Las siete moradas

Caroline Myss

Fragmento

Prefacio de Ken Wilber

Prefacio

Las siete moradas es muchas cosas: una guía acerca de la vida y la época de santa Teresa de Ávila, esa extraordinaria santa y maestra contemplativa del siglo XVI; una guía para gozar de su maravilloso texto de meditación, El castillo interior; y, por último pero no menos importante, una guía para el alma: una guía hermosa, tierna, radiante, cariñosa, amorosa y auténtica, que nos conduce por el territorio de nuestro espíritu.

El misticismo en general y la contemplación en particular son temas tan asombrosamente vastos y a menudo confusos que, sobre todo si uno es un neófito, pueden resultar mortalmente abrumadores para el alma, en especial cuando ésta se halla buscando algo, si no exactamente simplista, al menos sí lo bastante simple como para asentar lo que podría suponerle confusión, caos, miedo quizás, o sufrimiento. Así pues, lo que me propongo es ofrecer brevemente al lector unos cuantos puntos de referencia experimentales, sencillos, que tal vez lo ayuden a comprender algunas de las ideas centrales de la espiritualidad mística o contemplativa. Primero enunciaré siete de las ideas fundamentales del misticismo, y después trataré de proporcionar al lector una base empírica, muy viva y directa, sobre cada una de ellas.

Las ideas centrales, planteadas de forma meramente teórica, pueden resultar más bien áridas y abstractas. Helas aquí: (1) cada uno de nosotros posee un yo interior y un yo exterior; (2) el yo interior vive en un ahora eterno, atemporal; (3) el yo interior constituye un gran misterio, o un vacío y una inconsciencia puros; (4) el yo interior es divino, o se encuentra en perfecta unión con el espíritu infinito que radica en una identidad suprema; (5) el infierno es la identificación con el yo exterior; (6) el cielo es el descubrimiento y la comprensión del yo interior divino, la identidad suprema; (7) el yo divino es uno con el todo, dado en gracia y sellado en gloria.

A continuación vayamos en busca de la experiencia de cada uno de los puntos señalados. ¿Una misión difícil? En realidad no, porque usted ya es consciente en este preciso momento de todas esas ideas, y las está experimentando plenamente, según afirman los místicos. Así que, vamos allá.

En primer lugar, recuéstese en su asiento y relájese, haga unas cuantas inspiraciones y deje que su conciencia repose con naturalidad en el momento presente, y que capte simplemente algunas de las cosas de las que es consciente aquí y ahora.

Fíjese, por ejemplo, en algunas de las muchas cosas que alcanza a ver, cosas que van surgiendo ya sin esfuerzo en su percepción. Puede que haya nubes flotando en el cielo, hojas meciéndose al viento, gotas de lluvia en el tejado, el perfil de la ciudad vivamente iluminado en contraste con la oscuridad de la noche, o un sol brillante en el horizonte y a punto de iniciar su viaje por el cielo. Para captar esas cosas no se requiere ningún esfuerzo, sencillamente surgen en nuestra conciencia, de manera espontánea y sin esfuerzo; así, sin más.

De igual modo que hay nubes flotando en el cielo, también hay pensamientos flotando en el espacio de nuestra mente. Fíjese en que tales pensamientos afloran a la superficie, permanecen allí unos instantes y después se van. La mayoría no los elige usted; los pensamientos se limitan a emerger de lo que parece ser la nada o el vacío, desfilar frente a la pantalla de nuestra conciencia y luego disolverse de nuevo en la nada. Lo mismo sucede con las sensaciones del cuerpo. Podemos sentir molestias en los pies; sensación de calor en la tripa; hormigueo en las yemas de los dedos; una excitación intensa alrededor del corazón; un cálido placer que nos recorre el cuerpo entero. Todas estas sensaciones aparecen por sí solas, permanecen unos instantes y después se van.

Al mirar dentro de mí y fijarme en los pensamientos y sensaciones que surgen en el espacio de mi conciencia, también puedo percibir eso que se llama mi yo o mi ser. Son muchas las cosas que quizá sepa de mí mismo: unas me complacerán, otras me irritarán, y otras directamente me horrorizarán o me asustarán. Pero al margen de lo que piense de eso que se llama mi yo, lo que parece claro es que hay numerosas cosas que puedo saber de él.

Incluso parece ser que hay varios de esos yoes, hecho anunciado por un sinfín de libros de psicología moderna. Está mi niño herido; mi duro superego; mi yo desengañado y hasta mi implacable escéptico; mi sempiterno controlador, que intenta controlarme a mí y a todos los demás; mi anciano sabio y mi anciana sabia; mi yo que busca la espiritualidad; mi yo temeroso, que permite que el miedo tome demasiadas decisiones por mí; mi yo alegre, que busca una corriente constante de alegría y felicidad en éste y en todo momento; por nombrar tan sólo los más destacados...

Pero observe que todos estos yoes tienen algo fascinante: todos son algo que yo puedo ver, que puedo percibir, que puedo sentir y conocer y hasta describir, de muchas formas. Todos pueden verse... pero ¿qué o quién es el que los ve? Todos esos yoes que acabo de observar, ver, sentir y después describir, son objetos visibles. Pero ¿cuál es el sujeto, el yo real, el verdadero espectador de esas cosas vistas, el verdadero conocedor de esas cosas conocidas?

Ahora, en este preciso instante, trate de obtener una buena impresión de sí mismo, intente percibir lo que llama «su propio ser». Procure verse o sentirse con toda la claridad que le sea posible. Fíjese en que una vez que consiga verse o sentirse o tomar conciencia de su propio yo, lo que estará viendo será un objeto, no un auténtico sujeto. Es decir, el ser que estará viendo —el ser al que usted llama yo y al que considera un ser real— de hecho es un objeto. Ni siquiera es un yo real ni un sujeto real, sino simplemente un objeto o algo que puede ser visto. Todo lo que usted sabe de sí mismo, todo aquello que está acostumbrado a llamar su yo, no es un yo ni un sujeto de verdad, sino un montón de objetos, un montón de cosas visibles. Pero ¿qué o quién es el espectador, el sujeto real, el yo real?

Para empezar, no intente ver su verdadero yo, porque cualquier cosa que pueda ver será sólo otro objeto, otra cosa que puede ser vista, y no el espectador en sí. Como les gusta decir a los místicos, el verdadero yo no es esto ni aquello. Antes bien, cuando intente entrar en contacto con ese yo o sujeto real, empiece por desprenderse de todos los objetos con los que se ha identificado previamente. Todo lo que pueda ver o saber de sí mismo no constituye en modo alguno su verdadero yo, sino que es otro objeto. Así que déjelo, suéltelo, y empiece a dejar de identificarse con lo que pensaba que era su yo. Haga este ejercicio diciéndose a sí mismo:

«Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos. Tengo sensaciones, pero no soy mis sensaciones. Tengo deseos, pero no soy mis deseos. Tengo necesidades, pero no soy esas necesidades. Tengo placer intenso y dolor insoportable, pero no soy ninguno de ambos. Tengo un cuerpo, pero no soy mi cuerpo. Tengo una m

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