con el hombro por delante, entrechocaron y rasparon los escudos, y obligó a Brand a retroceder trastabillando playa abajo, con la cara todavía descompuesta de dolor y levantando arena con los talones. El chico lanzó un tajo, pero Espina se agachó para esquivar la espada de madera, hizo un barrido con la suya y lo alcanzó en la pantorrilla, justo por debajo del borde aleteante de su cota de mallas.
Había que reconocer a Brand que no se dejó derribar y ni siquiera gritó; se limitó a retroceder con el sufrimiento patente en el rostro. Espina hizo rodar los hombros, aguardando por si el maestro Hunnan le concedía la victoria, pero el hombre permaneció tan callado como las estatuas del Salón de los Dioses.
A algunos maestros de armas les gustaba considerar las espadas de entrenamiento como si fuesen reales, y detenían los combates si alguien propinaba lo que con un filo de acero habría sido un golpe mortal. Pero Hunnan prefería que sus discípulos se derrumbaran del todo, sufrieran y aprendieran por las malas. Los dioses sabían que Espina había aprendido bastantes lecciones por las malas en el cuadrado de Hunnan. Se alegraba de poder impartir también alguna.
Dedicó a Brand una sonrisa burlona —era su segunda expresión favorita, a fin de cuentas— y gritó:
—¡Venga, cobarde!
Brand era fuerte como un buey y aún le quedaban muchas ganas de pelea, pero cojeaba y empezaba a notar el cansancio, además de que Espina se había asegurado de tener la pendiente de la playa a su favor. Mantuvo la mirada fija en él, esquivó un espadazo, esquivó otro y se apartó a un lado al ver llegar un tosco ataque desde arriba, con lo que quedó frente al costado expuesto de Brand. «El mejor lugar para envainar un arma es la espalda de tu enemigo», decía siempre su padre, pero el costado servía casi igual de bien. Dio un porrazo con su espada de madera en las costillas de Brand que sonó como un tronco al partirse y dejó al chico tambaleante e indefenso, mientras ella sonreía más que nunca. No hay mejor sensación en el mundo que la de asestar un golpe perfecto a alguien.
Una patada en el culo con la suela de la bota hizo que Brand cayera a cuatro patas contra la ola más reciente, que al retirarse con un susurro arrastró su espada playa abajo y la dejó enredada en unas algas.
Espina se acercó y vio a Brand torcer el gesto, con el pelo mojado pegado a una mejilla y los dientes llenos de sangre por el golpe con el puño de la espada que se había llevado antes. A lo mejor habría debido sentir lástima, pero ya hacía mucho tiempo que Espina no podía permitírselo.
Lo que hizo fue apretar su filo de madera lleno de muescas contra el cuello del chico y decir:
—¿Y bien?
—De acuerdo. —Brand hizo un débil ademán para apartarla, casi incapaz de vocalizar—. Me rindo.
—¡Ja! —le gritó Espina en la cara—. ¡Ja! —gritó a los cabizbajos compañeros que rodeaban el cuadrado—. ¡Ja! —gritó al maestro Hunnan, antes de alzar su espada y su escudo en un gesto triunfal para desafiar al cielo lloroso.
Unos pocos aplausos desganados, cuatro murmullos y se acabó. Espina había escuchado vítores mucho más enardecidos por victorias mucho más miserables, pero no estaba allí para llevarse aplausos.
Estaba allí para ganar.
De vez en cuando una niña recibía el don de la Madre Guerra, y entonces acudía junto a los chicos al cuadrado de entrenamiento para aprender a luchar. Siempre había unas cuantas entre los niños más pequeños, pero con el tiempo iban dejándolo para dedicarse a quehaceres más apropiados, o luego se las convencía para dejarlo, o luego se las obligaba a dejarlo a base de gritos y abusos y golpes hasta que todas aquellas lamentables malas hierbas quedaban erradicadas y solo permanecía en el cuadrado la gloriosa flor de la masculinidad.
Si los vansterlandeses cruzaban la frontera, o si los isleños desembarcaban para una incursión, o si llegaban ladrones en plena noche, las mujeres de Gettlandia empuñaban el acero sin titubeos y luchaban hasta la muerte, muchas de ellas con una destreza del demonio. Siempre había sido así. Pero ¿cuándo fue la última vez que una mujer superó las pruebas, pronunció los juramentos y se ganó su puesto en una incursión?
Había historias. Había canciones. Pero ni siquiera la vieja Fen, la persona más anciana de Thorlby, y, según algunos, del mundo, había visto nada similar en todos sus incontables días.
Hasta ese momento.
Cuánto trabajo. Cuántas burlas. Cuánto dolor. Pero Espina los había derrotado. Cerró los ojos, sintió el beso salado que le daba el viento de la Madre Mar en la cara sudada y pensó en lo orgulloso que estaría su padre.
—He pasado la prueba —susurró.
—Aún no. —Espina nunca había visto sonreír al maestro Hunnan, pero tampoco lo había visto nunca con un ceño tan sombrío—. Soy yo quien elige a qué desafíos te enfrentas. Yo decido cuándo pasas las pruebas. —Echó un vistazo a los chicos de la edad de Espina, dieciséis años, algunos de ellos inflados ya de orgullo por haber superado sus propias pruebas—. Rauk, ahora luchas tú contra ella.
Las cejas de Rauk se alzaron un momento, pero luego miró a Espina y se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —dijo, y pasó entre dos compañeros para entrar en el cuadrado, se ciñó el escudo al brazo y recogió una espada de entrenamiento.
Era un chico cruel, además de diestro. Ni por asomo tenía la fuerza de Brand, pero en cambio era mucho menos propenso a vacilar. Aun así, Espina había podido con él alguna vez, de modo que...
—Rauk —dijo Hunnan, apuntando todavía hacia los chicos con un dedo nudoso—, Sordaf y Edwal.
La brillante sensación de triunfo se escurrió de Espina como el agua de una bañera agrietada. Hubo murmullos entre los chicos mientras Sordaf, grandote, lento y obtuso pero la mejor elección a la hora de pisotear a un adversario caído, salía con pesadez a la arena y tensaba las correas de su malla con dedos regordetes.
Edwal, un chico rápido, de hombros estrechos y con una maraña de rizos castaños, no obedeció al instante. Espina siempre lo había considerado uno de los mejores del grupo.
—Maestro Hunnan, siendo tres...
—Si quieres un puesto en la incursión del rey —atajó Hunnan—, harás lo que se te ordena.
Todos querían un puesto. Lo anhelaban casi tanto como Espina. Edwal miró a su alrededor con la frente arrugada, pero nadie más protestó. A regañadientes, se separó del grupo y recogió una espada de madera.
—No es justo.
Espina estaba acostumbrada a poner siempre una cara valiente, por malas que fueran las perspectivas, pero su voz sonó como un balido desesperado. Como un cordero al que llevan sin remedio frente al cuchillo del matarife.
Hunnan desdeñó el argumento con un bufido.
—Este cuadrado es el campo de batalla, chica, y el campo de batalla no es justo. Puedes considerarlo la última lección que aprenderás aquí.
La frase despertó algunas risitas aquí y allá, tal vez procedentes de compañeros a los que había dado humillantes palizas en algún momento. Brand observaba desde detrás de unos mechones sueltos que le caían en la cara, con una mano en torno a la barbilla ensangrentada. Había otros chicos con la mirada fija en la arena que tenían a sus pies. Todos sabían que no era justo. A todos les daba igual.
Espina tensó la mandíbula, subió una mano a la bolsita que llevaba colgada al cuello y la apretó con fuerza. Había sido ella contra el mundo desde antes de tener memoria. Si algo era Espina, era una luchadora. Tardarían en olvidar la pelea con la que iba a obsequiarles.
Rauk hizo un gesto con la cabeza a los otros dos para que se separaran, con la intención de rodearla. Tal vez no fuese lo peor que podía ocurrir. Si atacaba deprisa, a lo mejor podía tumbar a uno y procurarse un atisbo de esperanza contra los otros dos.
Los miró a los ojos, tratando de adivinar su siguiente movimiento. Edwal: reticente, conteniendo el paso. Sordaf: vigilante, con el escudo alzado. Rauk: meneando la espada, luciéndose para el público.
Espina se conformaba con borrarle esa sonrisa de los labios. Si se los llenaba de sangre, se daría por satisfecha.
La sonrisa de Rauk vaciló cuando Espina profirió su grito de guerra. El chico bloqueó el primer tajo con el escudo, cedió terreno y se protegió de un segundo asalto que hizo volar astillas, pero entonces Espina lo engañó con la mirada para hacer que levantara el escudo, se agachó en el último momento y le asestó un golpetazo en la cadera. Rauk gritó y se volvió a un lado por acto reflejo, ofreciéndole la nuca. Espina ya estaba levantando de nuevo su espada.
Captó un movimiento por el rabillo del ojo y oyó un crujido terrible. Casi no sintió la caída, pero de pronto la arena le dio un buen golpe en la espalda y la dejó mirando al cielo con cara de tonta.
Era el problema de lanzarse a por un adversario sin hacer caso de los otros dos.
Las gaviotas graznaban desde las alturas, volando en círculos.
Las torres de Thorlby se recortaban negras contra el cielo brillante.
«Más vale que te levantes —decía su padre—. Boca arriba no vas a ganar nada.»
Espina rodó, sin energía, torpe y con la cara convertida en un suplicio palpitante mientras la bolsita escapaba por el cuello de su jubón y se balanceaba en el cordel.
Una ola fría subió por la playa y le mojó las rodillas al tiempo que Sordaf le propinaba un pisotón tremendo y algo crujía como un palo rompiéndose.
Mientras Espina intentaba levantarse, la bota de Rauk se estrelló contra sus costillas y la envió rodando por la arena entre toses.
La ola remitió y la sangre que goteaba de su labio inferior empezó a manchar la arena mojada.
—¿Paramos? —oyó que preguntaba Edwal.
—¿Os he dicho que paréis? —replicó la voz de Hunnan.
Espina cerró la mano con fuerza en torno al puño de su espada, preparándose para un intento más.
Cuando vio que Rauk estaba cerca, le agarró la pierna en plena patada y se abrazó a ella. Se levantó tirando con fuerza hacia arriba y rugió en la cara de su oponente, que trastabilló hacia atrás haciendo aspavientos con los brazos.
Espina se tambaleó en dirección a Edwal, más cayendo que cargando, mientras la Madre Mar, el Padre Tierra, el ceño de Hunnan y los rostros de los chicos oscilaban y rodaban ante sus ojos. Edwal la agarró, más para sostenerla que para intentar derribarla. Espina trató de mantenerse en pie echándole una mano al hombro, pero se torció la muñeca, perdió la espada y se alejó de él con pasos tambaleantes, antes de caer de rodillas y volver a levantarse. Su escudo bailaba a un lado con una correa rota. Espina dio media vuelta entre escupitajos y maldiciones, y entonces se detuvo de repente.
Sordaf se había quedado quieto, con la espada flácida a un lado y la mirada fija.
Rauk se había quedado tendido, con los codos apoyados en la arena húmeda y la mirada fija.
Brand se había quedado entre los otros chicos, todos ellos boquiabiertos y todos ellos con la mirada fija.
Edwal abrió la boca, pero lo único que logró emitir fue un extraño sonido que recordaba a un pedo. El chico soltó la espada de entrenamiento y dobló el brazo para darse unos torpes manotazos en el cuello.
Allí estaba la empuñadura de la espada de Espina. El pisotón de Sordaf había partido el filo de madera dejando una larga esquirla, cuya punta brillaba roja después de haber atravesado el cuello de Edwal.
—Dioses —susurró alguien.
Edwal se cayó de rodillas y dejó escapar por la boca una espuma sanguinolenta que goteó en la arena.
El maestro Hunnan lo sostuvo antes de que cayera de lado. Brand y algunos otros se acercaron, corriendo y gritando todos a la vez. El corazón de Espina atronaba en sus oídos y le impedía distinguir las palabras.
Se levantó a duras penas, con el rostro dolorido y azotado por los mechones sueltos de sus trenzas que movía el viento, preguntándose si todo aquello sería una pesadilla. Tenía que serlo. Suplicó a los dioses que lo fuese. Cerró los párpados con fuerza y apretó y apretó y apretó.
Había hecho lo mismo cuando la llevaron a ver el cadáver de su padre, blanco y frío bajo la cúpula del Salón de los Dioses.
Pero aquello había sido real, y lo que tenía delante también lo era.
Cuando abrió los ojos, los chicos seguían arrodillados en torno a Edwal, por lo que solo pudo ver de él unas botas con las puntas hacia fuera. Por la arena bajaban unos hilos negros en zigzag, pero entonces la Madre Mar envió una ola que los volvió rojos, y luego rosados, y por fin los hizo desaparecer al retirarse.
Y por primera vez en mucho tiempo, Espina sintió auténtico miedo.
Hunnan se levantó con parsimonia y se volvió despacio hacia ella. Siempre tenía fruncido el ceño, sobre todo cuando la miraba. Pero en esa ocasión Espina captó en sus ojos un brillo que no había visto nunca.
—Espina Bathu. —La señaló con un dedo rojo—. Yo te nombro asesina.
ENTRE LAS SOMBRAS
«Haz el bien —había dicho a Brand su madre el día en que murió—. Vive en la luz.»
A los seis años apenas comprendía lo que significaba hacer el bien. A los dieciséis no creía entenderlo mucho mejor. Allí estaba, al fin y al cabo, desperdiciando lo que debía haber sido su gran momento triunfal en preguntarse qué tenía que hacer.
Era un gran honor montar guardia al pie de la Silla Negra, ser aceptado como guerrero de Gettlandia bajo la mirada de dioses y hombres. Y le había costado horrores conseguirlo, ¿o no? ¿Acaso no había sangrado? ¿Acaso no se había ganado su puesto? Desde donde alcanzaba la memoria de Brand, siempre había soñado con formar junto a sus hermanos de armas entre las sagradas piedras del Salón de los Dioses.
Pero no tenía la sensación de que aquello fuese vivir en la luz.
—Me preocupa esta incursión contra los isleños —estaba diciendo el padre Yarvi, con los circunloquios que empleaban siempre los clérigos—. El Alto Rey ha prohibido que se blandan las espadas. Lo verá con muy malos ojos.
—El Alto Rey lo prohíbe todo —repuso la reina Laithlin, con una mano en su abultado vientre de embarazada—. Y lo ve todo con malos ojos.
Junto a ella, el rey Uthil se inclinó hacia delante en la Silla Negra.
—Y al mismo tiempo ordena a los isleños, a los vansterlandeses y a cualquier otro perro que pueda doblegar que se alcen en armas contra nosotros.
Entre los grandes hombres y mujeres de Gettlandia que se habían congregado ante la tarima del trono se extendió una oleada de furia. Una semana antes, la voz de Brand habría sido la más alta de todas.
Pero en aquel momento solo podía pensar en Edwal con la espada de madera atravesada en el cuello, soltando babas rojas mientras hacía aquella especie de guarrido agudo, como de cerdo. El último sonido que emitiría jamás. Y en Espina, de pie en la arena con el pelo encima de la cara pringosa de sangre, escuchando con la boca abierta cómo Hunnan la nombraba asesina.
—¡Han asaltado dos de mis barcos! —La llave enjoyada de una mercader rebotó en su pecho mientras agitaba el puño levantado hacia la tarima—. ¡Y no solo han robado el cargamento, también han matado a la tripulación!
—¡Y los vansterlandeses han vuelto a cruzar la frontera! —La voz grave llegó de la parte del salón que ocupaban los hombres—. ¡Han quemado aldeas y se han llevado a buenos gettlandeses como esclavos!
—¡Se vio allí a Grom-gil-Gorm! —gritó alguien, y la mera mención del nombre bastó para llenar la cúpula del Salón de los Dioses con maldiciones murmuradas—. ¡El Rompeespadas en persona!
—Los isleños deben pagarlo con sangre —renegó un viejo guerrero tuerto—, y luego los vansterlandeses, incluido el Rompeespadas.
—¡Claro que deben pagarlo! —exclamó Yarvi, levantando aquella pinza mustia de cangrejo que tenía por mano izquierda para calmar los murmullos—. La cuestión es cuándo y cómo. Los sabios esperan su momento, y ni por asomo estamos preparados para guerrear contra el Alto Rey.
—O siempre se está preparado para guerrear —respondió Uthil mientras giraba con suavidad el puño de su espada para que el filo reluciese en la penumbra— o no se está nunca.
Edwal siempre había estado preparado. Siempre había apoyado al hombre que tenía al lado, como debía hacer un guerrero de Gettlandia. Estaba claro que no merecía morir por ello.
A Espina le daba igual todo lo que quedara más allá de su nariz, y el golpe de brocal que había dado a Brand en sus partes, todavía doloridas, no ayudaba a que este la tuviera en mejor estima. Pero la chica había combatido hasta el final, incluso teniéndolo todo en contra, como debía hacer un guerrero de Gettlandia. Estaba claro que no merecía que la nombraran asesina por ello.
Alzó una mirada compungida hacia las enormes estatuas de los seis altos dioses, que desde las alturas juzgaban cuanto ocurría en torno a la Silla Negra. Que desde las alturas lo juzgaban a él. Brand se retorció como si fuese él quien había matado a Edwal y nombrado asesina a Espina, cuando lo único que hizo fue mirar.
Mirar y no hacer nada.
—El Alto Rey puede convocar a medio mundo en nuestra contra —estaba diciendo el padre Yarvi, con la paciencia de un maestro de armas explicando los conceptos básicos a unos niños—. Los vansterlandeses y los trovenlandeses le han jurado lealtad, los inglingos y los tierrabajeños ya adoran a su Diosa Única, y la abuela Wexen está forjando alianzas también en el sur. Estamos rodeados de enemigos y necesitamos aliados para...
—El acero es la respuesta. —El rey Uthil interrumpió a su clérigo con una voz cortante como una hoja afilada—. El acero debe ser siempre la respuesta. Reunid a los hombres de Gettlandia. Enseñaremos a esos carroñeros de las islas una lección que tardarán en olvidar.
En la parte derecha del salón, los hombres, con el ceño fruncido, se dieron puñetazos en los pechos para mostrar su aprobación, y en la izquierda las mujeres de brillante pelo aceitado dejaron claro su furioso apoyo.
El padre Yarvi inclinó la cabeza. Su deber consistía en hablar en nombre del Padre Paz, pero hasta él se había quedado sin palabras. Aquel día estaba regido por la Madre Guerra.
—Acero, pues.
Brand debería haberse emocionado al oírlo. ¡Una gran incursión, como en las canciones, en la que él ocuparía un puesto de guerrero! Pero su mente seguía atrapada en la playa, junto al cuadrado de entrenamiento, rascándose la costra de lo que pudo haber hecho diferente.
Si no hubiera vacilado, si hubiera atacado sin piedad como debía hacer un guerrero, quizá habría derrotado a Espina y nada más habría ocurrido. O si hubiera protestado con Edwal cuando Hunnan obligó a Espina a enfrentarse a tres chicos, quizá entre los dos podrían haberlo impedido. Pero no había protestado. Hacer frente a un enemigo en el campo de batalla requería valor, pero al menos se afrontaba en compañía de amigos. Para ponerse él solo en contra de sus amigos habría hecho falta una valentía distinta, de un tipo que Brand ni siquiera fingía poseer.
—Queda pendiente el asunto de Hild Bathu —dijo el padre Yarvi, y el nombre hizo que Brand levantara la cabeza de sopetón, como un ratero sorprendido con la mano en un monedero ajeno.
—¿El asunto de quién? —preguntó el rey.
—La hija de Storn el Acantilado —apuntó la reina Laithlin—. Se hace llamar Espina.
—Pero ha hecho algo más que pinchar un dedo —dijo el padre Yarvi—. Ha matado a un chico en el cuadrado de entrenamiento y ha sido nombrada asesina.
—¿Quién la nombra? —preguntó Uthil.
—Yo. —La hebilla dorada de la capa del maestro Hunnan resplandeció al entrar en el círculo de luz que caía sobre el pie de la tarima.
—Maestro Hunnan. —Una sonrisa muy poco frecuente asomó a una comisura de los labios del rey—. Recuerdo bien nuestros lances en el cuadrado de entrenamiento.
—Unos recuerdos que atesoro, mi rey, aunque para mí fueran dolorosos.
—¡Ja! ¿Fuiste testigo de esa muerte?
—Estaba haciendo la prueba a mis discípulos más veteranos, para elegir a los dignos de participar en vuestra incursión. Espina Bathu era una de las candidatas.
—¡Debería avergonzarse de intentar ocupar el puesto de un guerrero! —exclamó una mujer.
—Nos avergüenza a todas —dijo otra.
—¡No hay lugar para las mujeres en el campo de batalla! —añadió una voz ronca de entre los hombres, y muchas cabezas asintieron a ambos lados del salón.
—¿Acaso la propia Madre Guerra no es mujer? —El rey señaló con un brazo a los altos dioses que se alzaban sobre ellos—. Nosotros solo le ofrecemos la opción. Es la Madre de Cuervos quien escoge a los dignos.
—Y no escogió a Espina Bathu —aseguró Hunnan—. Esa chica tiene un genio ponzoñoso. —Muy cierto—. No superó la prueba que le planteé. —Cierto en parte—. Se rebeló contra mi decisión y mató al chico llamado Edwal. —Brand parpadeó. Palabra por palabra lo que afirmaba no era mentira, pero estaba muy lejos de ser toda la verdad. La barba entrecana de Hunnan se meció cuando el maestro de armas agitó la cabeza—. Y así es como he perdido a dos discípulos.
—Muy descuidado por tu parte —intervino el padre Yarvi.
El maestro de armas apretó los puños, pero la reina Laithlin habló antes de que pudiera responder.
—¿Cuál es el castigo por tal asesinato?
—Aplastamiento con piedras, mi reina.
El clérigo respondió con voz calmada, como quien habla de aplastar a un escarabajo y no a una persona, y mucho menos a una persona que Brand conocía de casi toda la vida. Aunque le hubiera caído mal durante la mayor parte de ese tiempo.
—¿Alguno de los presentes hablará en defensa de Espina Bathu? —vociferó el rey.
Los ecos de la pregunta acabaron dejando paso a un silencio sepulcral. Aquel era el momento de decir la verdad. De hacer el bien. De vivir en la luz. Brand miró al otro lado del Salón de los Dioses, con las palabras en la punta de la lengua. Vio a Rauk en su puesto, sonriendo. Y a Sordaf, con su fofa cara inmóvil como si fuera una máscara. No hicieron el menor sonido.
Ni Brand tampoco.
—Ordenar la muerte de alguien tan joven no es tarea leve. —Uthil se levantó de la Silla Negra, acompañado del tintineo de armaduras y el frufrú de faldas que hicieron todos menos la reina al arrodillarse—. Pero no podemos dejar de hacer lo correcto solo porque duela.
El padre Yarvi se arrodilló aún más.
—Aplicaré vuestra justicia según dicta la ley —dijo.
Uthil tendió la mano a Laithlin y descendieron juntos por los escalones del estrado. El asunto de Espina Bathu había quedado zanjado y la condena a muerte por aplastamiento era definitiva.
Brand se quedó petrificado, incrédulo y asqueado. Había estado seguro de que algún chico hablaría, pues eran personas bastante sinceras. De que Hunnan explicaría su propio papel en todo el asunto, pues era un maestro de armas respetado. De que el rey o la reina acabarían llegando a la verdad, pues eran sabios y rectos. De que los dioses impedirían una injusticia de aquel calibre. De que alguien haría algo.
Quizá todos habían estado esperando, como él, a que algún otro lo remediara todo.
El rey caminaba envarado, con su espada desnuda acunada entre los brazos y la férrea mirada gris fija al frente. La reina repartía leves saludos con la cabeza que se recibían como valiosos regalos, y breves palabras para hacer saber a algunos súbditos selectos que tendrían el honor de visitar su tesorería y discutir secretos negocios con ella. Cada vez estaban más y más cerca de él.
El corazón de Brand latía desbocado. Entonces abrió la boca. La reina le lanzó una fugaz mirada gélida y Brand dejó que pasaran de largo en un avergonzado y denigrante silencio.
Su hermana siempre le decía que arreglar el mundo no era cosa suya. Pero ¿quién lo haría si no?
—¡Padre Yarvi! —dijo de sopetón, demasiado alto, y mientras el clérigo se volvía hacia él, añadió con un gruñido demasiado bajo—: Tengo que hablar con vos.
—¿Sobre qué, Brand?
Aquello lo sorprendió. Nunca habría creído que el padre Yarvi tuviera la menor idea de quién era.
—Sobre Espina Bathu.
Un largo silencio. El clérigo podía ser solo unos años mayor que Brand, tener la piel blanquecina y el pelo claro como si les hubieran drenado el color y ser tan flaco que una brisa fuerte podría llevárselo, por no hablar de su mano deforme, pero de cerca había algo escalofriante en sus ojos. Algo que hizo a Brand encogerse bajo su mirada.
Pero ya no había vuelta atrás.
—No es una asesina —afirmó entre dientes.
—El rey cree que sí.
Dioses, qué seca tenía la garganta, pero Brand volvió a la carga como debía hacer un guerrero.
—El rey no estaba en la arena. El rey no vio lo que vi yo.
—¿Y qué viste?
—Estábamos combatiendo para ganarnos un puesto en la incursión...
—Nunca vuelvas a decirme cosas que ya sé.
La conversación no estaba siendo ni de lejos tan fluida como había esperado Brand. Pero así son las esperanzas.
—Espina luchaba contra mí y yo vacilé un... El puesto tendría que haber sido para ella. Pero el maestro Hunnan la enfrentó contra otros tres chicos.
Yarvi echó un vistazo a la gente, que iba saliendo del Salón de los Dioses, y se acercó un poco a Brand.
—¿Tres a la vez?
—Edwal era uno de ellos. Espina no quería matarlo...
—¿Cómo lo hizo contra esos tres?
Brand parpadeó, desequilibrado.
—Bueno, mató a más del bando contrario que ellos.
—De eso no hay duda. He ido hace poco a consolar a los padres de Edwal y a prometerles justicia. ¿Tiene dieciséis inviernos, entonces?
—¿Espina? —Brand no acertaba a entender qué relación tenía aquello con su condena—. Creo... creo que sí.
—¿Y lleva todo este tiempo resistiendo frente a los chicos? —El padre Yarvi miró a Brand de arriba abajo—. ¿Frente a los hombres?
—Normalmente hace más que resistir.
—Debe de ser muy feroz. Muy decidida. Muy cabezota.
—Si me preguntáis a mí, tiene hueca esa cabezota. —Brand cayó en que estaba hablando en su contra y, farfullando, añadió—: Pero... no es mala persona.
—Nadie lo es, a ojos de su madre. —El padre Yarvi dio un profundo suspiro—. ¿Qué quieres que haga?
—¿Que qué... quiero que qué?
—¿Qué hago, libero a ese incordio de chica y me gano la enemistad de Hunnan y de la familia de Edwal, o la sepulto bajo las piedras para complacerlos? ¿Cuál es tu solución?
Brand no había esperado tener que aportar una solución.
—Supongo... que podríais cumplir la ley.
—¿La ley? —El padre Yarvi bufó—. La ley debe más a la Madre Mar que al Padre Tierra, cambia sin cesar. La ley es un títere, Brand, y dice lo que yo digo que dice.
—He pensado que debía contar a alguien... bueno... la verdad.
—Como si la verdad fuese algo precioso. Hay mil verdades debajo de cada hoja del otoño, Brand: cada cual tiene la suya. Pero tú no has pensado más allá de endilgarme el lastre de tu verdad, ¿a que no? No sabes cuánto te lo agradezco, porque impedir que Gettlandia declare la guerra a todo el mar Quebrado no me suponía suficiente trabajo.
—Creía... que así estaba haciendo el bien.
De pronto hacer el bien no le parecía tanto una luz ardiente ante él, clara como la Madre Sol, como un destello engañoso en la penumbra del Salón de los Dioses.
—¿El bien de quién? ¿El mío? ¿El de Edwal? ¿El tuyo? Igual que todos tenemos nuestra propia verdad, cada uno tiene su propio bien. —Yarvi se acercó un poco más y bajó aún más la voz—. ¿Qué pasa si el maestro Hunnan adivina que me has confiado tu verdad? ¿Te has parado a pensar en las consecuencias?
Estas cayeron sobre la mente de Brand en aquel momento, frías como una nevada. Alzó la mirada y vio los relucientes ojos de Rauk, entre las sombras de un salón cada vez más vacío.
—Un hombre que dedica toda su atención a hacer el bien y ninguna a las consecuencias... —El padre Yarvi levantó su mano contrahecha y apretó su único dedo retorcido contra el pecho de Brand—. Es un hombre peligroso.
El clérigo dio media vuelta y su báculo élfico traqueteó contra las losas, que el tiempo había pulido hasta volverlas casi de vidrio, al ritmo de sus pasos, que dejaron a Brand mirando la oscuridad con los ojos muy abiertos, más preocupado que nunca.
No tenía la menor sensación de estar viviendo en la luz.
JUSTICIA
Espina se sentó y miró los mugrientos dedos de sus pies, blanquecinos como gusanos en la oscuridad.
No tenía ni idea de por qué le habían quitado las botas. Tampoco es que fuera a escapar, encadenada como estaba por el tobillo izquierdo a una pared que rezumaba humedad y por la muñeca derecha a otra. No tenía forma de llegar a la puerta de la celda, y mucho menos de arrancarla de los goznes. Además de rascarse las costras que tenía debajo de la nariz rota hasta hacerse sangre, lo único que podía hacer era estar sentada y pensar.
Las dos actividades que menos le gustaban.
Inspiró una bocanada irregular de aire. Dioses, qué mal olía aquel sitio. La paja podrida y las heces de rata apestaban, el cubo que nunca se molestaban en vaciar apestaba, el moho y el hierro oxidado apestaban y, después de dos noches allí dentro, ella era lo que más apestaba de todo.
Cualquier otro día habría estado nadando en la ensenada, desafiando a la Madre Mar, o trepando los acantilados, desafiando al Padre Tierra, o corriendo o remando o practicando con la vieja espada de su padre en el patio de su casa, desafiando a los postes llenos de muescas y fingiendo que eran los enemigos de Gettlandia mientras saltaban las astillas, que eran Grom-gil-Gorm, o Styr de las Islas, o incluso el mismísimo Alto Rey.
Pero ese día no blandiría ninguna espada. Empezaba a pensar que ya había blandido una por última vez. Estaba muy, pero que muy lejos de ser justo. Claro que, como decía Hunnan, un guerrero no podía confiar en lo justo.
—Tienes visita —dijo la guardallaves, una mujer oronda con doce cadenas tintineantes al cuello y una cara que parecía un saco de hachas—. Pero que sea rápido.
La mujer empujó la pesada puerta que chirrió.
—¡Hild!
En esa ocasión, Espina no dijo a su madre que había renunciado a ese nombre a los seis años, cuando había pinchado a su padre con su propia daga y él la había llamado «espina». Necesitó toda la fuerza que le quedaba para extender las piernas y levantarse, dolorida, cansada y de pronto absurdamente avergonzada del estado en que se encontraba.
Aunque a ella le diera igual el aspecto de las cosas, sabía que su madre le daba importancia. Cuando Espina se acercó a la luz, su madre se llevó una mano pálida a la boca.
—Dioses, pero ¿qué te han hecho?
Espina se señaló la cara, haciendo sonar las cadenas.
—Esto fue en el cuadrado.
Su madre se acercó a los barrotes, con los ojos ribeteados de un rosa lloroso.
—Dicen que asesinaste a un chico.
—No fue asesinato.
—Pero ¿sí que mataste a un chico?
Espina tragó saliva, raspando la garganta reseca.
—Edwal.
—Dioses —volvió a musitar su madre, con un labio tembloroso—. Oh, dioses, Hild, ¿por qué no podías...?
—¿Ser quien no soy? —terminó la pregunta Espina.
Ser alguien sencillo, alguien normal. Una hija que nunca quisiera empuñar nada más pesado que una aguja, que vistiera seda sureña en vez de cota de mallas y que no albergara más sueño que el de llevar al pecho la llave de algún hombre rico.
—Sabía que terminaría pasando —dijo su madre con amargura—, desde el primer día que fuiste al cuadrado. Desde el momento en que vimos a tu padre muerto, sabía que pasaría.
Espina notó un tic en la mejilla.
—Espero que te consuele saber cuánta razón tenías.
—¿Crees que algo de todo esto me consuela? ¡Dicen que van a aplastar con piedras a mi única hija!
Espina tuvo un escalofrío al escuchar aquello, uno muy gélido. A duras penas logró respirar. Se sentía como si ya estuvieran apilando las piedras sobre ella.
—¿Quién lo dice?
—Todo el mundo.
—¿Y el padre Yarvi?
El clérigo dictaba la ley. El clérigo sería quien dictara sentencia.
—No lo sé. Creo que no. Aún no.
«Aún no», ahí terminaban sus esperanzas. Espina se notó tan débil que casi no podía ni asir los barrotes. Estaba acostumbrada a poner una cara valiente por mucho miedo que tuviera, pero la Muerte era una dama difícil de afrontar con valor en el rostro. La más difícil de todas.
—Es mejor que te vayas —instó la guardallaves mientras tiraba de la madre de Espina.
—Rezaré —le aseguró ya desde fuera, con la cara surcada de lágrimas—. ¡Rezaré por ti al Padre Paz!
Espina quería responder: «Al cuerno con el Padre Paz», pero no encontró el aliento. Había renunciado a los dioses cuando dejaron morir a su padre, desoyendo todas sus plegarias, pero cada vez daba más la impresión de que su mejor opción era un milagro.
—Lo siento —dijo la guardallaves, empujando la puerta con el hombro para cerrarla.
—Ni la mitad que yo.
Espina cerró los ojos y dejó caer la frente sobre los barrotes, apretando con fuerza la bolsita que llevaba bajo la camisa sucia. La bolsita que contenía los huesos de los dedos de su padre.
«Nadie tiene mucho tiempo, y el tiempo que pasas compadeciéndote es tiempo perdido.» Espina siempre había hecho caso hasta de la última palabra de su padre, pero si alguna vez había existido un momento para compadecerse, tenía que ser aquel. Nombrarla asesina no tenía nada de imparcial. Nada de justo. Pero a ver quién iba a Edwal con el cuento de la justicia. Se repartiera como se repartiera la culpa ella lo había matado. ¿Acaso su sangre no se le había secado en la manga?
Había matado a Edwal. Ahora la matarían a ella.
Entreoyó una conversación al otro lado de la puerta. Era la voz de su madre, suplicando, adulando, sollozando. Y luego la de un hombre, fría y controlada. No alcanzaba a entender las palabras, pero sonaban duras. Se encogió al ver abrirse la puerta y retrocedió a la oscuridad de su celda mientras el padre Yarvi cruzaba el umbral.
Era un hombre extraño. Era casi tan raro ver a hombres clérigos como a mujeres en el cuadrado de entrenamiento. Solo tenía unos pocos años más que Espina, pero tenía los ojos de un hombre mayor. Eran ojos que habían visto cosas. Se contaban de él historias muy extravagantes. Que se había sentado en la Silla Negra pero había renunciado a ella. Que había hecho un profundo juramento de venganza. Que había matado a su tío Odem con la espada curva que siempre llevaba al cinto. Decían que era tan astuto como el Padre Luna, que pocas veces convenía fiarse de él y ninguna interponerse en su camino. Y era en sus manos, o más bien en su mano buena, porque la otra era un pedazo de carne retorcida, donde estaba la vida de Espina.
—Espina Bathu —dijo el clérigo—, se te ha nombrado asesina.
Lo único que pudo hacer ella fue asentir con la cabeza, entre breves jadeos nerviosos.
—¿Tienes algo que decir?
Quizá debería haber escupido palabras desafiantes. O haberse reído de la Muerte. Le explicaron que era lo que había hecho su padre, mientras yacía perdiendo su última sangre a los pies de Grom-gil-Gorm. Pero lo único que quería ella era vivir.
—No quería matarlo —gorjeó—. El maestro Hunnan puso a tres contra mí. ¡No fue asesinato!
—Para Edwal eso solo son matices.
Espina sabía que era cierto. Estaba intentando contener las lágrimas, avergonzada de su cobardía, pero no podía evitarlo. Cómo deseaba no haber ido nunca al cuadrado, aprender a sonreír bien y a contar monedas como siempre había querido su madre. Pero con deseos no se compra nada.
—Por favor, padre Yarvi, dadme una oportunidad. —Miró sus ojos tranquilos, fríos, entre grises y azulados—. Aceptaré cualquier castigo. Cumpliré cualquier pena. ¡Lo juro!
El clérigo enarcó una ceja descolorida.
—Deberías tener cuidado con los juramentos que haces, Espina. Cada uno es una cadena que te apresa. Yo juré vengarme de los asesinos de mi padre y el juramento sigue siendo una carga pesada. El que acabas de hacer podría acabar pesándote mucho.
—¿Acaso más que las piedras con las que me aplastarán? —Abrió las manos y se acercó tanto a él como le permitieron las cadenas—. Pronuncio un juramento-sol y un juramento-luna. Prestaré cualquier servicio que consideréis adecuado.
El clérigo frunció el ceño a sus manos sucias extendidas hacia él, suplicantes. Frunció el ceño a las lágrimas de desesperación que bajaban por sus mejillas. Poco a poco, inclinó la cabeza a un lado como un mercader que la estuviera evaluando. Por fin dejó escapar un suspiro largo y reacio.
—De acuerdo, muy bien.
Cayó el silencio mientras Espina interpretaba sus palabras.
—¿No vais a aplastarme con piedras?
El padre Yarvi meneó la mano deforme, haciendo oscilar su único dedo.
—Las más grandes me cuesta levantarlas.
Más silencio, el suficiente para que el alivio se transformara en sospecha.
—Entonces... ¿cuál es mi sentencia?
—Ya se me ocurrirá algo. Soltadla.
La carcelera inspiró aire entre los dientes, como si abrir cualquier cerradura fuese un acto doloroso, pero hizo lo que se le ordenaba. Espina se frotó las rozaduras que le había dejado el grillete en la muñeca, sintiendo una extraña ligereza sin su peso. Tanta ligereza que se preguntó si estaría soñando. Apretó los párpados con fuerza y protestó cuando la guardallaves le arrojó sus botas a la tripa. No era un sueño, pues.
No pudo evitar sonreír mientras se calzaba.
—Esa nariz parece rota —dijo el padre Yarvi.
—No es la primera vez.
Si salía de aquella sin nada peor que una nariz rota, podía darse con un canto en los dientes.
—Déjame ver.
Los clérigos eran sanadores antes que nada, de modo que Espina no se encogió cuando él se acercó y apretó con suavidad sus pómulos, arrugando la frente por la concentración.
—Ah —murmuró ella.
—Perdona, ¿te ha dolido?
—Solo un po...
El clérigo le embutió un dedo en un agujero de la nariz y apretó sin piedad el caballete con el pulgar. Espina ahogó un