Tambores de otoño (Saga Outlander 4)

Diana Gabaldon

Fragmento

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Prólogo

Nunca he temido a los fantasmas. Después de todo, vivo con ellos cada día. Cuando me miro en un espejo, los ojos de mi madre me devuelven la mirada y mi boca se curva con la sonrisa que sedujo a mi bisabuelo para que yo tuviera mi destino.

¿Cómo voy a tener miedo del roce de esas manos que se desvanecen, que se detienen sobre mí con un amor desconocido? ¿Cómo voy a sentir temor de aquellos que moldearon mi carne, dejando su rastro para vivir mucho después de la muerte?

Menos aún puedo temer a esos fantasmas que, al pasar, rozan mis pensamientos. Todas las bibliotecas están llenas de ellos. Puedo tomar un libro de los estantes polvorientos y me atraparán los pensamientos de alguien que ha muerto hace tiempo, pero que todavía está vivo en su mortaja de palabras.

Por supuesto, no son los habituales y acostumbrados fantasmas que turban el sueño y aterran al insomne. Mire hacia atrás y encienda una linterna para iluminar los rincones que se encuentran apartados en la oscuridad. Escuche las pisadas que resuenan por detrás cuando camina solo.

Continuamente, los fantasmas revolotean y pasan a través de nosotros hasta ocultarse en el futuro. Miramos en el espejo y vemos las sombras de otros rostros que miran a través de los años; vemos la silueta de la memoria, erguida con firmeza en el umbral vacío de una puerta. Por sangre y por elección, creamos nuestros fantasmas, nos perseguimos a nosotros mismos.

Cada fantasma sale de manera espontánea de los terrenos confusos del sueño y el silencio.

Nuestra mente racional dice: «No, no es así.»

Pero, sin embargo, una parte más antigua siempre repite con calma en la oscuridad: «No, pero podría ser.»

Vamos y venimos por el misterio y, mientras tanto, tratamos de olvidar. Pero cuando una ráfaga de aire pasa por una habitación en calma y agita mi cabello con cariño de cuando en cuando, creo que es mi madre.

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PRIMERA PARTE

Maravilloso Nuevo Mundo

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1

Un ahorcado en Eden

Charleston, junio de 1767

Oí los tambores mucho antes de poder verlos. Los golpes resonaban en la boca de mi estómago como si yo también estuviera hueca. El sonido se trasladaba a través de la multitud; se trataba de un riguroso ritmo militar, cuyo objetivo era dominar sobre los murmullos o los disparos. Vi que las cabezas se giraban y la gente enmudecía al mirar la calle East Bay, que se extendía desde la estructura de la nueva aduana, que estaba en construcción, hasta los jardines de White Point. El día era caluroso incluso para Charleston en el mes de junio. Los mejores sitios se encontraban en el dique, donde el aire circulaba, pero aquí abajo era como cocerse vivo. Tenía la camisola empapada, y el corpiño de algodón se había adherido a mis pechos. Me pasé el pañuelo por la cara por décima vez en otros tantos minutos, y me levanté los pesados bucles de cabello con la vana esperanza de refrescarme la nuca.

En aquel momento era consciente de los cuellos de una manera morbosa. Con discreción, coloqué una mano en la base de mi garganta y dejé que mis dedos la rodearan. Pude sentir el pulso de mis arterias carótidas latiendo al mismo ritmo que los tambores y, al respirar, el aire húmedo y caliente me obstruía la garganta, ahogándome.

Bajé la mano y respiré tan profundamente como pude. Fue un error. El hombre que tenía enfrente no se había bañado en meses. El borde del corbatín que le rodeaba el cuello estaba lleno de mugre, y sus prendas desprendían un olor agrio y rancio, que resultaba fuerte incluso entre el tufo a sudor de la multitud. El olor del pan caliente y la manteca frita de cerdo de los puestos de comida superaba con creces el almizcle de las algas podridas del pantano, y sólo quedaba en cierto sentido atenuado por un soplo de brisa salada del puerto.

También había varios niños frente a mí, estirándose boquiabiertos, corriendo desde la sombra de los robles y las palmeras para mirar hacia la calle mientras sus padres, ansiosos, los llamaban. La niña más cercana a mí tenía el cuello elástico y suculento como si se tratara de la parte blanca de un tallo de hierba.

Se produjo un estremecimiento entre la muchedumbre cuando la procesión de la horca apareció al final de la calle. Los tambores sonaron con más intensidad.

—¿Dónde está? — murmuró Fergus junto a mí, estirando el cuello para poder ver —. ¡Sabía que tendría que haber ido con él!

— Debe de estar aquí. — Quise ponerme de puntillas, pero no me pareció digno del momento.

No obstante, seguí buscando alrededor. Siempre podía localizar a Jamie entre la multitud; su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de la mayoría de los hombres y su cabello reflejaba la luz como un destello de oro rojizo. Sin embargo, todavía no había rastro de él, sólo un mar de tocas y tricornios, que protegían del calor a aquellas personas que habían llegado demasiado tarde para encontrar un lugar a la sombra.

Primero aparecieron las banderas, ondeando sobre las cabezas de la agitada multitud, con las insignias de Gran Bretaña, la Real Colonia de Carolina del Sur y el escudo de la familia del lord gobernador de la colonia. Luego llegaron los tambores, marchando de dos en dos y alternando un golpe fuerte con otro más lánguido. Era una marcha lenta, sombría e inexorable. Una marcha fúnebre, como llamaban a aquella cadencia en particular, muy adecuada para las circunstancias. El resto de los ruidos estaban mitigados por el sonido de los tambores. A continuación marchaba el pelotón de casacas rojas, en medio de los cuales se encontraban los prisioneros.

Eran tres, con las manos atadas por delante y unidos por una cadena que les sujetaba los cuellos con argollas de hierro. El primer hombre era bajito y mayor, vestía harapos y tenía mal aspecto; era un guiñapo que se sacudía y se tambaleaba, de manera que el clérigo de sotana oscura que caminaba junto a los prisioneros tuvo que agarrarlo del brazo para evitar que se cayera.

—¿Ése es Gavin Hayes? Parece enfermo — murmuré a Fergus.

— Está borracho. — La suave voz procedía de mi espalda; me di la vuelta con rapidez y vi que Jamie se encontraba detrás de mí, con los ojos clavados en la lastimosa procesión.

La falta de equilibrio del hombrecillo entorpecía el progreso de la marcha; sus traspiés obligaban a los otros dos hombres encadenados con él a zigzaguear para no caerse. La impresión que daban era la de tres borrachos que regresaban a casa desde la taberna, hecho que no se correspondía con la solemnidad de la ocasión. Podía oír las risas sofocadas por encima de los tambores, y los gritos y mofas de la multitud desde los balcones de hierro forjado de las casa

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