La ciudad que nos unió

N.K. Jemisin

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Veréis, esto fue lo que ocurrió

Canto a la ciudad.

Puta ciudad. Me encuentro en la azotea de un edificio en el que no vivo. Extiendo los brazos, aprieto el vientre y suelto aullidos sin sentido a una obra que me bloquea la vista. En realidad le canto al paisaje urbano que hay detrás. La ciudad se dará cuenta.

Amanece. La humedad hace que se me peguen los vaqueros, o probablemente se deba a que llevo semanas sin lavarlos. Tengo dinero suelto para llevarlos a una lavandería y no pienso comprar otros hasta que terminen de romperse. Aunque quizá pueda usar el dinero para comprarme otros en el Goodwill que hay al final de la calle... Bueno, ahora no. No hasta que haya terminado de AAAAaaaaAAAAaaaa (coge aire) aaaaAAAAaaaaaaa y de oír el eco que rebota hacia mí desde la fachada de todos los edificios cercanos. En mi cabeza, una orquesta toca el Himno de la alegría con una base de Busta Rhymes. Mi voz es el instrumento que lo unifica todo.

—¡Cierra la puta boca! —grita alguien.

Hago una reverencia y salgo del escenario.

Me detengo cuando pongo la mano en el pomo de la puerta de la azotea. Me doy la vuelta, frunzo el ceño y escucho, ya que me ha parecido oír la respuesta de una voz íntima y distante, grave como la de un bajo, con un matiz melindroso.

Y, aún más lejos, oigo otra cosa: un gruñido disonante que se acerca. Quizá sean los murmullos de las sirenas de la policía. Sea lo que sea, no me gusta. Me marcho.

—Se supone que hay que seguir unas pautas —dice Paulo. Está fumando otra vez, el maldito cabrón. Nunca lo he visto comer. Solo usa la boca para fumar, beber café y hablar. Qué pena. Tiene la boca bonita.

Estamos sentados en una cafetería. Estoy con él porque me ha comprado el desayuno. La gente de la cafetería no deja de mirarlo porque hay algo en su comportamiento que no es lo suficientemente blanco para ellos. A mí me miran porque no cabe la menor duda de que soy negro y porque los agujeros de mi ropa no están muy a la moda. No huelo mal, pero este tipo de gente huele a kilómetros a quienes no tenemos fondos fiduciarios.

—Muy bien —digo mientras le doy un mordisco a un bocadillo de huevo que está a punto de derramárseme encima. ¡Huevos de verdad! ¡Queso suizo! Mucho mejor que esa mierda que venden en McDonald’s.

A Paulo le gusta mucho oír su voz. A mí me gusta el acento que tiene: es nasal y sibilante, no se parece en nada al de los hispanohablantes. Tiene los ojos enormes. La de cosas de las que podría haberme librado si yo tuviese ojos de corderito degollado como esos. Pero en realidad es mayor de lo que aparenta. Muchísimo mayor. Solo tiene alguna que otra hebra gris en las sienes, que le dan un aire atractivo y distinguido, pero tendrá como cien años.

Él también me mira, y no de la manera a la que estoy acostumbrado.

—¿Me has oído? —pregunta—. Es importante.

—Sí —respondo antes de darle otro mordisco al bocadillo.

Se inclina hacia delante.

—Al principio yo tampoco me lo creía. Hong tuvo que arrastrarme a una de las alcantarillas, a esa oscuridad apestosa, y mostrarme cómo se extendían las raíces y empezaban a salirles dientes. Llevo oyendo la respiración toda la vida. Pensaba que era lo normal. —Hace una pausa—. ¿Ya la has oído?

—¿Que si he oído el qué? —pregunto. Es la respuesta equivocada. No es que no le esté prestando atención, pero me importa una mierda lo que dice.

Suspira.

—Escucha.

—¡Que te estoy escuchando!

—No, a mí no. Me refiero a que prestes atención a los sonidos. —Se levanta y deja un billete de veinte sobre la mesa, algo innecesario porque ya había pagado el bocadillo y el café en el mostrador y la cafetería no tiene servicio de mesa—. Quedamos aquí el jueves.

Cojo el billete, lo toqueteo y me lo guardo en el bolsillo. Me habría acostado con él por el bocadillo o porque me gustan sus ojos, pero qué más da.

—¿Tienes casa?

Parpadea. Parece molesto de verdad.

—Tienes que escuchar —vuelve a ordenar antes de marcharse.

Me quedo sentado todo lo que puedo: disfruto al máximo del bocadillo, doy sorbos al café que ha dejado él y saboreo la fantasía de ser una persona normal. Observo a la gente, juzgo la apariencia del resto de los clientes. Me invento sobre la marcha un poema que trata sobre una chica rica y blanca que descubre que hay un chico pobre y negro en su cafetería y tiene una crisis existencial. Me imagino a Paulo impresionado por mi sofisticación y admirándome, en lugar de pensando que no soy más que un niño imbécil de la calle que no escucha. Me imagino volviendo a un bonito apartamento con una cama suave y un frigorífico lleno de comida.

Luego entra un policía, un tipo gordo y rubicundo que compra un cafecito de los caros para él y otro para el compañero que le espera en el coche, mientras echa un vistazo a su alrededor con mirada impertérrita. Me imagino que tengo espejos en la cabeza, un cilindro rotatorio y reflectante que evita que pueda verme. No tengo poderes, tan solo intento imaginármelo para no estar tan asustado cuando hay monstruos cerca. Pero se podría decir que, por primera vez, ha funcionado: el policía recorre la cafetería con la mirada, pero no se fija en el único rostro negro. Escapo.

Pinto la ciudad. Cuando estaba en el colegio, un pintor venía los viernes para darnos clases gratis de perspectiva, iluminación y esas cosas que la gente blanca aprende en las escuelas de arte. Aquel tipo también las había aprendido allí, pero era negro. Era el primer pintor negro que veía. Por un momento incluso llegué a pensar que yo también podía llegar a serlo.

Y lo soy, a veces. Me encuentro en una azotea de Chinatown en mitad de la noche con un aerosol en cada mano y un cubo de pintura a la tiza que alguien ha dejado fuera después de pintar el salón de color lila. Me voy moviendo de lado, como un cangrejo.

No puedo usar mucha pintura a la tiza porque empezaría a descascarillarse si llueve mucho. El aerosol es mejor para todo, pero me gusta el contraste de las dos texturas: el líquido negro sobre ese lila rugoso, que se mezcla y crea unos contornos rojizos. Pinto un agujero. Es como una garganta que no empieza en una boca ni termina en unos pulmones, algo que respira y traga sin fin pero que nunca se llena. Nadie lo verá excepto aquellos que se encuentren en los aviones que están a punto de descender hacia LaGuardia por el sudoeste, unos pocos turistas que cojan uno de esos recorridos en helicóptero y los servicios aéreos de la policía de Nueva York. Me da igual lo que piensen. No lo hago para ellos.

Es muy tarde. No tenía ningún lugar en el que dormir esta noche, por lo que me he visto obligado a hacer esto para mantenerme despierto. De no ser fin de mes podría meterme en el metro, pero seguro que me toparía con los policías que están apurando para cumplir su asignació

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