¡Zas! (Mundodisco 34)

Terry Pratchett

Fragmento

¡Zas!

Zas

Ese fue el sonido que emitió el pesado garrote al entrar en contacto con la cabeza. El cuerpo dio una sacudida y volvió a desplomarse.

Y así se hizo, ni visto, ni oído: el final perfecto, una solución perfecta, una historia perfecta.

Pero, como dicen los enanos, allí donde hay problemas siempre encontrarás un troll.

El troll vio.

Empezó como un día perfecto. No tardaría nada en volverse imperfecto, él lo sabía, pero durante unos pocos minutos era posible fingir lo contrario.

Sam Vimes se afeitaba a sí mismo. Era su acto cotidiano de desafío, una confirmación de que era… en fin, el mismo Sam Vimes de siempre.

Era cierto que se afeitaba a sí mismo en una mansión y que, mientras lo hacía, su mayordomo le leía pasajes del Times, pero eso eran solo… circunstancias. Seguía siendo Sam Vimes quien le devolvía la mirada desde el espejo. Mal asunto si algún día veía allí al duque de Ankh. «Duque» era tan solo un trabajo, nada más.

—La mayor parte de las noticias trata del actual… problema enano, señor —dijo Willikins mientras Vimes lidiaba con la peliaguda zona de debajo de la nariz.

Todavía usaba la navaja de afeitar de su abuelo. Otra cosa más que lo anclaba a la realidad. Además, el acero era mucho mejor que el que vendían ahora en las tiendas. Sybil, que tenía un entusiasmo inusual por los artilugios modernos, no paraba de sugerirle que se comprara una de esas nuevas afeitadoras, con un pequeño diablillo mágico dentro provisto de sus propias tijeras que pelaba las barbas en un periquete, pero Vimes se había mantenido firme. Si alguien iba a usar algo afilado cerca de su cara, sería él mismo.

—El valle del Koom, el valle del Koom —le murmuró a su reflejo—. ¿Algo nuevo?

—Nuevo, lo que se dice nuevo, no, señor —dijo Willikins, volviendo a la primera página—. Hay un artículo sobre ese discurso del grag Chafajamones. Dice que luego se produjeron alteraciones del orden público. Varios enanos y trolls resultaron heridos. Destacados miembros de ambas comunidades han hecho un llamamiento a la calma.

Vimes sacudió algo de espuma de la hoja.

—¡Ja! Seguro que sí. Dime, Willikins, ¿de crío te metiste en muchas peleas? ¿Estuviste en una pandilla o algo así?

—Tuve el privilegio de pertenecer a los Rudos de la calle de la Pierna de Pega, señor —respondió el mayordomo.

—¿De verdad? —preguntó Vimes, realmente impresionado—. Eran unos elementos de cuidado, si mal no recuerdo.

—Gracias, señor —dijo Willikins sin alterarse—. Me enorgullece recordar que solía dar bastante más de lo que recibía cuando era preciso dirimir el controvertido asunto de los conflictos territoriales con los jóvenes de la calle de la Soga. Creo recordar que los garfios de estibador eran su arma predilecta.

—¿Y la vuestra…? —preguntó Vimes, muerto de curiosidad.

—Un ala de sombrero con peniques afilados cosidos, señor. Una ayuda indefectible en los momentos difíciles.

—¡Por los dioses, Willikins! Con algo así podías sacarle un ojo a alguien.

—Con el debido cuidado, señor, sí —corroboró Willikins, mientras doblaba una toalla con meticulosidad.

Y aquí estás ahora, con tus pantalones de raya y tu chaqueta de mayordomo, lustroso de limpio y de gordo, pensó Vimes, mientras se pasaba la navaja por debajo de las orejas. Y yo soy duque. Las vueltas que da la vida.

—¿Y has oído decir a alguien alguna vez «tengamos una alteración del orden público»? —preguntó.

—Nunca, señor —respondió Willikins, que volvió a coger el diario.

—Yo tampoco. Solo ocurre en los periódicos. —Vimes echó un vistazo al vendaje de su brazo. A él le había alterado bastante, eso sí—. ¿Mencionan que me ocupé personalmente?

—No, señor. Pero sí pone que los aguerridos esfuerzos de la Guardia mantuvieron separadas a las facciones rivales en la calle, señor.

—¿De verdad han usado la palabra «aguerridos»? —preguntó Vimes.

—Sí que lo han hecho, señor.

—Bueno, vale —se conformó Vimes con tono gruñón—. ¿Recogen que dos agentes acabaron en el Hospital Gratuito, uno de ellos herido de bastante gravedad?

—Incomprensiblemente no, señor —contestó el mayordomo.

—Ya. Típico. En fin… sigue.

Willikins carraspeó un carraspeo de mayordomo.

—Tal vez prefiera apartar la navaja antes de lo siguiente, señor. El corte de la última semana me ocasionó problemas con la señora.

Vimes vio suspirar a su reflejo y bajó la cuchilla.

—De acuerdo, Willikins. Cuéntame lo peor.

A sus espaldas se oyó un crujido de papel doblado con profesionalidad.

—El titular de la página tres es: «¿Un agente vampiro para la Guardia?», señor —leyó el mayordomo, y dio un cauteloso paso atrás.

—¡Maldición! ¿Quién se lo ha contado?

—En verdad no le sabría decir, señor. Pone que usted no está a favor de la incorporación de vampiros a la Guardia pero que hoy entrevistará a un recluta. Dicen que existe una acalorada polémica sobre el particular.

—Pasa a la página ocho, haz el favor —dijo Vimes. Tras él, volvió a oírse el crujido del papel—. ¿Y bien? Ahí es donde suelen poner su estúpida viñeta política, ¿no?

—Ha soltado la navaja, ¿verdad, señor? —insistió Willikins.

—¡Sí!

—Quizá tampoco sería mala idea que se alejase de la palangana, señor.

—Hay una que trata de mí, ¿no es así? —preguntó Vimes con tono ominoso.

—Ciertamente la hay, señor. En ella aparece un pequeño vampiro nervioso y, si me permite decirlo, un dibujo bastante agigantado de usted, inclinándose sobre su escritorio con una estaca de madera en la mano derecha. El pie dice: «¿Listo para el ingreso en el cuerpo?», señor, lo cual es un juego de palabras humorístico que hace referencia, por un lado, al cuerpo de policía…

—Sí, creo que lo capto —dijo Vimes, cansino—. ¿Hay alguna posibilidad de que hagas una escapadita y compres el original antes de que Sybil se te adelante? ¡Cada vez que salgo en una caricatura se hace con ella y la cuelga en la biblioteca!

—Es cierto que el señor, hum, Fizz consigue un parecido bastante logrado, señor —reconoció el mayordomo—. Y lamento decir que la señora ya me ha dado instrucciones de que vaya a la redacción del Times de parte de ella.

Vimes gimió.

—Es más, señor —prosiguió Willikins—, la señora deseaba que le recordase que ella y el joven Sam se encontrarán con usted en el estudio de sir Joshua a las once en punto, señor. El cuadro está en una fase importante, según tengo entendido.

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