La llegada de los tres (La Torre Oscura 2)

Stephen King

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN
Sobre tener diecinueve
 (y algunas cosas más)

UNO

Los hobbits eran grandiosos cuando yo tenía diecinueve años (número de cierta importancia en los relatos que estás a punto de leer).

Es probable que durante el Gran Festival Musical de Woodstock haya habido media docena de Merrys y Pippins revolcándose en el lodo de la granja Max Yasgur, además de varios Frodos e incontables Gandalfs hippies. El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien era tremendamente popular en aquellos días, y si bien nunca fui a Woodstock (pido perdón), creo que al menos fui un hippie a medias. En cualquier caso lo fui lo suficiente como para haber leído los libros y haberme enamorado de ellos. Las novelas de La Torre Oscura, como tantas otras largas historias escritas por hombres y mujeres de mi generación (Chronicles of Thomas Covenant de Stephen Donaldson y The Sword of Shannara de Terry Brooks son apenas dos de muchas), derivan de la novela de Tolkien.

Pero pese a haberla leído durante 1966 y 1967, me abstuve de escribir la mía. Si bien fui conmovido (con un completo y evidente entusiasmo) por la eficacia imaginativa de Tolkien —por la ambición de su historia—, lo que yo quería era escribir mi propia clase de historia, y de haber comenzado entonces habría escrito la suya. Aquello, como le gustaba decir al tramposo de Dick Nixon, habría sido un error. Gracias al señor Tolkien, el siglo XX ya tenía todos los elfos y magos que necesitaba.

En 1967 yo ignoraba cómo podría ser mi historia, pero eso no importaba; me sentía seguro de que lo sabría en cuanto pasara por la calle, a mi lado. Tenía diecinueve años y era arrogante. Lo bastante arrogante para sentir que podía seguir esperando a mi musa y a mi obra maestra (que sabía llegarían). Creo que a los diecinueve uno tiene derecho a ser arrogante; por lo general el tiempo no ha comenzado con sus furtivos y sucios escamoteos. Como dice una popular canción country, se lleva tu pelo y tu destreza, pero en realidad se lleva mucho más que eso. Yo no lo sabía durante 1966 y 1967, y de haberlo sabido no me habría importado. Podía imaginarme —escasamente— con cuarenta años, pero ¿con cincuenta? No. ¿Sesenta? ¡Jamás! Los sesenta estaban fuera de discusión. Y a los diecinueve, es tan solo la manera de ser. Diecinueve es la edad en que dices: «Mírame, mundo, estoy fumando TNT y bebiendo dinamita, y si sabes lo que te conviene, será mejor que salgas de mi camino… porque aquí viene Stevie».

Los diecinueve años es una edad egoísta que encuentra tus preocupaciones sólidamente arraigadas. Las mías apuntaban muy alto, y me importaban. Tenía mucha ambición, y me importaba. Poseía una máquina de escribir que llevaba de un apartamento de mierda al siguiente, siempre con un paquete de cigarrillos en el bolsillo y una sonrisa en el rostro. Los compromisos de la edad madura estaban lejos y los insultos de la vejez más allá del horizonte. Como el protagonista de esa canción de Bob Seger que usan ahora para vender camiones, me sentía eternamente poderoso y eternamente optimista; mis bolsillos estaban vacíos pero mi cabeza llena de cosas que quería decir y mi corazón repleto de historias que quería contar. Ahora suena inocente; entonces sonaba maravilloso. Sonaba muy bien. Lo que más deseaba era derribar las defensas de mis lectores, quería desgarrarlos y extasiarlos y cambiarlos para siempre con simples historias. Y me sentía capaz de hacerlo. Sentía que había nacido para lograrlo.

¿Cómo de vanidoso suena eso? ¿Mucho o poco? No importa, no estoy pidiendo disculpas. Tenía diecinueve años. No había ni una sola hebra gris en mi barba. Tenía tres pares de tejanos, un par de botas, la idea de que el mundo era mi caparazón, y nada de lo que sucedió en los siguientes veinte años me hizo cambiarla. Luego, alrededor de los treinta y nueve, comenzaron mis problemas: la bebida, las drogas, un accidente de tráfico que cambió mi manera de caminar (entre otras cosas). Ya he escrito sobre eso lo suficiente y no voy a hacerlo aquí. Además, para ti es lo mismo, ¿verdad? Finalmente el mundo envía un maldito chico de la patrulla para frenar tus progresos y mostrarte quién es el que manda. Tú, que lees estas líneas, seguramente habrás encontrado el tuyo (o lo harás); yo ya encontré el mío, y estoy seguro de que regresará. Tiene la dirección de mi casa. Es un mal tipo, un teniente de los malos, el enemigo declarado de la estupidez, el orgullo, la ambición, la música fuerte, y todas las cosas que conciernen a los diecinueve.

Pero todavía pienso que es una edad bastante buena. Quizá la mejor edad. Tal vez bailes rock and roll durante toda la noche, pero cuando la música acaba y la cerveza termina, puedes pensar. Y soñar grandes sueños. El citado chico de la patrulla te pone finalmente en tu sitio, y si comienza con poca cosa, vaya, pues no quedará casi nada excepto el dobladillo de los pantalones cuando haya acabado contigo. «¡Búscate otro sueño!», te grita mientras da un paso al frente con su libreta de infracciones en la mano. No es tan malo tener un poco de arrogancia (o incluso mucha), aunque tu madre indudablemente te diría todo lo contrario. La mía lo hacía. «Al que escupe al cielo en la cara le cae, Stephen», decía ella… y luego descubrí —cuando mi edad rondaba los 19 × 2— que al final te cae encima de todos modos. O te escupen por otro lado. A los diecinueve años pueden pedirte el documento de identidad en los bares y decirte que te largues, pueden ponerte de patitas en la calle, pero, por Dios, no te pueden pedir la documentación cuando te sientas a pintar un cuadro, escribir un poema o contar una historia; si lees esto y eres muy joven, no permitas que los mayores te digan otra cosa. Seguramente no has estado nunca en París. No, nunca corriste delante de los toros en Pamplona. Sí, eres un jovencito al que le empezó a crecer la barba hace tres años, ¿y qué pasa? Si no comienzas a ser lo suficientemente grande para tener los pantalones largos, ¿cómo podrás llenarlos cuando crezcas? Pisa el acelerador a pesar de todo lo que la gente te diga, esa es mi idea; siéntate y fúmate eso, nene.

DOS

Pienso que hay dos grupos de novelistas, y eso incluye a la clase de novelista novato que era yo en 1970. Están aquellos que se limitan al lado más literario o «serio» del trabajo, los que examinan cada posible asunto a la luz de la pregunta «¿qué significa para mí escribir este tipo de historias?». Pero aquellos cuyo destino (o ka, si lo prefieren) es el de escribir novelas populares, están inclinados a plantearse una muy diferente: «¿Qué significa para los demás escribir esta clase de historias?». El novelista «serio» está buscando las respuestas y las llaves que lo conduzcan a sí mismo; el novelista «popular» está buscando un público. Ambas clases de escritores son igualmente egoístas. He conocido una buena cantidad, y de eso doy fe con mi sello.

Sin embargo, creo que incluso a la edad de diecinueve años reconocí que la historia de Frodo y sus esfuerzos para librarse del Anillo Único pertenece al segundo grupo. Eran las aventuras de u

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