El lobo estepario

Hermann Hesse

Fragmento

PRÓLOGO DEL EDITOR

Este libro contiene las anotaciones que dejó aquel hombre a quien, recurriendo a un término que él mismo había utilizado varias veces, llamábamos el “Lobo Estepario”. Dejemos de lado la cuestión acerca de si su manuscrito precisa un prólogo explicativo; en todo caso, soy yo quien tiene la necesidad de agregar algunas hojas a las suyas en las que intento describir cómo lo recuerdo. Es poco lo que sé de él y, sobre todo, su pasado y su origen me siguen resultando desconocidos. Sin embargo, conservo una impresión fuerte de su personalidad y debo decir que, a pesar de todo, siento simpatía por ella.

El Lobo Estepario era un hombre de unos cincuenta años de edad que apareció unos años atrás en la casa de mi tía buscando una habitación amueblada. Alquiló el altillo en el último piso y el pequeño dormitorio de al lado, volvió unos días después con dos valijas y una gran caja con libros y vivió nueve o diez meses con nosotros. Era muy silencioso e introvertido, y si no hubiera sido por la vecindad de nuestros dormitorios, que provocó algunos encuentros casuales en la escalera o en el corredor, es probable que jamás nos hubiésemos conocido, porque este hombre no era sociable. Era insociable en un grado que hasta ahora nunca vi en nadie, era realmente un Lobo Estepario —como se llamaba a sí mismo de a ratos—, un ser ajeno, salvaje y también tímido, incluso muy tímido, que provenía de un mundo diferente al mío. Pero la profundidad de la soledad a la que se había acostumbrado por causa de su disposición y de su destino y la conciencia con la que reconocía a esta soledad como su sino, eso recién lo supe a través de las anotaciones que dejó. Aunque de todas formas, gracias a algunos encuentros y conversaciones breves, lo pude conocer antes, un poco; considero que en el fondo la imagen que obtuve a través de sus anotaciones concuerda con la que —más pálida e incompleta, desde ya— había surgido de nuestra relación personal.

Por casualidad estuve presente en el momento en el que el Lobo Estepario entró por primera vez a nuestra casa. Llegó al mediodía, los platos todavía estaban sobre la mesa y a mí me quedaba media hora de tiempo libre antes de tener que volver a la oficina. No olvidé la impresión extraña y muy ambivalente que me produjo en el primer encuentro. Ingresó por la puerta de vidrio, luego de tocar el timbre, y en el pasillo en penumbras la tía le preguntó qué deseaba. Pero él, el Lobo Estepario, había levantado su cabeza angulosa, con pelo corto, olfateando a su alrededor con nariz nerviosa y, antes de responder o dar su nombre, dijo: “Oh, acá huele rico”. Sonrió y la buena de mi tía también sonrió, pero a mí ese saludo me pareció más bien raro y sentí algo en contra de él.

—Bueno —dijo—, vengo por la habitación que tiene para alquilar.

Sólo cuando los tres subimos la escalera que conducía al altillo pude observarlo mejor. No era muy grande, pero tenía el andar y la postura de las personas de gran tamaño; llevaba un sobretodo cómodo y, en general, estaba vestido de forma decente pero descuidada, correctamente afeitado, con el pelo bien corto que, aquí y allá, mostraba destellos grises. Al principio su modo de caminar no me gustó nada, tenía algo de trabajoso e indeciso que no coincidía con su perfil agudo y vehemente ni con el tono y el temperamento de sus palabras. Sólo más tarde noté y supe que estaba enfermo y que le costaba caminar. Con una sonrisa particular, que en esa época tampoco me agradaba, observó la escalera, las paredes y las ventanas, los armarios altos y antiguos; parecía que todo le gustaba y, a la vez, de alguna manera lo consideraba ridículo. De hecho, el hombre en sí daba la impresión de venir de otro mundo, tal vez de un país de ultramar, y que todo aquí le parecía bastante bonito pero un poco raro. No puedo decir que no haya sido cortés, incluso amable; estuvo de acuerdo de inmediato y sin ningún reparo con la casa, la habitación, el precio del alquiler y el desayuno. Y sin embargo, lo rodeaba una atmósfera extraña, a mi entender nada buena, hostil. Alquiló la habitación, también el dormitorio, se dejó instruir acerca de la calefacción, el agua, los servicios y las reglas de la casa, escuchó con atención y amabilidad, aceptó todo y ofreció enseguida un adelanto del pago. Pero igual, al hacerlo, no parecía estar del todo ahí; era como si no se reconociera a sí mismo ni se tomara en serio, como si alquilar un cuarto y hablar alemán con la gente fuera algo raro y nuevo porque él, en realidad y en su interior, se ocupaba de cosas totalmente diferentes. Más o menos ésa fue la impresión, y no hubiese sido buena de no haberse visto atravesada y corregida por todo tipo de características menores. Fue sobre todo la cara del hombre la que me gustó desde el principio; me gustó a pesar de esa expresión de extrañeza. Se trataba de una cara un poco peculiar, tal vez, y también un poco triste, pero era despierta, muy pensativa, trabajada y espiritual. Y para disponerme a un ánimo más amistoso, se sumaba el hecho de que su tipo de cortesía y amabilidad —a pesar de que parecía costarle esfuerzo— carecía de toda soberbia. Al contrario, había en él algo casi conmovedor, como suplicante, que pude explicar más tarde pero que enseguida me conquistó un poco.

Mi hora de almuerzo se pasó antes de que finalizaran la visita a las habitaciones y las demás conversaciones, y yo debía volver a mi ocupación. Me despedí y le dejé el hombre a la tía. A la noche, cuando regresé, me contó que había alquilado y que se mudaría en estos días; sólo había pedido que no anunciáramos su llegada a la policía, ya que era un hombre enfermizo, y formalidades como estar parado en las comisarías y esas cosas se le volvían insoportables. Todavía me acuerdo perfectamente cómo, en aquel momento, eso me hizo dudar y le advertí a mi tía que no hiciera caso del pedido. Me parecía que este recelo ante la policía coincidía demasiado bien con el aire poco confiable y extraño del hombre como para no llamar la atención de manera sospechosa. Le expliqué a mi tía que bajo ninguna condición podía aceptar esa solicitud de por sí insólita y que, bajo ciertas circunstancias, podría tener consecuencias muy desagradables para ella. Pero ya le había concedido el deseo y, de todas formas, ya se había dejado atrapar y maravillar por esa persona desconocida; es que ella nunca había aceptado inquilinos con los que no pudiera desarrollar una relación humana, amable, protectora o más bien maternal, cosa que algunos inquilinos anteriores supieron aprovechar con creces. Y durante las primeras semanas siguió siendo así: mientras yo encontraba cosas para criticar en el nuevo vecino, mi tía lo defendía con calidez.

Como la cuestión de no informar a la policía no me gustaba, quise averiguar, por lo menos, qué era lo que mi tía sabía acerca del desconocido, de su origen y de sus intenciones. Ella ya se había enterado de esto y aquello, a pesar de que después de mi partida al mediodía él sólo se había quedado un rato muy corto. Le había dicho que pensaba quedarse unos meses en nuestra ciudad, utilizar las bibliotecas y visitar los monumentos históricos. En realidad, a la tía no le gustaba que quisiera alquilar por tan poco tiempo, pero por lo visto, a pesar de su conducta tan especial él ya se la había ganado. En síntesis, las habitaciones estaban alquiladas y mis reparos llegaron demasiado tarde.

—¿Por qué habrá dicho eso, que acá huele bien? —pregunté.

Entonces mi tía, que a veces tiene intuiciones bastante acertadas, dijo: —No tengo dudas al respecto. Acá, en casa, huele a limpieza y a orden, a una vida amable y decente, y eso le gustó. Parece como si se hubiera desacostumbrado a esas cualidades y las extrañara.

Pues bien, pensé, por mí...

—Pero —dije— si no está acostumbrado a una vida ordenada y decente, ¿qué pasará? ¿Qué harás si no es limpio y ensucia todo o si llega borracho a cualquier hora de la noche?

—Ya veremos —dijo ella y se rió, y yo lo dejé ahí.

De hecho, mis preocupaciones no tuvieron asidero. A pesar de que de ninguna manera llevaba una vida ordenada y sensata, el inquilino no nos molestó ni nos hizo daño; aún hoy lo recordamos con gusto. Pero internamente, en el alma, este hombre sí nos alteró mucho a los dos, a mi tía y a mí, y hablando con honestidad, yo todavía no terminé con él. De noche a veces aparece en mis sueños y, a pesar de que ya casi siento cariño por él, percibo que la sola existencia de un ser así me inquieta y altera mis bases.

Dos días después un cochero trajo las cosas del desconocido, que se llamaba Harry Haller. Una valija de cuero muy hermosa me causó una buena impresión, y otra valija angosta y grande parecía indicar largos viajes anteriores, por lo menos estaba cubierta por las etiquetas amarillentas de hoteles y compañías de transporte de diversos países de ultramar.

Luego apareció él en persona y comenzó la época en la que, de a poco, fui conociendo a este hombre peculiar. Al principio no hice nada de mi parte para acercarme. A pesar de que me interesé por Haller desde el primer minuto en que lo vi, en las primeras semanas no moví un dedo para encontrarlo o iniciar una conversación. En cambio —debo admitirlo—, ya desde el vamos lo estuve observando, entré alguna vez a su habitación mientras él no estaba y, por curiosidad, me dediqué a espiarlo un poco.

Ya di algunos datos sobre el aspecto exterior del Lobo Estepario. A las claras y desde el primer instante daba la impresión de ser una persona importante, única y con un talento especial; su cara irradiaba espiritualidad y el juego llamativamente suave e inquieto de sus rasgos reflejaba una vida anímica interesante, muy movida, tierna y sensible en exceso. Cuando uno hablaba con él y lograba que cruzara los límites de lo convencional —cosa que no sucedía siempre— para decir algunas palabras personales, propias y que parecían surgir desde la distancia, a los de nuestra clase no nos quedaba otra opción que subordinarnos; él había pensado más que cualquier otra persona y, con respecto a los asuntos del intelecto, tenía aquella objetividad fría, aquella sabiduría y capacidad de reflexión seguras que sólo poseen las personas auténticamente intelectuales, que carecen de toda ambición, que nunca desean brillar o convencer al otro o tener la razón.

Me acuerdo de una de esas frases, que en realidad ni siquiera fue una frase sino apenas una mirada que echó durante el último tiempo que estuvo aquí. Un famoso filósofo de la historia y crítico cultural, una persona con renombre europeo, había anunciado una conferencia en el aula magna y yo había logrado convencer al Lobo Estepario, que al principio no tenía nada de ganas, para ir. Fuimos juntos y nos sentamos uno al lado del otro en el auditorio. Cuando el disertante subió al podio y comenzó a hablar, desilusionó a más de un oyente —que esperaban encontrar en él a una especie de profeta— por la forma afectada y orgullosa de su aparición. Cuando empezó a hablar y comenzó adulando al público y agradeciendo su presencia numerosa, el Lobo Estepario me echó una mirada muy breve, una mirada de crítica por estas palabras y por toda la persona del disertante. ¡Oh! ¡Una mirada terrible e inolvidable, sobre cuyo significado se podría escribir un libro entero! No sólo criticaba a aquel orador y destruía al hombre famoso a través de su ironía suave pero perentoria; eso era lo mínimo. La mirada poseía más tristeza que ironía; de hecho, era profunda y descorazonadamente triste. El contenido de esa mirada era una desesperación silenciosa, de alguna manera segura, convertida ya en forma y costumbre. Su claridad consternada no sólo desnudaba al disertante pagado de sí mismo, no sólo ironizaba y reducía la situación del momento, las expectativas y el humor del público y el título un poco pretencioso de la conferencia anunciada, no: la mirada del Lobo Estepario atravesaba toda nuestra época, la actividad bulliciosa, la ambición, el juego superficial de una espiritualidad engreída y leve. ¡Ay! Lamentablemente, su mirada iba aun más profundo, más allá de las simples fallas y desesperanzas de nuestra época, de nuestra espiritualidad, de nuestra cultura. Llegaba hasta el corazón de toda la humanidad, expresaba con fluidez, en un solo segundo, todas las dudas con respecto a la dignidad, al sentido de la vida humana en general, que puede tener un pensador, alguien que quizá sabe. Esa mirada decía: “¡Mira, nosotros somos estos monos! ¡Mira, así es el hombre!”. Y toda la fama, toda la inteligencia, todos los logros del espíritu, todos los acercamientos a la excelencia, a la grandeza, toda la perdurabilidad de lo humano, caían y se convertían en un juego ridículo.

Con esto me adelanté mucho y, en realidad, en contra de mi plan y de mi voluntad, ya dije lo esencial de Haller. Mi primera intención había sido develar su retrato poco a poco, narrando la forma escalonada en la que lo fui conociendo.

Pero después de haberme adelantado de esta manera, no hace falta seguir hablando de la misteriosa “extranjería” de Haller y describir con detalles cómo fui sospechando y descubriendo razones y significados para esa extranjería, esa soledad terrible y extraordinaria. Es mejor así, porque quiero que mi propia persona pase lo más desapercibida posible. No busco confesarme o contar novelas o practicar psicología, sino aportar algo, como mero testigo, a la imagen de este hombre peculiar dejada por sus manuscritos.

Ya la primera vez que lo vi —cuando entró por la puerta de vidrio a lo de mi tía, levantó la cabeza como si fuera la de un pájaro y elogió la comida— me llamó la atención algo especial en ese hombre y mi primera reacción, ingenua, fue la del disgusto. Percibí (y mi tía, que en oposición a mí no es en absoluto una persona intelectual, percibió algo bastante parecido) que el hombre estaba enfermo, que padecía algún mal del espíritu, del ánimo o del carácter, y me defendí de esa sensación con el instinto del que está sano. Con el transcurso del tiempo, ese rechazo fue suplantado por la simpatía, que se basaba en una gran compasión por ese hombre que sufría tanto y sin pausa, cuya soledad y fallecimiento interior pude observar. En ese período tomé cada vez más conciencia de que su enfermedad no se debía a falencias de su naturaleza, sino que, por el contrario, resultaba del hecho de que la gran riqueza de sus dones y fuerzas no habían encontrado una armonía. Me di cuenta de que Haller era un genio del sufrimiento, que —en el sentido de algunas expresiones de Nietzsche— había desarrollado en su interior una capacidad genial, ilimitada, terrible, para sufrir. Al mismo tiempo noté que la base para su pesimismo no era el desprecio por el mundo, sino el desprecio hacia sí mismo. Porque por más despiadado y destructor que fuera a la hora de hablar de las instituciones o las personas, jamás se excluía, siempre dirigía sus flechas primero contra su propia persona; él mismo era el primero al que odiaba y rechazaba...

Aquí debo intercalar un comentario psicológico. A pesar de que sé muy poco sobre la vida del Lobo Estepario, tengo toda la razón para sospechar que fue educado por padres y maestros bondadosos pero estrictos y muy religiosos, que consideraban que “quebrar la voluntad” es la base de la educación. Resulta que aquella destrucción de la personalidad y quiebre de la voluntad no funcionaron con este alumno; era demasiado fuerte y duro, demasiado orgulloso y espiritual. En lugar de destruir su personalidad, sólo lograron enseñarle a odiarse a sí mismo. De allí en más dirigió toda la genialidad de su fantasía, la fuerza de su pensamiento, contra sí mismo, contra ese objeto inocente y noble. Porque en eso era ciento por ciento cristiano, mártir: cada agudeza, cada crítica, cada maldad, cada odio del que era capaz, era dirigido primero y sobre todo hacia sí mismo. En lo concerniente a los demás, al mundo circundante, no cesaba de hacer los intentos más serios y heroicos de quererlos, de ser justo con ellos, de no lastimarlos, porque había asimilado tan bien el “ama a tu prójimo” como el odio hacia sí mismo. Así es que, durante toda su vida, fue un ejemplo de que sin amor propio tampoco hay amor al prójimo, de que el odio hacia uno mismo es igual y, al final, provoca tanta desesperación y un aislamiento tan espantoso como el más puro egoísmo.

Pero es hora de dejar de lado mis pensamientos y hablar de realidades. Lo primero, entonces, que averigüé del señor Haller —en parte a través del espionaje, en parte gracias a los comentarios de mi tía— se refería a su estilo de vida. Era fácil ver que se trataba de un hombre de pensamientos y de libros, que no ejercía ningún oficio práctico. Se quedaba mucho tiempo en la cama, a menudo se levantaba poco antes del mediodía y caminaba en bata los escasos pasos que separaban su dormitorio de la sala de estar. Esa sala, un altillo amplio y agradable con dos ventanas, no tardó en verse muy distinta de lo que era cuando estaba habitada por otros inquilinos. Se llenó, y con el tiempo estuvo cada vez más repleta. De la pared colgaban imágenes, dibujos, a veces también ilustraciones recortadas de revistas, que solían ir cambiando. Un paisaje del sur y fotografías de un pueblito alemán —por lo visto, el lugar natal de Haller— colgaban entre acuarelas coloridas y brillantes, de las que recién más tarde supimos que las había pintado él mismo. Luego estaba la fotografía de una mujer joven y bonita, o la de una niña. Durante un tiempo colgó de la pared un buda siamés, que fue relevado por una reproducción de la Noche de Michelangelo y, más tarde, por un retrato de Mahatma Gandhi. Los libros no sólo llenaban la biblioteca, sino que estaban por todas partes, sobre las mesas, en el bonito y viejo escritorio, sobre el diván, las sillas, en el piso; eran libros con señaladores de papel que cambiaban constantemente de ubicación. La cantidad aumentaba todo el tiempo, porque el hombre no sólo traía paquetes enteros de las bibliotecas, sino que también solía recibir cajas por correo. La persona que ocupaba esta habitación podía ser un estudioso. Esa actividad también era coherente con el humo de cigarrillos que envolvía todo y con los restos de cigarrillos y las cenizas que se esparcían por doquier. Pero una gran parte de los libros no tenía contenido académico; la gran mayoría eran obras de poetas de diferentes épocas y pueblos. Sobre el diván, donde a veces pasaba varios días acostado, permanecieron un tiempo los seis gruesos tomos de una obra titulada El viaje de Sofía desde Memel hasta Sajonia, de fines del siglo XVIII. Las obras completas de Goethe y las de Jean Paul parecían haber sido muy usadas, igual que las de Novalis, pero también Lessing, Jacobi y Lichtenberg. Algunos tomos de Dostoievski estaban repletos de papeles anotados. En la mesa grande, entre los muchos libros y escritos, solía haber un ramo de flores; también daba vueltas una caja con acuarelas, que estaba siempre cubierta de polvo. Al lado se encontraban las cenizas y, para no callar nada, todo tipo de bebidas. Una botella cubierta con un trenzado de paja solía contener vino tinto italiano, que obtenía en un pequeño local cercano; a veces también se podía ver una botella de borgoña o de vino de Málaga, así como una más ancha con aguardiente de cereza, a la que vi vaciarse en un tiempo bastante breve y luego desaparecer en un rincón y cubrirse de polvo, sin que desapareciera nunca el último resto. No quiero justificar el espionaje que llevé a cabo y también admito abiertamente que, al principio, todas estas señales de una vida consumida por los intereses intelectuales pero bastante desordenada y anárquica despertaron mi repugnancia y mi desconfianza. No sólo soy un hombre que lleva una vida burguesa y metódica, acostumbrado al trabajo y a una división exacta del tiempo, sino que soy abstemio y no fumo. Aquellas botellas en la habitación de Haller me gustaron menos aún que el resto del desorden pintoresco.

Igual que con el descanso y el trabajo, el desconocido también era inconstante y caprichoso con respecto a la comida y la bebida. Algunos días no salía en absoluto y no ingería nada excepto el café de la mañana, o la tía encontraba una cáscara de banana como único resto de su alimentación. Pero otras veces comía en restaurantes que podían ser buenos y elegantes o en pequeñas fondas de los suburbios. No parecía gozar de buena salud; además del impedimento en las piernas, que le dificultaba subir las escaleras, lo acosaban otras molestias. Una vez, al pasar, dijo que hacía años que no digería ni dormía como corresponde. Yo lo adjudicaba sobre todo a su afición por la bebida. Más tarde, cuando lo acompañé alguna que otra vez a las cantinas, fui testigo de cómo tragaba el vino con rapidez y capricho, pero realmente borracho no lo vimos ni yo ni nadie.

Nunca olvidaré nuestro primer encuentro personal. Sólo nos conocíamos así como se conocen los vecinos en una casa. Una noche yo volvía del trabajo y, para mi sorpresa, encontré al señor Haller sentado en el descanso de la escalera que está entre el primero y el segundo piso. Se había sentado en el escalón más alto y se corrió hacia un lado para dejarme pasar. Le pregunté si se sentía mal y me ofrecí a acompañarlo hasta arriba.

Haller me miró y me di cuenta de que lo había despertado de algún estado de ensoñación. Comenzó a sonreír despacio, con esa sonrisa bonita y triste con la que tantas veces me causó pesar en el corazón. Luego me invitó a sentarme junto a él. Le agradecí y contesté que no estaba acostumbrado a sentarme en la escalera delante de los hogares de otras personas.

—Ah, sí —dijo y profundizó su sonrisa—, usted tiene razón. Pero espere un segundo, le tengo que mostrar por qué tuve que quedarme un rato aquí sentado.

Mientras hablaba, señaló el vestíbulo de la vivienda del primer piso, donde vivía una viuda. Era un pequeño rincón con piso de madera que se encontraba entre la escalera, la ventana y la puerta de vidrio; contra la pared estaba un armario alto de caoba que tenía algunos objetos viejos de peltre encima, y delante, sobre el piso, había dos mesitas y dos plantas en unas macetas grandes, una azalea y una araucaria. Las plantas eran bonitas y siempre estaban limpias e impecables, eso ya me había llamado agradablemente la atención.

—Vea —prosiguió Haller—, este pequeño vestíbulo con la araucaria huele fantástico; muchas veces me pasa que no puedo cruzarlo sin detenerme un momento. En lo de su señora tía también hay un aroma agradable y reinan el orden y la limpieza más escrupulosa, pero este lugar con la araucaria, acá, posee una pureza tan radiante, está tan desempolvado y lustrado y lavado, tan intacto y limpio, que se puede decir literalmente que brilla. Siempre necesito llenar mis pulmones, ¿no lo huele usted también? El olor de la cera para pisos con un leve toque de trementina, junto con la caoba, las hojas lavadas de las plantas y todo lo demás produce un perfume superlativo de pulcritud burguesa, de cuidado y de exactitud, de cumplimiento de los deberes y de fidelidad a lo pequeño. No sé quién vive ahí, pero detrás de esa puerta de vidrio debe existir un paraíso de limpieza y de burguesía barrida, de orden y de entrega temerosa y conmovedora a las pequeñas costumbres y a las obligaciones.

Como no dije nada, siguió: —Por favor, no crea que estoy siendo irónico. Querido señor, no hay nada más alejado de mi intención que querer reírme de esta burguesía y de su orden. Es verdad, yo vivo en otro mundo, no en éste, y tal vez no sería capaz de soportar un solo día en una casa con araucarias como ésta. Pero, a pesar de ser un Lobo Estepario viejo y desgreñado, también soy hijo de una madre, y mi madre era una mujer burguesa que plantaba flores, vigilaba habitaciones y escaleras, muebles y cortinas, y se esmeraba por darles tanta limpieza, pulcritud y orden a su hogar y a su vida como fuera posible. Ése es el recuerdo que me traen el olor de la trementina, la araucaria, y por eso descanso aquí y allá, miro este pequeño y tranquilo jardín del orden y me alegro de que estas cosas todavía existan.

Quiso levantarse, pero le costó y no me rechazó cuando lo ayudé un poco. Permanecí en silencio, pero así como le había sucedido antes a mi tía, sucumbí al influjo de alguna magia que ese hombre peculiar sabía emitir en ciertas ocasiones. Subimos lentamente la escalera y delante de su puerta, ya con la llave en la mano, me volvió a mirar a la cara de frente, con mucha amabilidad, y dijo:

—¿Usted viene de su trabajo? Y sí, de eso no entiendo nada, yo vivo un poco alejado, al costado, sabe. Pero creo que a usted también le interesan los libros y esas cosas; su tía me contó una vez que terminó el bachillerato y que era bueno en griego. Bueno, hoy encontré una oración en un libro de Novalis, ¿se la puedo mostrar? Usted también la va a disfrutar.

Me hizo entrar a su habitación, donde reinaba un fuerte olor a tabaco, tomó un libro de una pila, dio vuelta las hojas, buscó.

—Esto también es bueno, muy bueno —dijo—. Escuche la siguiente oración: “Deberíamos estar orgullosos del dolor; cada dolor nos recuerda nuestro alto rango”. ¡Excelente! ¡Ochenta años antes de Nietzsche! Pero ésa no es la frase que le quería mostrar, espere... acá está: “La mayoría de las personas no quiere nadar hasta que no sabe hacerlo”. ¿No es gracioso? ¡Claro que no quieren nadar! Si nacieron para el suelo, no para el agua. Y claro que no quieren pensar; ¡fueron creados para la vida, no para la reflexión! Sí, y aquel que piense que puede llegar lejos si transforma el pensar en su actividad principal, no hace más que confundir el suelo con el agua y en algún momento morirá ahogado.

Me había atrapado y me quedé un rato con él; a partir de ese momento no era raro que, cuando nos encontrábamos en la escalera o en la calle, conversáramos un poco. Al principio siempre tenía la sensación de que estaba siendo irónico, igual que con la araucaria. Pero no era así. Casi me admiraba, igual que a la planta; él estaba tan convencido de su soledad, de su nadar en el agua, de su desarraigo, que —en serio, sin burlarse— podía entusiasmarse con una actividad burguesa y cotidiana como, por ejemplo, la puntualidad con la que yo iba a mi oficina o la exclamación de un sirviente o del chofer del tranvía. Al principio me parecía ridículo y exagerado, el capricho de un señor diletante, un sentimentalismo juguetón. Pero cada vez me daba más cuenta de que en serio admiraba y amaba nuestro pequeño mundo burgués y que, desde su habitación sin aire, desde su condición de extranjero y Lobo Estepario, lo veía como sólido y seguro, lejano e inalcanzable, el hogar y la paz hacia la que le estaban vedados todos los accesos. Siempre se quitaba el sombrero con profundo respeto delante de nuestra encargada, una buena mujer, y cuando mi tía conversaba un rato con él o le hacía notar que su ropa necesitaba un arreglo, que un botón del sobretodo se le e

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