Muerte en la tarde

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo. España era una fiesta

Prólogo

ESPAÑA ERA UNA FIESTA

No resulta arriesgado afirmar que Ernest Hemingway nació en Estados Unidos pero vivió para España.

Hemingway —escritor americano a la vieja usanza, cosmopolita y explorador y amante de los espacios abiertos— escribió sobre cantidad de lugares entre los que se cuentan la región primera de los veraneos infantiles al norte de Michigan, la primavera de Francia y el crepúsculo de Italia, las largas siestas de Cuba, las olas de Key West y las corrientes de Bimini, y las cacerías de África. Pero ningún sitio ejerció una influencia más poderosa en su persona y en su literatura que España.

La segunda línea de El verano peligroso —largo artículo de 1960 para la revista Life,[1] lo último que escribió en vida y suerte de secuela de este Muerte en la tarde— lo afirma categóricamente y sin lugar a duda alguna: España era el país que más le gustaba a Hemingway después de su patria. Y en privado y solo frente a íntimos, solía ubicar a España muy por encima de América en el ranking de su atlas personal. Esta pasión era anterior, incluso, a sus numerosos viajes a España: son varias las biografías del escritor que puntualizan con maravillada extrañeza el hecho de que Hemingway, ya a la altura de sus primeros artículos para la revista de su colegio, firmara como Ernest de La Mancha. Algunos estudiosos llegan a insinuar teorías un tanto extremas para explicar este vínculo entre escritor y territorio.[2]

Está claro que para Hemingway, España siempre fue la Tierra Prometida que cumplía sus promesas, el lugar adonde llegar, el hogar espiritual donde buscarse y encontrarse, o el santuario donde sus héroes Jake Barnes y Robert Jordan alcanzan la primera redención o abrazan el último sacrificio.

Una carta a su colega y entonces amigo Francis Scott Fitzgerald[3] —fechada el 1 de julio de 1925 y escrita en Burguete, España— explica el síntoma y se regocija sin pudor, mesura o puntuación alguna:

El paraíso para mí sería una plaza de toros en la que yo tuviera siempre reservados dos asientos de barrera y afuera un arroyo con truchas en el que yo fuese el único autorizado a pescar y dos lindas casas en el pueblo; en una de ellas tendría a mi esposa y a mis hijos y les sería fiel y les amaría de verdad y con dedicación y en la otra tendría a mis nueve hermosas amantes cada una de ellas durmiendo en un piso diferente y en una de las casas los baños estarían provistos con copias del Dial a modo de papel higiénico y en la otra con ejemplares del American Republic y del New Republic. Y habría una buena iglesia como en Pamplona en la que me detendría a confesarme mientras fuera de una casa a otra y me subiría al caballo y cabalgaría con mi hijo hasta mi rancho con toros al que bautizaría como Hacienda Hadley[4] y allí les arrojaría monedas a mis hijos ilegítimos viviendo junto al camino. Escribiría mis cosas en la Hacienda y enviaría a mi hijo a revisar los cinturones de castidad de mis amantes porque alguien llegaría al galope con la noticia de que un célebre monógamo de nombre Fitzgerald había sido avistado en dirección al pueblo y en compañía de una pandilla de viajeros borrachos.

Y hay que decirlo: esta carta —como buena parte de las expresiones de Hemingway fuera de su ficción— tiene algo de patético y bastante de lamentable; nos muestra al escritor instalado con firmeza en el lugar común y vulgar del turista bestial y absurdo empeñado en ejercitar en el extranjero aquello que no puede hacer en su propio país. Para desgracia de los españoles, son multitud los norteamericanos que arriban a sus tierras inspirados por esta faceta de Hemingway y que, apenas aterrizados, pierden los papeles para recuperarlos, cuando ya es demasiado tarde, al descubrirse —súbitamente sobrios por el terror y sin recordar cómo fue que acabaron allí— corriendo con un pañuelo rojo al cuello y con una manada de toros miura pisándoles los talones por las calles resbaladizas y peligrosas de algún San Fermín.

El verdadero y más puro amor de Hemingway a España conviene disfrutarlo, sí, en sus obras más que en su vida.[5] Allí y aquí transcurren y laten novelas como Fiesta (1926) y Por quién doblan las campanas (1940), la obra de teatro La quinta columna (1938), el guión y la locución para los docudramas cinematográficos y pro-republicanos España en llamas y La tierra española (ambos de 1937), parte de El jardín del Edén (publicada de forma póstuma en 1986), así como varios de sus más celebrados relatos, muchos de ellos, además, escritos en España.[6]

El título Muerte en la tarde aparece por primera vez en el verano de 1931 en los apuntes para un relato que no llegó a escribir nunca,[7] pero el amor muy bien correspondido de Hemingway con España tiene su origen muchos años antes, cuando todavía no era un escritor pero ya se sentía listo para salir al ruedo a cortar orejas y clavar su pluma matadora.

El primer viaje de Hemingway por España es más una breve escala que otra cosa: en enero de 1919 se detiene apenas en el sur, de regreso a casa, dejando atrás el frente italiano y la guerra. En 1921, rumbo a París, pasa unas pocas horas en Vigo junto a su flamante esposa Hadley. En una carta enviada desde allí a su amigo William B. Smith, Jr.[8] funda y postula su percepción de lo español: «Un lugar para machos» con «atunes y truchas y vino a 2 pesetas». En París, Gertrude Stein le habla de su entusiasmo por Joselito y por Juanito Belmonte (a quien la Stein le dedicaría un poema y al que Hemingway no deja muy bien parado en Fiesta) y le enseña al joven Hemingway fotos en las que ella y Alice B. Toklas aparecen en plazas de toros durante su viaje de 1915. En 1923, Hemingway visita España en dos oportunidades: durante mayo y junio (donde experimenta la epifanía y el satori y el deslumbramiento de sus primeras corridas a las que define «no como un deporte sino como una tragedia» y «la cosa más bella»),[9] y en julio para enloquecer de euforia en su primer San Fermín. Para entonces, Hemingway no se pierde ningún gran cartel, arrastra a su mujer embarazada de cinco meses por las calles alucinadas de Pamplona, y no duda a la hora de bautizar a su primer hijo como John Hadley Nicanor Hemingway en homenaje al matador Nicanor Villalta. Afortunadamente, o no, para el pequeño, pronto comienzan a llamarlo Bumby. En 1924 Hemingway regresa para San Fermín y en noviembre continúa con su entusiasmo epistolar de poseso agente de viajes despachando misivas a diestra y siniestra donde insiste en que España «es el único país que no está hecho pedazos», descalificando, de paso, a Italia y a los italianos como «fascistas histéricos» mientras que los españoles tienen «lo que hay que tener». Gran parte del atractivo, está claro, se debe a los toros y a los toreros, y en una carta a Ezra Pound,[10] enviada desde Burguete en julio de 1924, define la plaza de toros como el único sitio donde «el valor y el arte se combinan con éxito», y agrega:

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