Filosofía para exploradores polares

Erling Kagge

Fragmento

libro-4

PRÓLOGO:
ANCLARME EN LA NATURALEZA

Cuando siento frío estando a cielo abierto, tengo una forma sencilla de aumentar la temperatura corporal: me tapo la cabeza con la capucha del anorak, me subo la cremallera hasta el cuello y acelero el paso. Cuando mi cuerpo empieza a entrar en calor, primero el torso, luego los brazos hasta las muñecas y finalmente bajo las uñas, puedo parar. Entonces saco una mandarina, la pelo y le extraigo el zumo despacio comprimiendo los gajos entre el paladar y la lengua con suavidad.

De repente me siento conectado: conectado con la persona que plantó el árbol, con el agua que el árbol ha bebido a través de las raíces, con la tierra que protege esas raíces, con la rama que ha sujetado la mandarina desde la fertilización hasta la fructificación y con el sol que la ha ayudado a madurar. Y me siento agradecido: por haber vuelto a entrar en calor y por el sentimiento de estar en contacto con los ritmos de la naturaleza.

En otros momentos, cuando salgo a pasear es como si no pensara en nada en absoluto. Rara vez percibo algún tipo de actividad durante el trayecto. Mi mente entra en hibernación y solo muy de vez en cuando se ocupa en algún pensamiento solitario: que los copos de nieve que hay debajo de mis esquís han sido creados por una minúscula gota de agua —a diez o veinte kilómetros de altitud de la superficie de la tierra— que ha ido convirtiéndose, fragmento a fragmento, en un prisma con seis lados formado por un 90 por ciento de aire. Que después cae flotando a través de la atmósfera y aterriza en el suelo delante de mí. No hay dos copos de nieve iguales, y ninguno sigue el mismo trayecto. Suelen ser simétricos, aunque no siempre. Hasta que mis esquís los prensan, claro.

La naturaleza tiene su propio lenguaje, experiencias y conciencia. Nos dice de dónde venimos y qué deberíamos hacer en el camino que tenemos por delante. Yo me crie sin televisión ni coche (mi padre consideraba que ambas cosas eran muy peligrosas para la salud) y pasé gran parte de mi tiempo libre en el bosque, junto al mar y en la montaña, así que he crecido con ese conocimiento. Hoy en día, cuando el mundo moderno espera que estemos disponibles a todas horas, anclarte en la naturaleza puede resultar difícil. Yo a veces me olvido de ello, y cuando miro a mi alrededor me da la sensación de que mucha gente se olvida siempre de ello.

La naturaleza es una cuestión de diversidad. Cuanto más me aparto de ella y más aumenta mi disponibilidad para el mundo moderno, más intranquilo me siento. Y también más desgraciado. No soy científico, pero, según mi experiencia, los sentimientos de inseguridad, soledad y depresión brotan, en gran medida, de la uniformización del mundo que se produce cuando nos alienamos de la naturaleza. Está claro que pueden decirse muchas cosas a favor de los entornos artificiales y las nuevas tecnologías, pero nuestros ojos, nariz, oídos, lengua, piel, cerebro, manos y pies no fueron creados para elegir el camino más fácil. La Madre Tierra tiene cuatro mil quinientos cuarenta millones de años, así que me resulta arrogante que no escuchemos a la naturaleza y, en cambio, depositemos ciegamente toda nuestra confianza en el ingenio humano.

En 2010, mi amigo noruego Børge Ousland, el explorador polar islandés Haraldur Örn Ólafsson y yo cruzamos el Vatnajökull, el glaciar más grande de Islandia. Viajábamos con poco equipaje y llevábamos toda la comida y el equipamiento que necesitábamos en nuestras respectivas pulkas, unos trineos pequeños y sin patines. Por volumen, el Vatnajökull es el glaciar más grande de Europa. Está hecho de tres mil cien kilómetros cúbicos de hielo y cubre ocho mil cien kilómetros cuadrados del sudeste de Islandia. Como suele ocurrir con los glaciares islandeses, tiene varios volcanes ocultos bajo el hielo. Mientras estábamos cruzándolo, se produjo una erupción en el glaciar contiguo, el Eyjafjallajökull. Cientos de personas fueron evacuadas de inmediato y el tráfico aéreo de gran parte de Europa tuvo que suspenderse debido a las nubes de ceniza volcánica. No corrimos peligro en ningún momento, pero la experiencia me enseñó que el hecho de que un pequeño volcán entre en erupción en una región remota de Islandia puede tener consecuencias enormes para todo un continente. Las erupciones volcánicas grandes pueden cambiar el mundo entero. A veces me planteo si no necesitaremos este tipo de desastres naturales para recordar los ritmos y fuerzas de la tierra. Me gustaría pensar que no es así, y que la gente es capaz de decidir reconectar con la naturaleza de vez en cuando de una manera más pacífica.

© Haraldur Örn Ólafsson

Durante los doce primeros años de mi vida, mis padres me mandaban a hacer actividades al aire libre hiciera el tiempo que hiciese. Creo que al principio me gustaba, pero luego me aburrí de ello durante la adolescencia y volqué mis energías en las actividades de interior y en las fiestas. Siete u ocho años más tarde, empecé a necesitar la naturaleza otra vez. Echaba de menos el bosque, la montaña y el mar, la sensación de agotamiento físico de las prácticas de exterior. Era un anhelo que procedía de lo más profundo de mi ser, una intensa necesidad de contacto cercano con elementos no creados por máquinas. De sentir el sol, la lluvia, el frío, el viento, el barro y el agua en el cuerpo. De escuchar.

Me identifico con algunas de las ideas que Ernest Shackleton describió hacia el final de su vida como explorador: «Habíamos visto a Dios en todo su esplendor, oído el texto que reproduce la naturaleza. Habíamos alcanzado el alma desnuda del hombre».

Últimamente he reflexionado más sobre los caminos que he escogido, y sobre los que he seguido de una manera menos consciente, para llegar a mi situación actual. Al pensar en ello, me he enfrentado a una serie de preguntas. ¿Por qué forzar tu resistencia hasta el límite? ¿Y por qué, con la congelación, las ampollas y el hambre aún vivos en la memoria, eliges volver a repetirlo todo otra vez? Cuando empecé a hacer expediciones, lo que más me interesaba era todo lo que estaba oculto tras el horizonte, en lugar de lo que tenía justo delante de mí. Si salía a caminar, quería hacerlo durante mucho tiempo y cubrir grandes distancias. Todavía no había descubierto el placer de dar un paseo corto. Más adelante, con hijas adolescentes, un trabajo exigente y una recién encontrada pasión por el arte, cobré conciencia de que mi vida había ido cambiando gradualmente y volví mis pensamientos hacia el interior. El resultado de ese proceso fueron dos libros, El silencio en la era del ruido y Caminar. Ambos tratan, aunque de formas distintas, sobre el silencio que albergamos dentro de nosotros mismos.

Y, lo que es aún más importante para mí, los tres libros —este y los dos anteriores— hablan de estar en contacto con la naturaleza. Una de las cosas que he aprendido como explorador es que, cada cierto tiempo a lo largo del viaje, tienes que detenerte y recalibrar, evaluar los acontecimientos inesperados y los cambios meteorológicos. Este libro es una especie de recalibración.

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