Miguel Strogoff

Jules Verne

Fragmento

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Portadilla

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Una fiesta en el Palacio Nuevo

Rusos y tártaros

Miguel Strogoff

De Moscú a Nijni-Novgorod

Un decreto de dos artículos

Hermano y hermana

Descendiendo el Volga

Remontando el Kama

En tarentas noche y día

Una tormenta en los montes Urales

Viajeros en apuros

Una provocación

Por encima de todo, el deber

Madre e hijo

Las ciénagas de la Baraba

Un último esfuerzo

Versículos y canciones

Un campamento tártaro

La actitud de Alcides Jolivet

Golpe por golpe

La entrada triunfal

«¡Mira con todos tus ojos, mira!»

Un amigo en el camino

El paso del Yenisei

Una liebre que cruza la ruta

En la estepa

Baikal y Angara

Entre dos orillas

Irkutsk

Un correo del zar

La noche del cinco al seis de octubre

Conclusión

Notas

Créditos

Grupo Santillana

Una fiesta en el Palacio Nuevo

Una fiesta en el Palacio Nuevo

—Señor, un nuevo despacho.

—¿De dónde viene?

—De Tomsk.

—¿Está cortado el hilo más allá de esa ciudad?

—Está cortado desde ayer.

—General, que cada hora envíen un telegrama a Tomsk, y que me tengan al corriente.

—Sí, sire[1] —respondió el general Kissoff.

Se sostenía este diálogo a las dos de la mañana, en el momento en que la fiesta dada en el Palacio Nuevo estaba en toda su magnificencia.

Durante la velada, la música de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no había dejado de tocar sus polcas, sus mazurcas, sus chotis y sus valses, escogidos entre los mejores del repertorio. Las parejas de bailarines se multiplicaban hasta el infinito por los espléndidos salones de aquel palacio, que se alzaba a unos pocos pasos de la «vieja casa de piedras» donde tantos dramas horribles habían ocurrido en otro tiempo, y cuyos ecos despertaron aquella noche para resonar con los temas de las contradanzas.

Por lo demás, el gran mariscal de la corte estaba bien secundado en sus delicadas funciones. Los grandes duques y sus edecanes, los chambelanes de servicio, los oficiales del palacio presidían en persona la organización de los bailes. Las grandes duquesas, cubiertas de diamantes y las azafatas de palacio, vestidas con sus trajes de gala, daban ejemplo valerosamente a las mujeres de los altos funcionarios militares y civiles de la antigua «ciudad de las piedras blancas». Por eso, cuando resonó la señal de la «Polonesa», cuando los invitados de todo rango participaron en aquel paseo cadencioso que, en solemnidades de ese género, tiene toda la importancia de una danza nacional, la mezcla de los largos vestidos escalonados en encajes y de los uniformes engalanados de condecoraciones ofreció un aspecto indescriptible bajo la luz de cien arañas que duplicaba la reverberación de los espejos.

Era deslumbrante.

Además, el gran salón, el más hermoso de cuantos posee el Palacio Nuevo, servía de marco digno por su magnificencia a este cortejo de altos personajes y de mujeres espléndidamente engalanadas. La rica bóveda, con sus dorados ya suavizados por la pátina del tiempo, estaba como estrellada por puntos luminosos. Los brocados de las cortinas y cortinones, quebrados en pliegues soberbios, se empurpuraban de tonos cálidos que violentamente se rompían en los ángulos del pesado paño.

A través de los cristales de los amplios ventanales de medio punto, la luz que impregnaba los salones, tamizada por un vaho ligero, se manifestaba al exterior como un reflejo de incendio y contrastaba vivamente con la noche que, durante algunas horas, envolvía aquel palacio resplandeciente. Por eso el contraste atraía la atención de los invitados que no participaban en los bailes. Cuando se detenían en los alféizares de las ventanas, podían vislumbrar algunos campanarios, confusamente difuminados en la sombra, que perfilaban acá y allá sus enormes siluetas. Por debajo de los balcones esculpidos veían pasear silenciosamente a numerosos centinelas con el fusil colocado horizontalmente sobre el hombro, y cuyo casco puntiagudo tenía por penacho un airón de llama bajo el resplandor de las luces que salían al exterior. Oían también el paso de las patrullas que marcaba el compás sobre las losas de piedra con más exactitud tal vez que el pie de los bailarines en el parqué de los salones. De vez en cuando, el grito de los centinelas se repetía de puesto en puesto, y, a veces, un toque de trompeta, mezclándose a los acordes de la orquesta, lanzaba sus notas claras en medio de la armonía general.

Más abajo todavía, ante la fachada, sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas del Palacio Nuevo, destacaban unas masas sombrías. Eran los barcos que bajaban por el río, cuyas aguas, picoteadas por la luz vacilante de algunos fanales, bañaban las primeras hiladas de piedra de las terrazas.

El principal personaje del baile, aquel que daba esta fiesta y a quien el general Kissoff se había dirigido con un tratamiento reservado a los soberanos, estaba vestido sencillamente con un uniforme de oficial de cazadores de la guardia. No era esto debido a afectación por su parte, sino hábito de un hombre poco sensible a los rebuscamientos de la pompa. Su atuendo contrastaba, pues, con los soberbios trajes que se mezclaban a su alrededor, y así era también como aparecía la mayoría de las veces en medio de su escolta de georgianos, de cosacos, de lesguios, escuadrones deslumbrantes, espléndidamente vestidos con los brillantes uniformes del Cáucaso.

Este personaje, de alta talla, aire afable, fisonomía tranquila, aunque de frente preocupada, iba de un grupo a otro pero hablaba poco, e incluso no parecía prestar sino una vaga atención, bien a las palabras joviales de los invitados jóvenes, bien a las palabras más graves de los altos funcionarios o de los miembros del cue

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