Las afinidades electivas (Los mejores clásicos)

Johann Wolfgang von Goethe

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

Si se ha de creer a los críticos literarios de principios del siglo XIX, a finales de su año de publicación los dos tomos de dieciocho capítulos de Las afinidades electivas «eran una sensación en todos los círculos cultos»; según una testigo que informó a Goethe, quien estaba en Weimar, «la gente nunca había asaltado así las librerías; es como si estuvieran en una panadería en época de hambruna»; aquellos que podían hacían comparaciones: «Desde Los sufrimientos del joven Werther jamás se ha hablado en sociedad tanto de una novela como de esta»; el problema fue que todos esos rumores se quedaron rápidamente en nada, pues la obra, aspirando al punto máximo de economía narrativa, no hacía la menor concesión, al contrario que la popular ópera prima de Goethe. El autor dejó a un lado cualquier elemento que no pudiera ser integrado conceptualmente, cualquier tipo de gratificación que no cumpliera alguna función en el marco arquitectónico de la obra. Escrito para lectores educados, para lectores con una formación artística capaz de conceder a la organización formal el peso de un argumento serio, el texto solo se abría realmente a aquellos que no se dejaran intimidar por su hermetismo y su aparente insensibilidad y, sobre todo, a aquellos que no tuvieran reparo en dedicarle pacientes relecturas. En consecuencia, muy pocos de los que se hicieron con un ejemplar estaban capacitados para realizar un dictamen. En cualquier caso, como era de esperar, había moralistas dispuestos a intentarlo, como Jacobi, inventor de la llamada filosofía de la fe, quien puso en circulación el hostil término «ascensión del deseo maligno». También hubo aquellos que se aburrieron, como Wilhelm Grimm, que se llevaron la impresión de que el hilo narrativo, «parsimoniosamente devanado, se caía de vez en cuando sobre el respaldo de la butaca». Estos preferían hablar de «afinidades dolorosas», como rebautizó Tieck a la obra, o, en palabras de Görres, de «estrellas de hielo en el cristal de la ventana» y «preparados anatómicos embalsamados». La mayoría de los lectores se sentían profundamente inseguros, superados, desorientados, sin saber cómo extraer al sonado éxito de ventas el gozo que cabría esperar de una creación de tal calibre. Las reacciones, siempre que se articularan, recordaban al descontento y la pesadumbre de accionistas estafados. «Nunca —se llegó a decir— se ha oído hablar sobre algo con tanto entusiasmo, temor y con tanta estupidez como sobre esta novela.» En ninguna otra ocasión se ha reprochado con tanta vehemencia a Goethe que su actitud y su trabajo resultaran hostiles al público, que fueran la consecuencia de un desdén elevado a las alturas olímpicas de Weimar.

De hecho, algo más de media vida separaba Las afinidades electivas del Werther. Aunque estas obras invitaran a la comparación al ser ambas éxitos de ventas de Goethe, no fue fácil para sus lectores encontrar semejanzas. En este sentido, se ha de valorar el hecho de que al menos una persona, el crítico del Morgenblatt für gebildete Stände, hablara de «afinidad» entre ambas y recomendara a los interesados una relectura de la primera obra con la mirada puesta en el presente, para encontrar tal vez durante ese proceso las claves que arrojaran una nueva luz sobre el texto recién publicado, y así leerlo desde una nueva perspectiva. Fuera útil o no su propuesta, es indudable que este crítico llevaba razón «en más de un sentido», no solo en lo fundamental, sino también en las palabras exactas que salieron de su pluma para formular su idea. No se trata del tema central común en ambas novelas, que gira en torno a la violencia de la seducción que ejerce la literatura (u otros documentos escritos), o el antiquísimo triángulo amoroso del hombre que desea a la mujer de otro y de la mujer que lo desea a su vez; apenas resulta necesario mencionar estos aspectos. Más importante es la integración, sugerida en el planteamiento del crítico, de Las afinidades electivas en la tradición intertextual que se remonta a los grandes textos de la Antigüedad y la Edad Media. Una integración que obligaba a la novela, ya que es posterior, a «incorporar» también el Werther en forma de reelaboración, paráfrasis y continuación, y a reescribirla en todos los modos posibles (citando, imitando o con ojo crítico) a partir de las nuevas constelaciones referenciales que surgieran de dicha incorporación.

Para ejemplificar esto, basta con abrir Las afinidades electivas y leer las primeras páginas con la novela que Goethe escribió en su juventud en mente. Descubrimos primero a Eduard, que dedica «las más hermosas horas de una tarde de abril» a ejercer de jardinero aficionado en el viejo vivero de la propiedad heredada de su padre. Luego aparece Charlotte, tan diletante como el primero, ocupada en la construcción del nuevo parque, diseñado según el moderno estilo de los jardines ingleses. Sin darse cuenta, el lector se ve confrontado con el patrón de un motivo bien conocido. Al escuchar el deseo de Eduard de que el capitán, un amigo de juventud, se aloje temporalmente con ellos y se convierta en el tercero en discordia, Charlotte le recuerda el plan que habían acordado para disfrutar de la felicidad que suponía vivir por fin los dos solos:

Piensa que nuestros propósitos, también en lo que atañe a entretenimientos, solo se referían a que estuviéramos juntos los dos. Al principio tú querías hacerme conocer tus diarios de viaje, y, con esa ocasión, poner en orden muchos papeles que tenían que ver con ellos, organizando, con mi participación y mi ayuda, todos aquellos cuadernos y hojas, inestimables pero enredados, en un conjunto ordenado grato a nosotros y a los demás. Te prometí ayudarte a copiarlos, y pensábamos que sería muy cómodo, muy amable, muy cordial e íntimo viajar con el recuerdo por el mundo que no habríamos de ver juntos. Es más, el principio ya está hecho. Luego, por las noches, volviste a tocar la flauta, acompañándome al piano; y no nos faltan visitas de los vecinos y a los vecinos. Yo, por lo menos, de todo eso he sacado el primer verano realmente alegre que he podido disfrutar en mi vida.

Aunque ligeramente condicionados por las exigencias de una historia de amor llena de rodeos, pero al mismo tiempo inconfundibles en su carácter, se reproducen los parámetros de la escena de Klopstock del Werther, así como de los textos citados por Charlotte, unos textos que retroceden en el tiempo hasta llegar a las Cartas de Abelardo y Eloísa. Es evidente que la literatura, las lecturas comunes, han de construir el amor también en el caso de Eduard y Charlotte, incluso ha de resarcirse con intereses acumulados el capital de los años de amor perdidos. Es cierto que, ante la imparable sucesión de los acontecimientos, este cálculo queda representado de un modo diferente al que podría parecer. No obstante, el objetivo prescrito se persigue con la misma tenacidad en la primera novela de Goethe. Así, el tratado que Ottilie copia con la letra de Eduard y que señala el momento en el que Eduard y Ottilie se abrazan, sorprendidos ellos mismos por su acción y sin saber «quién había sido el primero en estrechar al otro», no resulta solo una imitación, que se identifica con el arquetipo del amor, con el sello de la unión. Encontramos además escenas descritas al detalle por el narrador que muestran cómo Eduard y Ottilie se acercan el uno a

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