Gente que habla dormida

Luciano Lamberti

Fragmento

Soy el hombre de la máscara

Soy el hombre de la máscara que noche tras noche se mete en la casa de sus vecinos.

Es enero y el calor parece exprimirnos las sienes, yo salto los techos, esquivo patios con perros de furiosas dentaduras, me deslizo en el interior de las casas del barrio y miro a mis vecinos dormir. Solos, en pareja, con una mano tocando el piso, con un gato enrollado a los pies, bocabajo, en sofás estrechos, bañados por el resplandor azul del fin de la transmisión televisiva. Hay algo real en ellos cuando duermen. A veces los filmo con una pequeña cámara digital y en casa veo las grabaciones durante horas. Me gusta captar el momento en el que expresan, por gemidos y movimientos bruscos de los globos oculares bajo los párpados, el clímax de los sueños. Esto sucede más o menos a partir de las cuatro de la mañana. Es mi hora. La hora en que soy más fuerte. A veces también miro la luna. Soy el hombre que mira la luna y camina bajo la luna con una máscara. Estudio fotos colgadas en las paredes, fotos en mesitas de luz, fotos pegadas con imanes a la puerta de la heladera. Reviso botiquines, espío relaciones sexuales a la salida del sol. Mi máscara es grande y blanca y la hice yo mismo con papel y engrudo sobre un globo azul. Tiene agujeros para los ojos y nada más: cuando espío soy yo, tremendamente yo, no necesito comer y ni siquiera respirar de lo tremendamente yo que soy. Voy en cueros, con pantalón largo, descalzo. La planta de mis pies y mis dedos de mono me sirven para aferrarme a los tapiales. Soy un gigante, mis brazos gruesos como ramas, mi boca un panal de abejas. De día no soy yo, hago las compras y noto que mis vecinos están despiertos y tampoco son ellos, tienen que meterse en sus cuerpos y andar así, siendo no ellos. Y un día voy a un sicólogo grande y peludo, con cuerpo de marinero, de estibador, de carnicero o incluso de odontólogo, pero no de sicólogo, y le digo: Soy el hombre de la máscara, soy inmenso, y saco la máscara de una bolsa de compras y me la pongo. Es aterradora, dice el sicólogo. Eso es porque me muestra tal cual soy, le respondo. Si muero, el mundo se muere conmigo, se achica hasta caber en un punto de mi mente, una supernova del tamaño de una cabeza de alfiler. El sicólogo se queda mirándome con sus grandes manos peludas en las rodillas. Y una de esas noches, ya termina enero, el verano está en su punto más alto, nadie duerme del todo, estoy de pie en un pasillo, entre sonrientes fotos familiares, con mi pantalón de vestir, mis pies descalzos, el torso desnudo, la máscara, y entonces se abre la puerta y sale un chico, despeinado y en calzoncillos, que al verme se paraliza. Lo conozco del barrio, tiene grandes ojos atentos y a lo mejor algún día él también se calce una máscara como esta para soportar el verano.

Ahora está a punto de gritar, y yo a punto de salir corriendo.

Pero ninguno de los dos hace nada. Nada más que mirarnos en un pasillo a oscuras, como la misma persona en dos tiempos distintos.

La avispa

Padre: un día te picó una avispa. Estábamos en el campo, haciendo no me acuerdo qué. Cuando nos quedábamos solos no era inusual sentirnos incómodos, como si todas las formas mutuas en que nos despreciábamos corrieran como anguilas debajo de nuestra conversación, bastante parca por cierto. Vos mirabas al frente, manejando, yo veía tu perfil concentrado en los desniveles del terreno. Era un camino de tierra difícil de andar con la camioneta destartalada en la que repartíamos los huevos. Muchas veces teníamos que lamentar algún huevo roto, una de nuestras clientas nos mostraba a la luz del mediodía la cáscara quebrada, como prueba de nuestra ineficiencia e improductividad. Padre: teníamos esa fama en el pueblo. Ineficiencia e improductividad. Sin ir más lejos yo, con casi veinte años, no había aprendido a manejar ni terminado el secundario, ni tenía un oficio ni un norte en la vida. Los vagos, los lelos, así nos llamaban, cuando la monstruosa camioneta en la que nos desplazábamos, cubierta de parches y con el guardabarros trasero sujeto a la chapa con un alambre, surgía de una esquina en todo su esplendor.

Ahí estábamos ese día, los vagos, los lelos, los ineficientes e improductivos del pueblo.

¿Qué hacíamos en ese camino de tierra? ¿Llevábamos huevos de una parte a otra? ¿Buscábamos una provisión de huevos en la casa de algún vecino que nos vendía al por mayor? No lo recuerdo. Sé, en cambio, que las anguilas reptaban bajo las pocas palabras que nos dirigíamos. Me habías encargado un trabajo que no hice bien y esa mañana me lo reprochabas, con frases hirientes que olvidé pero me quemaron por dentro como brasas.

Entonces una avispa entró por la ventana y te picó la garganta.

La vi clarito, posándose sobre la piel que te colgaba alrededor de la nuez de Adán y hundiendo ahí con ganas su aguijón. Me miraste abriendo los ojos. Eras alérgico: la picadura de una hormiga en el lugar adecuado podía matarte. Aplastaste la avispa de un chirlo y la miraste en tu mano, amarilla y negra, con las patas encogidas. Casi enseguida empezaste a hincharte. Te costaba tragar. Paraste el auto en la banquina, la hondonada por la que circula el agua que baja de los campos, y yo traté de sacarte el aguijón, pero era pequeño, no podía engancharlo con las uñas y ya tenías la cara inflamada, las mejillas tirantes, el cuello casi del doble del tamaño normal, y boqueabas con inspiraciones cortas. Pensé en salir corriendo a buscar ayuda.

Pero en cambio hice algo en lo que todavía pienso. Me quedé quieto mirando el camino de tierra por el parabrisas. Al principio rezongaste sin palabras, con ruidos como los de los sordomudos, estirando las manos que no me alcanzaban. Pero después entendiste lo que estaba pasando, supiste lo que yo sentía, y quiero creer que fuiste feliz por mí.

Ahora manejo la misma reventada camioneta, vendiendo los mismos huevos que se quiebran entre sí. Me gusta ir con la ventanilla abierta, dejar que el viento embolse mi camisa y me peine hacia atrás. Es verano, la vida me sonríe. A veces incluso silbo, padre, canciones que vos odiarías, y que a mí me parecen lo más bello de este mundo.

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