El libro de Sombra (La saga de la Ciudad 2)

Juan Cuadra Pérez

Fragmento

cap-1

El niño

Esas puertas representaban todo lo que deseaba y soñaba: lo prohibido, lo fantástico, lo desconocido. Estar con su padre. El niño acababa de cumplir cinco años, y entre sus recuerdos, que bien podían ser los de toda su vida, jamás había visto esas puertas abiertas. Cerradas las había contemplado durante innumerables horas. Jugando en el salón, o desde el porche a través de las amplias cristaleras que conducían al jardín y al campo de naranjos. En ocasiones incluso cogía alguno de sus libros y se sentaba a leer junto a ellas, con la esperanza de que su padre saliese repentinamente y le dijese que podía entrar, aunque sólo fuese para echar un vistazo o para llevarle cualquier cosa. Y sí, incluso para ayudarle. Nunca había sucedido, pero ahora estaba a punto de suceder.

Con nerviosismo, el niño apretó la mano de su madre y le lanzó una mirada tan inquieta y nerviosa que no fue capaz de percibir la tensión más que evidente que cubría el rostro de ella.

—¿Cuánto falta, mami? —preguntó por décima vez.

—Ya casi es la hora —le respondió nuevamente su madre, acariciándole la espesa cabellera rojiza. La de ella era castaña, pero en los días de verano cogía unos tonos cobrizos, y a veces el sol le arrancaba algún destello ardiente cuando dejaba que cayera suelta por la espalda. Todos le decían que había heredado el color de su abuela, pero él nunca había llegado a conocerla. Sólo la nombraban para hablar de su pelo.

Las puertas se abrieron, sólidas y pesadas, pero apenas el tiempo suficiente para que su padre cruzara el umbral y volviera a cerrarlas tras él.

—¿Listo? —le preguntó apoyando una rodilla en el suelo para situarse a su altura y escrutándole con sus pequeños ojos grises.

—¡Sí! —se apresuró a gritar con entusiasmo, y no se atrevió a moverse para no estropear el momento.

—Bien —asintió su padre; luego lanzó una mirada a la madre que el niño no entendió. En silencio, ella salió por la puerta del porche hacia el jardín. El viento fresco de los primeros días de la primavera traía un suave aroma a mar. Cuando estuvieron solos, su padre continuó hablando—: Antes de entrar, tienes que conocer las reglas. —El niño asintió—. Primero, el laboratorio no es simplemente mi lugar de trabajo; es mi santuario. Cuando estés en él, deberás hacer todo lo que yo te diga. Siempre.

La primera regla le resultó razonable y familiar. Con su padre siempre había que hacer lo que él dijese. Sin más. Así que no era nada nuevo.

—Segundo —continuó—, ahora verás muchas cosas tapadas. Deben permanecer así hasta que llegue el momento de destaparlas.

Un brillo de curiosidad asomó en su mirada.

—¿Y cuándo será eso, papá?

—Cuando estés preparado —repuso su padre, muy serio—. Ni un segundo antes.

El niño asintió con la cabeza tratando de mostrar madurez, pero el manto gris de la decepción estaba comenzando a cubrirle.

—Y tercero —concluyó su padre—, nunca olvides que entras para aprender, para estudiar. Los juegos y las bromas se quedan aquí fuera. Es cierto que aún no eres un hombre, pero vas a empezar a serlo.

El niño asintió de nuevo con entusiasmo. Quería entrar ya. Habría dicho que sí a cualquier cosa.

Y entraron.

2

El interior del laboratorio no podría haber resultado más decepcionante. No había nada que ver. Nada. Todo estaba cubierto desde el techo hasta el suelo: estanterías, mesas, baúles; cualquier cosa allí estaba cubierta por largos tapices de un blanco inmaculado.

—Siéntate —dijo su padre.

No había ningún asiento a la vista, sólo una zona despejada en el centro de la habitación, así que el niño se sentó en el suelo tratando de adivinar la infinidad de misterios interesantísimos que sin duda ocultaban las telas. Cuando se percató de que su padre permanecía en silencio a su lado, levantó unos ojos llenos de expectación, pero lo que descubrió fue una expresión de ligera desaprobación.

—Habrá que empezar por el principio —anunció su padre tras un suspiro—. Observa cómo hay que sentarse. Piernas cruzadas. Espalda recta. Las manos colocadas sobre las rodillas. Los dedos deben estar así. No, así no. Pon la espalda más recta. No muevas el pie. Los dedos. La espalda otra vez.

Después de una eternidad de probablemente unos tres o cuatro minutos, al fin el niño logró situarse en la posición correcta los segundos suficientes para que su padre asintiese apenas en señal de aprobación.

—La primera herramienta que aprenderás a utilizar —prosiguió—, y la más importante, es la disciplina. La espalda recta. Más recta. Eso es con lo que comenzaremos a trabajar.

—¿Qué hago entonces, papá? —preguntó con ilusión.

—Vacía tu mente. Mantén la postura. Respira.

El niño hizo un gesto afirmativo y se dispuso a ello. Era lo más difícil que le habían pedido en su vida. ¿Cómo vaciar la mente cuando estaba a punto de estallar, rebosante de ideas, sueños y posibilidades? Pero aun así lo intentó. Lo intentó durante una hora, ilusionado de que al fin estaba aprendiendo junto a su padre. La hora siguiente lo intentó temeroso de decepcionarlo. Y la siguiente, esperanzado de que si vaciaba la mente, también se iría el dolor de las piernas y de la espalda. Luego intentó vaciarla sólo con la esperanza de que aquello acabase de una vez.

Cuando la clase terminó con un simple «Es la hora, puedes levantarte», el niño aguardó un momento mientras trataba de desentumecer las doloridas extremidades, esperando una frase de elogio. Luego pateó el suelo para despertar una pierna dormida deseando una palabra de aprobación. Finalmente, se demoró un poco más moviendo la cintura y la espalda buscando al menos una sonrisa. Y, pasados unos minutos, se fue sin ninguna de las tres.

—Mañana seguiremos —dijo su padre cuando este ya cruzaba la puerta del laboratorio—. Tienes mucho que aprender antes de empezar a aprender algo.

El niño se dio la vuelta rápidamente, con la esperanza de encontrar una mirada cálida y orgullosa a sus espaldas, pero lo único que vio fue el movimiento de un tapiz blanco y la hoja de la puerta cerrándose con firmeza.

—Todos los comienzos son duros —le dijo su madre, contemplándolo desde el jardín. El niño arrastró los pies hacia ella. En el porche, la luz cálida del atardecer bañaba la mesa de madera oscura, sobre la que aguardaba un vaso de leche fresca y un trozo de bizcocho. Al verlo, se sintió un poco mejor. Al cogerlo y comprobar que estaba recién hecho, se sintió bastante mejor. Y cuando pegó el primer mordisco y su madre le desordenó los cabellos pelirrojos, ya sólo pensaba en correr a buscar al perro y jugar con él un rato. En cuanto acabase la merienda.

3

Al día siguiente, cuando la puerta del laboratorio volvió a abrirse, los tapices seguían allí, pero el niño trató de que la desilusión no asomase a su rostro. Sonrió forzadamente y se sentó, tratando de adoptar la postura del día anterior. Sólo necesitó un par de minutos de correcciones para lograrlo. Pero eso no hizo que la jornada se le hiciese más corta, ni que su padre le regalase señal de aprobación alguna. Tampoco el día después. Ni el otro. Tras una semana de esfuerzos y de nada, el niño al fin logró arrancarle un leve gesto de asentimie

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